Me he vestido de historia, con mi propia historia:
me he puesto este vestido negro que me ciñe el cuerpo como un corsé y al llegar
a las caderas se expande dando volumen y libertad de movimientos a mis piernas;
tiene el largo ideal, por debajo de la rodilla, para mostrar todavía unas
pantorrillas de muy buen ver; siempre he estado muy orgullosa de mis piernas;
creo que he sacado provecho de ellas, entiéndase en el buen sentido de la
palabra: nunca para provocar, siempre para armonizar un cuerpo en su caminar y
dar un toque de elegancia a toda mi figura. Pude haberme puesto un vestido
estampado que tengo de flores rojas y
fondo negro, muy bonito también, pero es mucho más reciente y por un momento,
cuando me contemplé en el espejo con él, tuve la impresión de parecer un jardín
volante cuando bailara el vals; es muy suelto y volátil y me sienta
perfectamente, pero en el último instante y llevada por los recuerdos, me
decidí por éste negro. Me lo puse en la boda de mi hijo y en cenas a las que
asistí con mi marido, me trae a la mente gratos recuerdos que nunca más
volverán a acontecer: mi hijo por ausencia y mi marido por fallecimiento. De
mis joyas para qué hablar, las que llevo puestas han pasado un estricto control
de selección; nunca me ha gustado jactarme de lo que tengo, pero confieso que
han sido mi debilidad, puedo decir que
poseo algunas de cierto valor como estos dos anillos de brillantes regalo de mi
esposo por el nacimiento de nuestros hijos o éste otro de platino que hace
juego con estos pendientes colgantes regalo también suyo en el primer
aniversario de nuestra boda; no puedo olvidarme de mi alianza matrimonial
siempre unida a mí, tanto en mis tareas de madre como de esposa, tanto en los
buenos como en los malos momentos, muy pocas veces me la he quitado, más bien
diría que forma parte de mi dedo, es como un huesecillo que conforma una mano.
Añadamos dos anillos más, los regalados por mis hijos con el dinero ganado de
su primer sueldo; fue un gran detalle por su parte pues supieron sacrificar las
ilusiones primerizas a las que siempre va destinado el primer dinero para
regalarle a su madre un capricho que a la vez que cumplían un gusto era también
el signo incipiente de su propia independencia económica. Mis dedos meñiques
portan dos pequeños sellos con las iniciales de mis hijos; casi nunca los
pusieron o si lo hicieron alguna vez fue para evitar que yo me enfadase; creo
que fue un regalo por alguno de sus cumpleaños, hasta ni yo recuerdo el motivo
de capricho tan inútil. Y todas estas pulseras que se entrelazan debido a su
abundancia con colgantes y monedas y que para lo único que sirven es para
entorpecer el movimiento ligero de mis brazos, fruto de una economía boyante y
adquiridas a base de antojos infantiloides, eso sí, siempre marcando
acontecimientos más o menos importantes en mi vida; no son más que el símbolo
de que soy una mujer caprichosa y mimada. Por último ya, mi collar de perlas, se enrosca alrededor de mi
cuello cuatro, cinco o seis veces, según mi propio gusto; cuando era más joven
con una vuelta era suficiente; me gustaba su perpendicularidad y vaivén sobre
mi pecho, ahora me conformo con enroscarlo para que muy dignamente sepa
disimular la piel flácida de mi cuello. ¿Por qué me he cargado con tanta
“metralla” para bailar un vals? No lo sé; lo único que puedo decir es que no he
podido contenerme; ha sido un desenfreno tan inconsciente que, aunque admito
que me he convertido en un expositor de joyería, no lo lamento. ¡Oh¡ mon
Dieu¡ olvidaba mis pies, mis
pies, mis pies, mis pies, tan importantes para bailar y máxime un vals, para
deslizarse suavemente sobre la superficie del salón y así dejarse llevar con
más facilidad y dar vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vuelas y
vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas... hasta marearse, hasta convertirse
en un tiovivo y el vómito despunta por salir. Dudas y más dudas en la elección
de mis zapatos; en la maleta había traído seis o siete pares; tenía que escoger
unos que fuesen a juego con mi vestido, o más bien conmigo misma; ya no sólo se
trataba de que pegaran con él, sino con mis joyas también, con todo mi ser. No
me costó mucho decidirme por estas sandalias negras de tacón de aguja; cuando las
elegí no pensaba en la comodidad, está claro; la coquetería de buscar una
esbeltez y un lucimiento en el baile nubló mi raciocinio de lo práctico. No me
arrepiento, aunque reconozco que estoy destrozando los pies. De acuerdo conmigo
misma en la elección de la indumentaria, llegó el momento del maquillaje; sabía
que tenía que cargarlo, crear a base de capas una máscara que ocultase
cualquier indicio de rubor y de amilanamiento; el desamparo y la indefensión
bajo ningún concepto podrían aflorar a la superficie. Me cebé con la polvera,
la dejé seca; cuando me miré fijamente en el espejo no me reconocía, me alegré,
aunque admitía que era un espectro de mí misma y continué con la restauración:
sombreé mis párpados de un azul intenso tratando de imitar la tonalidad del
cielo en los días luminosos; no hubo una pizca de moderación, pude haber
