miércoles, 6 de agosto de 2014

EL VALS TRISTE



                                                                                     Retrato, R. de Lege


                                 




Me he vestido de historia, con mi propia historia: me he puesto este vestido negro que me ciñe el cuerpo como un corsé y al llegar a las caderas se expande dando volumen y libertad de movimientos a mis piernas; tiene el largo ideal, por debajo de la rodilla, para mostrar todavía unas pantorrillas de muy buen ver; siempre he estado muy orgullosa de mis piernas; creo que he sacado provecho de ellas, entiéndase en el buen sentido de la palabra: nunca para provocar, siempre para armonizar un cuerpo en su caminar y dar un toque de elegancia a toda mi figura. Pude haberme puesto un vestido estampado que tengo de flores rojas  y fondo negro, muy bonito también, pero es mucho más reciente y por un momento, cuando me contemplé en el espejo con él, tuve la impresión de parecer un jardín volante cuando bailara el vals; es muy suelto y volátil y me sienta perfectamente, pero en el último instante y llevada por los recuerdos, me decidí por éste negro. Me lo puse en la boda de mi hijo y en cenas a las que asistí con mi marido, me trae a la mente gratos recuerdos que nunca más volverán a acontecer: mi hijo por ausencia y mi marido por fallecimiento. De mis joyas para qué hablar, las que llevo puestas han pasado un estricto control de selección; nunca me ha gustado jactarme de lo que tengo, pero confieso que han sido  mi debilidad, puedo decir que poseo algunas de cierto valor como estos dos anillos de brillantes regalo de mi esposo por el nacimiento de nuestros hijos o éste otro de platino que hace juego con estos pendientes colgantes regalo también suyo en el primer aniversario de nuestra boda; no puedo olvidarme de mi alianza matrimonial siempre unida a mí, tanto en mis tareas de madre como de esposa, tanto en los buenos como en los malos momentos, muy pocas veces me la he quitado, más bien diría que forma parte de mi dedo, es como un huesecillo que conforma una mano. Añadamos dos anillos más, los regalados por mis hijos con el dinero ganado de su primer sueldo; fue un gran detalle por su parte pues supieron sacrificar las ilusiones primerizas a las que siempre va destinado el primer dinero para regalarle a su madre un capricho que a la vez que cumplían un gusto era también el signo incipiente de su propia independencia económica. Mis dedos meñiques portan dos pequeños sellos con las iniciales de mis hijos; casi nunca los pusieron o si lo hicieron alguna vez fue para evitar que yo me enfadase; creo que fue un regalo por alguno de sus cumpleaños, hasta ni yo recuerdo el motivo de capricho tan inútil. Y todas estas pulseras que se entrelazan debido a su abundancia con colgantes y monedas y que para lo único que sirven es para entorpecer el movimiento ligero de mis brazos, fruto de una economía boyante y adquiridas a base de antojos infantiloides, eso sí, siempre marcando acontecimientos más o menos importantes en mi vida; no son más que el símbolo de que soy una mujer caprichosa y mimada. Por último ya, mi  collar de perlas, se enrosca alrededor de mi cuello cuatro, cinco o seis veces, según mi propio gusto; cuando era más joven con una vuelta era suficiente; me gustaba su perpendicularidad y vaivén sobre mi pecho, ahora me conformo con enroscarlo para que muy dignamente sepa disimular la piel flácida de mi cuello. ¿Por qué me he cargado con tanta “metralla” para bailar un vals? No lo sé; lo único que puedo decir es que no he podido contenerme; ha sido un desenfreno tan inconsciente que, aunque admito que me he convertido en un expositor de joyería, no lo lamento. ¡Oh¡ mon Dieu¡  olvidaba mis pies, mis pies, mis pies, mis pies, tan importantes para bailar y máxime un vals, para deslizarse suavemente sobre la superficie del salón y así dejarse llevar con más facilidad y dar vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas... hasta marearse, hasta convertirse en un tiovivo y el vómito despunta por salir. Dudas y más dudas en la elección de mis zapatos; en la maleta había traído seis o siete pares; tenía que escoger unos que fuesen a juego con mi vestido, o más bien conmigo misma; ya no sólo se trataba de que pegaran con él, sino con mis joyas también, con todo mi ser. No me costó mucho decidirme por estas sandalias negras de tacón de aguja; cuando las elegí no pensaba en la comodidad, está claro; la coquetería de buscar una esbeltez y un lucimiento en el baile nubló mi raciocinio de lo práctico. No me arrepiento, aunque reconozco que estoy destrozando los pies. De acuerdo conmigo misma en la elección de la indumentaria, llegó el momento del maquillaje; sabía que tenía que cargarlo, crear a base de capas una máscara que ocultase cualquier indicio de rubor y de amilanamiento; el desamparo y la indefensión bajo ningún concepto podrían