jueves, 31 de mayo de 2018

8=1000


  
                                                                 
Retrato-Pascal Laloy

Cuando le dijeron que no podía hablar, se llevó una gran sorpresa; una alegría interior lo embargaba y no sabía por qué; en el fondo esperaba aquella prohibición, algo que interrumpiera la monotonía de su trabajo. Hacía tiempo que notaba molestias en la garganta, pero la entrega que mostraba en su profesión le impedía disponer del momento idóneo para visitar al otorrino; entre clase y clase un día se escapó, abandonó sus quehaceres y fue en busca de un remedio a aquel malestar que, cuando alzaba la voz, se convertía en dolor, obligándole primeramente a bajar el volumen e intensidad hasta quedarse sin poder pronunciar una palabra en medio de una explicación. Era catedrático de matemáticas, media vida de entrega para hacer entender a sus alumnos unos números, una abstracción. Le daba rabia estar embebido en un teorema y de repente tener que abandonarlo por un impedimento físico; era tal la valoración que concedía a su materia que estaba por encima de cualquier obstáculo que pudiera proporcionarle su vida privada, o incluso física. El diagnóstico había sido claro: unas cuerdas vocales estaban muy delicadas y necesitaban reposo, era obligado coger unos meses de descanso para que otra vez su garganta recuperara su estado óptimo; no debería hablar nada durante aquel periodo de tiempo, nada de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nata, nada de nata, nada de nata, nata de nada, nata de nada, nata de nada... Nata de nata. El médico fue tajante; dio su veredicto  con palabras cortantes haciendo una incisión en su vida de meses: cuatro serían suficientes. Cuando pronunció ese número él se estremeció ya que sonaba diferente en boca de un facultativo; quizá él lo articularía de otra manera. Fuera de clase los números parecían tener otra significación, otra intención; trabajaba con ellos en fórmulas, en teoremas... extraía de ellos conclusiones que, para una persona no vinculada a las matemáticas, sonarían a chino; en la vida normal un número podía alcanzar la simplicidad más común. Tendría que coger una baja por enfermedad, nunca le había pasado tal cosa, y en el fondo se alegraba sin saber el motivo del regocijo, las matemáticas podían seguir su rumbo sin su imprescindible figura. Nunca había barajado la posibilidad de no hablar, era algo tan elemental como el ver, oír, tocar... capacidades tan asumidas a su persona que si prescindía de alguna de ellas le parecía no ser el mismo, y sin embargo, cuando el médico pronunció aquella prohibición, de repente sintió curiosidad. Le vendría bien dejar durante algún tiempo su actividad cotidiana y centrarse un poco en aquella nueva faceta que implicaba la comunicación con los demás por medio del gesto o como mucho por la palabra escrita. En un primer momento esta última opción la dio como válida, pero pronto la descartó; sentía verdadera curiosidad por saber cómo se desenvolvería en aquel nuevo campo de expresión que era la mímica; nunca lo había hecho y ya no tenía tiempo para que alguien lo orientara; pensó en sus clases, en el momento en que estaba en el estrado explicando algún problema, se esforzaba por dejarse entender, ese esfuerzo no sólo lo demostraba en una elección de términos comprensibles, sino también en una gesticulación atrayente e inteligible facilitando la dificultad y la resolución del problema propuesto; sencillamente haría lo mismo, pero sin la palabra. Una de las primeras preguntas que le surgieron fue qué haría durante aquellos meses, estaba excluida la idea de continuar trabajando en un estudio de investigación sobre la relación entre las matemáticas y la música; lo aparcaría durante ese tiempo, se dedicaría a descubrir el mundo desde un punto de vista relajado, viviendo el día a día como receptor y no como transmisor, viajaría, pero al azar, sin un destino prefijado o una meta que cumplir, siempre que cogía un avión era por razones profesionales: bien a congresos o bien a la presentación de ponencias; lo que en realidad necesitaba era “perderse” y nada mejor que aprovechar aquellos meses para oír y no para hablar. Se dedicaría a oír, para comunicarse con los demás emplearía el gesto, fuera donde fuese el idioma del que se serviría sería uno muy primitivo: el lenguaje de las manos. Ante la nueva propuesta y el inesperado reto pegó un salto, manifestación externa nada común en él ya que su comportamiento estaba en parte supeditado a la seriedad que, según cómo y quién la mirara, podía aparentar aquella materia su modus vivendi. La conclusión a  la que había llegado era que con un tratamiento y aquellos cuatro meses de reposo vocal, su voz estaría de nuevo en forma; la responsabilidad que concedía a sus clases y a sus trabajos de investigación se resentirían ligeramente, en el aula un sustituto lo remplazaría durante aquel tiempo y sus proyectos podían esperar. Cuando abandonó la consulta del otorrino ya había asumido su nueva situación; no cogió ningún transporte público para regresar a la facultad, al día siguiente iría allí para entregar su parte de baja y explicarles la causa de aquel cese temporal. ¿Explicación verbal? No, gestuallll. No diría nada a nadie, ni a sus familiares ni amigos más allegados, sencillamente tenía que quedarse callado, a fin de cuentas cuatro meses pasaban deprisa; le resultó gracioso pensar que a veces en sus clases reclamaba silencio, y ahora él se lo tenía que imponer a sí mismo. Se sentó en un banco que había en la acera cerca de la consulta, era una calle muy transitada tanto en el sentido peatonal como de automóviles, no estaba cansado, estaba bien, pero creyó que en el hecho de sentarse las ideas que le afluían tomarían también un cierto descanso, se acurrucó y subió el cuello de su cazadora, era noviembre y ya empezaba a hacer frío; con la cabeza baja, como si le pesara, fijó la mirada en el suelo de la acera, en sus baldosas y en los cuadrados que formaban, sobre ellos pisaban los transeúntes, las suelas de sus zapatos desprendían ciertos sonidos, describían sus pisadas, no todos eran iguales: la suela de goma sonaba de distinta manera