suavizado su intensidad, pero un desenfreno hacia el derroche y lo chabacano me
empujaba hasta límites insospechados; también creé pestañas en donde la aridez
jamás hubiese esperado encontrar rival. Los labios los pintaría con un carmín
rojo pasión; no había duda, la decisión no había sido tomada instantáneamente,
era una decisión arcaica, de siglos. Con muy buen pulso perfilé más allá de sus
límites unos labios finos que habían perdido su escasa carnosidad; froté con
lascivia la barra de carmín para extraer un volumen inexistente y que solamente
un rojo intenso y brillante podía falsificar. Lancé un beso al vacío para
desentumecer una costumbre que el tiempo había convertido en desuso. Eché de
menos a mi marido, pero aquel beso le iba dedicado. La laca de uñas sería del
mismo color. Pinté tanto las de las manos como las de los pies; a medida que
estaba en la labor, en mi imaginación vi cómo poco a poco se iban convirtiendo
en garras, cómo aquel esmalte las endurecía y reclamaban una presa; cuando
terminé y ya se habían secado, froté su superficie con un paño para extraer aún
más brillo. Una vez completamente compuesta en la penumbra de la habitación de
mi hotel, de un hotel, con lo que este nombre conlleva de anonimato, me
contemplé en el espejo y vi que, lo que de allí sobresalía, eran unas manchas
de rojo intenso, de un rojo pasión que luchaban por destacar entre los
destellos de algunas de mis joyas. La fiera estaba preparada para el ataque. No
me cabía en la cabeza que la imagen que se reflejaba sobre aquella superficie
fuera yo; mi vestido negro se camuflaba en la penumbra y si me movía perdía mi
presencia, pero el rojo permanecía al acecho. ¿Qué hacía yo con aquellas pintas
en una tierra extraña? Eso quisiera yo saber. O tal vez ya lo supiera desde
hacía algunos años, pero hay acciones que carecen de nombre y solamente al
realizarse adquieren una verdadera calificación. Después de contemplarme
algunos momentos me di cuenta de que no difería tanto de la mujer que yo me
creía que era, sencillamente me había vestido para luchar, me había puesto mis
pinturas de guerra para agarrarme a lo poco que me quedaba y las únicas armas
que tenía eran mis uñas, todo lo demás era pura parafernalia. Y salí con mis amigas
a bailar un vals. Y en ello estoy. Necesitaba marearme; que todo me diera
vueltas de una forma natural, captar mi entorno en movimiento sin ninguna clase
de aditivos como podía ser la bebida; saber que el mundo gira y, sin embargo, yo giro más rápido
que él; tener el atrevimiento de retar a las leyes de la naturaleza; perder la
cordura y en su ausencia admitir que la locura forma parte de la sensatez. Y
aquí estoy como una loca dando vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vuelas y
vuelas y vuelas y vuelas y vuelas. Este hombre al cual estoy agarrada me sabe
llevar, su mano en mi talle me protege en los giros, algunos son bruscos, pero
hay que adaptarse a la música, hay que compenetrarse con ella. Estas sandalias
de tacón de aguja me están matando, a veces resbalo y sin embargo este
desconocido me equilibra, no me deja caer, en algún momento tengo la sensación
de arrastrar los pies y él tira de mí y me reincorpora a su ritmo, no debemos
perder el ritmo. ¿Qué hago yo agarrada a este hombre que ni siquiera conozco?
Hasta antes de empezar el vals era un ser anónimo, un ser inexistente para mí
que vivía en esta ciudad y que se dedicaba a sacar a bailar a mujeres maduras,
a conducirlas en unos pasos torpes y desconocidos para ellas, a levantarlas en
sus tropiezos y encarrilarlas al ritmo de la música. En las pocas lagunas de
luz que hay en esta pista de baile, trato a hurtadillas de observar su rostro;
me falta atrevimiento para mirarle fijamente, y reconozco que es un hombre
atractivo de fuertes facciones varoniles, el ideal para tener una aventura; su
complexión la siento en la forma en cómo me coge y me cimbrea y sobre todo
cuando apoyo mi mano sobre su hombro, pero me falta el deseo; yo no he venido
aquí en busca de ninguna aventura, yo he venido aquí en busca de... Yo he
venido aquí en busca de... Yo he venido aquí en busca de... Yo he venido
aquí para distraerme; bueno, no para
distraerme... Sí, para distraerme también, pero... No lo sé. O tal vez sí: para
agarrarme a la vida, a la poca que me pueda quedar, aunque no soy excesivamente
mayor, sí lo suficiente como para reconocer que la naturaleza tiene un límite y
yo me estoy aproximando a él, sobrepasarlo es pura gratuidad; mi coquetería me
lo prohibe, no diré mi edad. Y aquí estoy dando vueltas y vueltas en este vals
triste que arrastra sus notas, que parece como si se forzara a existir, como si
su única finalidad fuera arrastarme con él a mí también. Miro a mi desconocido
y en un giro me agarro fuertemente a su cuello, mis uñas, mis garras, se clavan
en él; tengo miedo a caerme, fuerzo a mis pies a buscar una estabilidad, a que
sus uñas se claven sobre esa superficie resbaladiza y no lo consigo, por mucho
esmalte rojo que haya usado para vigorizarlas; es posible que la suela de mis
sandalias tenga que ver con el desliz. Intuyo los motivos que me han traído