aflorar a la superficie. Me cebé con la polvera, la dejé seca; cuando me miré fijamente en el espejo no me reconocía, me alegré, aunque admitía que era un espectro de mí misma y continué con la restauración: sombreé mis párpados de un azul intenso tratando de imitar la tonalidad del cielo en los días luminosos; no hubo una pizca de moderación, pude haber suavizado su intensidad, pero un desenfreno hacia el derroche y lo chabacano me empujaba hasta límites insospechados; también creé pestañas en donde la aridez jamás hubiese esperado encontrar rival. Los labios los pintaría con un carmín rojo pasión; no había duda, la decisión no había sido tomada instantáneamente, era una decisión arcaica, de siglos. Con muy buen pulso perfilé más allá de sus límites unos labios finos que habían perdido su escasa carnosidad; froté con lascivia la barra de carmín para extraer un volumen inexistente y que solamente un rojo intenso y brillante podía falsificar. Lancé un beso al vacío para desentumecer una costumbre que el tiempo había convertido en desuso. Eché de menos a mi marido, pero aquel beso le iba dedicado. La laca de uñas sería del mismo color. Pinté tanto las de las manos como las de los pies; a medida que estaba en la labor, en mi imaginación vi cómo poco a poco se iban convirtiendo en garras, cómo aquel esmalte las endurecía y reclamaban una presa; cuando terminé y ya se habían secado, froté su superficie con un paño para extraer aún más brillo. Una vez completamente compuesta en la penumbra de la habitación de mi hotel, de un hotel, con lo que este nombre conlleva de anonimato, me contemplé en el espejo y vi que, lo que de allí sobresalía, eran unas manchas de rojo intenso, de un rojo pasión que luchaban por destacar entre los destellos de algunas de mis joyas. La fiera estaba preparada para el ataque. No me cabía en la cabeza que la imagen que se reflejaba sobre aquella superficie fuera yo; mi vestido negro se camuflaba en la penumbra y si me movía perdía mi presencia, pero el rojo permanecía al acecho. ¿Qué hacía yo con aquellas pintas en una tierra extraña? Eso quisiera yo saber. O tal vez ya lo supiera desde hacía algunos años, pero hay acciones que carecen de nombre y solamente al realizarse adquieren una verdadera calificación. Después de contemplarme algunos momentos me di cuenta de que no difería tanto de la mujer que yo me creía que era, sencillamente me había vestido para luchar, me había puesto mis pinturas de guerra para agarrarme a lo poco que me quedaba y las únicas armas que tenía eran mis uñas, todo lo demás era pura parafernalia. Y salí con mis amigas a bailar un vals. Y en ello estoy. Necesitaba marearme; que todo me diera vueltas de una forma natural, captar mi entorno en movimiento sin ninguna clase de aditivos como podía ser la bebida; saber que el  mundo gira y, sin embargo, yo giro más rápido que él; tener el atrevimiento de retar a las leyes de la naturaleza; perder la cordura y en su ausencia admitir que la locura forma parte de la sensatez. Y aquí estoy como una loca dando vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas. Este hombre al cual estoy agarrada me sabe llevar, su mano en mi talle me protege en los giros, algunos son bruscos, pero hay que adaptarse a la música, hay que compenetrarse con ella. Estas sandalias de tacón de aguja me están matando, a veces resbalo y sin embargo este desconocido me equilibra, no me deja caer, en algún momento tengo la sensación de arrastrar los pies y él tira de mí y me reincorpora a su ritmo, no debemos perder el ritmo. ¿Qué hago yo agarrada a este hombre que ni siquiera conozco? Hasta antes de empezar el vals era un ser anónimo, un ser inexistente para mí que vivía en esta ciudad y que se dedicaba a sacar a bailar a mujeres maduras, a conducirlas en unos pasos torpes y desconocidos para ellas, a levantarlas en sus tropiezos y encarrilarlas al ritmo de la música. En las pocas lagunas de luz que hay en esta pista de baile, trato a hurtadillas de observar su rostro; me falta atrevimiento para mirarle fijamente, y reconozco que es un hombre atractivo de fuertes facciones varoniles, el ideal para tener una aventura; su complexión la siento en la forma en cómo me coge y me cimbrea y sobre todo cuando apoyo mi mano sobre su hombro, pero me falta el deseo; yo no he venido aquí en busca de ninguna aventura, yo he venido aquí en busca de... Yo he venido aquí en busca de... Yo he venido aquí en busca de... Yo he venido aquí  para distraerme; bueno, no para distraerme... Sí, para distraerme también, pero... No lo sé. O tal vez sí: para agarrarme a la vida, a la poca que me pueda quedar, aunque no soy excesivamente mayor, sí lo suficiente como para reconocer que la naturaleza tiene un límite y yo me estoy aproximando a él, sobrepasarlo es pura gratuidad; mi coquetería me lo prohibe, no diré mi edad. Y aquí estoy dando vueltas y vueltas en este vals triste que arrastra