que una de cuero, por ejemplo; influía también la forma de pisar o la rapidez del paso. Advirtió que toda aquella apreciación era algo nuevo y simple para él, algo que nunca había valorado, bien por falta de tiempo, bien por falta de atención o ambas cosas. A un segundo plano había relegado la vista, comparó los dos sentidos y a ésta la calificó de simple; algo que entraba por los ojos y se asimilaba instantáneamente, aquella sensación carecía de dificultad de entendimiento; el oído exigía tal vez una mayor apreciación, un esfuerzo por parte del oyente. Empezó a contar pasos, a veces era tanta la avalancha que se perdía en el recuento, él mismo, un experto, se perdía entre los números. Decidió levantarse e ir hacia su apartamento caminando, le sorprendió aquella decisión, no estaba acostumbrado al ejercicio físico, lo evitaba siempre que tenía a mano algún medio de transporte público; no tenía coche propio, la velocidad y las matemáticas no concordaban con su persona, había una especie de discordia entre ambas y como resultado una distracción y falta de interés ante cualquier artilugio de tracción mecánica; no se dio prisa, estaba paseando, algo inhabitual en él ya que siempre andaba acelerado, no podía perder tiempo, obsesión que a veces lo martirizaba, no concebía su mundo si  no estaba ocupado en algo, un momento de descanso significaba inutilidad, menosprecio del tiempo, como si éste llegase a cotizar en bolsa y no pudiera permitirse el lujo de malgastarlo aunque solamente fuera un poco. Advirtió el sonido de su paso, amortiguado por la suelas de goma de sus zapatos; un pisar discreto, casi inapreciable; la vista lo guiaba y prestaba especial atención a todos aquellos sonidos que lo rodeaban, ninguno en concreto, todos formaban parte de la vida cotidiana, y se alegró de caminar, de oír, de ver y de no hablar. Su pacto de silencio con el mundo había empezado, aquella caminata era el comienzo de un largo paseo, tenía la sensación que ante él se extendía un trayecto y al final de éste un punto: una línea recta que tenía como límite un punto. Un razonamiento de lo más simple, había llegado a la conclusión de la simplicidad. No quería liarse con las palabras, le parecía que no era el momento de demostrar nada, no estaba teorizando y no estaba tampoco en ninguna de sus clases. Siguió caminando lentamente, de todos aquellos rostros desconocidos que contemplaba se fijaba únicamente en sus bocas: las había cerradas, como la de él, otras articulaban palabras dirigidas a un interlocutor, no podía captarlas, pero cuando pasaban junto a su lado, percibía su aliento, su intención. Hubo un momento en el que se sintió transportado por la distracción y tropezó contra una anciana, en ese mismo instante su mente envió una señal de disculpa verbal que se frenó al llegar a la boca, convirtiendo la palabra en un gesto labial que adquirió su punto álgido en una sonrisa indulgente. Para olvidar el percance que no encajaba en las circunstancias del momento miró de repente hacia la izquierda y vio un escaparate, se acercó y allí estaban expuestos unos jerseis, sintió necesidad de comprar uno, entró, se lo probó, pagó y salió con él puesto, ¿capricho? ¿antojo infantil? ¿tenía frío? Nobody knows Nadie lo sabe. Como no había sido suficiente contemplarse en el espejo del probador, volvió al escaparate y observó su reflejo en el cristal, la imagen que allí se presentaba de él carecía de nitidez,  era un contraluz, la compra apenas era visible, la cazadora la cubría, en el fondo le daba lo mismo, se conformó con verse reflejado, algo en él se preguntaba si había cambiado, la tranquilidad llegó por la ausencia de sorpresa, todo seguía igual, había reconocido su figura, su silencio no daba señales externas. Aunque el frío había aumentado, siguió caminando, pasó por delante de una agencia de viajes y se paró, ante sí tenía ofertado medio mundo, no tenía interés en visitar un país o ciudad determinados, tampoco quería ir en viaje cultural; estaba seguro de que deseaba hacer un viaje, pero no con las intenciones con las que se suelen hacer: visitar los monumentos principales, saborear la gastronomía, comprar algún recuerdo, entrar en contacto con las gentes... Nada de eso. Al ir leyendo aquellos nombres geográficos instintivamente iba haciendo una selección, descartó desde un principio un viaje generalizado a un país, se decidiría por una ciudad, sí, seguro, exclusivamente una ciudad y la elegiría al azar, se pasearía por ella y oiría sus sonidos y no hablaría nada, en una palabra, se perdería, exacto lo que quería, se perdería entre sus calles, sus gentes, sus voces y él mudo. No entró en la agencia, no le comprenderían, no le entenderían,  ni haciendo uso de la palabra, cosa prohibida, captarían sus intenciones; empezó a acelerar el paso hacia su apartamento, en el silencio de internet estaba la clave, buscaría y estaba seguro de que allí encontraría su destino. Hacía tiempo que no caminaba tan deprisa, hubo un momento en que llegó al sofoco, el temor a perder aquella idea lo aceleraba, necesitaba con urgencia llegar a su punto de destino para ver culminada su realización; se paró en seco, reflexionó y cierta cordura aminoró su marcha; continuó a paso normal, aunque de vez en cuando una ligereza de nervio lo impulsaba a dar zancadas. Había llegado a su apartamento, abrió la puerta y un enorme vacío golpeó su rostro, aún no se había acostumbrado a la ausencia de su compañera, cuando estaba en casa y ella oía las llaves en el cerrojo siempre venía a su encuentro y le daba un beso en los labios, según había pasado el día así era de apasionado, él se dejaba llevar, después de estar inmerso en un mundo que le absorbía la mente, obligándole a una máxima concentración, el llegar a casa era como llegar a un oasis; ella lo besaba y le hacía cosquillas, él se retorcía y liberaba aquel cuerpo de un entumecimiento intelectual entregándose ambos a una concupiscencia que los dejaba relajados en cuerpo y alma. Pero todo aquello había pasado, no quería recordar otra vez las causas de su ruptura, hacía meses ya de aquello y ambos lo habían aceptado de buen grado, aunque todavía quedasen rescoldos de su ausencia; llevó