aquí, a esta ciudad del sur, cálida, rebosante de luz, costera, bañada por un
mar de aguas cristalinas y templadas; todo lo opuesto a mi ciudad de
provincias: del norte, fría, grisácea, del interior, rodeada por altas montañas
cuyas cimas rozan las nubes. Una me eleva la otra me sumerge. En una la
cotidianeidad en la otra la novedad. La decisión de venir fue repentina, dije
un sí sin pensarlo, como si tuviera la necesidad perentoria de confraternizar
con lo positivo y como si en ese mismo instante, al pronunciar ese monosílabo
ahuyentara lo negativo. Fue en una reunión de amigas donde surgió la idea; los
fines de semana nos juntamos en casa de una de ellas para hablar y comentar los
acontecimientos y anécdotas que le han ocurrido a cada una; allí sale de todo:
desde los problemas familiares hasta las pequeñas alegrías, cualquier tontería
puede dar origen a una sonrisa o romper con la costumbre, pero todo envuelto en
una lasitud monótona, aburrida. La voz de una de ellas rompió el molde: “¿ por
qué no hacemos un viaje?”. El sí unánime no se hizo esperar y todas las miradas
se clavaron en mí, nadie creía que asintiese con tanta espontaneidad; siempre
soy de las que, al tomar una decisión, paso a ésta por un tamiz reflexivo para
descartar la idea de un posible arrepentimiento. Festejamos con intercambios de
sonrisas nuestro mutuo acuerdo, éramos como niñas felices a las que sólo nos
faltaba saltar en nuestras sillas desbordantes de alegría. Mis amigas y yo
estamos solas, vivimos solas, los avatares de la vida han abierto las puertas
de par en par a la soledad y a que ésta entre en nosotras adueñándose de
nuestros días y noches, desplazando los recuerdos de compañía por un
sentimiento desolado unipersonal. Cada una de nosotras tiene vivienda propia,
unas vivimos en pisos, otras en casas de campo; seguimos conservando lo que en
algún tiempo fue un hogar, lo que queda de él es como si fuera los restos de un
naufragio. Nuestros hogares han quedado vacíos, la vida ha entrado en ellos
violentándolos, arrebatándonos a nuestros seres queridos bien por fallecimiento
o bien por divorcio; nuestros hijos han volado reclamando su independencia, en
una palabra: donde antes había conversaciones, gritos infantiles convertidos
más tarde en voces borreguiles de la adolescencia que a su vez derivaron en
adultas, alguna discusión que otra, ruidos múltiples señal de cohabitación,
ahora solamente hay silencio. Mi marido y yo habíamos hecho tantos planes para
cuando llegase su jubilación: hacer algún viaje, ir a la compra juntos,
reunirnos con amigos para hablar sin prisas, pero siempre together,
together, together, together, together, for ever together, juntos para
siempre, como si fuésemos el título de una canción. Y sobre todo bailar, desde
que nos habíamos casado nunca volvimos a hacerlo. Da la sensación de que el
hecho de bailar sólo pertenece a la juventud y no es así, pero fue así. Bailar,
bailar, bailar, bailar, balar, balar, balar, balar. Aquí estoy desfogándome,
dando vueltas como una loca y siento vergüenza, oculto mi rostro sobre el
hombro de este desconocido, temiendo que alguien me reconozca y pueda
prejuzgarme. No, mis intenciones no son las que a primera vista puedan parecer;
mi libido se ha entregado a la fidelidad del esposo fallecido; creo que mi
único propósito es la supervivencia, aferrarme a este desconocido como móvil de
una energía de rotación que me vincule a este mundo que gira en torno al sol.
El sol, tan presente en esta tierra, tan tórrido para mentes que provienen del
frío, capaz de asustar a la soledad más recalcitrante. ¿Para qué ocultarme?
Aquí nadie me conoce, las únicas, mis amigas que a fin de cuentas son mis
cómplices, almas desamparadas perdidas en la oscuridad de esta sala de baile,
tonteando con alguien que les haga revivir ilusiones crepusculares. ¿Qué hora
será? ¡ Qué más da¡ no hay prisa, es de noche , nada más. ¿Dónde estarán? ¿
Estarán bailando también o sentadas? Me alegro de que lo pasen bien, se lo
merecen, se merecen igual que yo que, durante unos días, el olvido se posesione
de la cruda realidad y una alegría ficticia alterne con un destino ciego y
sórdido. Aquí adentro no somos más que sombras, hemos perdido nuestra
identidad, las oscuridad se confabula con el anonimato a no ser por un ramalazo
de luz que azote algún cuerpo, entonces éste vuelve a adquirir la titularidad
de persona.¿Cuántos estaremos aquí?¿Cuántos hombres y mujeres estaremos
danzando aquí en esta antesala del desguace? ¿Cuántos estarán buscando llenar
con un amor de fast food and take away
el vacío dejado por amores conyugales y filiales? Desolación. Este vals
triste nos agita, damos tumbos sin sentido, nos mareamos y cuando creemos que
nuestra compostura va a claudicar nos agarrotamos a nuestro compañero de baile
con uñas y dientes. Apostaría que casi todos los que estamos aquí no somos
oriundos de esta ciudad, confluimos en ella provenientes de distintos lugares
del país, arrastrando el bagaje de toda una vida. Aquí uno tiene la sensación
de que cualquier peso se aligera, como si el sol fuese el inductor de