sus notas, que parece como si se forzara a existir, como si su única finalidad fuera arrastarme con él a mí también. Miro a mi desconocido y en un giro me agarro fuertemente a su cuello, mis uñas, mis garras, se clavan en él; tengo miedo a caerme, fuerzo a mis pies a buscar una estabilidad, a que sus uñas se claven sobre esa superficie resbaladiza y no lo consigo, por mucho esmalte rojo que haya usado para vigorizarlas; es posible que la suela de mis sandalias tenga que ver con el desliz. Intuyo los motivos que me han traído aquí, a esta ciudad del sur, cálida, rebosante de luz, costera, bañada por un mar de aguas cristalinas y templadas; todo lo opuesto a mi ciudad de provincias: del norte, fría, grisácea, del interior, rodeada por altas montañas cuyas cimas rozan las nubes. Una me eleva la otra me sumerge. En una la cotidianeidad en la otra la novedad. La decisión de venir fue repentina, dije un sí sin pensarlo, como si tuviera la necesidad perentoria de confraternizar con lo positivo y como si en ese mismo instante, al pronunciar ese monosílabo ahuyentara lo negativo. Fue en una reunión de amigas donde surgió la idea; los fines de semana nos juntamos en casa de una de ellas para hablar y comentar los acontecimientos y anécdotas que le han ocurrido a cada una; allí sale de todo: desde los problemas familiares hasta las pequeñas alegrías, cualquier tontería puede dar origen a una sonrisa o romper con la costumbre, pero todo envuelto en una lasitud monótona, aburrida. La voz de una de ellas rompió el molde: “¿ por qué no hacemos un viaje?”. El sí unánime no se hizo esperar y todas las miradas se clavaron en mí, nadie creía que asintiese con tanta espontaneidad; siempre soy de las que, al tomar una decisión, paso a ésta por un tamiz reflexivo para descartar la idea de un posible arrepentimiento. Festejamos con intercambios de sonrisas nuestro mutuo acuerdo, éramos como niñas felices a las que sólo nos faltaba saltar en nuestras sillas desbordantes de alegría. Mis amigas y yo estamos solas, vivimos solas, los avatares de la vida han abierto las puertas de par en par a la soledad y a que ésta entre en nosotras adueñándose de nuestros días y noches, desplazando los recuerdos de compañía por un sentimiento desolado unipersonal. Cada una de nosotras tiene vivienda propia, unas vivimos en pisos, otras en casas de campo; seguimos conservando lo que en algún tiempo fue un hogar, lo que queda de él es como si fuera los restos de un naufragio. Nuestros hogares han quedado vacíos, la vida ha entrado en ellos violentándolos, arrebatándonos a nuestros seres queridos bien por fallecimiento o bien por divorcio; nuestros hijos han volado reclamando su independencia, en una palabra: donde antes había conversaciones, gritos infantiles convertidos más tarde en voces borreguiles de la adolescencia que a su vez derivaron en adultas, alguna discusión que otra, ruidos múltiples señal de cohabitación, ahora solamente hay silencio. Mi marido y yo habíamos hecho tantos planes para cuando llegase su jubilación: hacer algún viaje, ir a la compra juntos, reunirnos con amigos para hablar sin prisas, pero siempre together, together, together, together, together, for ever together, juntos para siempre, como si fuésemos el título de una canción. Y sobre todo bailar, desde que nos habíamos casado nunca volvimos a hacerlo. Da la sensación de que el hecho de bailar sólo pertenece a la juventud y no es así, pero fue así. Bailar, bailar, bailar, bailar, balar, balar, balar, balar. Aquí estoy desfogándome, dando vueltas como una loca y siento vergüenza, oculto mi rostro sobre el hombro de este desconocido, temiendo que alguien me reconozca y pueda prejuzgarme. No, mis intenciones no son las que a primera vista puedan parecer; mi libido se ha entregado a la fidelidad del esposo fallecido; creo que mi único propósito es la supervivencia, aferrarme a este desconocido como móvil de una energía de rotación que me vincule a este mundo que gira en torno al sol. El sol, tan presente en esta tierra, tan tórrido para mentes que provienen del frío, capaz de asustar a la soledad más recalcitrante. ¿Para qué ocultarme? Aquí nadie me conoce, las únicas, mis amigas que a fin de cuentas son mis cómplices, almas desamparadas perdidas en la oscuridad de esta sala de baile, tonteando con alguien que les haga revivir ilusiones crepusculares. ¿Qué hora será? ¡ Qué más da¡ no hay prisa, es de noche , nada más. ¿Dónde estarán? ¿ Estarán bailando también o sentadas? Me alegro de que lo pasen bien, se lo merecen, se merecen igual que yo que, durante unos días, el olvido se posesione de la cruda realidad y una alegría ficticia alterne con un destino ciego y sórdido. Aquí adentro no somos más que sombras, hemos perdido nuestra identidad, las oscuridad se confabula con el anonimato a no ser por un ramalazo de luz que azote algún cuerpo, entonces éste vuelve a adquirir la titularidad de persona.