lunes, 9 de febrero de 2015

GRIS-ELDA


La espera. KFK
        Gris. Adj. Dícese del color que resulta de la mezcla de blanco y negro o azul. Blanco. Adj. De color de nieve o leche. Es el color de la luz solar, no descompuesta en los varios colores del espectro. Negro. Adj. De color totalmente oscuro, como el carbón, y en realidad falto de todo color. Griselda. S. Nombre propio. Dícese de la mujer que resulta de la mezcla de blanco y negro. Griselda habitaba en un mundo carente de una pluralidad de colores; en él sólo tenían cabida el blanco y el negro o el negro y el blanco, el orden de preferencia no importaba, ella era una mezcla exacta de los dos, en igualdad de proporciones. La blancura de su piel era la fiel representante de la nieve o de la leche o de la luz solar, por qué no, en contraposición a aquella túnica negra, amplia, que cubría su cuerpo, salvaguardando las formas de una figura aún casi perfecta de una mujer adulta, entrando en una edad en la que la belleza se diluye en la dignidad que aportan el tiempo y la serenidad de espíritu. Griselda tenía años como para tener nietos, poseía la experiencia suficiente para transmitir los avatares del alma humana en todas sus fases para abrir el camino a seres inocentes ante los misterios de la vida. Aquella túnica confería a Griselda cierta atemporalidad; a veces y según la imaginación del que la mirase podía situarla en la Edad Media o incluso en la mismísima modernidad; no tenía unas hechuras muy definidas para vincularla a una época concreta; daba la sensación de que el paño había salido del telar sin haber sufrido muchos cambios en su confección. Sin embargo, aquel negro y el porte que ella le concedía le daban un aire de secretismo que nadie se hubiera atrevido a mancillar. Y sobre aquel hábito que solamente alternaba con otros iguales por razones higiénicas que fácilmente podían vincularla a una orden religiosa, llevaba un largo y hermoso collar de perlas. ¿ El origen de aquellas perlas? Nadie lo sabía, formaban parte del misterio de su individualidad, cada una de ellas representaba momentos felices o desventurados  de su existencia. Todas eran desiguales, mostraban alteraciones de forma y color, tanto las había redondeadas como ligeramente ahuevadas, tanto las había grises como marengas; las madreperlas en el fondo del mar también manifestaban irregularidades ante la perfección; los seres humanos en el fondo de su alma  también manifestaban irregularidades ante el equilibrio. Cuando caminaba, en aquellas perlas había cierta movilidad de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como tratando de enroscarse en sus pechos, pero aquellos eran unos escarceos inocentes, carentes de toda voluptuosidad. Aparte de aquel hábito y collar que le otorgaban una personalidad única, había otra característica que junto con las anteriores la marcaban con el distintivo de la exclusividad: sus zapatos. Eran unos zapatos de tacón alto, de charol negro y de corte salón. Había algo de intangible, de inexplicable en esos detalles. Cualquier observador nato hubiese afirmado que aquellos zapatos tenían algo de mágico en el sentido de que la aislaban y la protegían contra inclemencias ajenas. El tacón subía o bajaba inconscientemente a razón de los peligros que pudieran acecharla; la elevaban cuando la tierra se mostraba áspera y quebradiza y la descendían para confirmarle que ella era tierra también; el brillo del charol rechazaba automáticamente cualquier aversión hacia su persona y el negro ocultaba la fragilidad que reposaba en sus pies; el corte salón daba a éstos un toque de elegancia y donaire al caminar. Había que reconocer que la indumentaria de Griselda era atípica, única: su nombre, su ropa y su persona podían formar parte de una galería de personajes exclusivos, propios y fieles representantes del mundo que les había tocado vivir, fruto de una sociedad adversa a la verdad e hipócrita consigo misma. Y de su rostro, ¿ qué había que decir? Había arrugas en la piel, había surcos en la tierra, eso era todo. El contorno de los ojos y de la boca se había desdibujado, por eso usaba algo de maquillaje para perfilar y realzar sus facciones. Una raya negra a lo largo del bordillo del párpado resaltaba una mirada fija, penetrante, y otra rojo suave delimitaba el color del labio del resto de la piel. Su pelo teñido de negro azabache ocultaba la blancura de una cabellera que había evolucionado desde su color natural: negro, pasando por el grisáceo de las canas hasta convertirse en blanco y éste a su vez volver a retomar un falso color primigenio. Así era Griselda, el punto intermedio donde convergían el negro y el blanco, el blanco y el negro, el negro y el blanco, el blanco y el negro, los negros y los blancos, los blancos y los negros, los negros y los blancos, los blancos y los negros. Griselda vivía en la pequeña ciudad de Entrecinsa, donde todos los habitantes se conocían o eso creían; por supuesto, la tonalidad que envolvía a su gente era gris. Por el enclave de la villa, el otoño y el invierno formaban parte de una sola estación, los cielos siempre eran grises y cuando llegaba el frío, éste acarreaba unas nieblas densas que impregnaban a cuerpos y almas de una tristura que inducía al monocolor: gristura. Las fachadas de los edificios se veían asediadas y cedían su tintura, aunque fuese de vivos colores, ante la monocromía. La primavera y el verano formaban la otra estación; en la época estival, cuando el sol derretía su luz  y calor sobre la tierra, la lejanía siempre conservaba una niebla grisácea que impedía contemplarla con toda nitidez. Sin querer y muy disimuladamente, aquel color se había ido adueñando de personas , edificios y enseres y nadie se había dado cuenta, excepto Griselda. Griselda lo sentía, lo vivía, era como un reconstituyente que en vez de tomarlo por prescripción médica en forma