espejismos impropios para una cierta edad. Ayer me bañé; hacía años que no me
metía en el mar, el agua estaba tibia y limpia, daba gusto chapotear en ella,
me sentí rejuvenecer, era como si recobrara una energía que había dejado
anclada hacía tiempo. Nadé hasta que me cansé; la sensación de flotar, de
mantenerme en el agua sin ahondar, de avanzar, hizo que recobrase confianza en
el pasado, al constatar que aquello que había aprendido en una época anterior
todavía estaba vigente. Más tarde me tumbé al sol, dejé que aquellas gotas de
agua se secasen junto con mi bañador y después le planté cara, me incorporé y
sin gafas me enfrenté a él, su luz y calor entraron por mis sentidos y advertí
que algo me había perdido, el haber malgastado inconscientemente un tiempo sin
haberlo aprovechado. Ferdi...Ferdi...Ferdi... No voy a dar ningún nombre, no
quiero dar ningún nombre, estoy aquí de incógnito, no quiero que salga a
relucir ningún nombre, ni el mío, ni el de mi marido, ni el de mis hijos,
cualquier pista podría desvelar mi identidad, sencillamente soy una mujer con
un pasado, un presente y un futuro incierto. Una desconocida en una tierra
conocida. Se me ha escapado lo de Ferdi...Diré: mi marido y yo pudimos haber
disfrutado mucho más de lo que lo hemos hecho, pero siempre surgían
inconvenientes que había que superar; siempre antepusimos el cuidado y la
educación de nuestros hijos a la diversión; la puesta en marcha de nuestra
pequeña empresa exigió un tiempo de dedicación y cuando nos dimos cuenta
nuestra juventud y parte de la madurez las habíamos entregado a unos dignos
propósitos; lo que sí nos había quedado era un rescoldo de no haber cogido un
poquito de aquel tiempo para nosotros mismos. La jubilación la veíamos como la
época ideal para recobrar un tiempo de ocio y disfrute que nunca habíamos
tenido. De repente la enfermedad apareció, Fer...Fer...Mi marido y yo zanjamos
cualquier actividad empresarial y nos dedicamos a la búsqueda de un remedio; a
medida que recorríamos médicos y hospitales nuestras ilusiones de diversión
menguaban concentrándose en el deseo único de recobrar la salud. Después de dos
años de una entrega absoluta por hacerlo feliz y de distraerlo de su
enfermedad, el destino se interpuso en nuestras vidas separándolo de mí
irremediablemente; nuestras ilusiones compartidas se truncaron para siempre y
de golpe me encontré sola con mis hijos ya mayores, haciendo sus vidas, y yo
una mujer mimada, mimada, mimada, mimada, mimada y de repente memada, memada,
memada, memada, me-ma-da. Necesito dar vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y
vueltas y vueltas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas y vuelas en este
vals triste y agitar la cabeza de un lado a otro para deshacer mi peinado, para
que estos pendientes colgantes azoten mis mejillas y su desenfreno ahuyente la
idea de derrumbe moral. Cuando llegamos hace tres días, lo primero que hicimos,
una vez que tomamos posesión de nuestras respectivas habitaciones en el hotel,
fue ponernos en contacto con la ciudad;
desde la estación el taxi nos trajo en volandas y sólo podíamos ver el bullicio
de las gentes por las calles y eso sí, muchas tiendas. Pero mi primera visión,
digamos mi primera panorámica fue desde la terraza de mi habitación; tan pronto
como hube colocado mi ropa en el armario y después de haberme refrescado un
poco, lo primero que hice fue salir a contemplar lo que se me ofrecía. El hotel
estaba situado al lado de la playa y la vista que tenía de mar adentro era
impresionante; no me dio miedo, la mezcla de azules entre el cielo y el mar me
transmitió serenidad y me di cuenta de yo llevaba un vestido estampado con los
mismos colores, ¿ casualidad? Tal vez, el caso era que no desentonaba con mi
entorno. El cielo estaba impoluto, sin rastro de nubes; la superficie del mar
sosegada, sin ningún barco que alterase la línea recta del horizonte y sin
embargo, ambos ocultando valiosos secretos inconfesables. Mirar hacia arriba o
al frente era comulgar sin vacilaciones con la vida, era entregar el propio
espíritu al espíritu misterioso de una dimensión del universo que solamente con
el vértigo y la atracción de gravedad de la tierra confirmaba la propia naturaleza humana y terrenal dejando
la divina al vacío de las alturas. Mirar hacia abajo o a la derecha e izquierda
era entrar en contacto con la realidad del ser humano: edificios mastodónticos
y enjambres de personas se confabulaban para atemorizar a una pobre mujer cuyo
mundo había transcurrido entre su familia y un reducido número de amigos.
Temblé ante tal enfrentamiento, lo sublime, lo divino y lo humano se
presentaban juntos; nunca había reparado en eso ni en muchas otras cosas. Me
dije: éste es mi mundo, ésta es ahora mi vida y lo poco o mucho que me queda de
ella la agarraré con uñas pintadas de rojo, sin ocasionar sangre, pero
coincidiendo con ésta en su intenso color. Estaba aterrorizada y para asimilar
ese reconocimiento necesitaba un caldo de cultivo donde llevarlo a cabo, y nada
mejor que el anonimato, ya que la duda de su efectividad pululaba con descaro.
