Nunca había pensado que
pudiera sentirse tan desorientada al haber llegado al estado de madurez en el
que se encontraba; para ella era una etapa de la vida en la que la propia
existencia y el mundo que la rodeaban
poseían la clave del equilibrio, donde no se daba ni se demandaba nada,
sencillamente se gozaba con lo que se tenía en dulce armonía con uno mismo y
sus circunstancias. Desde hacía unos meses Amandina no era la misma, algo había
cambiado en ella, externamente la relación con sus semejantes y su familia era
la correcta, la de siempre, había sido la portadora de unas costumbres y de un
estilo de vida digno de su clase social: una alta burguesía, emparentada con
algún noble antepasado; su esposo e hijos habían sido para ella una parte de su
mundo, la otra parte pertenecía a actos y convencionalismos sociales con los
que cumplía a la perfección, se integraba a las exigencias de su clase sin
pensar en otras múltiples opciones, salidas o rumbo que podía darle a su vida;
la habían educado de aquella manera y ella actuaba en consonancia con lo que se
le había inculcado, cualquier pregunta capciosa que se formulara relacionada
con su ambiente era desechada al instante; a ella le habían propuesto un proyecto
de vida que había aceptado de primer grado y cualquier opción que no fuera
aquélla ni se formulaba, dando paso a una ignorancia supina y al rechazo a todo
aquello que no perteneciera a su círculo y convencionalismos. El comportamiento
y la relación con su esposo e hijos seguían siendo tan encantadores como
siempre. Amandita era un encanto, encantadora, ora, ora, ora, ora y más ora.
Sería una estupidez que la tomara con ellos, eran seres inocentes y no tenían
nada que ver con aquel malestar que experimentaba desde hacía algunos meses, la
misma palabra se explicaba por sí sola: mal estar. Ese desasosiego se
exteriorizaba a veces en posiciones de su cuerpo y siempre esa posición iba
acompañada de una pregunta contradictoria: ¿por qué me siento rígida con las
piernas y no de otra manera? ¿por qué mi cabeza desprende un gesto del altiveza
y no de otra manera? ¿por qué mis manos desprecian cualquier innovación ajena a
mi vida y no de otra manera? Podrían enumerarse gran cantidad de preguntas que
demostraban que algo en su interior ya no encajaba. De vez en cuando solía
quedar con unas amigas en alguna cafetería selecta del centro de la ciudad,
hablaban de lo habitual: compromisos sociales, moda, relación con sus hijos y
esposos, nunca de los acontecimientos que movían al mundo, para ellas las
noticias de actualidad, logros sociales, descubrimientos científicos
pertenecían a otro “planeta” no al suyo. Amanlina había advertido que a lo
largo del tiempo aquellas reuniones habían dejado de tener sentido, se
mantenían por no perder la costumbre; a medida que los hijos habían crecido y
se les estaban yendo de las manos y sus esposos formaban parte de una
institución, más que de un cónyuge, la temática de las conversaciones se
mantenía para no caer en el silencio y éste había que llenarlo de palabras, por
muy repetitivas que fueran y siempre sobre lo mismo, significaba un triunfo para
no caer en el tedio, o lo que podía aún ser peor, en el propio vacío; por eso
en los últimos meses, cogía su coche y algún día durante la semana se dejaba
ver por un bar o cafetería de la periferia de la gran ciudad; al principio le
había costado mucho decidirse a dar aquel paso, salir de su círculo suponía un
riesgo, pero era tal el hastío que se envalentonó; pedía un café con leche,
permanecía en silencio y prestaba oídos a todas las conversaciones que había a
su alrededor, éstas trataban de necesidades económicas, de problemas
familiares, de enfermedades, de trabajadores en paro... todas estaban motivadas
por una gran necesidad de expresarse, de no dejar dentro algo que corroe, al
exteriorizarlas hasta se lograba cierto alivio...Amandila lo escuchaba todo en
silencio y daba vueltas con la cucharilla a su café con leche, la posición de
su cuerpo, ligeramente inclinado sobre la mesa adquiría sumisión, como si el
profundo y serio sentido de lo que oía pesase sobre sus espaldas y la obligara
a portar una carga. No encontraba palabras, ni soluciones, sólo iba allí para
llenar su silencio con palabras coherentes. ¡Qué distintas eran aquellas
existencias de la suya! No tenían nada que ver y, sin embargo, con su presencia
demostraba que había un nexo entre ella y aquel mundo, una unión invisible, una
especie de lucha casi imperceptible por lo humano, por unos derechos que,