de jarabe o pastillas, ella lo respiraba tonificando su espíritu y empujándola a seguir viviendo. A simple vista su vida parecía monótona, carente de sentido, la vida de una mujer de cierta edad que consume el día en unas tareas rutinarias y que encamina sus pasos hacia un final depositado en manos del destino. No, Griselda era mucho más, Griselda era la representante del amor fiel, del amor sin condiciones, del amor que ama en silencio, del amor cuyo oficio es el de ser un simple cazador solitario, pero esto y mucho más envuelto en el celofán de la discreción y del hermetismo. Vivía sola en un edificio de veinte viviendas; la suya no era muy grande, aproximadamente unos noventa metros cuadrados; le sobraba, si quería podía navegar por sus salas ya que el mobiliario era relativamente escaso, siempre había vivido allí y se conformaba con aquel espacio; le parecía que era suficiente, nunca se había cuestionado el mudarse a otro piso más grande o más pequeño, tenía muy asumido su sentido de posesión, la vida que impregnaba su contenido no la iba a encontrar en ninguna otra parte. Las paredes eran de un blanco inmaculado, periódicamente las encalaba, había oído decir que la cal mataba los gérmenes que propagan las enfermedades; no había cuadros colgados en ninguna de las habitaciones, ni recuerdos que desviasen la atención de aquella blancura hacia preguntas incómodas de velada respuesta. Los muebles poseían una austeridad monacal, eran todos de líneas rectas, la línea curva ni la conocían; el aparador, la mesa y las sillas eran de aristas cortantes; un lego en los andares de la casa, si no prestaba cuidado, podía hacerse daño; aunque allí nunca entraba casi nadie. Griselda sabía deslizarse entre los muebles sin sentirse agredida por la madera, porque eso sí, todos los muebles que ella poseía, aunque escasos, eran de madera y algunos de maderas nobles. Le gustaba pasar la mano por su superficie, se maravillaba cómo de una materia tan hosca las manos diestras de un artesano habían alcanzado tan alto grado de utilidad y perfección. La sala de estar y el comedor formaban un mismo conjunto aunque delimitados los dos ambientes: era un salón amplio, a la derecha según se entraba estaba el comedor y a la izquierda la sala; los muebles que configuraban ambas estancias eran los típicos de cualquier hogar, los ya mencionados: el aparador, largo, muy largo, ocupando el espacio de toda una pared, una mesa amplia con seis sillas a su alrededor y en el lado opuesto dos sofás de cuero azul marino con dos mesas, una de ellas centrada y la otra supletoria donde se hallaban un televisor, una radio y un teléfono; todos bastante obsoletos bien por falta de uso o bien porque su misión había perdido interés para la dueña. Indudablemente los tres la ponían en contacto con el mundo exterior, un mundo convulso y agresivo, muy diferente al suyo. El dormitorio, tan desaborido como lo descrito con anterioridad: una cama amplia, una mesilla de noche, un armario enorme y una silla, todo en madera de castaño; sobre la cabecera de la cama el vacío, ninguna señal de pertenecer a un credo, ninguna señal de gustos florales o paisajísticos, solamente un espacio en blanco. El cuarto de baño contenía las mismas piezas de saneamiento que ya se incluían en la edificación salvo una aportación personal: una cortina que se extendía a lo largo del baño para salvaguardar su desnudez e intimidad; sobre una repisa se exponían diferentes productos de maquillaje que la ayudaban a restaurarse física y emocionalmente, trazando líneas o dando color a lo ya difuminado. Y de la cocina poco más que decir: una cocina eléctrica, una nevera, un fregadero y unos armarios, desgastados todos por el trasiego de unas cacerolas en su ardua tarea de colaborar con la subsistencia. Las dos estancias restantes permanecían vacías o semivacías, eran espacios muertos, inútiles. En una de ellas almacenaba cajas u objetos a los cuales podía echar mano en un hipotético momento; una idea previsora, pero no factible. Una cama plegable aguardaba siempre la llegada de un invitado que nunca aparecía. En la otra sala no había nada, únicamente cierto eco a vacío y siempre que Griselda pronunciara algunas palabras o frases, acontecimiento muy poco probable ya que gozaba de una evidente parquedad de palabra. Su casa se iluminaba a base de una lluvia de bombillas, de los techos pendían unos cables y en sus extremos unos globos de cristal que despedían una luz amarillenta; apenas las encendía, aprovechaba el día que entraba a través de las ventanas y de noche poco uso hacía de la electricidad salvo en casos muy contados, por ejemplo para buscar algo en donde el tacto podía confundirla. Le gustaba deslizarse entre la oscuridad, percibía la presencia de cualquier mueble a centímetros de distancia, su propio vestido negro la camuflaba y no creaba volumen, su propio negro se fundía con el negro de la oscuridad. En realidad era obscuridad. En realidad hasta podía apellidarse Obscuridad: Griselda Obscuridad, Griselda Obs-curidad, Griselda Obs, Griselda Obscutité, Griselda Darkness, Griselda Dark-ness, Griselda Dunkelheit, Griselda Dunkel, todos podían servir a la perfección como nombres artísticos. En la ciudad de Entrecinsa había transcurrido su vida, allí había ido a la escuela; en su etapa adulta había ejercido el oficio de modista y en su madurez disfrutaba de una pensión que cubría con creces sus necesidades básicas. Nunca había sido una mujer caprichosa, sus gustos en el vestir o en el usar joyas siempre habían estado dentro de los límites de la moderación; opinaba que una mujer tenía que modelar al vestido y no viceversa. Un vestido o una joya deberían formar parte de los eventos diarios del portador, deberían mostrar en el desgaste sus estados de ánimo, es decir, ser como una segunda piel, con las mismas sensaciones. Griselda sabía