De repente me di cuenta de que había quedado con mis amigas en la recepción del hotel para ir a
dar una vuelta y ponernos en contacto con aquel mundo; la idea de su compañía
me tranquilizó, el sentirme arropada por alguien difuminó por completo la
sombra de la angustia que había surgido en la habitación; sus sonrisas y el
buen humor fueron el complemento ideal para que despertaran en mí cierto
atrevimiento pues mi timidez siempre lo había controlado. Las puertas del hotel
se abrieron automáticamente y sin querer ya estábamos en la calle, el
espectáculo comenzaba; el sol brillaba resplandeciente y nos recibía con su
calidez haciéndonos olvidar el frío, nos brindaba su familiaridad y nos acogía
como si nos conociera de toda la vida, la sensación de extrañeza pronto se diluyó
ante tanta cordialidad. Muy pronto nos absorbió el gentío, un largo y amplio
paseo bordeaba la playa y nos incluimos en su marcha, había que desentumecerse
del viaje y nada mejor que incorporarnos al ritmo de la ciudad. No sabía para
dónde mirar, no daba abasto ante la cantidad de novedades que se me presentaban
y que me eran difíciles de asimilar. Permanecí callada durante un buen rato ya
que el sentido de la vista se había adueñado de cualquier iniciativa verbal;
una distracción posesiva me había apartado de la proximidad de mis amigas hasta
que una coincidencia en un choque de miradas nos advirtió de nuestra mutua
existencia. Del asombro que me causaban aquellos rascacielos y de su diversidad
de formas no iba a hablar; era evidente que aquel silencio delataba una
sorpresa para la cual las palabras no tienen sentido por falta de
espontaneidad. Aquel contraste entre cemento y arena, su aridez, trastocaban en
cierta medida aquel concepto de tierra, aire, agua y fuego; fuego, agua, aire y
tierra; aire, agua, fuego y tierra...Mírese como se mire el concepto parece
indisoluble. Tierra: la que pisaba; aire: aquel cielo azul, inmenso; agua: el
mar; fuego: el sol. Casi no se podía caminar, era tanto el gentío que por allí
paseaba que a veces había que esquivar a los que venían de frente; en esos
pequeños desvíos nos veíamos obligadas, sin querer, a toparnos con los rostros
de nuestros adversarios de paseo, nos mirábamos extrañados, inquisitivos,
deseando averiguar identidad y procedencia, pero el sentido de la marcha
obligaba a la curiosidad a perder energía y aquel hombre o mujer que hacía unos
instantes gozaba de una presencia real, física, a los dos minutos de que una se
hubiese cruzado con él o ella caía en el anonimato y olvido. Desde que falleció
mi Ferdi...Desde que falleció mi esposo siento una especie de amor-odio ante
las multitudes; al mismo tiempo que me siento acompañada, también las temo; me
siento integrada y a la vez rechazada, tanto esa integración como ese rechazo
provienen de mí; yo me los he creado, inventado, quizá la soledad en la que me
he sumido trate de ponerse en contacto con otras soledades de la misma especie
y en su avance experimente una retroacción ante lo desconocido, es decir, por
falta de decisión y valentía ésta permanece intacta. Es muy ilustrativo
contemplar el rostro de la gente cara a cara; se podrían sacar grandes
enseñanzas de su comportamiento, sentimientos y de la propia estética de la
persona. Por lo que observo tanto en mis amigas como en mí y en todas estas
almas peregrinas que por este paseo deambulan es una ausencia total de
compañía: alguien que te lleve a comprar un globo o un helado y que lo comparta
contigo, alguien que cuando vayas a cruzar una calle ciegamente, con riesgo de
accidente, te aguarde en la acera y te felicite por tu atrevimiento sabiendo
que tus ojos sólo estaban puestos en él; chiquilladas que se presentan en la
edad adulta, que fortalecen una experiencia curtida en sinsabores y que
solamente una inocencia e ingenuidad rescatadas de la infancia pueden alegrar.
Cada uno de nosotros, caminantes por esta senda de la oferta y de la demanda,
deberíamos llevar un cartel en el pecho que dijera: “Gran oferta de temporada,
si necesita compañía aquí me tiene, contémpleme, estúdieme, esto es lo que hay,
o me toma o me deja”. Me encuentro algo mareada, no hago más que dar vueltas y
vueltas y eso que es un vals triste que si llega a ser alegre echaría la bilis.
¿ Desde hace cuánto tiempo que no me veo rodeada por unos brazos protectores?
Desde mucho antes del fallecimiento de Ferdi... de mi marido. Ya durante su
enfermedad había perdido las ganas de hacerme arrumacos; era yo la que llevaba
la iniciativa; en el fondo le gustaban y yo por ver en su rostro un rayo de
felicidad era capaz de hacer cualquier cosa. Admitía que el ímpetu del amor lo
canalizaba hacia su curación y no hacia mí. He de reconocer que he sido
atrevida, si alguien me hubiese dicho, hace algún tiempo atrás, que iba a sacar
a un hombre a bailar habría jurado por lo más sagrado que yo nunca lo haría. Y
bien mirado tampoco fue así. Mis amigas y yo habíamos decidido con anterioridad
salir a bailar hoy; aparte de gozar del clima, de la playa, de caras nuevas; por
la noche era como obligado ir a bailar, no sé la causa, pero el baile no podía
faltar. Era obvio que había que cumplir unas expectativas nacidas en el ámbito
de una vida cotidiana y monótona y que aquí era el lugar idóneo para llevarlas
a cabo; el atrevimiento con un toque de descaro, en esta ciudad, iba que ni
pintado; en una ciudad de provincias sería inimaginable; siempre pensando que a
unas mujeres maduras y entradas en años se les exige cierto grado de sensatez.