¿Cuántos estaremos aquí?¿Cuántos hombres y mujeres estaremos danzando aquí en esta antesala del desguace? ¿Cuántos estarán buscando llenar con un amor de fast food  and take away el vacío dejado por amores conyugales y filiales? Desolación. Este vals triste nos agita, damos tumbos sin sentido, nos mareamos y cuando creemos que nuestra compostura va a claudicar nos agarrotamos a nuestro compañero de baile con uñas y dientes. Apostaría que casi todos los que estamos aquí no somos oriundos de esta ciudad, confluimos en ella provenientes de distintos lugares del país, arrastrando el bagaje de toda una vida. Aquí uno tiene la sensación de que cualquier peso se aligera, como si el sol fuese el inductor de espejismos impropios para una cierta edad. Ayer me bañé; hacía años que no me metía en el mar, el agua estaba tibia y limpia, daba gusto chapotear en ella, me sentí rejuvenecer, era como si recobrara una energía que había dejado anclada hacía tiempo. Nadé hasta que me cansé; la sensación de flotar, de mantenerme en el agua sin ahondar, de avanzar, hizo que recobrase confianza en el pasado, al constatar que aquello que había aprendido en una época anterior todavía estaba vigente. Más tarde me tumbé al sol, dejé que aquellas gotas de agua se secasen junto con mi bañador y después le planté cara, me incorporé y sin gafas me enfrenté a él, su luz y calor entraron por mis sentidos y advertí que algo me había perdido, el haber malgastado inconscientemente un tiempo sin haberlo aprovechado. Ferdi...Ferdi...Ferdi... No voy a dar ningún nombre, no quiero dar ningún nombre, estoy aquí de incógnito, no quiero que salga a relucir ningún nombre, ni el mío, ni el de mi marido, ni el de mis hijos, cualquier pista podría desvelar mi identidad, sencillamente soy una mujer con un pasado, un presente y un futuro incierto. Una desconocida en una tierra conocida. Se me ha escapado lo de Ferdi...Diré: mi marido y yo pudimos haber disfrutado mucho más de lo que lo hemos hecho, pero siempre surgían inconvenientes que había que superar; siempre antepusimos el cuidado y la educación de nuestros hijos a la diversión; la puesta en marcha de nuestra pequeña empresa exigió un tiempo de dedicación y cuando nos dimos cuenta nuestra juventud y parte de la madurez las habíamos entregado a unos dignos propósitos; lo que sí nos había quedado era un rescoldo de no haber cogido un poquito de aquel tiempo para nosotros mismos. La jubilación la veíamos como la época ideal para recobrar un tiempo de ocio y disfrute que nunca habíamos tenido. De repente la enfermedad apareció, Fer...Fer...Mi marido y yo zanjamos cualquier actividad empresarial y nos dedicamos a la búsqueda de un remedio; a medida que recorríamos médicos y hospitales nuestras ilusiones de diversión menguaban concentrándose en el deseo único de recobrar la salud. Después de dos años de una entrega absoluta por hacerlo feliz y de distraerlo de su enfermedad, el destino se interpuso en nuestras vidas separándolo de mí irremediablemente; nuestras ilusiones compartidas se truncaron para siempre y de golpe me encontré sola con mis hijos ya mayores, haciendo sus vidas, y yo una mujer mimada, mimada, mimada, mimada, mimada y de repente memada, memada, memada, memada, me-ma-da. Necesito dar vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas en este vals triste y agitar la cabeza de un lado a otro para deshacer mi peinado, para que estos pendientes colgantes azoten mis mejillas y su desenfreno ahuyente la idea de derrumbe moral. Cuando llegamos hace tres días, lo primero que hicimos, una vez que tomamos posesión de nuestras respectivas habitaciones en el hotel, fue ponernos en contacto con  la ciudad; desde la estación el taxi nos trajo en volandas y sólo podíamos ver el bullicio de las gentes por las calles y eso sí, muchas tiendas. Pero mi primera visión, digamos mi primera panorámica fue desde la terraza de mi habitación; tan pronto como hube colocado mi ropa en el armario y después de haberme refrescado un poco, lo primero que hice fue salir a contemplar lo que se me ofrecía. El hotel estaba situado al lado de la playa y la vista que tenía de mar adentro era impresionante; no me dio miedo, la mezcla de azules entre el cielo y el mar me transmitió serenidad y me di cuenta de yo llevaba un vestido estampado con los mismos colores, ¿ casualidad? Tal vez, el caso era que no desentonaba con mi entorno. El cielo estaba impoluto, sin rastro de nubes; la superficie del mar sosegada, sin ningún barco que alterase la línea recta del horizonte y sin embargo, ambos ocultando valiosos secretos inconfesables. Mirar hacia arriba o al frente era comulgar sin vacilaciones con la vida, era entregar el propio espíritu al espíritu misterioso de una dimensión del universo que solamente con el vértigo y la atracción de gravedad de la tierra confirmaba la   propia naturaleza humana y terrenal dejando la divina