perfectamente a qué clase de telas se les podía transmitir la alegría o el dolor, sabía cuáles podían liberar o enjugar las emociones. Este era un don que poseía, no innato sino adquirido; los años de oficio le habían aportado una experiencia que no se encontraba en los libros, sólo en la repetición. Bajo una máscara de monotonía Griselda ocultaba una vida interior muy intensa; para cualquier mortal los puntos álgidos del día se encuentran por la mañana; durante estas horas las ideas se presentan con más clarividencia, fluyen con mejor soltura, hasta parecen más proclives a su posible realización; al llegar la tarde y entrada la noche el ánimo que las motiva se ve empañado por una evanescencia donde la desilusión se vislumbra acompañada del decaimiento. El día para Griselda era todo lo contrario, por la mañana era “ piano” hasta concluir por la noche en un clamoroso “ cres...cen...do”. Su día era como una sinfonía romántica con sus diversos movimientos y al final una gran apoteosis donde confluían todos los instrumentos. Se levantaba con el alba; según la época del año un reloj oculto le indicaba la hora en la que despuntaba el sol y ella con él marcaban el inicio de una jornada particular; abandonaba la cama y se dirigía hacia la ventana, levantaba la persiana y el contraluz de los edificios proclamaba la llegada del nuevo día. Se quedaba mirando fijamente para ellos y el gris incipiente de aquel cielo de fondo poco a poco se convertía en un gris intenso que contemplado en silencio inducía al secreto. El comienzo de los días siempre le había parecido mágico, aunque repetitivo, lo consideraba como un exceso de vida, un derroche. Aquella ventana despojada de cortinas era el justo encuadre de una vida exterior; desde allí contemplaba la calle, los transeúntes atareados en su marcha al trabajo,  en ser puntuales y nunca llegar tarde; una vida activa a la cual ella había pertenecido y que por razones de edad y productividad había dejado atrás; la miraba con ojos de espectador, no de actor. En camisón, desde aquel rectángulo que formaba la ventana se dirigía como fiel peregrina y con los pies descalzos hacia un cuadro, hacia un retrato que se hallaba sobre el aparador y junto a éste una vela. Eran los únicos objetos que se encontraban sobre esta superficie, eran los únicos objetos que se encontraban sobre la superficie de los muebles de aquella casa; por decirlo de alguna manera eran la única huella de decoración de una superficie desértica. Era una foto en blanco y negro, el tiempo casi la había vuelto gris; besaba en el rostro la imagen de un hombre y después la yema de un dedo borraba el vestigio de un desgaste imposible. Su mirada traspasaba el cristal y una vez sobre el papel llegaba al recuerdo, se detenía en él y en el rostro de Griselda se reflejaba el instante, un instante de amor. La vela se había apagado, no era eterna, siempre procuraba tenerla encendida, sobre todo de noche o al menos durante las horas en que el día no alcanzaba a iluminar con luz propia aquel espacio. Tenía la sensación de que no había vida si no había claridad. Era un momento de reflexión, era el momento de hacer un resumen rápido de todo lo vivido, de condensar en unos minutos las pinceladas básicas trazadas sobre el lienzo de su existencia. El aproximar aquel retrato a su pecho ayudaba a un juicio sereno de los hechos motivo de la reflexión. Terminada ésta, volvía a colocar aquella foto en su lugar, con mucho cuidado, sobre aquel amplio desierto que era la superficie del aparador, junto a la vela, la luz nocturna. Después se dirigía al cuarto de baño para asearse y una vez terminada esta tarea regresaba a su dormitorio para poner su hábito y calzar aquellos zapatos de tacón alto, negros, de charol, de corte salón. Aquel primer momento del día no era el único en el que se ponía en contacto con aquella foto; a veces necesitaba urgentemente contemplarla, sobre todo cuando sentía que caía en un pozo de vacío, cuando en torno a ella los seres humanos desaparecían, se diluían en la nada; entonces era el momento de apresurarse a coger aquel retrato y mirarlo de cerca, dejar que una simple imagen fotográfica la ilusionara con la existencia de aquel hombre lejano y distante. Estas visitas nunca tenían hora fija, todo dependía de su estado anímico; sin embargo, las que no fallaban eran la de la mañana al levantarse y la de antes de acostarse. Riselda se clavaba como fiel penitente ante aquel cuadrado para darle la bienvenida con la llegada del día, o para despedirlo cuando se presentaba la noche y llamaba al abandono. La contemplación de aquella foto era su antídoto ante el fuerte sabor amargo que a veces poseía la vida. Cuando tenía que hacer compras, solía hacerlas por las mañanas; iba siempre a su supermercado que se hallaba al final de la calle, en línea recta, si tenía que girar nunca lo hacía en ángulo curvilíneo siempre en ángulo recto, agudo u obtuso, obtuso, obtuso, obtuso, obotuso, obotuso, obotuso, robotuso, robotuso, robotuso, robot-uso, robot-uso, robot-uso, es decir, a usanza de un robot. El hecho de que Riselda saliera a la calle implicaba una finalidad, una finalidad “ para hacer algo” , no por el simple hecho de decir: “ me voy a la calle”. En el primer contacto con el mundo exterior era obligado presionar un interruptor invisible para que ocasionara una adaptación instantánea al medio ambiente; el frío o el calor eran como dos bofetadas que la despertaban de su mundo interior y la situaban en un mundo real. Caminaba con solemnidad, aunque con cierta rigidez; sus brazos caían en perpendicular a lo largo del cuerpo, como si estuvieran acostumbrados a cargar con pesos; cuando venía de vuelta del supermercado siempre portaba dos bolsas, una en cada mano, eso la equilibraba; aquellos zapatos de tacón alto a veces la hacían zozobrar, pero ella nunca se había caído, desplomarse