la mano a su boca y con los dedos frotó los labios como queriendo dar con aquel pase una capa de olvido. Fue inmediatamente hacia la sala donde estaba el ordenador y se adentró en internet, buscó la página correspondiente y aquello era una oferta masiva de viajes; había decidido buscar al azar, elegiría por el número de vuelo, no por el destino, empezaron a desfilar números y números, le gustaban todos, bueno, no todos, había unos más que otros, por ejemplo los que tenían el número 8 gozaban de cierta preferencia, se decidió por el vuelo 1860,  estaría una semana aproximadamente por lo tanto escogería el viaje de vuelta, le gustó mucho el número de vuelo 1911; hizo clic y empezó a dar sus datos, apenas había prestado atención a la ciudad a donde iría, en un momento de abandono se dijo que para perderse cualquier ciudad le valía, reflexionó y le concedió importancia efímera a aquel instante, sabiendo que la verdad subyacía en aquel comentario. Durante toda la operación de reserva, forma de pago, identificación...advirtió aquel sonido de clic, le llamó la atención, indudablemente estaba cansado de oírlo, pero en aquel momento tomó su relevancia y pulsó varias veces y muchas, muchas más, queriendo extraer un significado a aquella especie de lenguaje, respondía a sus órdenes que se confirmaban en la pantalla, pero nada más, su dedo índice hizo clic hasta el agotamiento, hasta el entumecimiento, hasta que una ira cargada de rabia se desahogó ante aquel aparato inteligente, pero mudo. Se sonrió, aquella actitud le pareció más una actuación teatral que una descarga anímica. ¿Qué suerte le había deparado su elección? Buscó en la pantalla la ciudad, al primer momento no la encontró, pero pronto descubrió su destino: era la ciudad de Mönch, no le sonaba a nada, mejor, era lo que quería, sabía que a medida que pasaban las horas se familiarizaría con el nombre, se haría una idea de lugar, sería un destino como otro cualquiera. Saldría dentro de dos días, por lo tanto al día siguiente iría a la facultad a entregar el parte de baja y prepararía un bolso con lo necesario para el viaje. El día lo pasó corrigiendo unas pruebas y trabajos que hacía tiempo tenía pendientes, cenó temprano y se acostó. Podía decirse que durmió bien aquella noche, tuvo sueños, no pesadillas, había números que aparecían y desaparecían, pero había dos que insistían, aún tratando de eludirlos, su presencia era machacona, eran el 1000 y el 8. Al despertar, se esforzó por recordar lo que había soñado, pero lo único que sacaba en limpio y tenía claro eran aquellas cifras. Habituado a trabajar con números quiso buscarles un significado, el secreto de una clave, los colocó de todas las formas posibles; empleó fórmulas que no conducían a conclusiones, tanto los mareó que decidió abandonar el intento y dejarlos como estaban. Se levantó, a aquellas horas siempre encendía la radio, mientras se aseaba y desayunaba le gustaba escuchar las noticias, aquel día no lo hizo, se había levantado con la sensación de que su percepción auditiva se había agudizado, por un momento pensó en una manía que lo estaba asediando, sin embargo, cuando abrió el grifo de la ducha o manejaba los instrumentos del afeitado, percibía aquellos sonidos con más claridad; también podía ser que se había mentalizado y predispuesto a agudizar el sentido del oído, sí, seguro que era eso. Mientras se afeitaba su rostro se reflejaba en un espejo redondo de aumento, se contempló y como para asustar la imagen del reflejado, lanzó aliento y la superficie se empañó, desapareció, con el dedo escribió el 8, lo borró, se vio, más aliento, desapareció, escribió 1000, lo borró y se vio de nuevo, su cara a medio afeitar allí lo aguardaba. Cogió el metro para ir a la facultad, iba a ser la primera vez que ampliamente se expresaría en su nuevo lenguaje, le costó arrancar, vio sorpresa en el rostro de sus compañeros de departamento, asociarlo a él a la mímica solamente era algo extraño, si bien siempre había sido muy expresivo en gestos, éstos iban acompañados por medio de la palabra, ambos lenguajes completaban una perfecta comprensión de sus intenciones; comprobó que no era necesario gesticular mucho, había que simplificar las ideas con unos cuantos gestos concisos, rotundos; su interlocutor pronto captó su significado y así fue, se despidió de sus compañeros que le desearon una pronta mejoría. Al salir se encontró con unos alumnos que lo pararon para hacerle algunas preguntas sobre unos seminarios, no respondió, se limitó a llevar el dedo índice a sus labios en señal de abstención, con aquel signo harpocrático daba comienzo su voto oficial de silencio. De vuelta a casa decidió coger el metro de nuevo, por los pasillos que conducían a los diferentes andenes oyó cómo los pasos de la gente resonaban en sus idas y venidas, casi siempre obligados por la prisa, apenas se captaban murmullos o conversaciones; entró en un vagón, se sentó y observó los rostros de las personas que le rodeaban, por sus facciones algunos parecían ser extranjeros, le hubiera gustado oírles hablar en su idioma respectivo, pero el chirriar de un freno largo y agudo lo distrajo de su caprichoso deseo; leyó rótulos que lanzaban mensajes publicitarios, simplemente por el mero hecho de leerlos, sin captar su contenido ni intenciones, en uno de ellos sobresalía la cifra 1000, pero aquello fue una ráfaga y nada más. Aunque no había sonidos a destacar, podía decirse que los vagones sonaban a lleno, a multitud, a agitación en las paradas y a reposo en la marcha; se dio cuenta de que estaba llegando a su destino, se levantó y su mirada se clavó en un panel donde estaba expuesta la red del metro, era amplia, muy amplia, con múltiples líneas que conducían a cualquier parte de la ciudad, vio allí la línea 8, un 8, pero aquello fue una ráfaga y nada más. El metro se paró y bajó, tanteó la salida y oyó cómo las puertas del vagón se cerraban tras de sí. Hacía frío en la calle, apuró el paso al mismo tiempo que subía el cuello de su cazadora y se encogía ligeramente, en realidad no sentía frío, el jersey que había comprado le proporcionaba el calorcillo suficiente como para espantar, al menos por el momento, las