al vacío de las alturas. Mirar hacia abajo o a la derecha e izquierda era entrar en contacto con la realidad del ser humano: edificios mastodónticos y enjambres de personas se confabulaban para atemorizar a una pobre mujer cuyo mundo había transcurrido entre su familia y un reducido número de amigos. Temblé ante tal enfrentamiento, lo sublime, lo divino y lo humano se presentaban juntos; nunca había reparado en eso ni en muchas otras cosas. Me dije: éste es mi mundo, ésta es ahora mi vida y lo poco o mucho que me queda de ella la agarraré con uñas pintadas de rojo, sin ocasionar sangre, pero coincidiendo con ésta en su intenso color. Estaba aterrorizada y para asimilar ese reconocimiento necesitaba un caldo de cultivo donde llevarlo a cabo, y nada mejor que el anonimato, ya que la duda de su efectividad pululaba con descaro. De repente me di cuenta de que había quedado con mis  amigas en la recepción del hotel para ir a dar una vuelta y ponernos en contacto con aquel mundo; la idea de su compañía me tranquilizó, el sentirme arropada por alguien difuminó por completo la sombra de la angustia que había surgido en la habitación; sus sonrisas y el buen humor fueron el complemento ideal para que despertaran en mí cierto atrevimiento pues mi timidez siempre lo había controlado. Las puertas del hotel se abrieron automáticamente y sin querer ya estábamos en la calle, el espectáculo comenzaba; el sol brillaba resplandeciente y nos recibía con su calidez haciéndonos olvidar el frío, nos brindaba su familiaridad y nos acogía como si nos conociera de toda la vida, la sensación de extrañeza pronto se diluyó ante tanta cordialidad. Muy pronto nos absorbió el gentío, un largo y amplio paseo bordeaba la playa y nos incluimos en su marcha, había que desentumecerse del viaje y nada mejor que incorporarnos al ritmo de la ciudad. No sabía para dónde mirar, no daba abasto ante la cantidad de novedades que se me presentaban y que me eran difíciles de asimilar. Permanecí callada durante un buen rato ya que el sentido de la vista se había adueñado de cualquier iniciativa verbal; una distracción posesiva me había apartado de la proximidad de mis amigas hasta que una coincidencia en un choque de miradas nos advirtió de nuestra mutua existencia. Del asombro que me causaban aquellos rascacielos y de su diversidad de formas no iba a hablar; era evidente que aquel silencio delataba una sorpresa para la cual las palabras no tienen sentido por falta de espontaneidad. Aquel contraste entre cemento y arena, su aridez, trastocaban en cierta medida aquel concepto de tierra, aire, agua y fuego; fuego, agua, aire y tierra; aire, agua, fuego y tierra...Mírese como se mire el concepto parece indisoluble. Tierra: la que pisaba; aire: aquel cielo azul, inmenso; agua: el mar; fuego: el sol. Casi no se podía caminar, era tanto el gentío que por allí paseaba que a veces había que esquivar a los que venían de frente; en esos pequeños desvíos nos veíamos obligadas, sin querer, a toparnos con los rostros de nuestros adversarios de paseo, nos mirábamos extrañados, inquisitivos, deseando averiguar identidad y procedencia, pero el sentido de la marcha obligaba a la curiosidad a perder energía y aquel hombre o mujer que hacía unos instantes gozaba de una presencia real, física, a los dos minutos de que una se hubiese cruzado con él o ella caía en el anonimato y olvido. Desde que falleció mi Ferdi...Desde que falleció mi esposo siento una especie de amor-odio ante las multitudes; al mismo tiempo que me siento acompañada, también las temo; me siento integrada y a la vez rechazada, tanto esa integración como ese rechazo provienen de mí; yo me los he creado, inventado, quizá la soledad en la que me he sumido trate de ponerse en contacto con otras soledades de la misma especie y en su avance experimente una retroacción ante lo desconocido, es decir, por falta de decisión y valentía ésta permanece intacta. Es muy ilustrativo contemplar el rostro de la gente cara a cara; se podrían sacar grandes enseñanzas de su comportamiento, sentimientos y de la propia estética de la persona. Por lo que observo tanto en mis amigas como en mí y en todas estas almas peregrinas que por este paseo deambulan es una ausencia total de compañía: alguien que te lleve a comprar un globo o un helado y que lo comparta contigo, alguien que cuando vayas a cruzar una calle ciegamente, con riesgo de accidente, te aguarde en la acera y te felicite por tu atrevimiento sabiendo que tus ojos sólo estaban puestos en él; chiquilladas que se presentan en la edad adulta, que fortalecen una experiencia curtida en sinsabores y que solamente una inocencia e ingenuidad rescatadas de la infancia pueden alegrar. Cada uno de nosotros, caminantes por esta senda de la oferta y de la demanda, deberíamos llevar un cartel en el pecho que dijera: “Gran oferta de temporada, si necesita compañía aquí me tiene, contémpleme, estúdieme, esto