sería herir su orgullo. Andaba siempre en línea recta, su caminar estaba marcado por el ritmo cadencioso de sus tacones, si bien podía haber alguna alteración apenas perceptible, era como si involuntariamente marcara el paso; la suela del zapato no se arrastraba y el tacón caía con todo su peso sobre la acera produciendo un sonido metálico a tachuela. Indicaba un tiempo, un intervalo de segundos entre tic y tac, entre tiqui-tiqui, tiqui-tiqui, tiqui-tiqui, tiqui-tiqui, tiqui-tiqui... Miraba en línea recta, hacia la lejanía, hacia la finalidad. A veces, durante el trayecto se cruzaba con alguna vecina que la saludaba y ella sin darse cuenta le respondía mecánicamente con un adiós escueto, sin el adorno de una sonrisa o de un gesto cordial. Siempre le había concedido a las palabras su justo valor, nada de florituras que entorpeciesen su significado exacto. Cuando entraba en el supermercado se robotizaba; sabía a la perfección dónde se encontraban los productos que deseaba y no perdía el tiempo por secciones que no le interesaban; al llegar a la caja no intercambiaba ninguna palabra con la cajera, simplemente leía el importe, pagaba, se cargaba y se iba. De regreso a su hogar, ya equilibrada, volvía en línea recta, un poco más lenta eso sí: el peso, aunque ligero, ralentizaba el paso y daba la sensación de querer clavar los tacones en el asfalto. Podía parecer una tontería, pero Riselda advertía que eso afianzaba su seguridad, era algo contradictorio: al mismo tiempo que el tacón la aislaba del suelo, existía la tendencia a clavarse en él, a buscar tierra y enterrarse en ella. Tan pronto como llegaba a casa se ponía a cocinar, le gustaba, el estar entre cacerolas no significaba ningún contratiempo, lo que sí le hubiera complacido es tener para quién, tener unos invitados que la motivaran y poder colmar sus gustos gastronómicos. Pero hacía mucho tiempo que a su mesa no se sentaba nadie, el hombre del retrato se había perdido en el mundo y el hijo que tenían la visitaba esporádicamente, también el mundo lo había absorbido, la habían dejado sola; en la mente, su ausencia la había llenado con el recuerdo y con una fantasía exacerbada que trastocaba una realidad tangible; admitía su soledad, pero no descartaba la esperanza de un futuro reencuentro; cada vez que ponía la mesa le hubiese encantado colocar dos platos más; sin embargo, tenía que conformarse con el suyo solamente. Muchas veces se esmeraba en cocinar platos que eran auténticas delicias, los paladeaba y se complacía en su sabor emitiendo juicios con frecuencia adversos; era muy dura consigo misma en cuestión de paladares. Ya que nadie opinaba sobre sus cualidades culinarias, alguien debía hacerlo y ella era su propio juez. Hubiese sido una gran cocinera en un restaurante de categoría, pero el destino la llevó por otros derroteros y fue modista; moldeó cuerpos y ocultó defectos, resaltó proporciones donde no las había y disimuló volúmenes donde sobraban. Siempre cumpliendo gustos, siempre complaciendo a aquéllos o aquéllas que nunca supieron valorar su entrega. Cuando terminaba de comer fregaba los platos y se hacía un café muy cargado, muy negro; se sentaba y bebía a pequeños sorbos aquel líquido, pensaba. Durante la sobremesa se habla, se comentan cosas; ella, como no tenía con quién, pensaba, ¿ en qué? En sí misma. Cuando cogía la taza para sorber un poco, partes de su rostro se agitaban sobre la superficie negra del café; se asustaba al verse irreconocible; parecían las facciones de otra persona las que allí se reflejaban, como si alguien desconocido la estuviera espiando. Un sopor la adentraba en el sueño y éste a su  vez en el recuerdo; dormitaba ligeramente y poco a poco despertaba despejándose su mente; durante aquellas primeras horas de la tarde no tenía nada que hacer, mejor dicho, nunca tenía nada que hacer, sus obligaciones habían pasado a un segundo plano, cualquier imposición, a no ser que fuese concertada por ella, carecía de urgencia; consideraba que ya había trabajado suficiente y que sus responsabilidades habían pertenecido a una etapa anterior, por lo tanto podía permitirse el capricho de despilfarrar las horas a su gusto. Aquel era el momento de recapitular; durante su periodo laboral y debido a las exigencias del trabajo le quedaba poco tiempo para analizar en detalle lo que había sido su vida, la vorágine de las ocupaciones le había concedido pocos momentos de profunda reflexión. Sentada, con los brazos cruzados, miraba fijamente los blancos azulejos de la pared, delante de ella y sobre la mesa su taza de café negro, solo. Riselda vestía, como de costumbre, su hábito negro, su collar de perlas, sus zapatos negros, de charol, de tacón alto, de corte salón. Se diría que se vestía para la ocasión, para ese momento determinado, pero esa ocasión, ese momento determinado lo era desde que se levantaba hasta que se acostaba. Siempre estaba elegante, según su criterio, cada hora del día. El análisis comenzaba con un resumen global que poco a poco se iba desgranando en pequeñas parcelas; nunca había reprobación, admitía por igual éxitos y fracasos, ambos los consideraba positivos, por lo tanto el hecho de rememorar acontecimientos pasados no era una lamentación, era el afianzamiento de una realidad. Su paso por la vida había sido caminar sola, por eso siempre había calzado zapatos de tacón alto que, al andar, rompieran el silencio con un firme taconeo. Crio a su hijo con esmerado cariño, pero sabía, tal vez por instinto animal, que la iba a dejar sola; había alguna ley promulgada en alguna parte y aplicable únicamente a ella que lo decía, una ley natural no humana. Lo mismo sucedía con el hombre que había amado; su presencia física había desaparecido de su lado hacía tiempo, pero ella seguía adorándolo como el primer día; advertía que cuanto más tiempo transcurría más se afianzaba