incidencias de la estación; se diría que aquel encogimiento era una especie de recogimiento sobre sí mismo, el tiempo y las circunstancias personales del momento eran ideales para semejante actitud. La salida del metro quedaba muy cerca del edificio de apartamentos donde vivía, llegó a la puerta y decidió dar una vuelta por el barrio, aquel trayecto le había parecido muy corto, caminar un poco no le vendría mal, nunca lo había hecho por capricho; el desplazarse andando siempre había sido una obligación, tan pronto tenía un medio de transporte a su alcance no lo dudaba y lo cogía, pero todo había cambiado y con aquel ejercicio empezaba a sentirse aliviado y  no sabía por qué; nunca había descubierto su barrio, desconocía la gente que le rodeaba y que por proximidad formaba parte de su entorno, aunque por voluntad propia no entrara en el círculo de su privacidad; hasta entonces él se había limitado a considerar que su apartamento estaba en un lugar de la ciudad, le había tocado al norte, como si fuera al sur, al este o al oeste, le habría dado igual, el espacio que contaba para él era el que estaba comprendido entre las cuatro paredes de su apartamento, que tampoco era tanto, unos 60’20 metros cuadrados para ser exactos... Acostumbrado a jugar con los números sumó el 6 y el 2 y le dio la suma elemental de 8, pero aquello fue una ráfaga y nada más. Visto algún tiempo atrás, él habría dicho que había bullicio en “aquel” barrio, después de haber caminado durante un rato diría “su” barrio. La verdad es que había ambiente en sus calles, tenía buen comercio y tiendas pequeñas de ultramarinos, nunca se había fijado en ello, la compra la hacía en un supermercado; sintió la necesidad de confraternizar con sus vecinos, tal impulso lo llevó a entrar en una  de ellas y compró un kilo de peras, compró peras como bien podían haber sido manzanas, plátanos o patatas, por poner un ejemplo, lo imprevisible del acto no dio tiempo a pensar ni en la necesidad ni en la cantidad de la compra; lo primero que vio lo cogió, a su modo creyó que, de esa manera, había cumplido con sus vecinos. La impresión que le habían dado aquellas calles, sus edificios, sus gentes había sido muy favorable, hasta llegó a sentir un ligero orgullo por vivir entre ellos, no había sentido hostilidad, más bien un ambiente afable y acogedor. Llegó al portal de su edificio, vivía en una cuarta planta, a veces subía a pie, todo dependía de su estado de ánimo o de su concienciación por hacer algo de ejercicio; iba a coger el ascensor, estaba decidido, pulsó el botón de llamada, comprobó de dónde venía: planta 8, aquello fue una ráfaga y nada más, entró, y también entró en duda, ¿planta 4 u 8? Ridícula situación, le dio inmediatamente al 4, presionó fuerte para asegurar que la otro opción estaba descartada; en el ascensor revisó la compra que había hecho y en aquel kilo de peras le habían entrado 8 unidades, aquello fue una ráfaga y nada más; le apetecía comer una, pero se contuvo, no era el lugar, podía ser cuestión de minutos, cuando entrara en su apartamento, se comería una o dos, tres...o las 8 si fuera necesario; aquella autorreflexión le sonaba a consejo adulto, el que va dirigido a un niño para controlar sus caprichos y así poder educar el dominio de su voluntad; su yo adulto ejercía un influjo sobre su yo infantil, aceptó el consejo de buen grado y como niño obediente salió del ascensor, abrió la puerta del apartamento, la cerró y se dirigió a la cocina dispuesto a comerse una pera o dos o tres...o las 8. Cogió una pieza y la lavó, acto seguido le pegó un mordisco; apenas la había masticado cuando el sonido onomatopéyico del asco sacudió el silencio, su garganta se resistió, a pesar de su intención de no hablar y de hecho no habló, sencillamente había sido un sonido de rechazo, algo a: ¡¡¡ ajjj!!! ¡¡¡ ajjj!!! ¡¡¡ajjj!!! ¡¡¡acht!!! ¡¡¡acht!!! ¡¡¡acht!!! ¿qué pintaba ahí “acht”(8 en alemán)? Escupió el bocado en la taza del váter y soltó agua, la amargura del momento se la llevó aquel potente chorro por senderos desconocidos; volvió a coger la pera, la observó y comprobó que estaba en buen estado, conclusión: seguramente había masticado alguna parte que estaba mazada, se comió el resto y le supo a gloria, se comió una más y una más y una más, ya eran cuatro y se puso ante sí el cartel de “stop”. Después preparó la bolsa de viaje para tenerla dispuesta al día siguiente. Sentía verdadera impaciencia por verse ya en el avión rumbo a la ciudad de Mönch, por un momento sintió curiosidad por saber algo sobre el lugar pero repentinamente decayó su interés y se dijo que iba allí para  “perderse”; en un principio aquella palabra le sonó a una especie de desenfreno pasional, a dar rienda suelta a instintos carnales, y sin embargo, al hacer una frase con ella: “me he perdido”, la intención cambiaba por completo, era admitir que se había extraviado, que no sabía dónde estaba; él, un hombre adulto, poseedor de unas facultades desarrolladas a lo largo del tiempo y de las experiencias, aquello de estar  “perdido” le sonaba a algo infantil, a la búsqueda de alguien para que lo situara de nuevo en la dirección correcta, o también todo lo contrario, a arreglárselas uno mismo para salir de la situación. Insistió en la idea de  “perderse”, no buscaría información sobre aquella ciudad. El resto del día transcurrió sin pena ni gloria, más con pena que con gloria, ningún hecho a destacar, la rutina convertía a momentos del día en pura mecánica, actos robotizados que se llevaban a cabo inconscientemente. Detestaba hacer las tareas de casa: lavar, hacer la limpieza, planchar...Con la misma fuerza con que detestaba todo aquello, con la misma fuerza aceptaba, a regañadientes, el cumplir con la obligación de mantener un orden en su hogar. El día que tenía marcado para realizar aquellas labores, necesitaba una mentalización especial, se despojaba de toda intelectualidad y se convertía en un autómata de la limpieza, a veces se aceleraba para que aquellas tareas terminasen pronto y no cayeran en un punto de reflexión, lo calificaba de tiempo perdido. Se acostó y durmió perfectamente, no soñó con números, se levantó relajado, reconoció que