Nuestra finalidad no era tampoco perder la cabeza, más bien era reajustar
nuestras vidas, los años y los múltiples avatares habían descolocado nuestras
posiciones y si con un baile todo volvía a un orden, no se hable más y
adelante. Cuando entramos en este salón de baile mi primera impresión fue la de
haber perdido la vista, a no ser por algunas ráfagas de luz destellante que me
tranquilizaron y la sensación de desgracia repentina se escabulló en la
oscuridad. Sin saber cómo, la música de vals nos transportó hasta el centro de
la pista de baile; el cuerpo se compenetró con la fluidez suave de aquellas
notas y por un momento me sentí flotar; había bastantes parejas flotando, al
observar su entrega me di cuenta de mi individualidad; mis amigas me habían
dejado sola, habían desaparecido como atraídas por un magnetismo extremo a la
pista de baile; no soporté el vacío que me rodeaba y me alejé hasta la barra
del bar, terminé allí como había podido terminar en los servicios, tal vez fue
la luz que allí reinaba la que me atrajo como fiel mariposa. Es una situación
incómoda, de desarraigo, saber a ciencia cierta que una no pertenece allí, que
se está de prestado, y que únicamente la conciencia de un comportamiento social
retiene a una. Si hubiera cerca una columna me habría apoyado en ella; mi falta
de protección reclamaba cobijo, al no tenerla me acerqué a la barra y deje
reposar mi codo, no sabía qué hacer con las manos, un nerviosismo las agitaba e
instintivamente me agarroté con mis uñas rojas al borde. Lo ideal hubiese sido
haber fumado un cigarrillo y con gestos sofisticados haber disfrazado aquella
nerviosa inseguridad, pero como no fumo había que descartar aquel posible
recurso. El colmo llegó cuando apareció el camarero preguntándome qué deseaba
beber; me quedé en blanco, no me apetecía tomar nada, quizá una infusión, pero
el lugar no me pareció idóneo para pedir tal frugalidad y, para evitar una
sonrisa burlona por su parte, me decidí por algo fuerte, por lo que tomaba mi
marido: un güisqui. La palabra sonó extraña en mi boca, más extraño sería su
sabor; era uno de esos vocablos a los que el oído se acostumbra y, sin embargo,
una nunca pronuncia; llegado su momento suena como si se hubiera roto con unas
normas habituales de vocabulario para incorporar una nueva palabra intrusa y
rimbombante. El siguiente paso fue aún más difícil cuando me especificó: ¿Qué
marca de güisqui desea tomar la señora? Esa pregunta me descolocó, me perdí en
la nada, porque nada sabía de nombres de güisquis. Para disimular mi ignorancia
y fingiendo una seguridad a punto de desmoronarse, pronuncié el primer nombre
que se me vino a la imaginación: “ Un Odoardo de Cascallá”; miré fijamente al
camarero para descifrar en su rostro el susto de haber oído una barbaridad,
pero muy comedido asintió y fue en busca de mi demanda. Ni yo misma me lo
creía, ¿existiría en realidad aquel güisqui con tal nombre? El resultado dentro
de unos momentos. Mientras esperaba me dediqué a escudriñar los rostros que
bullían por la barra del bar; aquella luz intensa, chillona nos traicionaba,
nos iluminaba como si fuéramos los personajes patéticos de una película de
terror; los rostros de los hombres, más naturales al carecer de aditivos
cosméticos, mostraban el paso de los años con dignidad aunque no exentos de
decrepitud por muchos aires juveniles que intentaban fingir; nosotras, las
mujeres que allí estábamos, todas más o menos de la misma edad, abandonadas de
la frescura que imprime la edad en sus momentos más álgidos, y ahora poseídas
por un toque rancio que gratuitamente dona la vejez, nos mirábamos asustadas,
al comprobar que la máscara que
habíamos creado en nuestra restauración, no surtía el efecto deseado
debido a una luz traicionera que, sin miramientos, destapaba un tiempo que con
tanto esmero habíamos intentado ocultar. Quelle horreur! Quelle horreur!
Quelle horreur! Quelle erreur! Quelle erreur! Quelle erreur! Quelle horreur et
erreur! Mon Dieu! ¡Qué horror y error! ¡ Qué orror y herror!¡ Qué horror y
herror!¡Qué orror y error!. Saqué de mi bolsillo un espejo pequeño y confirmé
lo sospechado, lo guardé y aparté de aquella luz malvada, hiriente, mi lugar
junto a ella, pero no con ella, en la penumbra. Y llegó el camarero con mi
güisqui, posó el vaso sobre la barra y, entre sus dedos, mientras cogía la
botella para echarme el líquido, puede entrever la marca, efectivamente allí ponía “ Odoardo de
Cascallá” un “ juiski” rancio y añejo como yo. No daba crédito a lo que veía,
realmente existía aquella bebida, me alegré de que mi imaginación concordara
con la realidad. Pagué y con la desenvoltura que había aprendido
instantáneamente de aquellas mujeres cercanas a mí de cómo tragar el alcohol,