su cariño por él; lo único que había olvidado era su nombre por falta de pronunciación; su imagen, su forma de ser se conservaban intactos en su mente como siempre. Su vida había estado marcada por acontecimientos que incumplían las leyes de los hombres, que las desobedecían; aunque se hubiese empeñado en respetarlas había un destino que la conducía a la contradicción, a imponer a su pesar su voluntad. Sus sentimientos se anteponían a cualquier impedimento que se opusiera a su realización; existía una fuerza salvaje en ellos que se abalanzaba contra su freno. Riselda, sin el beneplácito de las leyes de su tiempo, se había entregado al hombre que había amado, ¿ por amor? ¿ por placer? Naturalmente que sí, pero sobre todo por una terrible sensación de soledad, una soledad arcaica, primaria que necesitaba una compañía para su complementación, una vez cumplida aquella dualidad: soledad y compañía se sintió integrada en el universo. Ella y su amado podían ser la vida y la muerte, el bien y el mal, el día y la noche, el amor y el odio, el hombre y la mujer, el sonido y el silencio...Sólo con el paso del tiempo llegó a comprender la dimensión que alcanzaría aquella cópula; unos minutos que se proyectaron a lo largo de toda su vida, unos minutos de los que vivió y alimentó su alma. El rememorar aquel día le parecía como extraer una ingenuidad infantil, un pudor inocente, como extraer una niña de una mujer: era un día de primavera, hermoso, exuberante de flora y fauna, la tierra coqueteaba con el universo. Los dos habían salido a dar una vuelta por el campo, sin ninguna intención, el tiempo exigía respirar aire libre, gozar de aquella luz e intensidad. Riselda reconoció con el paso de los años    que aquélla había sido su época de color, éste se adentraba en sus sentidos por medio de la naturaleza: las distintas tonalidades de verdes y ocres de árboles y hierba, las manchas salpicadas de las florecillas de vivos colores que se extendían por la superficie de los campos, el azul intenso del cielo que a veces se veía suavizado por el  paso de alguna nube transparente... Todas esas impresiones de colorido, más tarde, se sustituyeron por el blanco y el negro derivando a gris. Si en aquellos momentos existían esos colores, ella nunca los captó; la ceguera que le producía la viveza de otros chillones entorpecía la agudeza de una sensibilidad hacia tonalidades más discretas. De la mano, los dos caminaron por campos, subieron montañas y atravesaron riachuelos, respiraron aire y llegado el cansancio se sentaron sobre la hierba mullida, la tierra que servía de base los acogió como miembros de una misma materia. Retozaron. La líbido se encabritó. Ella cedió al deseo y la tierra la absorbió, él, el universo, la cubrió. Iselda lo abrazó, durante aquellos instantes el cielo y la tierra se tocaron , vibraron y se fusionaron dando origen a una nueva existencia. Pasado el desfogue apareció el sosiego tomando posiciones: los dos echados boca arriba contemplaron el cielo, ante tanta inmensidad se sintieron tan diminutos y perdidos que tuvieron miedo y se cogieron las manos. El tacto conformaría un nuevo leguaje. Ella se incorporó y con el índice derecho fue marcando unos pequeños puntos invisibles sobre el rostro de él, moteó cada una de sus facciones y al llegar a la boca derrochó magia con aquellos suaves toques, un cosquilleo lo hizo sonreír y ella aprovechó para besarlo, en la caverna de su tórax resonó una canción: “ Mild und leise, wie er lächelt; wie das Auge hold er öffnet...”. Cómo sonríe, suave y dulce; cómo abre gentilmente los ojos... Esas palabras poco a poco se fueron diluyendo en puntos y se esparcieron por todo su cuerpo. Después de aquel encuentro el hombre desapareció; nunca se preguntó el porqué; tal vez lo que nunca ocurre en años, ocurre en un instante cualquiera; tal vez la conjunción entre cielo y tierra ocurre una vez  en la vida o en siglos o nunca. Iselda asumió su momento. Al cabo de nueve meses, el hueco espacial que había dejado aquel hombre se vio cubierto por la llegada de un recién nacido; desde un principio supo diferenciar aquellos dos amores, nada tenían en común el uno con el otro, uno era causa el otro efecto. A medida que su hijo iba creciendo los rasgos del padre adquirían consistencia en su rostro. Ella lo sabía, nadie más; había recorrido con la yema del dedo cada una de las facciones de aquel hombre y su seguridad  confirmaba la evidencia. Lo crió y lo educó con todo el esmero que proporciona el cariño; lo envió a los mejores colegios para que le inculcaran no solamente conceptos sino también un estilo de vida; deseaba que cuando él anduviese por el mundo supiera desenvolverse y luchar, pero sin olvidar que en él encontraría belleza que le tocaría descubrir. Cuando llegó a la edad adulta y con sus estudios terminados decidió marcharse; no sabía cómo decírselo a su madre; temía que sus palabras, por muy rebuscadas que fueran y las menos hirientes, pudieran afectarla. Escogió un domingo cualquiera, quizá porque los domingos a él le parecían más adecuados y el aspecto físico de su madre era más radiante, pero ella, aunque él no lo advirtiera, siempre estaba radiante: con su hábito, sus perlas y zapatos negros de tacón alto la convertían, sin querer, en un icono del amor entregado, incondicional. Cuando se sentaron el uno frente al otro se creó cierta solemnidad; muchas veces habían estado así, pero en aquel momento reinaba un ambiente de confesión. Iselda leía en la mirada de su hijo la falta de soltura para expresar su toma de decisión. Para facilitarle una fluidez de palabra, le cogió las manos y fue ella la primera en hablar, le preguntó: “ Deseas irte, ¿ verdad?”  