lunes, 5 de septiembre de 2016

DESORIENTADO

    
                                                      
s/t - KFK
   Nunca había pensado que después de aquel periodo de orientación en su vida, ésta hubiese tomado un ritmo más equilibrado, más sensato. En algún momento temió por su cordura ya que lo que estaba pasando no pertenecía a un comportamiento lógico de una persona adulta, o al menos lo que se conoce como canon de conducta normal; lo que más le fastidiaba, sobre todo, era que se había creído que había llegado a una edad, a una posición y a una experiencia existencial que por sí mismas ya implicaban una madurez en la vida, un déjà-vu, un estar de vuelta de todo. Llegado hasta aquel punto cualquier cuestionamiento respecto al sentido de su existencia le parecía ridículo; no le cabía en la cabeza que aquello que le había acontecido, le hubiese estado pasando a él, además todo había surgido tan discretamente, tan tontamente que en algún momento llegó a pensar que era víctima de su propia estupidez; a él que se creía que estaba por encima de muchas cosas, aquellas manías, o tics, le parecían irrisorios; la conclusión a la que había llegado era que estaba pasando un momento transitorio de nerviosismo y “aquello” era la manifestación externa de unos nervios caprichosos que con una entrega ligeramente abnegada por su parte, amainarían pronto y no dejarían huella, pero al ver que  “aquello” continuaba, una preocupación insistente taladraba su cerebro y temía que su imagen se resintiese, una imagen de credibilidad, una imagen digna de admiración como fiel representante de la edad adulta; no consentiría que aquellas “chiquilladas”, como a veces las calificaba despreciativamente ante el temor a calificativos más serios, pudieran desbancar lo conseguido hasta aquel entonces. Una vez que había asumido lo que le estaba pasando, había que darle un nombre y lo de  “aquello” era dar paso a la ambigüedad, al autoengaño. Llamarle  “aquello”: manías, tics era suavizarlo, darle un nombre médico, más concretamente científico relacionado con la psiquiatría era alcanzar el terror. Normano de Guiemonde había sido un hombre hecho a sí mismo; desde muy pequeño toda su vida había seguido los cauces de la normalidad; las leyes, las costumbres que regían el día a día procuraba respetarlas lo más posible al pie de la letra, nunca se había cuestionado el infringirlas, lo que sería muy fuerte para él, tampoco se permitiría la inocente osadía de vulnerarlas al menos  “un petit peu”. Había como una voz invisible, la voz de una cierta lógica, que lo guiaba en cada uno de sus actos; desde niño sabía lo que tenía que hacer, tenía muy claro lo que quería estudiar; cuando llegó a la adolescencia, el inconformismo y la rebeldía ni se atrevieron a asomarse a la ventana de su comportamiento, la verdad era para dudar de su existencia; mudó la voz, claro está, y se convirtió en una voz profunda, de bajo profundo, todo muy profundo; esas frases entrecortadas, chispeantes, rebosantes de ganas de vivir que surgen sin querer a comienzos de la edad adulta, jamás salieron de su boca. Hablaba tan profundo y con tanta lentitud que su voz parecía que estaba hecha para dictar normas y no para expresar sentimientos; estar ante aquel hombre era como verse ante el anciano jefe de una tribu que se había encarnado en el cuerpo de aquel joven. Por supuesto, la respuesta del interlocutor sería acatar lo dictado por Norman con cierta reverencia de cabeza. ¿Qué quiere decir todo esto? Pues que Norman-no ya despuntaba dotes de mando. Cuando para él llegó el amor fue en un momento marcado, elegido a propósito, había terminado sus estudios y ya había empezado a trabajar; de repente decidió enamorarse, el impulso fue instantáneo, como para cubrir una necesidad caprichosa, igual que cuando uno mira los pies y decide sin más comprar unos zapatos; para él el amor no transitaba por la vida, tontear con él era algo superficial, era algo tonto y él no estaba hecho para las tonterías, nunca había tonteado en ese aspecto, bien porque era tonto, por lo  “tonto” ya no había nada que decir sobre su tontería, o bien el calificativo de tonto no existía para él. Se enamoró de la mujer de aquel momento, la del impulso instantáneo, ella le correspondió y fueron novios durante un tiempo prudencial, cumplido ese requisito decidieron casarse, tuvieron dos hijos, estos también vinieron al mundo en circunstancias calculadas. Copularon de una manera desaborida, como siempre pasa cuando ese acto se realiza dentro de unas normas establecidas, sin poner una pizca de gracia y originalidad al asunto. De Normo poco se podía esperar, sólo la normalidad, una sorpresa