había dormido profundamente, que había estado en otra dimensión. Miró el reloj y comprobó que se acercaba la hora de ir al aeropuerto, tendría que coger un taxi; echó una última visual al apartamento para asegurarse de que todo quedaba bien; vaciló en el último momento, no sabía si llevar la cazadora o un chaquetón, se decidió por éste último sabedor de que lo abrigaría mucho más, se lo puso, cogió la bolsa y cerró con llave la puerta, sonó un golpe decisivo, seco. En la calle paró un taxi, sin querer, miró el número de matrícula, una cifra más, nada a destacar. Mediante gestos indicó al taxista la dirección a seguir, éste para asegurarse hizo una aclaración verbal y él se la confirmó con un asentimiento de cabeza. Se sintió ridículo cuando extendió los brazos y balanceó el cuerpo de un lado a otro imitando a un avión, al fin y al cabo, era una de las primeras veces que se expresaba en aquel nuevo lenguaje y con un solo intento le habían entendido perfectamente, pronto desapareció aquella sensación de comicidad al estar avalada por el éxito. El coche se puso en marcha, acto seguido el taxista encendió la radio, escogió emisora, y una música urbana llenó aquel pequeño espacio; se adaptaba perfectamente a la situación y a todo aquel paisaje de calles, transeúntes y automóviles que desde el interior se le ofertaban a la vista, mirara hacia donde mirase; el taxista lo observaba de vez en cuando por el espejo retrovisor, a su vez él también advertía que era observado; durante todo el trayecto no se dijeron nada, una lógica aplastante no daba lugar a un razonamiento sobre aquel mutismo. Camino del aeropuerto, una avalancha de coches llenaba todos los carriles que conducían a él, aquella música era la ideal, tal era su integración con lo que veía, que pronto empezó a marcar el compás, disimuladamente sus pies se dejaban ir, chasqueaba los dedos de las manos, su cuerpo iba y venía de adelante atrás y de detrás a adelante, sin querer, quedó poseído por aquel ritmo; el taxista lo vio y aceleró, subió el volumen de la radio, él sintió que tragaba el espacio y el tiempo a una velocidad más rápida de lo normal. Una parada brusca lo hizo volver a la realidad, habían llegado al aeropuerto, miró el taxímetro, redondeó la cuenta dejándole 8 céntimos de propina, pero aquello fue una ráfaga y nada más, el taxista cogió el dinero con gesto esquivo, como queriéndose alejar pronto de aquel individuo que, poseído por el ritmo, mostraba indicios de insania. Cogió la bolsa de viaje y automáticamente se le abrieron las puertas del aeropuerto, comprobó en las pantallas el número de su vuelo y se dirigió al mostrador correspondiente, entregó la información y justificantes que había conseguido por internet y una empleada de la compañía en la que iba a volar le tramitó el pasaje; con voz cálida le pidió el carné de identidad, se lo dio con un gesto volátil en consonancia con su voz etérea; entregó el equipaje y se le devolvió la documentación con el billete ya reglado, siguió las instrucciones que le habían dado, pasó los controles de revisión y se dirigió a la puerta de embarque; desde que entró en el aeropuerto hasta que llegó allí había sido un recorrido dirigido por números y letras, rótulos que indicaban adónde ir, pantallas que marcaban horarios y números de vuelo, ¡qué fácil podía perderse uno! No tenía necesidad de ir a ningún sitio para “perderse”, bastaba con dejarse llevar a lo largo de aquellos interminables pasillos, no prestar atención a ninguna de aquellas indicaciones y la “perdición” podía ser total, pero aquélla no era su voluntad; extraviarse en un aeropuerto era algo artificial, necesitaba una ciudad y sus calles y algo más, desconocía ese algo más, estaba seguro de que lo encontraría allí, no era nada material, tangible. Había llegado con antelación y se sentó a la espera de la llamada de embarque, miró con detenimiento su billete: comprobó el número de vuelo, de asiento y muchos otros números cuyo significado desconocía, indudablemente le eran familiares aunque con otra interpretación, con otra misión. Donde se encontraba era un enorme hall, allí aguardaban los pasajeros a ser reclamados para tomar su avión. A través de grandes ventanales se divisaba el desplazamiento de aviones, contempló toda aquella escena con indiferencia, como si el material del que estaban hechos fuera indigno de atención,  volvió la mirada hacia la gente que le rodeaba, todos compartían su mismo destino, durante dos o tres horas de vuelo permanecerían juntos, llegados a su destino cada uno cogería un rumbo desconocido, se perderían en la inmensidad de una ciudad. Del bolsillo sacó un cuadernillo y un lápiz y escribió varias veces el nombre de aquella ciudad, empezó a derivarlo, tenía costumbre de hacer algo parecido con los números: Mönch, Mönch, Mönch, Mönche, Mönche, Mönche...Moncho...No, Moncho, no, Mönje, Mönje, Mönje, Monje, Monje, Monje; Munich, Munich, Munich, Münche, Münche, Münche, Münje, Münje, Münje. ¿Lo había hecho bien? Miró a sus vecinos de al lado esperando una confirmación, lo ignoraban, no habían prestado atención a lo que estaba haciendo, se dio cuenta de que estaba rodeado de extraños, cada cual estaba absorto en su mundo, se sintió solo y contempló con cariño los garabatos que había hecho en la hoja de papel. Había llegado la hora de embarcar, se levantó e hizo cola, pronto entró en el avión, buscó su asiento, le había tocado al lado de la ventanilla, miró a través de ella y vio parte del ala de su avión, también algo de pista, algún camión cisterna y poco más, gris y más gris, líneas horizontales, alguna mancha de rojo, aquel encuadre le llevó a pensar en una pintura abstracta; observó cómo entraban sus compañeros de vuelo y tomaban asiento, volvió a mirar por la ventanilla y sin prestar atención leyó 1000, tardío de reflejos, segundos más tarde se dio cuenta de aquella cifra, no sabía dónde, no sabía cómo..., pero aquello fue una ráfaga y nada más. Por un momento pensó en la revisión que le habían hecho, había tenido que vaciar sus bolsillos, despojarse de su chaquetón y pasar a través de un control electrónico, no le detectaron nada peligroso que pudiera alterar la seguridad