y él con voz temblorosa respondió: “ Debo irme”. Iselda no se sorprendió por la respuesta y recibió con serenidad lo ya asumido hacía tiempo. En su frase empleó el verbo “ deber”, eso implicaba obligación, obligación con quién o con qué. Eso nunca se lo preguntaría. Él debía cumplir con su vida que estaría llena de múltiples exigencias, y solamente era a él a quien le tocaba llevarlas a cabo. Tampoco le preguntó cuándo pensaba marcharse, no le estorbaba, todo lo contrario, su compañía ahuyentaba el vacío de soledad que siempre la rodeaba, su presencia casi era la premonición de una futura ausencia. No tardó mucho, cuando lo vio con una simple maleta se estremeció, no podía comprender cómo parte de una vida cabía en tan poco espacio; ella tampoco tenía tantas posesiones: las vivencias y los recuerdos, puras abstracciones, no ocupaban lugar y cada uno lo llevaba consigo en su mente y en su corazón. Cuando se despidieron, hijo frente a madre, madre frente a hijo, se miraron fijamente a los ojos para registrar sus dos imágenes en la memoria; ella se acercó y cobijó aquel rostro en la concavidad de sus manos, ya no contemplaba a su hijo, contemplaba a un hombre, no se atrevió a besarlo en las mejillas, lo besó en la frente, ya no contemplaba a su hijo, contemplaba a un niño. Sus últimas palabras fueron: “ Adiós madre” y sus correspondientes “Adiós hombre”. Desde aquel entonces la presencia física de su hijo despareció para convertirse en una voz que de vez en cuando se abría paso a través del auricular del teléfono, aquel aparato obsoleto, que hacía compañía a una radio y a un televisor abandonados del mundo, recobraba utilidad con un ring. Al principio solía llamarla con frecuencia; era posible que tuviese dificultades en adaptarse a su nueva vida y necesitara oír el consuelo de una voz acogedora; ella siempre supo escucharle, aunque nunca entraban en pormenores, a veces la conversación se cortaba en seco, un hueco de silencio y derivaba hacia trivialidades, quizá por temor a entrar en asuntos personales importantes y a herir sus respectivas sensibilidades. A medida que transcurría el tiempo las llamadas se fueron distanciando e Iselda se dio cuenta de que su hijo ya había encontrado su lugar, su espacio vital. Aquel insoportable silencio entre llamada y llamada, de meses de duración, la conducía a un estado de ánimo entre el anhelo y la desesperación; aprendió a interpretar en la entonación, pausas e intensidad de las palabras de su hijo, la vida que llevaba, analizaba los más mínimos detalles, sopesaba los adjetivos empelados, si su voz era nítida o ronca, su forma de respirar, si había seguridad en sus frases; su oído se había afinado hasta límites insospechados y todo por un cariño ciego de madre. De aquellas escuetas conversaciones ella creó el mundo ficticio de su hijo, nunca supo en realidad cómo vivía, se diría que lo había inventado de oído. La escasez de llamadas dio paso al silencio, a no tener ganas de hablar con nadie, a emplear un vocabulario coloquial en situaciones habituales y repetitivas, de su boca salían las palabras por cuentagotas, su riqueza léxica la guardaba para sí , para expresar sus sentimientos en la intimidad, en su silencio interior. Y volvió la mirada hacia su otro hombre, hacia aquella ausencia, hacia aquel otro silencio. De él ya no esperaba nada más; de su hijo aún podía albergar una esperanza remota y, sin embargo, tanto uno como otro eran sus esperanzas imposibles; sobre ese punto podía convertirse en atea y quedarse tan relajada. Pero la idea, la existencia de esa idea, la idea de la existencia de aquel hombre le daba fuerzas para seguir viviendo. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, hiciera lo que hiciese, en su mente había una fijación que según las circunstancias ocupaba un primer o segundo plano , pero siempre estaba presente con mayor o menor intensidad. La acompañaba hasta en su más mínimos actos. No se sentía sola; cuando tomaba alguna decisión compartía con ella el acierto o el fracaso; le daba el equilibrio suficiente para aceptar cualquier desenlace sin lamentaciones. Cualquier cosa que hiciera se impregnaba de un aroma especial con tan sólo pensar en él. No sentía vergüenza, a pesar del paso del tiempo y de sus años, al admitir que seguía enamorada, quizá le faltase la valentía repentina del tímido para proclamarlo a los cuatro vientos. El retiro le había proporcionado más momentos de complacencia en su fijación; si bien, cuando trabajaba, su tarea la mantenía diversificada en los detalles minuciosos de su oficio; ahora gozaba de aquel tiempo que la había tenido sumida en la responsabilidad. Alguna vez pensó si no lo había amado suficientemente; había épocas del año, durante su etapa laboral, en las que estaba absorta por el trabajo y las exigencias descabelladas de muchas de sus clientas. Temía que el amor aletargado a lo único que conducía era al olvido; más tarde comprobó que estaba equivocada. Cuando en realidad se ama, nunca se ha dejado ni se dejará de amar. Su vida a nivel sentimental la había llenado aquel hombre, su hijo había sido el resultado, pero el misterio se hallaba en aquel hombre, ¿ por qué aquel hombre y no otro? ¿ qué pócima le había dado para que su mirada se dirigiera hacia él? Durante su vida se había cruzado con otros hombres y habían pasado sin rozar sus emociones. ¿ Sería verdad aquello de que la tierra y el cielo sólo se juntan una vez en la vida? O ¿ sería un razonamiento infantil sin fundamento? ¿ Qué clase de amor era el suyo si hasta había olvidado el nombre de su amado? Con él también se habían ido unas palabras mediante las cuales el alma significaba su sentir más profundo y sin embargo, aunque no verbal ni externamente, sí continuaban existiendo en un lenguaje hermético, quizá jeroglífico. En algún momento temió que aquella idea fija no fuese más que una obsesión, un capricho ilusorio de su mente que la rondaba para burlarse de una desamparada fragilidad; pero no, no se engañaba, cuando cogía entre sus manos aquel retrato