por su parte sería impensable; según se mire y según la persona que lo definiera podía calificarse de hombre  “joya”: un hombre transparente que se sabía a la perfección cómo iba a obrar siempre y cuando se conocieran las normas establecidas, él sin duda las seguiría lo más fielmente posible; la otra definición sería la de hombre “muermo”, es decir, la de hombre aburrimiento, solamente había que mirarle a la cara para saber que no le había encontrado el gustillo a la vida, su rostro era soso, le faltaba ese toque de sal, ni mucha ni poca, la que alegra un plato, a veces y de no reírse su boca se había decaído y había adquirido la mueca del asco!!!!!!! Aaaaajjjjjj¡¡¡¡¡¡… Norma de Guiemonde ha cambiado mucho ahora, indudablemente sigue siendo la misma persona, pero su actitud ante la vida es diferente y todo fue a causa de unas manías, o tics, o mejor dicho, lo que causó el revuelo fue  “aquello”. Cuando cumplió los cuarenta y cinco años hizo como un recuento de su vida; le pareció como si aquella edad fuera el ecuador de su existencia, lo lógico era que lo hiciera a los cuarenta años, pero por conveniencia se podía permitir el lujo de darse más tiempo de vida; aquel recuento consistía en recapitular lo ya vivido y lo que supuestamente quedaba por vivir, que daba por seguro que aún tenía años para dar guerra. Una noche cuando todos se habían ido a la cama, entró en su despacho y se sentó cómodamente en la silla de su escritorio, cogió una hoja en blanco y empezó a hacer líneas rectas en todos los sentidos, mientras éstas eran horizontales todo iba bien, se sentía tranquilo; tan pronto las trazaba verticales teniendo un punto de intersección con las horizontales, le entraba un malestar en el cuerpo, era como encarcelar aquel espacio por medio de barrotes, dibujar cualquier figuración sería impensable porque acentuaría más la idea de sujeción. No sabía los motivos, pero decidió dejarlo; la hoja no la tiró a la papelera, la apartó hacia un lado de la mesa y se quedó pensando en todo lo que había sido de su vida, en el fondo se sentía conforme con todo lo que había logrado: había conseguido un hogar estable, tenía vivienda propia, un puesto de trabajo  acorde con sus esfuerzos y responsabilidad, una esposa que lo quería y dos hijos; disfrutaba de buena salud, al pensar esto dirigió la mirada hacia aquel papel que si bien en un principio había sido completamente blanco, se hallaba cuarteado en pequeños espacios bien cuadrados o bien rectangulares; en sincronización con aquella mirada, sus manos se dirigieron a su cuerpo, como palpándolo, queriendo comprobar que no estaba sujeto a barreras, acto seguido sus manos sujetaron su cabeza, algo en el interior de su cuerpo y de su mente no concordaba; pasó aún un buen rato en esa posición, con la mirada fija en las vetas de la madera que se extendían horizontalmente sobre la superficie de la mesa. Una lámpara pequeña proyectaba una luz muy intensa sobre aquel rectángulo de madera, Norman de Guiamonde se sentía protegido en la penumbra y al mismo tiempo deseaba participar de aquella claridad, sin saber cómo, rápidamente colocó las manos con los dedos separados sobre aquella superficie iluminada queriendo atrapar una clarividencia. Le pareció extraño todo aquello, pero tampoco le concedió mucha importancia, para tranquilizar su normalidad se dijo que momentos “raritos” los tenía todo el mundo y sabiendo que pertenecía a una pluralidad respiró con alivio. Desde hacía algún tiempo Guiemonde se venía sorprendiendo de algunos hechos que sucedían a su alrededor, tal sorpresa podía deberse a que nunca se había percatado de lo que le rodeaba o que en realidad tales cosas no existieran. Si de verdad eran ciertas, se culpaba un poco por no haberse dado cuenta antes. Tenía dos hijos, uno mayor, adolescente de quince años, llamado Oroveso y otro casi recién nacido, ocho meses, llamado Orombello; el primero había venido al mundo calculado, después de unos meses de matrimonio era lógico que de aquella unión surgiera algún fruto, después de nueve meses justos ni un día más ni un día menos hizo su presencia Obeso, ni que decir tiene que era un niño obeso, entradito en carnes para su tierna edad, el tiempo se encargaría de labrar aquel cuerpo convirtiéndolo en la adolescencia en un  “virulillas”. Aquellos quince años habían transcurrido sin advertir que a su lado crecía alguien, alguien que lo necesitaba, que los dos se necesitaban mutuamente, pero como él estaba enfrascado en su normalidad, rechazaba de inmediato cualquier alteración, en una palabra, se lo había entregado a su madre Adalgisa para que lo cuidara, ella se encargaría de la educación y él ostentaría la