del vuelo, no se cuestionó tampoco la importancia o no del momento, se sonrió de la simple e inocente sospecha que ensombrecía su persona, un hombre de números que nunca había tenido un arma en sus manos. Aviso, el avión estaba preparado para despegar, los motores se pusieron en marcha y su rugido encogió el corazón, hubo silencio como queriendo con él dar una mayor concentración al despegue; pronto aquel aparato se estabilizó en el aire y los comentarios y la relajación volvieron a surgir en los pasajeros. Él se había olvidado de traer un libro para leer, la azafata le dio a elegir un periódico, pero él negó con la cabeza, en aquel momento no le interesaban las noticias del mundo; tampoco le apetecía mirar el exterior, solamente se contemplaban nubes y bruma, algo indefinido, una mezcla de ambas. Decidió matar el tiempo y pensó en una película de terror, aquella frase le sonó a crimen, pues él nunca lo desperdiciaba, siempre tenía sus ocupaciones. Sacó del bolsillo aquel cuadernillo y un lápiz, lo abrió en una página cualquiera y se enfrentó a la blancura de ésta; ¿Qué haría? ¿Dibujaría? ¿Escribiría? Nada surgía, aquel pequeño espacio en blanco le pareció una extensión enorme, desértica y sin querer escribió en la mitad de la página los números 8=1000, no le encontró significado y los repitió una y mil veces hasta que cubrió toda la hoja de papel con aquella especie de ecuación, no dejó ni un espacio libre, había creado una tela entretejiendo aquellos números, como un niño obediente había cumplido con el castigo que se le había impuesto por una falta de orden. Se quedó dormido y el sueño se encargó de que el tiempo de viaje se redujera hasta toparse con la sorpresa del despertar. Estaban llegando, guardó el cuadernillo y abrochó el cinturón de seguridad, miró por la ventanilla y lo que veía lo hizo volver a la realidad: veía campos labrados, granjas, autopistas que conducían a la ciudad, estos indicios y algunos más indicaban proximidad, también la pérdida de altitud del avión colaboraba en la confirmación de un aterrizaje inminente. Llegó. Pisó aquel suelo, el suelo de aquella tierra, de aquel país por donde iba a caminar. Estaba decidido a caminar y por supuesto a no hablar, lo primero contrarrestaría lo segundo. Cogió un taxi y le mostró al taxista una hoja de papel donde estaba escrita la dirección del hotel, no tuvo que hacer ningún gesto, nada que aclarar, la predisposición a una posible mímica se refrenó y el coche se puso en marcha, el aeropuerto aún estaba lejos del centro de la ciudad, pero pronto llegaron o al menos eso le pareció, cambió rápidamente de opinión cuando miró el taxímetro en el momento de pagar, le pareció caro, eso quería decir que la distancia había sido considerable. Pagó. Cogió el chaquetón y la bolsa de viaje y se presentó en la recepción del hotel, prometió explicarse por medio de gestos solamente, el recepcionista lo entendió a la perfección, pero cuando tuvo que decir su nombre se sorprendió de tal manera que instintivamente una de sus manos tapó la boca y la otra la llevó hacia el pecho, se sintió un extraño de sí mismo, como si no fuera él y fuese otro; se vio en la obligación de coger un bolígrafo y apuntar su nombre y apellidos, los escribió correctamente, mecánicamente también, en el trazo cierta inseguridad. El hotel era acogedor y no muy grande, cuando bajó del taxi le había echado una visual al edificio, tenía una fachada clásica y al mismo tiempo mostraba cierto toque de modernidad. El recepcionista le dio la llave de su habitación después de verificar la reserva y rellenar una ficha, su número era el 108, se sorprendió al ver el 8, al 10 le faltaban dos ceros, su imaginación los añadió sin más vacilaciones, pero aquello fue una ráfaga y nada más. Subió por las escaleras, le pareció que coger el ascensor para ir a un primer piso era señal de inutilidad, su habitación era la número 8, la abrió, daba a la calle, era muy luminosa, sacó de la bolsa alguna ropa y la ordenó en el armario, fue al baño y se aseó, refrescó la cara con agua fría, lo necesitaba, tenía la sensación de que cada músculo de su rostro se había entumecido a causa del viaje, pronto recuperó la expresividad facial. En conjunto la habitación estaba bien, se acercó a la ventana y contempló la calle, era muy transitada, se notaba que estaba en el centro, si alguien le hubiera preguntado por qué lo sabía, habría respondido porque olía a casco antiguo de ciudad. Se moría de ganas por pronunciar el nombre de aquel lugar, recordó su prohibición, recordó su prohibición de hablar y, sin embargo, lo repitió en su interior, en su mente, sí, en su mente, y tuvo una repercusión en todo su cuerpo, se estremeció, igual que le pasa a un edificio a causa de un estruendo, vibró. Era media mañana y el cielo estaba gris, hacía frío, ya lo había advertido al bajar del taxi; al adivinar la presencia de la pregunta obligada sobre lo que iba a hacer, sin dar opciones a ninguna otra clase de proposición, impuso el verbo caminar, era una decisión tomada. Oyó las campanadas de un reloj, le parecieron solemnes, nunca antes un instante de su vida había estado marcado por un sonido tan majestuoso, trató de buscarlo, venía de detrás de los edificios, al otro lado de la calle, miró hacia lo alto con la idea de descubrir las torres de una iglesia o catedral, pero no vio nada, y no obstante, tenía la seguridad de que procedía de un lugar sagrado. Aquellas campanadas podían ser inicio, el punto de partida de su caminar. Por un momento pensó en pedir en recepción un plano de la ciudad, eso era por lógica lo que se debería hacer y algunas veces lo había hecho en sus viajes de trabajo, pero sabía que esta vez no, había venido a caminar; le volvió a extrañar aquella finalidad, cualquiera hubiese pensado que aquella idea de caminar por una ciudad desconocida era una especie de esnobismo, rareza o desvarío; él, sin embargo, con el paso de las horas había asimilado aquella actitud como normal, incluso como si fuese una necesidad. Cogió el chaquetón, se lo puso y bajo a la calle, hacía frío, se abotonó la prenda de abrigo y empezó su peregrinar por las calles del casco antiguo, empezó