cogí mi vaso con un gesto de veteranía y sorbí mi primer trago; de repente
decidí no beber más, aquella amargura y ardor se pasearon por mi esófago
dejando una estela de fuego hasta llegar al estómago; entreabrí la boca para
exhalar un rechazo y mantuve la compostura como niña buena y obediente.¿ Por
qué tantos preámbulos para bailar un vals? ¿ Por qué no ir directamente al
grano? Necesitaba una pareja, un desconocido, éste desconocido con el cual
estoy bailando, nadie puede bailar un vals solo; si en realidad yo únicamente
he venido a bailar un vals y además triste. Lo del sol y del baño me ha
parecido una experiencia emocionante, pero mi meta, mi objetivo era simplemente
bailar... un vals...triste. Era una fijación que existía en alguna parte de mi
mente y que, sin querer, surgió y ahí está. Alguien me había estado observando
y no me había dado cuenta, para mí era una situación embarazosa, hacía mucho
tiempo que ningún hombre me había mirado tan fijamente; por un momento pensé en
la cantidad de sandeces que me diría y puse cara de asco; no soportaba las
impertinencias que un hombre joven puede decirle a una mujer madura; pronto
cambié de opinión y de semblante cuando se acercó a mí y muy amablemente me
preguntó mi nombre. No respondí a pesar de sus buenos modales, estaba de
incógnito, qué le importaba a él cómo me llamaba, era una de las miles de
mujeres que venían cada año en busca de la calidez de esta tierra, en busca de
la calidez de... Yo estaría aquí seis o siete días y quizá no volvería más. Un
encuentro tan fortuito apenas deja huella. Para identificarme sería suficiente
decir: soy una mujer del norte, del frío, del cielo gris. Silencio. Al ver que
no había facilidad para entablar conversación volvió a insistir, y me preguntó
de nuevo mi nombre, le miré a los ojos como fiel representante del silencio y
no dije nada. Pasaron segundos y minutos, podría haber pasado una eternidad que
mi boca no se abriría para pronunciar mi verdadero nombre. Al final fue él
quien se presentó: “ Me llamo Cadmus de Cereixido”. Como no iba a ser menos
rompí mi silencio con un nombre para la historia: “ Yo me llamo Dalinda de
Vilarbacú”. Ambos mentíamos. Instalados en la mentira no había mucho que
decirse, habiendo motivo de conversación podrían surgir muchas más, pero ese no
sería el caso. El silencio se erigió entre los dos. Como hombre de mundo supo
interpretar perfectamente mis deseos, mejor dicho mi deseo: me brindó su mano
para salir a bailar mi vals, digo mi vals porque decir “ nuestro” vals sería
implicarlo en una cuestión personal que sólo a mí concernía. Le entregué la mía
y con paso firme, decidido y no exento de coquetería me dirigí en su compañía
hacia la pista de baile. Empezaron a tocar el Vals Triste y él me atrajo hacia
sí, por un momento me sentí retraída, tímida, nuestros rostros casi se tocaban
y no pude evitar el apoyar mi frente sobre su hombro para ocultar una vergüenza
infantil e inocente. Miré a las otras parejas que nos rodeaban bailando con
desenvoltura y desparpajo y eso me envalentonó; un vals triste, mi Vals Triste
no lo bailaría cohibida, lo bailaría suelta, ágil, abandonándome a mí misma y
me diría: Ob ich nicht höre? Ob ich
die Musik nicht höre? Sie kommt doch aus mir (1).¿ Si no la oigo? ¿ si no oigo la música? Ella viene
de mí. Me entregué a ella; mis uñas y mis labios rojos estaban dispuestos a
mantenerme firme, en caso de que hubiese algún resbalón ellas sabrían dónde
agarrarse, en caso de declive emocional mis labios sabrían pronunciar las
palabras exactas para vigorizar mi deseo. Durante los primeros compases y las
primeras vueltas surgió la añoranza, eché de menos a mi marido, si la vida
fuera justa yo debería estar bailando con él y no con este desconocido. A
medida que girábamos sueños irrealizados de felicidad danzaban a mi alrededor;
con la cabeza inclinada hacia atrás respiraba el ambiente de aquella sala, mis
pendientes azotaban mis mejillas y cosquilleaban mi cuello con ligera lascivia,
inhalaba aquel aire cargado de humo y de oscuridad, de suave veneno y me di
cuenta de que era reconfortante a veces ser consciente de cierta locura
embriagadora. De pronto incliné la cabeza sobre el hombro de mi desconocido
cuando una idea fugitiva sobre la presencia de mis hijos atravesó mi mente; no
soportaría su compasión, aunque ellos tampoco entenderían mi desfase; desde su
mayoría de edad habían estado reclamando el vivir su vida; lo entiendo
perfectamente, y a mí, la poca vida que me quedaba reclamaba ser vivida en
tiempo de vals. La vergüenza que había hecho inclinar mi cabeza como acto
reflejo, el orgullo la elevaba como insignia de los restos de amor por la vida.