representación de la paternidad; un día advirtió a su alrededor que pululaba un individuo alto y delgaducho que no paraba, aquel desasosiego del muchacho despertó en él una atención: su inconformidad, aquel andar a saltos, su desorientación hizo que Guiamonde se sintiera responsable y se convirtiera un poco en guía de su propio hijo, pero había llegado demasiado tarde, Obe estaba poseído por la ceguera de la edad y cualquier sermón o mano de ayuda por parte de su padre caerían en el saco del olvido. Bello fue distinto primero no contaban con él, había sido un descuido, un fallo de cálculo, sin embargo, fue bien recibido, era llorón y ya empezaba a soltar algún sonido, No de Guiemonde, con éste su segundo hijo, trataba de implicarse en su cuidado y a veces se quedaba mirándolo como si tuviera ante sí un espectáculo, observaba sus movimientos más elementales, sus pataleos, escuchaba sus sonidos guturales, todo le parecía tan nuevo y tan viejo a la vez. Viejo se había hecho su padre, su madre había fallecido hacía algún tiempo y éste poseído por una demencia necesitaba una serie de cuidados, por lo que estaba ingresado en una clínica especializada en tratamientos geriátricos. Los fines de semana solía irlo a buscar y compartía con ellos la vida familiar; Guiemondi no daba crédito a lo que veía, recordaba a su padre como un hombre activo y desenvuelto, un luchador, todo lo contrario a su estado actual: desorientado, apocado, dependiente siempre de alguien; cuando se quedaban solos en la sobremesa los domingos lo miraba fijamente, los ojos de su padre se extraviaban no concediendo atención a nada en particular, le cogía las manos con la idea de aguzar su interés hacia algo, pero su mirada vagaba en un pensamiento vacío, sus manos no respondían a la ternura que su hijo mostraba con aquel gesto, muy distinto a aquél de su hijo pequeño que cogía el dedo índice de su mano y lo apretaba con toda su fuerza simbolizando en ello una energía incipiente. Éste era uno de los múltiples detalles que Normanno di Guiemonde observaba, su padre y su hijo, una fuente inagotable de sentimientos contradictorios: desde el rechazo hasta la sumisión, desde la admiración hasta la jocosidad. Aquella situación no la entendía, pero existía y como realidad la admitía a regañadientes, a veces con rabia, cuando recordaba la admiración que profesaba a su padre durante su etapa infantil, su mismo nombre: Rambaldo de Guiemonde, ejercía en él una energía heroica a iniciar una marcha militar o a entrar en combate, y verlo cómo estaba en la actualidad era algo que costaba mucho encontrarle un hueco entre ceja y ceja. Fue durante ese periodo de tiempo cuando empezó a experimentar aquellas manías, o “ticks” o mejor dicho  “aquello”. Todo empezó un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera, tampoco hace falta perderse en  el túnel del tiempo, es decir, hace unos años, cuando estaba en su trabajo. Norman-no de Guie-monde era arquitecto, siempre tenía a su alcance una hoja de papel en blanco y algo con que escribir, con él llevaba un bloc pequeño y un lápiz, esto le facilitaba expresar sus ideas en el momento en el que venían, si estaba con un grupo de colaboradores se sentía más seguro con la representación gráfica que con la palabra, trazaba unas cuantas líneas y todos le entendían, sabían cuáles eran sus intenciones. Le habían concedido un proyecto de urbanización en una zona de Castiglia, era un terreno amplio, enorme, llano, sin límites, donde la vista se pierde en el horizonte, donde el color de la tierra varía a capricho pasando por la gama de marrones hasta tonos cobrizos. No había ningún obstáculo que impidiera el trazado de una línea recta; con un lápiz al natural, en el aire, sin ayuda de ninguna regla podría trazarse un horizonte recto, perfecto, lógico. Era consciente de que aquel paisaje poseía una belleza peculiar. También era consciente de que debería diseñar un proyecto armónico que no desentonara con el medio circundante; era un profesional y pondría todo su empeño en que nada deteriorara el entorno. Pero era también mucho más consciente de que proyectara lo que proyectase originaría un silencio ahogado en el que la palabra destrucción habitaría a sus anchas; no obstante, él era un hombre experimentado en su oficio y a la palabra  “silencio” sólo había que darle una intención superficial, desposeerla de un dramatismo que asustaba. Cuando empezó a esbozar el proyecto advirtió que, sin saberlo, miraba hacia delante y hacia atrás, a la izquierda y a la derecha, todo encadenado en un mismo gesto, al principio a intervalos largos y después a unos más cortos; las primeras veces ni se había cuestionado