a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a camilar, a camilar, a camilar, a cavinar, a  cavinar, a cavinar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar. 8= 1000. A cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar... ¿Qué había visto? ¿Dónde había leído aquellos números? Se había perdido en sus pensamientos y en la acción, ¿Qué significaba aquella ecuación? ¿Era una incógnita? Retrocedió lo ya andado en búsqueda de aquella misteriosa igualdad. Llegó a una gran plaza, la recorrió con la mirada destacando un edificio neoclásico con una gran pancarta: 8=1000, sintió orgullo, trató de razonarlo siguiendo su costumbre de encontrar el porqué a cada cosa, aquello carecía de solución matemática, quizá era el enorme tamaño de aquellos números, eran muy desproporcionados, el contraste de aquellas dimensiones con las cifras garabateadas en una hoja de papel podía ser la causa de aquel sano orgullo. Se acercó al edificio y constató que era el teatro de la ópera, lo primero que le vino a la  memoria es que aquella ecuación no podía corresponder con el título de una ópera; no era un experto en el género lírico, pero casi garantizaba que era un espectáculo distinto, fuera lo que fuese, decidió ir a verlo, tampoco le importaba la clave de aquellos números y ni se molestó en tener más información sobre el evento, en aquel momento sólo confiaba en el futuro como factor aclaratorio de aquel misterio. Se dirigió a la taquilla para comprar una entrada, con el dedo índice y cierto movimiento firme de éste daba a entender que deseaba una localidad, el empleado le mostró la pantalla del ordenador donde se veía la capacidad del aforo, estaba todo ocupado, no quedaba ni un asiento vacío, se entristeció, sintió como si se apagarán algunas luces, como si el destino lo privara de la aclaración de aquella incógnita; de repente, una de aquellas butacas parpadeó y quedó vacía, era un lugar de preferencia, era el palco del rey, no lo dudó y señaló en la pantalla la voluntad de reservar aquel asiento, su dedo índice tembló varias veces, bien movido por la emoción o por el nerviosismo, pagó con tarjeta, le dieron la correspondiente entrada y se fue, se cercioró de la fecha y la hora del espectáculo, era el día 8, aquel mismo día, a las 8 de la tarde, pero aquello fue una ráfaga y nada más; hasta las 8 de la tarde no quería saber nada de lo que iba a ver y a escuchar. Sintió debilidad y comió una salchicha en un puesto callejero, le supo a gloria, bebió una cerveza y también le supo a gloria, se sentía en la gloria, el haber conseguido aquella localidad para poder presenciar un espectáculo que iba a aclarar la incógnita de aquellas cifras que lo perseguían los últimos días, le parecía una ironía del destino. Se sentó en un banco para reposar un poco lo que había deglutido, había comido demasiado rápido y bebido también; era la primera vez que compraba una entrada para un espectáculo sin saber qué era lo que iba a ver, pero eran precisamente esa ignorancia y esa ecuación lo que despertaban en él un interés muy especial. Allí sentado, tranquilizó su exaltación y contempló pasar a la gente; envuelto por el frío y acurrucado por el calorcillo que le proporcionaba su chaquetón entró en un estado de sopor y sintió un profundo silencio que lo aislaba del bullicio de la calle, se sintió un punto solitario en un espacio indeterminado, se dio cuenta de que estaba perdido, abandonado a la intemperie, en su mente busco un árbol para cobijarse, no lo encontró. Aquella imposibilidad lo reavivó y miró hacia un lado y hacia otro, como si estuviera buscando a alguien advirtiendo la realidad de un país ajeno, de una ciudad ajena. Miró el reloj y aún quedaban algunas horas para la hora de la función, decidió caminar, recorrió lentamente las calles del casco antiguo de la ciudad, de vez en cuando se paraba delante de algún monumento, lo contemplaba sin prestar una atención especial, más bien como descanso y proseguía su camino, oyó unas campanadas que le sobresaltaron,  venían de muy cerca, el sonido lo guió y se encontró con la catedral, o al menos eso supuso por lo importante de su fachada y torres; no lo dudó, entró y se sentó en uno de los bancos, lo heló el silencio, apenas había luz en el interior, a través de los ventanales poca claridad se dejaba pasar, unas cuantas velas diseminadas por algunos altares marcaban pequeños focos de luz, se sentó con los brazos cruzados y las piernas juntas, después un poco más separadas, con ellas hacia la izquierda y hacia la derecha, apoyó las manos en el regazo y sintió que no se sentaba bien, que no encontraba la posición correcta de su cuerpo, se sintió incómodo, hacía tiempo que no entraba en un lugar sagrado, podía ser la falta de costumbre también, se tranquilizó y permaneció en silencio durante un buen rato; con la cabeza inclinada reflexionó sobre su vida, nada en especial, muchos de ellos eran pasajes sin importancia, anécdotas que algunas lo llevaban a esbozar una sonrisa, y sin embargo, no se sentía bien, o mejor dicho, no se sentaba bien; miró a su alrededor y vio a una mujer arrodillada absorta en un profundo rezo, le entraron ganas de hacer lo mismo y la imitó, se arrodilló, junto las manos en señal de oración e inclinó la cabeza tanto que en vez de dar muestras de recogimiento más bien parecía que se había quedado dormido; permaneció así un buen rato, aquella posición le pareció cómoda, o si bien no era tan cómoda, al menos su cuerpo había encontrado sosiego. En consonancia con las circunstancias trató de orar, pero en su mente no encontró ninguna plegaria u oración y se quedó en silencio, con su silencio, con su conocido silencio, dejó que el frío del recinto lo calara hasta los huesos; aquél no era un frío normal, era un frío de siglos, se quedó inmóvil, quería sentir que el tiempo afectase a su cuerpo, cualquier movimiento brusco podía alterar aquella percepción, el estar de rodillas le aportaba una sensación de paz, de perdón, aunque ésta última no sabía el porqué; con las manos unidas a imitación de la mujer, levantó el rostro y lanzó una mirada global a aquel espacio interior, una vez concluida se levantó y salió, en su mente no se había formulado