para acercarlo a sus labios y besarlo, era como atraer el universo hacia sí, al distanciarlo era llenar el espacio con aquel mismo universo, pero compartido por dos. De qué pocas cosas dependía Iselda para existir; podía prescindir de todo lo material que la rodeaba y centrarse sencillamente en su amor; dejaría de comer y con la mirada clavada en el vacío recibiría de él la esencia de una imagen que saciaría su hambre. Cuando llega la vejez en muchos casos existir es ser tocado, acariciado; en otros existir es advertir la presencia ausente del ser amado. Iselda tenía resuelta su vida, no iba a cambiar nada, no lamentaba nada, tampoco echaba de menos nada, en esa nada, al no estar henchida por una materialidad superflua siempre tendría cabida un sueño de amor eterno. Su pasado, presente y futuro consistían en respirar para vivir, para mantener la llama de aquel amor incondicional. Después de aquella larga, solitaria y soliloquiada sobremesa, Iselda se levantó y se acercó a la ventana para ver lo que ocurría en el mundo exterior: la luz del día se iba debilitando, y una niebla gris, muy disimuladamente cambiaba la percepción de la tonalidad de las cosas y personas. En la calle, como de costumbre, la vida mundana, trajinada, bulliciosa, hecha para el exhibicionismo. Y sin embargo, en aquella vivienda: el silencio, el misticismo, la oración profana. Era la hora de encender la vela y de reponerla si ya se había consumido. La luz eléctrica no se encendía en aquel piso salvo en contadas excepciones, la oscuridad impregnaría cada una de las estancias, deslizarse por ellas era cuestión de tacto y de percepción espacial, Iselda jamás tropezaba contra nada, jamás, jamás, jamás, jamais, jamais, jamais, nunca, nunca, nunca, never, never, never. Flotaba. Con la oscuridad venía el silencio, solamente interrumpido por el taconeo de aquellos zapatos de tacón alto, negros, de charol, de corte salón. Si un reloj marca el tiempo con su tic-tac, el silencio lo marcaban sus tacones; era un sonido metálico, a hierro, un sonido premonitorio a guerra, a rebeldía contra la incomprensión, la incomunicación, el aislamiento, la humillación, la intolerancia. Era desplegar banderas; el hábito de Iselda era desplegable, carecía de cíngulo para marcar su cintura, pero poseía aquel collar de perlas con el que podía rodear al mundo, su mundo. A pesar del negro reinante en aquellas estancias, la blancura de las paredes, cientos de veces encaladas maniáticamente, desprendían una fosforescencia dando paso a un gris intenso y nebuloso. Su tacto se agudizaba, sentía la necesidad de tocar superficies y formas, en la yema de sus dedos concentraba su poder sensitivo donde afluía el resto de los sentidos. Lo primero que hacía era palpar su collar, iba de perla en perla, de cuenta en cuenta, sus dedos recreaban la forma y un insospechado impulso religioso anhelaba extraer una oración de aquel rosario infinito. Las palabras se agolpaban en su garganta y estrangulaban aquel sublime intento. Inspiraba y aquel aire se cobijaba en el centro de su pecho, entre sus dos senos, en la angustia. Paseaba la palma de sus manos por la superficie de los muebles, por el desierto como ella decía en un arranque de confianza que se concedía para sí; tocaba también la textura de su túnica, de su hábito, que al llegar aquella hora perdía su confección para convertirse en un enorme lienzo, en un sudario negro no para exponer el dolor sino el amor. Encendió la vela y con ella la ceremonia diaria a un dios desconocido dio comienzo. Su llama iluminó el retrato, el retrato iluminó el alma de Iselda. Cada día, pero nunca a la misma hora, todo dependía de la estación del año, cuando la luz solar va perdiendo consistencia, dando paso a un gris debilitado por la proximidad de la noche, en ese instante atemporal en el que el ser humano pierde contacto con el mundo externo para adentrarse en su propio yo, en el que el crepúsculo no es más que un paso hacia un negro nocturno, Iselda se sentía acorralada. Aquel mundo que dejaba era como si la culpara, como si un dedo invisible la señalara como la transgresora de sus leyes; entonces cargada con aquel fardo de culpabilidad inocente se sentía desplomar, pero para que eso no ocurriera con sus zapatos de tacón alto, negros, de charol y de corte salón pisaba fuertemente y apoyaba su espalda contra la pared. Era una pared maestra, de las que mantienen un edificio, de las que mantienen el desplome de un cuerpo. También era larga, contra ella no se había colocado nada y de ella nada se había colgado. Sencillamente era una pared provocativamente blanca, desnuda. Iselda se centró en ella y quiso hablar, pero no pudo; quiso llorar, pero no pudo; quiso morder de rabia, pero no pudo; quiso patalear, pero no pudo; quiso gritar, pero no pudo; quiso cantar, pero no pudo, su collar se rebeló estrangulando aquella garganta, le prohibía la justificación de su amor. A medida que las perlas presionaban su cuello y para aliviar aquel tirano mutismo, sus brazos empezaron a elevarse en forma de cruz, siempre a nivel de la pared. Su túnica empezó a desconfigurarse, desplegándose desde los brazos hasta la altura de las rodillas formando un rectángulo perfecto, posición injusta de castigo infantil, pero justa como pizarra escolar en donde exponer los conocimientos de una asignatura o la profundidad de unos sentimientos. Sabía que no habría palabras, ni formación de frases, ni lenguaje sonoro conocido para expresarse; suspiró y en ese mismo instante comenzó la descomposición de su collar de perlas: sobre su túnica negra cada una de ellas, formando grupos de seis, mezclándose las perfectas con las imperfectas creaban un leguaje para ciegos, para sordos, para mudos o para cualquiera que quisiera ver en la oscuridad. Isolda cantó en silencio y para el silencio:
https://www.youtube.com/watch?v=gbbEBt5mP6w