es lo que hay, o me toma o me deja”. Me encuentro algo mareada, no hago más que dar vueltas y vueltas y eso que es un vals triste que si llega a ser alegre echaría la bilis. ¿ Desde hace cuánto tiempo que no me veo rodeada por unos brazos protectores? Desde mucho antes del fallecimiento de Ferdi... de mi marido. Ya durante su enfermedad había perdido las ganas de hacerme arrumacos; era yo la que llevaba la iniciativa; en el fondo le gustaban y yo por ver en su rostro un rayo de felicidad era capaz de hacer cualquier cosa. Admitía que el ímpetu del amor lo canalizaba hacia su curación y no hacia mí. He de reconocer que he sido atrevida, si alguien me hubiese dicho, hace algún tiempo atrás, que iba a sacar a un hombre a bailar habría jurado por lo más sagrado que yo nunca lo haría. Y bien mirado tampoco fue así. Mis amigas y yo habíamos decidido con anterioridad salir a bailar hoy; aparte de gozar del clima, de la playa, de caras nuevas; por la noche era como obligado ir a bailar, no sé la causa, pero el baile no podía faltar. Era obvio que había que cumplir unas expectativas nacidas en el ámbito de una vida cotidiana y monótona y que aquí era el lugar idóneo para llevarlas a cabo; el atrevimiento con un toque de descaro, en esta ciudad, iba que ni pintado; en una ciudad de provincias sería inimaginable; siempre pensando que a unas mujeres maduras y entradas en años se les exige cierto grado de sensatez. Nuestra finalidad no era tampoco perder la cabeza, más bien era reajustar nuestras vidas, los años y los múltiples avatares habían descolocado nuestras posiciones y si con un baile todo volvía a un orden, no se hable más y adelante. Cuando entramos en este salón de baile mi primera impresión fue la de haber perdido la vista, a no ser por algunas ráfagas de luz destellante que me tranquilizaron y la sensación de desgracia repentina se escabulló en la oscuridad. Sin saber cómo, la música de vals nos transportó hasta el centro de la pista de baile; el cuerpo se compenetró con la fluidez suave de aquellas notas y por un momento me sentí flotar; había bastantes parejas flotando, al observar su entrega me di cuenta de mi individualidad; mis amigas me habían dejado sola, habían desaparecido como atraídas por un magnetismo extremo a la pista de baile; no soporté el vacío que me rodeaba y me alejé hasta la barra del bar, terminé allí como había podido terminar en los servicios, tal vez fue la luz que allí reinaba la que me atrajo como fiel mariposa. Es una situación incómoda, de desarraigo, saber a ciencia cierta que una no pertenece allí, que se está de prestado, y que únicamente la conciencia de un comportamiento social retiene a una. Si hubiera cerca una columna me habría apoyado en ella; mi falta de protección reclamaba cobijo, al no tenerla me acerqué a la barra y deje reposar mi codo, no sabía qué hacer con las manos, un nerviosismo las agitaba e instintivamente me agarroté con mis uñas rojas al borde. Lo ideal hubiese sido haber fumado un cigarrillo y con gestos sofisticados haber disfrazado aquella nerviosa inseguridad, pero como no fumo había que descartar aquel posible recurso. El colmo llegó cuando apareció el camarero preguntándome qué deseaba beber; me quedé en blanco, no me apetecía tomar nada, quizá una infusión, pero el lugar no me pareció idóneo para pedir tal frugalidad y, para evitar una sonrisa burlona por su parte, me decidí por algo fuerte, por lo que tomaba mi marido: un güisqui. La palabra sonó extraña en mi boca, más extraño sería su sabor; era uno de esos vocablos a los que el oído se acostumbra y, sin embargo, una nunca pronuncia; llegado su momento suena como si se hubiera roto con unas normas habituales de vocabulario para incorporar una nueva palabra intrusa y rimbombante. El siguiente paso fue aún más difícil cuando me especificó: ¿Qué marca de güisqui desea tomar la señora? Esa pregunta me descolocó, me perdí en la nada, porque nada sabía de nombres de güisquis. Para disimular mi ignorancia y fingiendo una seguridad a punto de desmoronarse, pronuncié el primer nombre que se me vino a la imaginación: “ Un Odoardo de Cascallá”; miré fijamente al camarero para descifrar en su rostro el susto de haber oído una barbaridad, pero muy comedido asintió y fue en busca de mi demanda. Ni yo misma me lo creía, ¿existiría en realidad aquel güisqui con tal nombre? El resultado dentro de unos momentos. Mientras esperaba me dediqué a escudriñar los rostros que bullían por la barra del bar; aquella luz intensa, chillona nos traicionaba, nos iluminaba como si fuéramos los personajes patéticos de una película de terror; los rostros de los hombres, más naturales al carecer de aditivos cosméticos, mostraban el paso de los años con dignidad aunque no exentos de decrepitud por muchos aires juveniles que intentaban fingir; nosotras, las mujeres que allí estábamos, todas más o menos de la misma edad, abandonadas de la frescura que imprime la edad en sus momentos más álgidos, y ahora poseídas por un toque rancio que gratuitamente dona la vejez, nos mirábamos asustadas, al comprobar que la máscara que     habíamos creado en nuestra restauración, no surtía el efecto deseado debido a una luz traicionera que, sin miramientos, destapaba un tiempo que con tanto esmero habíamos intentado ocultar. Quelle horreur! Quelle horreur! Quelle horreur! Quelle erreur! Quelle erreur! Quelle erreur! Quelle horreur et erreur! Mon Dieu! ¡Qué horror y error! ¡ Qué orror y herror!