cuál podía ser el origen de “aquello”, tampoco tenía mucho tiempo de pensar, pues aquella labor absorbía sus instantes de ocio más pequeños; aquel proyecto también requería cierto abandono de su familia, la contemplación y la reflexión a las que lo movían su hijo pequeño y su padre habían quedado relegadas a un segundo plano, aunque no por falta de ganas. A fin de cuentas él era un hombre normal, eso sí muy entregado a su profesión. Le concedió al tiempo su influjo, con la esperanza de que su intercesión subsanara aquellos  “aquellos tocks”; ni con tiempo ni sin tiempo cesaban, bien era verdad de que se habían acomodado a sus gestos; cuando estaba ante más gente trataba de disimularlos y a veces de contenerlos, una vez a solas se desbocaban y aquel hombre perdía el control; aquellos “tacks” ya no se podían calificar con eufemismos, una revuelta vocálica corroía la supuesta definición; lo de mirar “hacia delante y hacia atrás, a la izquierda y a la derecha” había llevado con su repetición a cierta crispación de nervios por su parte, lo que influía directamente en la cantinela convirtiéndose ésta en: pa’lante, pa’trás, pal’izquierda y pa’derecha. Aquello era una paliza. Por su mente nunca había pasado la idea de ir a un psicólogo o psiquiatra, un alienista no tenía nada que alinear en su cabeza. Para eso ya estaba el horizonte, el horizonte, el horizonte, l’horizonte, l’horizonte, l’horizonte, lorizonte. Intentó buscar respuestas a aquella revuelta y no encontró ninguna, pero sabía que “aquello” era el resultado de algo que le ocurría; examinó al detalle los acontecimientos que habían tenido lugar en su vida aquellos últimos años y todos habían tenido una repercusión positiva en él, al menos eso creía, todo estaba dentro de la normalidad, de la normalidad deseada y algunos la afianzaban dándole una seguridad: reconocimientos, éxito profesional, una familia estable, salud, una economía saneada... En esa enumeración de hechos en los que buscaba una confirmación positiva de su estabilidad, en el concepto que tenía en su mente de cada uno de ellos, el lugar que ocupaba el de la familia estable, en el momento de pensarlo, se resintió, había una anomalía en su integridad. ¿Qué pasaba con su familia si todo, a primera vista, parecía tan normal? Había sido padre recientemente, paternidad inesperada, pero bien acogida; aceptación de la decrepitud de su padre, mal acogida y sobre todo mal digerida a pesar de su reconocimiento. ¿Qué pasaba entre aquellos dos polos opuestos? ¿Qué relación podía haber entre ellos? ¿Eran la causa de sus “tecks”? Él admitía unos hechos, no tenían por qué ser el origen de  “aquello”. ¿Sería la preocupación por el nuevo proyecto a realizar en Castiglia? Creía que tampoco, había llevado tantos a cabo que uno más no tendría repercusión, ¿lo de la destrucción de aquel entorno? Aquella palabra le pareció demasiado fuerte, había que desdramatizarla, tampoco era tanto, no había que exagerar; aquel razonamiento era como una justificación externa, no sabía para quién, tal vez para sí mismo, la verdad era muy distinta. Evitó comentarios sobre  “aquello” a su esposa, si en algún momento tuvo la intención de decirle algo, llegaba una indecisión y se volvía autoengañar diciéndose que mirar: pa’lante, pa’trás, pal’izquierda y pa’derecha, era como un juego de niños. Delante de ella disimulaba lo mejor posible, en momentos de crisis, cuando arreciaban aquellos “tucks” se apartaba y decía que tenía que hacer cualquier labor. En momentos de silencio y estando a solas su cabeza le daba vueltas y vueltas tratando de buscar una solución, aparte de las vueltas físicas causadas por la desorientación: el norte y el sur, el oeste y el este hacían que su cabeza girara en busca de alguna salida. Pero salida ¿de qué? Por todas partes había barreras físicas que impedían un autoanálisis de la propia persona, eran una distracción y una atracción que repelían cualquier indicio de reflexión sobre la condición humana. Nor-ma-no vivía rodeado de barreras, él mismo las construía, era un elemento indispensable en aquel decorado, siempre entre paredes, entre edificios que a su vez daban paso a otros espacios vallados, buscar un callejón o una pequeña salida era una tarea ardua y concienzuda. Manonor de Guiemondi decidió prestar atención a aquellos dos polos opuestos que eran su hijo pequeño y su padre; podía decirse que todo encajaba o parecía encajar en su vida, excepto aquellos dos extremos. ¿Colaborar en sus cuidados? Se consideraba torpe, nunca lo había hecho, había delegado en su esposa el cuidado del niño y en gente especializada a su padre. Creía que allí se encontraba la clave a su problema. Decidió