                   Mild und leise wie er lächelt,

                   Wie das Auge hold er öffnet,       

                   Seht ihr’s, Freunde?  

                   Seht ihr’s nicht?

                   Immer lichter, wie er leuchtet,

                   Stern- umstrahlet

                   Hoch sich hebt?

                   Seht ihr’s nicht?

                   Wie das Herz

                   Ihm mutig schwillt,

                   Voll und hehr

                   Im Busen ihm quillt?

                   Wie den Lippen,

                   Wonnig mild,

                   Süsser Atem sanft entweht,

                   Freunde! Seht!

                   Fühlt und seht ihr’s nicht?

                   Höre ich nur

                   Diese weise,

                   Die so wundervoll und leise,

                   Wonne klagend,

                   Alles sagend,

                   Mild versöhnend aus ihm tönend,

                   In mich dringet, auf sich schwinget,

                   Hold erhallend

                   Um mich klinget?

                   Heller schallend, mich umwallend,

                   Sind es Wellen sanfter Lüfte?

                   Sind es Wogen wonniger Düfte?

                   Wie sie schwellen, mich umrauschen,

                   Soll ich atmen, soll ich lauschen?

                  Soll ich schlürfen, untertauchen?

                   Süss in Dürften

                   Mich verhauchen?

                   In dem wogenden Schwall,

                   In dem tönenden Schall,

                   In des Welt- Atems

                   Wehendem All

                   Ertrinken, versinken

                   Unbewusst

                   Höchste Lust!       


                                                        Muerte de amor 

                                                        Tristán e Isolda – R. Wagner



                   Cómo su sonrisa es dulce y ligera,

                   Cómo abre tiernamente los ojos,

                   ¿ lo veis, amigos?

                   ¿ No lo veis?

                   ¿ Cómo brilla cada vez más radiante,

                   cada vez más fuerte,

                   rodeado de estrellas?

                   ¿ Acaso no lo podéis ver?

                   ¿ Cómo su corazón

                   se inflama valientemente

                   y cómo su pecho late

                   sublime y fuerte?

                   Cómo de sus labios se escapa

                   Un dulce aliento,

                   Delicioso, suave y delicado,

                   Amigos, ¡mirad!

                   ¿ No lo veis, no lo sentís?

                   ¿ Soy yo sola la que escucho

                   esta melodía

                   que, tan ligera, tan maravillosa,

                   suspirando de felicidad,

                   diciéndolo todo,

                   dulce y conciliadora, se eleva de él,

                   toma impulso, penetra en mí,

                   suena en torno mío

                   divinamente vibrante?

                   ¿ Estas voces más claras que me rodean

                   son ondas de brisas suaves?

                   ¿ Son olas de perfumes deliciosos?

                   ¿ Cómo se hinchan, cómo me embriagan,

                   debo respirar, debo mirar?

                   ¿ Debo saborear, sumergirme en ellas?

                   ¿ Dulcemente evaporarme

                   en esos perfumes?

                   En el torrente de las olas,

                   En el sonido resonante,

                   En el Todo que respira

                   El aliento del mundo,

                   Ahogarme, hundirme,

                   Perder conciencia,

                   ¡voluptuosidad suprema!