¡ Qué horror y herror!¡Qué orror y error!. Saqué de mi bolsillo un espejo pequeño y confirmé lo sospechado, lo guardé y aparté de aquella luz malvada, hiriente, mi lugar junto a ella, pero no con ella, en la penumbra. Y llegó el camarero con mi güisqui, posó el vaso sobre la barra y, entre sus dedos, mientras cogía la botella para echarme el líquido, puede entrever la  marca, efectivamente allí ponía “ Odoardo de Cascallá” un “ juiski” rancio y añejo como yo. No daba crédito a lo que veía, realmente existía aquella bebida, me alegré de que mi imaginación concordara con la realidad. Pagué y con la desenvoltura que había aprendido instantáneamente de aquellas mujeres cercanas a mí de cómo tragar el alcohol, cogí mi vaso con un gesto de veteranía y sorbí mi primer trago; de repente decidí no beber más, aquella amargura y ardor se pasearon por mi esófago dejando una estela de fuego hasta llegar al estómago; entreabrí la boca para exhalar un rechazo y mantuve la compostura como niña buena y obediente.¿ Por qué tantos preámbulos para bailar un vals? ¿ Por qué no ir directamente al grano? Necesitaba una pareja, un desconocido, éste desconocido con el cual estoy bailando, nadie puede bailar un vals solo; si en realidad yo únicamente he venido a bailar un vals y además triste. Lo del sol y del baño me ha parecido una experiencia emocionante, pero mi meta, mi objetivo era simplemente bailar... un vals...triste. Era una fijación que existía en alguna parte de mi mente y que, sin querer, surgió y ahí está. Alguien me había estado observando y no me había dado cuenta, para mí era una situación embarazosa, hacía mucho tiempo que ningún hombre me había mirado tan fijamente; por un momento pensé en la cantidad de sandeces que me diría y puse cara de asco; no soportaba las impertinencias que un hombre joven puede decirle a una mujer madura; pronto cambié de opinión y de semblante cuando se acercó a mí y muy amablemente me preguntó mi nombre. No respondí a pesar de sus buenos modales, estaba de incógnito, qué le importaba a él cómo me llamaba, era una de las miles de mujeres que venían cada año en busca de la calidez de esta tierra, en busca de la calidez de... Yo estaría aquí seis o siete días y quizá no volvería más. Un encuentro tan fortuito apenas deja huella. Para identificarme sería suficiente decir: soy una mujer del norte, del frío, del cielo gris. Silencio. Al ver que no había facilidad para entablar conversación volvió a insistir, y me preguntó de nuevo mi nombre, le miré a los ojos como fiel representante del silencio y no dije nada. Pasaron segundos y minutos, podría haber pasado una eternidad que mi boca no se abriría para pronunciar mi verdadero nombre. Al final fue él quien se presentó: “ Me llamo Cadmus de Cereixido”. Como no iba a ser menos rompí mi silencio con un nombre para la historia: “ Yo me llamo Dalinda de Vilarbacú”. Ambos mentíamos. Instalados en la mentira no había mucho que decirse, habiendo motivo de conversación podrían surgir muchas más, pero ese no sería el caso. El silencio se erigió entre los dos. Como hombre de mundo supo interpretar perfectamente mis deseos, mejor dicho mi deseo: me brindó su mano para salir a bailar mi vals, digo mi vals porque decir “ nuestro” vals sería implicarlo en una cuestión personal que sólo a mí concernía. Le entregué la mía y con paso firme, decidido y no exento de coquetería me dirigí en su compañía hacia la pista de baile. Empezaron a tocar el Vals Triste y él me atrajo hacia sí, por un momento me sentí retraída, tímida, nuestros rostros casi se tocaban y no pude evitar el apoyar mi frente sobre su hombro para ocultar una vergüenza infantil e inocente. Miré a las otras parejas que nos rodeaban bailando con desenvoltura y desparpajo y eso me envalentonó; un vals triste, mi Vals Triste no lo bailaría cohibida, lo bailaría suelta, ágil, abandonándome a mí misma y me diría: Ob ich nicht höre?  Ob ich die Musik nicht höre? Sie kommt doch aus mir (1).