que, aunque escaso de tiempo, aprovecharía los máximos momentos para estar con ellos, con su hijo tenía más posibilidades de estar, con su padre sólo tenía los fines de semana; no obstante, intentaría quedarse libre de cargas y el sábado y domingo se los dedicaría a ellos. Empezó por observar a Adalgisa dando de comer a Oróm; el simple hecho, el simple esfuerzo de ver comer a su hijo, le parecía algo fuera de lo común; el niño a veces tragaba con facilidad, otras había que empujarle la papilla con la cuchara, unas veces retenía el alimento otras lo expulsaba; los sonidos que emitía le parecían extraños, las atenciones que le dedicaba su esposa para atraer su atención: aquel lenguaje lleno de vocablos trastornados, aquellas carantoñas para que la criatura comiera; le parecía estar alejado de la normalidad más simple; se quedaba anonadado cuando lo veía jugar con un coche de juguete, a fin de cuentas un artilugio con cuatro ruedas, lo bien que se lo pasaba, cuando gateaba se quedaba fascinado con aquel movimiento entre animal y humano, muchas veces quiso participar con él: en su leguaje, en sus juegos, pero siempre sentía una retención, como una lógica razonada que impedía el acceso. También había advertido que en los momentos en que estaba con su hijo, aquellos  “kicts” perdían su intensidad, más de una vez la concentración que prestaba a la observación hacía que “aquello” quedase relegado a un segundo plano o a una sensibilidad casi imperceptible. Con su padre pasaba otro tanto, experimentaba las mismas sensaciones que cuando estaba con su hijo, tan dependientes de los cuidados de otra persona era el uno como el otro. Su padre era la representación del olvido, de la torpeza de movimientos, de la inutilidad. Su hijo no tenía nada que olvidar, aún no había acumulado experiencia para el olvido, de su torpeza adquiría energía y de su inutilidad utilidad. Al pensar en esto Guidemón se entristecía pues sabía que ni con los hechos ni con la palabra encontraría salida. Empezó a sentir una especie de ternura hacia ellos, un nuevo sentimiento que sólo conocía de palabra; se extrañaba, pues creía que iba únicamente dirigida a la infancia, un adulto y máxime un anciano no podía despertar tal emoción; aprendió también a acariciar, sobre la palma de su propia mano ponía la mano de su hijo o la de su padre y veía en aquel acto un principio y un fin y él como nexo de unión, la del niño tan diminuta, tan perfilada, la de su padre tan arrugada y, sin embargo, tan adulta. Con ellos había aprendido a reflexionar, a valorar detalles que siempre le habían pasado inadvertidos y por falta de tiempo o de valoración no había gozado de ellos. La comida del domingo se había convertido en el punto de encuentro más importante de todos, Adal-gisa se sentaba en medio, a su izquierda sentaba al niño, Bellooróm, y a su derecha a su suegro Ram-baldo, enfrente se sentaba él contemplando la escena, y a su derecha sentaba a su otro hijo, Beso, debido a su edad, a su desasosiego y temiendo cualquier cabritada, el estar sentado al lado de su padre siempre imponía respeto y autoridad y sobre todo contención ante lo inesperado. Cuando se sentaban a la mesa, Nornno  miraba primeramente pa’trás, pa’lante, pal’izquierda y pa’derecha; al tener la idea de conjunto, se sentía más tranquilo, temía perder algo o que ese algo no estuviese presente. La comida se servía a la mesa y cada uno cogía lo que le apetecía. A su hijo y a su padre se les servía de distinta manera. Su hijo comía a base de papillas y su padre también; a  éste, a causa de su demencia, se le olvidaba masticar y había que darle el alimento muy triturado, en forma de puré; al empezar a comer, él mismo llevaba la cuchara a la boca, de repente entraba en una dejadez, se quedaba inmóvil y había que ayudarle; Algisa era la encargada de alimentarlo, por eso se sentaba en medio, atendía tanto a su hijo como a su suegro. Anno contemplaba aquella escena admirado y estupefacto; el mirar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda era como vaivenear de la anormalidad a la normalidad y viceversa. Al contemplar aquella escena muchas veces le entraban ganas de participar, de poder ayudar a Algi, pero cuando en su mente definía aquella acción con todas sus palabras: “dar de comer a su hijo y a su padre” le parecía una tarea tan difícil e inimaginable y en el fondo tan inconfesablemente vergonzosa para él, que ahuyentaba la idea inmediatamente, aunque conservando cierto atisbo de posibilidad. Todo “aquello” no entraba en su mundo: sus “tiskc”, su propio desasosiego y el de su hijo mayor; la lógica en la que él vivía no tenía capacidad para albergar aquella