aunque ella los desconociese en su mayor parte y externamente no lo demostrase,
reclamaban una imposición, ¿sería aquel malestar su origen remoto? Pero ¿qué
tenía ella que reclamar si era la persona menos indicada? Su posición social se
lo había dado todo: bienestar, desahogo económico, cultura...Y en el fondo,
desde hacía unos meses sentía un desasosiego, una especie de revuelta contra sí
misma, una inconformidad que no sabía si era hacia sí o hacia los demás. Su
forma de hablar siempre había sido suave, dotada de cierta morosidad, pero muy
musical; no obstante, últimamente había advertido aspereza, una especie de
atonalidad en el fluir de la frase, había una entonación especial en algunas
sílabas que por su fuerza e intensidad se podrían calificar de rabiosas; era
algo inconsciente y cuyo control se le iba de las manos. Envuelta en la
vorágine del conformismo y la comodidad su vida transcurría dentro de lo normal
a no ser por esa atonalidad que trataba de disimular, aunque a veces se
desbocara. En las últimas reuniones con sus amigas se había mostrado ausente,
como si todo lo que se decía no fuera con ella, de vez en cuando su rostro
mostraba cambiantes grados de atención, de su boca apenas salían frases o
palabras sueltas, un sí o un no eran los monosílabos que la mantenían unida a
la conversación y a su intencionalidad. En casa nadie había notado alteración
alguna, con sus hijos continuaba una relación fluida, pero esporádica, estaban
estudiando en la universidad, tenían su independencia dentro del hogar, sus
entradas y salidas no guardaban unos horarios, si por casualidad coincidían en
las comidas Amandiña trataba de charlar con ellos en un tono afable,
esforzándose por contactar con ellos y sus problemas, en parte era como querer
recobrar a aquellos niños que habían sido, lo único que lograba era una conversación amable, pero fría y carente de
intimidad; al hacerse adultos habían perdido esa familiaridad infantil que ella
echaba de menos. De su esposo sólo podía hablar como un hombre cariñoso,
atento, eso sí, entregado a sus negocios, pero no por eso abandonaba las
obligaciones con su familia; era consciente de que ya sus hijos no requerían
ciertas atenciones debido a su edad y éstas eran dirigidas a su esposa, siempre
era atento con sus manifestaciones de cariño, su amor por ella lo conservaba
como el primer día, ella hacia él lo demostraba de igual manera, estaba
dispuesta a recibir cualquier arrumaco o achuchón correspondiendo con un beso,
si bien todo se mantenía dentro de un grado de moderación. La palabra pasión también
existía aunque relegada a instantes íntimos y de gran calentón. Amandalein
nunca había conocido lo que era la necesidad y junto con la palabra, la
experiencia. A esta carencia había que sumarle unas cuantas más que al no
pertenecer a su posición social, a su estilo de vida, formaban parte de otro
estrato social: la clase trabajadora con la cual estaba entrando en contacto
mediante aquellas salidas a las afueras de la ciudad a tomar su café con
leche.¿Rebelarse ante la injusticia? Imposible, no tendría ni acción ni
palabra, le faltaría el arranque que causa la rabia ante la sumisión, su
educación no le permitiría una salida de tono, su personalidad estaba sujeta a
férreos cánones de conducta que tenía que observar y estaban tan profundamente
enraizados en su ser que quebrantarlos sería como ir en contra de su propia
naturaleza; lo comprendía y también comprendía que desde hacía unos meses
notaba esa incomodidad o sería una especie de rebeldía juvenil ante lo
establecido, ese gustillo por llevar la contraria al mundo adulto, ese querer
patalear ante la rabieta al no poder conseguir lo que se desea. En su juventud
nunca había experimentado la sensación de rebelarse contra algo o alguien, a
sus quince años sí había pasado por la edad de la tontería y ésta aún la había
acompañado hasta muy entrada la madurez, pero no la causada por la edad sino
por la reinante de su posición social… Todo había empezado unos meses atrás,
aproximadamente hacía un año, lo achacó al recibir la programación de la
temporada siguiente de ópera. Parigggggi, la ciudad que tanto amaba y donde
había transcurrido toda su vida, ofertaba una amplia selección de actos
culturales durante todo el año, podía elegir entre una ópera o un ballet, una
exposición de pintura o la última “performance”
del artista más innovador; intentaba seleccionar con cuidado, las modernidades
y los excesos en el arte le gustaban, pero siempre que conservaran un gusto