Miré a aquel hombre a los ojos, carecían de expresión, sencillamente cumplía su
oficio; con mis uñas rojas el atrevimiento era descarado; traté de abrir unos
labios carnosos para ponerlos en marcha, para que insinuaran algunas palabras
hermosas, y lo único que obtuve fue una sonrisa, ¡ claro! Casi todos los valses
carecen de letra o él no supo interpretar mis intenciones, y sin embargo,
necesitaba que alguien me dijese algo bonito, pero ese alguien ya no está
conmigo, sé que me dedicaría una frase llena de ternura y yo me derretiría sin
poderlo evitar. Ya que nadie me dice nada me inventaré algo, aunque soy muy
mala improvisando, mejor será confiar en la memoria que siempre tiene alguna
sorpresa para momentos nostálgicos, ¡ ah, sí! Ya recuerdo: https://www.youtube.com/watch?v=fumXaNlU8co
Sarem felici, perchè tu m’ami, Alferdi..., Non è vero?... Amami, Alferdi...Amami quant’io t’amo! Addio!.Seremos felices, porque tú me amas, Alferdi...¿No es cierto? ...¡Ámame, Alferdi... Ámame tanto como yo a ti! ¡Adiós!. Me he emocionado, no he podido evitarlo, pero este ambiente es lo suficientemente seco como para que cualquier lágrima en su irrupción se solidifique al instante. Estoy entregada de lleno a este vals, es como si en él se condensara toda mi vida, la energía que me transmite hace reavivar mi existencia, mi sencilla existencia, llena de cordura y vinculada siempre a unas normas establecidas, cumplidora con mis deberes de madre y esposa; bien me merezco este vals porque ya no tengo misión, mis misiones se han terminado, las he llevado a cabo lo mejor que he podido y sabido. Mi vida es este momento, se ha concentrado en este tiempo de vals, de vals triste. Me siento torpe, ya no son mis sandalias de tacón alto las que me hacen resbalar, son las torpezas de la edad; si no fuera por este compañero de baile que hace esfuerzos por mantenerme erguida, estaría en el suelo, yacería en él por inutilidad; ahora siento que no bailamos compenetrados, que yo me pierdo y no logro ponerme a su altura, cada uno anda a su ritmo y, sin embargo, con la soltura de un caballero me arrastra hasta recuperar mi equilibrio, convierte en tierna dejadez y abandono mi inútil destreza. Intento mirar mis pies, es como si anduvieran a su aire, como si mi mente no los controlara, pero sé que sus uñas rojas, en un momento de desarraigo, se asirán al suelo para no marchar...para no marchar...para no marchar. Y ahora esta luz roja, intensa, en medio de la pista, que acaba de encenderse, que me asusta, que nos ha puesto al descubierto ante un posible enemigo, ¿ a qué viene? ¿ pretende advertirnos de un peligro? Los que aquí estamos bailando nos hemos sobresaltado, nos ha despertado de nuestra penumbra y todos somos desconocidos; mis amigas han desaparecido perdidas en el jolgorio, y yo aquí sola, con mi vestido negro y cargada de joyas, con mis sandalias de tacón alto, mis labios y uñas chorreando un color rojo sangre e iluminada por una luz roja que me señalan como vestida para la eternidad. Vuelven otra vez las tinieblas, esa luz espantadiza se ha extinguido y la penumbra nos envuelve otra vez y yo sigo colgada a este desconocido, a este hombre joven que me engancha a la vida mediante estos giros, vaivenes y turbulencias siempre dulcificados por los acordes de este vals. Me he cansado de hablar, de razonar, de explicar; esas palabras encadenadas que forman frases han dejado de surtir su efecto terapéutico y solamente la acción reaviva mi sentido de la existencia, sola me enfrento a ella y lo único que puedo decir es que, mientras que esta música de vals tiste perdure, seguiré viva. Por lo tanto diré para mis adentros:
Sarem felici, perchè tu m’ami, Alferdi..., Non è vero?... Amami, Alferdi...Amami quant’io t’amo! Addio!.Seremos felices, porque tú me amas, Alferdi...¿No es cierto? ...¡Ámame, Alferdi... Ámame tanto como yo a ti! ¡Adiós!. Me he emocionado, no he podido evitarlo, pero este ambiente es lo suficientemente seco como para que cualquier lágrima en su irrupción se solidifique al instante. Estoy entregada de lleno a este vals, es como si en él se condensara toda mi vida, la energía que me transmite hace reavivar mi existencia, mi sencilla existencia, llena de cordura y vinculada siempre a unas normas establecidas, cumplidora con mis deberes de madre y esposa; bien me merezco este vals porque ya no tengo misión, mis misiones se han terminado, las he llevado a cabo lo mejor que he podido y sabido. Mi vida es este momento, se ha concentrado en este tiempo de vals, de vals triste. Me siento torpe, ya no son mis sandalias de tacón alto las que me hacen resbalar, son las torpezas de la edad; si no fuera por este compañero de baile que hace esfuerzos por mantenerme erguida, estaría en el suelo, yacería en él por inutilidad; ahora siento que no bailamos compenetrados, que yo me pierdo y no logro ponerme a su altura, cada uno anda a su ritmo y, sin embargo, con la soltura de un caballero me arrastra hasta recuperar mi equilibrio, convierte en tierna dejadez y abandono mi inútil destreza. Intento mirar mis pies, es como si anduvieran a su aire, como si mi mente no los controlara, pero sé que sus uñas rojas, en un momento de desarraigo, se asirán al suelo para no marchar...para no marchar...para no marchar. Y ahora esta luz roja, intensa, en medio de la pista, que acaba de encenderse, que me asusta, que nos ha puesto al descubierto ante un posible enemigo, ¿ a qué viene? ¿ pretende advertirnos de un peligro? Los que aquí estamos bailando nos hemos sobresaltado, nos ha despertado de nuestra penumbra y todos somos desconocidos; mis amigas han desaparecido perdidas en el jolgorio, y yo aquí sola, con mi vestido negro y cargada de joyas, con mis sandalias de tacón alto, mis labios y uñas chorreando un color rojo sangre e iluminada por una luz roja que me señalan como vestida para la eternidad. Vuelven otra vez las tinieblas, esa luz espantadiza se ha extinguido y la penumbra nos envuelve otra vez y yo sigo colgada a este desconocido, a este hombre joven que me engancha a la vida mediante estos giros, vaivenes y turbulencias siempre dulcificados por los acordes de este vals. Me he cansado de hablar, de razonar, de explicar; esas palabras encadenadas que forman frases han dejado de surtir su efecto terapéutico y solamente la acción reaviva mi sentido de la existencia, sola me enfrento a ella y lo único que puedo decir es que, mientras que esta música de vals tiste perdure, seguiré viva. Por lo tanto diré para mis adentros:
Schweig, und
tanze. (2)
(calla y baila)
(1) y (2) audición : https://www.youtube.com/watch?v=GGnD-JkvWaA