irracionalidad y, sin embargo, llegaba a la conclusión de que pertenecía a la normalidad de cada día, una normalidad desconocida para él, una ignorancia suya y de auténtica condición humana. La hecatombe llegaba cuando había que cambiar los pañales, acostumbrado en su trabajo a superar dificultades y a afrontarlas para encontrarles una solución; si se le hubiese presentado tal tarea, una simple labor de higiene, habría huido. Si bien durante la semana una asistenta ayudaba a Aldagi en los cuidados de su hijo y su padre era atendido en un centro geriátrico, al llegar el fin de semana la realidad se imponía y era su esposa la encargada de llevar a cabo aquella realidad, de vivirla. Una inutilidad, una parálisis se adueñaba de sus extremidades y era incapaz de mover brazos y piernas, su mente se bloqueaba y experimentaba un aluvión de sensaciones de las más contradictorias, imposibles de controlar; a veces cuando el olor era más intenso y penetrante llegaba el repudio. Principio y fin unido por lo escatológico. Y él en el medio. No sabía qué hacer. Los conocimientos que había adquirido con sus estudios, su experiencia, no servían para nada; servirían para solventar grandes cuestiones, pero carecían de recursos para lo elemental, lo básico. Y su mente encontró un hueco para la asimilación, pero todavía no para la acción. Debía hacer una composición de lugar,  crear en su mente un espacio imaginario y situar a cada uno de forma correcta: su hijo estaría a la izquierda, su padre a la derecha, él en medio, delante el futuro, detrás el pasado. Cuatro puntos cardinales. Cuatro puntos de referencia. Cuatro puntos de orientación. Cuatro tics. Y él en medio. Asimiló su  posición. La composición de aquel cuadro ya estaba creada. Su explicación aún no. Se había quedado mudo, cada vez que se enfrentaba a aquellas dos situaciones: labores de alimentación e higiene; se quedaba sin palabras, todos sus sentidos estaban clavados en la imagen, los diálogos absurdos que mantenían su esposa e hijo, sólo pertenecían a ellos dos, él era incapaz de participar y de emitir algún sonido; por la vía de la música podía ser factible, aunque temía que ésta lo distrajera y despistara la fuerza de la imagen; una cancioncilla infantil no estaría mal, tanto para su hijo como para su padre, pero no sabía ninguna, si se diese el caso hasta la aprendería. Podría ser una buena forma de implicarse. La intensidad de aquellos tacs había ido remitiendo, aunque de vez en cuando se presentaban exigentes, demandando una rápida solución. Normonna de Guiemonde, mientras estaba en su trabajo, no dejaba de pensar en la relación que podía haber entre su profesión y aquella situación familiar. Y sin embargo, había alguna. Miraba planos y fotos del inmenso terreno donde iban a edificar; todo parecía estar en el punto exacto; la  maqueta lo transportaba a una realidad en miniatura hacia un futuro próximo. Miró repentinamente pa’trás y pa’lante y vio aquella enorme llanura, ilimitada, limpia que dentro de poco sería destruida, trató de buscar otro verbo no tan contundente, pero éste insistía, insistía, insistía, insis-tía, insis-tía, in-sen-tía, in-sen-tía, in-sen-tía, i-sen-tía, i-sen-tía, y-sentía. Las fotos que poseía de aquella extensión habían sido tomadas en verano, eran hermosas, no había ningún obstáculo que impidiese pasear la vista, excepto un árbol, un frondoso árbol  que se situaba en el centro de aquella llanura. Y tuvo una idea, aquella idea tomó consistencia rápidamente, la vio realizada en su mente, pero había que llevarla a la vida real, no lo dudó, había dado con la clave. ¿En qué mes estaba? Era mayo, esperaría hasta julio, aquel tiempo intermedio le serviría para preparar mejor aquella intención. De repente todo se había ordenado, en un instante lo ilógico de la situación se fue alineando sobre un horizonte llano, sin obstáculos y lo que en un principio había parecido normal, se volvía comprensión y entendimiento. Guimanno de Mondenor, con la claridad de aquella idea y con la seguridad de que había encontrado una solución, había cambiado; había notado que con aquella fijación de llevarla a cabo, sus otras valoraciones habían descendido unos cuantos peldaños, éstas habían perdido en importancia y habían dado paso a la idea brillante, luminosa. Él se había vuelto más flexible y no sólo físicamente, sus opiniones gozaban de una ampliación de miras, y no estaban sujetas a un único punto de vista; una cierta humanidad impregnaba sus actos y la rigidez de las normas había cedido; una seguridad natural en sí mismo y no fingida surgió al ver que podía entregarse más a los suyos, en una palabra, se sintió más rico con pequeñas