ninguna frase acorde con la intencionalidad del lugar: ni una súplica, ni un arrepentimiento, ni un deseo, ni una plegaria, ni un agradecimiento estaban en sus intenciones. Al salir a la calle se despabiló sacudiendo los pies y ajustándose el chaquetón y siguió caminando, caminando, caminando, caminando, caminando, caminando, caminando, cavilando, cavilando, cavilando, cavilando, cavilando, cavilando, ca-minando, ca-minando, ca-minando, ca-minando, ca-minando, ca-minando, minando las distancias y se paró a contemplar un escaparate, era de ropa, no se fijó en nada en concreto, no tenía intención de comprar nada, tampoco creía que fuera el momento ideal, interrumpiría la finalidad de la caminata, perdería continuidad; reanudó la marcha, la marcha, la marcha, la marcha, la marcha, la marcha, la mata, la mata, la mata, la mata, la macha, la macha, la macha, la macha...De repente oyó unos sollozos, miró a su alrededor, a la gente que pasaba junto a él y no vio indicios de ningún lamento, bajó la vista y halló la causa: un niño se había perdido, se enterneció con él y se puso a su misma altura, trató de consolarlo y con un pañuelo le secó las lágrimas; no le dijo nada, quizá por un momento hubiese roto la promesa de no hablar, pero en realidad no se le ocurría nada, tampoco le entendería, hablaría otro idioma, se ayudaría de la mirada y los gestos; el niño dejó de sollozar, sus ojos seguían llenos de lágrimas, a él también le pasó lo mismo, al contemplar aquel rostro infantil lo percibió a través del agua, como adulto se supo contener y el cauce de lágrimas no desbordó sus ojos, le dio la mano para que con el tacto la condición de extravío perdiera en intensidad, ambos sintieron una sensación recíproca, por unos instantes, él, aquella “su perdición” estaba a buen recaudo, se sintió tan niño como él. A su lado apareció un adulto, él lo miró, por la edad aparentaba ser su abuelo, tan pronto como el niño lo vio se le acercó, se dijeron algo, no los entendió y se alejaron como abuelo y nieto confraternizando como tales; su mano quedó vacía, agachado durante unos instantes esperó que aquel hueco se llenase con algo, desistió y se levantó, en medio de la calle permaneció desorientado mirando para todas partes, después de un rato volvió en sí, es decir, se reestructuró y se dio cuenta de que posiblemente podía ser la hora de la función; había anochecido y enfriado la temperatura, la calle parecía distinta, con todas las luces ya encendidas y la claridad que desprendían los escaparates se creaba un ambiente acogedor; miró el reloj y advirtió que aún le sobraba tiempo, decidió seguir caminando y dirigirse al recinto a pie, no sabía exactamente dónde estaba, pero tenía la sensación de que el teatro de la ópera no se encontraba lejos; se dejó orientar por un flujo de personas que iban hacia una misma dirección, efectivamente todas aquellas almas confluían en una gran plaza; en calles contiguas también se daban las mismas circunstancias, todos se dirigían a la entrada del teatro, contempló por última vez la gran pancarta donde se exponía aquella ecuación, dentro, por fin, descubriría la gran incógnita; todas aquellas almas empezaron a entrar a través de varias puertas, él enseñó su entrada, algo le dijo el hombre que verificó su tique, no lo entendió, tampoco le había prestado mucha atención, pero por lo que en él se indicaba, su asiento era fácil de encontrar; antes de subir unas escaleras cogió un folleto, el programa de mano, no lo miró, quería estar sentado en el palco del rey para descubrir la sorpresa de lo que le deparaba. Dejó el chaquetón en el guardarropa, se cercioró del palco que le correspondía y antes de entrar, se quedó inmóvil delante de la cortina que separaba el acceso al interior o al exterior de su palco; dependía de cómo se mirara, en su mente hubo una confusión entre interior y exterior, entre izquierda y derecha, entre arriba y abajo, entre adelante y atrás. Se dejó de pamplinas, cogió la cortina, respiró profundamente, irguió la cabeza y por primera vez fue rey de sí mismo; había más gente en el palco, la ignoró, agarró su cetro, su programa de mano enrollado y se sentó. El público empezaba a llenar los palcos, la vista del escenario era magnífica y sintió silencio, su propio silencio; con su voz en reposo tuvo la sensación de que su oído se agudizaba, como si todos sus sentidos se centraran en él; su percepción auditiva estaba dispuesta a captar sus sentimientos más íntimos, en un instante por su mente pasaron acontecimientos de su vida en ráfaga queriéndose concentrar y preparar para los próximos momentos, algo se iba a resolver, algo iba a dar sentido, a sincronizar con su existencia, se despojó de banalidades y se centró en su futuro inmediato; el aforo estaba al completo, los palcos estaban abarrotados de público, se asomó por encima del balcón y sintió el vacío y con él el vértigo, se retiró y se sentó correctamente, erguido, pero cómodo; los músicos ya habían ocupado sus asientos y el escenario empezaba a llenarse con los miembros del coro, eran cientos de personas que se concentraban en el escenario de la vida; con una seguridad matemática apostó que serían mil, no los había contado, pero sí, estaba seguro de que serían mil, cogió su cetro desenrollado, su programa de mano y leyó la primera página: Mahler sinfonía n. 8 en mi bemol mayor, “Sinfonía de los 1000”, volvió a leer: Symphony n. 8 in E flat major “Symphony of a Thousand”, volvió a leer: Symphonie n. 8 en mi bémol majeur  “Symphonie des Mille” , volvió a leer: 8 Sinfonie in Es-Dur  “Sinfonie der Tausand”, volvió a leer: Sinfonia n.8in mi bemolle Maggiore “Sinfonia dei mille”...Dirigió la vista al director, estaba a punto de dar la entrada a la orquesta, pronto entró el coro irrumpiendo con un: “Veni, creator spiritus, mentes tuorum visita...” Ven espíritu del creador, visita las mentes de tu gente...Al oír aquello supo que la ecuación era perfecta. No deseó nada, ni vivir ni morir, al llegar al coro final, al coro místico, se agarró con todas sus fuerzas a un dulce susurro que se fue ampliando hasta culminar en una explosión de sonido; entonces el tiempo se paró y él “se perdió” en el tiempo.