¿ Si no la oigo? ¿ si no oigo la música? Ella viene de mí. Me entregué a ella; mis uñas y mis labios rojos estaban dispuestos a mantenerme firme, en caso de que hubiese algún resbalón ellas sabrían dónde agarrarse, en caso de declive emocional mis labios sabrían pronunciar las palabras exactas para vigorizar mi deseo. Durante los primeros compases y las primeras vueltas surgió la añoranza, eché de menos a mi marido, si la vida fuera justa yo debería estar bailando con él y no con este desconocido. A medida que girábamos sueños irrealizados de felicidad danzaban a mi alrededor; con la cabeza inclinada hacia atrás respiraba el ambiente de aquella sala, mis pendientes azotaban mis mejillas y cosquilleaban mi cuello con ligera lascivia, inhalaba aquel aire cargado de humo y de oscuridad, de suave veneno y me di cuenta de que era reconfortante a veces ser consciente de cierta locura embriagadora. De pronto incliné la cabeza sobre el hombro de mi desconocido cuando una idea fugitiva sobre la presencia de mis hijos atravesó mi mente; no soportaría su compasión, aunque ellos tampoco entenderían mi desfase; desde su mayoría de edad habían estado reclamando el vivir su vida; lo entiendo perfectamente, y a mí, la poca vida que me quedaba reclamaba ser vivida en tiempo de vals. La vergüenza que había hecho inclinar mi cabeza como acto reflejo, el orgullo la elevaba como insignia de los restos de amor por la vida. Miré a aquel hombre a los ojos, carecían de expresión, sencillamente cumplía su oficio; con mis uñas rojas el atrevimiento era descarado; traté de abrir unos labios carnosos para ponerlos en marcha, para que insinuaran algunas palabras hermosas, y lo único que obtuve fue una sonrisa, ¡ claro! Casi todos los valses carecen de letra o él no supo interpretar mis intenciones, y sin embargo, necesitaba que alguien me dijese algo bonito, pero ese alguien ya no está conmigo, sé que me dedicaría una frase llena de ternura y yo me derretiría sin poderlo evitar. Ya que nadie me dice nada me inventaré algo, aunque soy muy mala improvisando, mejor será confiar en la memoria que siempre tiene alguna sorpresa para momentos nostálgicos, ¡ ah, sí! Ya recuerdo: https://www.youtube.com/watch?v=fumXaNlU8co
Sarem felici, perchè tu m’ami, Alferdi..., Non è vero?... Amami, Alferdi...Amami quant’io t’amo! Addio!.Seremos  felices, porque tú me amas, Alferdi...¿No es cierto? ...¡Ámame, Alferdi... Ámame tanto como yo a ti! ¡Adiós!. Me he emocionado, no he podido evitarlo, pero este ambiente es lo suficientemente seco como para que cualquier lágrima en su irrupción se solidifique al instante. Estoy entregada de lleno a este vals, es como si en él se condensara toda mi vida, la energía que me transmite hace reavivar mi existencia, mi sencilla existencia, llena de cordura y vinculada siempre a unas normas establecidas, cumplidora con mis deberes de madre y esposa; bien me merezco este vals porque ya no tengo misión, mis misiones se han terminado, las he llevado a cabo lo mejor que he podido y sabido. Mi vida es este momento, se ha concentrado en este tiempo de vals, de vals triste. Me siento torpe, ya no son mis sandalias de tacón alto las que me hacen resbalar, son las torpezas de la edad; si no fuera por este compañero de baile que hace esfuerzos por mantenerme erguida, estaría en el suelo, yacería en él por inutilidad; ahora siento que no bailamos compenetrados, que yo me pierdo y no logro ponerme a su altura, cada uno anda a su ritmo y, sin embargo, con la soltura de un caballero me arrastra hasta recuperar mi equilibrio, convierte en tierna dejadez y abandono mi inútil destreza. Intento mirar mis pies, es como si anduvieran a su aire, como si mi mente no los controlara, pero sé que sus uñas rojas, en un momento de desarraigo, se asirán al suelo para no marchar...para no marchar...para no marchar. Y ahora esta luz roja, intensa, en medio de la pista, que acaba de encenderse, que me asusta, que nos ha puesto al descubierto ante un posible enemigo, ¿ a qué viene? ¿ pretende advertirnos de un peligro? Los que aquí estamos bailando nos hemos sobresaltado, nos ha despertado de nuestra penumbra y todos somos desconocidos; mis amigas han desaparecido perdidas en el jolgorio, y yo aquí sola, con mi vestido negro y cargada de joyas, con mis sandalias de tacón alto, mis labios y uñas chorreando un color rojo sangre e iluminada por una luz roja que me señalan como vestida para la eternidad. Vuelven otra vez las tinieblas, esa luz espantadiza se ha extinguido y la penumbra nos envuelve otra vez y yo sigo colgada a este desconocido, a este hombre joven que me engancha a la vida mediante estos giros, vaivenes y turbulencias siempre dulcificados por los acordes de este vals. Me he cansado de hablar, de razonar, de explicar; esas palabras encadenadas que forman frases han dejado de surtir su efecto terapéutico y solamente la acción reaviva mi sentido de la existencia, sola me enfrento a ella y lo único que puedo decir es que, mientras que esta música de vals tiste perdure, seguiré viva. Por lo tanto diré para mis adentros:                  

                                Schweig, und tanze. (2)
                                (calla y baila)
                           
(1) y (2) audición :  https://www.youtube.com/watch?v=GGnD-JkvWaA