grandes cosas. Deseó que llegara julio, y Julio se presentó puntual, podía haber sido Joaquín, José, Justino, Javier...Pero no, fue Julio, con su gran calor, con su sol radiante, con sus días interminables, con su inyección de vida. Escogería un sábado, el rapto sería en sábado, le gustaba aquella palabra y la acción que en sí contenía, cuando estaba en su despacho la pronunciaba en voz baja, enfatizaba su sonido dándole una gran fuerza a la “pe”: rapppto, rapppto, rapppto, rappato, rappato, rappato, rappito, rappito, rappito, rápido, sí, para conseguir que el  “rappto” tuviera éxito se requería indudablemente cierta rapidez, aunque la duda era evidente cuando se trataba de los sujetos a raptar, ya que vivían en un mundo en el que la lentitud era factor importante. No le diría nada a Adalgasi, solamente sería por un día, si se enterara de su planes se asustaría; estaba convencido de que algo tenía que inventarse; el rapto lo llevaría a cabo a media mañana y estarían de vuelta a últimas horas de la tarde. Su esposa tenía la costumbre de salir de compras los sábados por la mañana, dejaba todo preparado: a su hijo, a su padre y la comida lista para que al estar de vuelta sólo tuviera que calentarla, regresaba entre las dos y las tres, aprovecharía su ausencia y le dejaría una nota para tranquilizarla. Eso haría. Decididamente se llevaría a su hijo pequeño y a su padre, a su otro hijo lo dejaría dando brincos en su mundo transitorio. El plan estaba formado. Dar explicaciones de palabra y en directo sería inútil, no sabría por dónde empezar ya que no había ni un principio ni un final. Era un hecho, una acción, que tenía que acometer sin ninguna clase de razonamientos, era una necesidad. Estaría pendiente de las predicciones del tiempo y escogería el sábado más tórrido, un sábado en el que el sol brillara rabiosamente y la tierra desprendiera el calor más ardiente contenido en sus entrañas. Equiparía el coche con una mesa y sillas plegables y se irían los tres a comer a Castiglia, a aquella llanura donde él había planeado una urbanización. Comerían debajo de aquel árbol frondoso y el calor de la tierra subiría por la planta de sus pies e inundaría su cuerpo, vitalizándolo, pero reclamándolo también. El silencio de Castiglia al mediodía era intenso, como el calor, si éste pudiera poseer algún sonido sería esa misma clase de silencio: como una tensión muda antes de estallar. Siempre al borde de la eclosión. Les daría de comer allí, a su hijo y a su padre, ¿ por qué ir tan lejos si eso mismo podía hacerlo en casa? No había explicación, ni le importaba buscarla. Sería allí, allí, allí, allí, allí, allí, ashí, ashí, ashí, ashí y solamente ashí. Los viernes del mes de julio escuchaba los informes meteorológicos y hubo uno en el que predecían altas temperaturas para el día siguiente y supo que había llegado aquel sábado, y supo que allí abandonaría sus tics, y supo todo lo que tenía que saber y nada más…Estaba ansioso por llegar y todos los preparativos para la marcha transcurrieron mecánicamente, no hubo ninguno que marcara unos minutos a destacar, por lo tanto en la memoria no quedó huella de aquellas disposiciones previas. Sin saber cómo se encontró con su padre y su hijo en el coche, él mismo los había bajado en el ascensor hasta el garaje; su torpeza para los quehaceres domésticos o para las situaciones más simples, esta vez había sido tocada con una varita mágica, no daba crédito a tener todo preparado en el coche: alimento, pañales, sillas y mesa plegables, y sobre todo a su hijo sentado en una silla especial para bebés y a su padre junto a él de copiloto; esta palabra le pareció desmesurada, jocosa, su pronunciación no se llevó a cabo, había sido un recurso de la mente para soliviantar la inutilidad de aquel hombre; una pronta compasión acalló una rabia incipiente. Antes de poner el coche en marcha los miró, hubiera deseado decirles algo, pero en aquellas dos mentes, una por formar y otra deformada, no entraría el razonamiento de que los tres iban en busca de sí mismos, de uno mismo. Anno nunca había estado tan cerca de aquellos dos seres; había siempre confiado en sus cuidadores y en Ada; su proximidad, allí juntos en el coche, lo hacía responsable de sus cuidados y de los suyos propios también; lo único que se le ocurrió fue sonreírles con ternura en señal de bienvenida, ellos le miraron desorientados, en sus ojos brillaba una pregunta muda: ¿Adónde nos llevas? No tenía respuesta, ni solución para algo que parecía tan simple. Puso el coche en marcha, la ruta a seguir estaba clara, la finalidad de aquel viaje era comer juntos, así de sencillo, pero lo que subyacía debajo de aquella sencillez era el reencuentro con uno mismo, algo tan sencillo, pero tan difícil, tan sensillo, tan sensillo, tan sensillo, tan sensillo, tan sensiblo, tan sensiblo, tan sensible, tan sensible. Se abrió la puerta del garaje y la luz los deslumbró. El título de la película sería: Manno, père et fils à la recherche du temps perdu. Ya hacía calor y el cielo gozaba de ese azul impoluto típico del verano; el viaje transcurrió en un santiamén, no se dijeron nada, de vez en cuando en el asiento trasero se oían algunas risitas y farfulleos, Ombello jugaba con un coche de juguete, podía verlo desde el espejo retrovisor; el silencio y el calor se hacían notar en el coche, no puso el aire acondicionado, abrió ligeramente la ventanilla, necesitaba sentir el aire que producía la aceleración; poco a poco iba abandonando la ciudad, los bloques de edificios quedaban atrás y el paisaje empezaba a mostrar enormes extensiones; se sintió más relajado, no tan oprimido, la circulación se hacía más fluida y tuvo la sensación de respirar mejor; muchas veces le sorprendía el agobio que le producían las grandes edificaciones; nunca se pudo explicar el porqué, ya que él contribuía con sus proyectos a masificar el entorno; se apartó de la autovía y cogió un desvío, ya estaba en pleno campo, extensiones y extensiones de terreno se desplegaban ante sus ojos, no había señales de casas, la pezuña del hombre aún no había tocado nada, ¿se sentía animal? Una sacudida recorrió su cuerpo y volvió la mirada hacia sus seres queridos; en su presencia encontró serenidad relegando a un segundo plano la idea de culpa. Pronto halló el lugar donde quería pararse, divisó el árbol y se dirigió hacia él, era el único en kilómetros a la redonda, a veces se había preguntado quién lo había plantado, o si no, el origen de haber nacido allí; fuera como fuese, él sólo vencía las inclemencias del tiempo correspondiendo generosamente con sus cambios en cada estación del año. Allí debajo se paró, agradeciéndole la sombra, el sol calentaba a rabiar, el cielo mostraba un azul rabioso y la tierra se extendía hacia un horizonte sin límites, rabiosa de ilimitación. La naturaleza se jactaba de su belleza con rabia. Esa rabia causaba en Nornno el despertar de un aletargamiento a normas establecidas que rabiaba por infringir y solamente un grito ahogado y un rechinar de dientes podían liberarlo. Salió del coche y se alejo unos pasos, gritó de rabia y rechinó los dientes, miró a su hijo y a su padre, oyeron, pero no entendieron nada, él tampoco. La irracionalidad estaba equiparada. Les dio de beber y él bebió también; miró el reloj y comprobó que ya eran las dos y media, hora de comer; abrió la mesa y las sillas plegables y sentó a su padre primero, se dejó llevar desde el coche hasta su silla, después cogió a su hijo en brazos, estaba in      quieto, puso la mesa a duras penas; para ellos había traído puré de verduras, para él algo de carne asada, tomó asiento con Orbello en su regazo y miró a su padre, le pareció que estaba muy alejado y se aproximó a él, a los dos podía contemplarlos de cerca, un tic agónico le hizo ver que a su espalda se hallaba el árbol, delante la inmensidad de aquella tierra, a su derecha su padre y a la izquierda su hijo; empezó dándole de comer a su padre, después a su hijo, a su padre, a su hijo, a su padre, a su hijo... Miró para su comida y no sintió apetencia por ella, en el fondo quería participar de aquel puré, cogió una cuchara limpia, primero dio de comer a su hijo, después a su padre y por último comió él...En silencio, Normanno de Guiemonde había encontrado su orientación.





2 comentarios:

  1. Este relato me ha gustado mucho. Me parece muy creíble y que eso puede ser que sea debido a que, aunque sea destiladas literariamente, hay un poco de experiencia personal en alguna de las situaciones. Coincido en la conclusión acerca del sentido de la vida y en que para encontrarlo hay que mirar a nuestro alrededor. El protagonista no sabía o no quería hacerlo, y por eso necesitó de una ayuda inconsciente. Enhorabuena.
    José Losada.

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  2. Bueno, esta vez con mi nombre, para refrendar lo que comenta José y decir que me di cuenta de que el nombre del protagonista está sacado del cast de Lucia di Lammermoor, el capitán de la guardia,aunque ahí se acaban todas las coincidencias, porque Normanno no tiene nada de escocés decimonónico, es un hombre universal, como siempre en tus atribulados personajes, esa espléndida galería de "Tristes" con que nos obsequias. Enhorabuena, Karl, y a ver qué inspiración transilvana traes.

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