estético, los despropósitos los dejaba a un lado, acudía a ellos si no había
otra elección más interesante. La empresa de su esposo formaba parte de los
benefactores del teatro de la ópera, por tanto, gozaban de cierta prioridad al
adquirir las localidades, siempre tenían las mismas, eran de buena visibilidad;
cuando recibió el programa le echó un vistazo a toda la programación,
naturalmente había óperas, conciertos, recitales, unos la atraían más que
otros, pero no experimentó nada en especial hasta que llegó al mes de julio,
más concretamente el 14 de julio y un programa doble “ Salomé” y “ Electra”; todo
era inusual, el mes, el día y la doble programación; de repente sintió una
especie de desasosiego, trató de razonarlo, pero cuanto más empeño ponía, más
aumentaba su mal-estar; no encontraba los motivos y, sin embargo, sabía que
algo la había alterado, para tranquilizar su ansiedad se dijo que se sentía
“atonal”. Pasado el momento del impacto ella fue advirtiendo, durante los meses
siguientes, pequeños cambios que si bien a primera vista u oído no eran
perceptibles al momento, sí fijándose detenidamente surgían ciertas
alteraciones, sobre todo en la voz. Supo desde un principio que iría a aquella
función, aquel día; aquella fecha se le había clavado en la mente y todo lo que
aconteciera hasta aquel entonces iba a tener como finalidad aquella jornada. No
pensó en impedimentos personales o familiares, sintió como si un nuevo destino
la transportara ciegamente hasta aquella representación, arrastrándola a su
pesar hasta su propia representación. El programa le parecía espléndido, fuera
de lo normal, había admirado a aquellas dos mujeres por la sinceridad con la
que se expresaban, la lujuria de Salomé y la venganza de Electra brotaban de
ellas con toda naturalidad, las acompañaba una música exuberante rasgada por la
atonalidad; Amanduca carecía de aquella fuerza para expresar su desasosiego, pero
¿en qué consistía éste? Y ¿cuál era su origen? No eran la lujuria ni la
venganza ¿sería una inconformidad hacia la injusticia, ante la desigualdad de
los seres humanos? Durante su visita a los barrios periféricos y obreros había
observado un mundo distinto al suyo en el que subsistir día a día se convertía
en necesidad primordial, para ella todas aquellas necesidades se hallaban en el
peldaño más bajo de sus preferencias, podía decirse que estaban implícitas en
su clase social y que ya ni se cuestionaban por estar resueltas. Cuando entraba
en aquellos cafés trataba de pasar lo más desapercibidamente posible, vestía
ropa sencilla y se sentaba en una mesa alejada de la barra del bar, tomaba su
café con leche y así condescendía con aquella gente, también se convertía en
espía: observaba todo y cuanto acontecía, cuando alguna madre traía de la mano
a su niño ella sentía un regocijo interno, pues la infancia aportaba vivacidad
a aquel ambiente apesadumbrado; observaba a aquellos niños tal vez con otros
ojos; sus propios hijos, de su misma edad, no mostraban ese brillo y desparpajo
en la mirada por tragarse el mundo, sus gestos no poseían la agilidad y la
desenvoltura para agitarlo; sus hijos habían nacido dentro de un núcleo familiar
y éste social donde una mirada era sencillamente una mirada y un gesto una
postura estudiada y armoniosa con el momento y las circunstancias. Le daba
vueltas al café con leche para disolver el azúcar, para crear una mezcla o una
pócima para ver si de alguna forma nivelaba las desigualdades; se quedaba en
silencio y escuchaba el bullicio del local y las voces atonales que sobresalían
de él, el tintineo de la cucharilla contra el vaso removiendo el azúcar
originaba un remolino de leche, un remolino en busca de soluciones que deglutía
su misma vorágine. No sabía por qué sentía aquella indignación, nunca nadie le
había hecho nada como para experimentar ese mal-estar, o tal vez fuera ese
conformismo en el que había estado viviendo lo que provocaba esa especie de
rebeldía, desconocida para ella; se sorprendía por su inconformidad, al fin y
al cabo no tenía motivo de rechazo, todo se le había dado hecho. Si bien
aquella revolución interna apenas había demostrado indicios externos, los
únicos, sus pequeñas alteraciones de voz: aquel fuera de tono o también la
modulación, sí había cambiado su vestimenta, ésta había perdido su lujo, tanto
en los complementos como en conjuntar distintas prendas de vestir: la camisa ya
no tenía que ir a juego con la chaqueta, ni los zapatos con el bolso, ni las
pulseras con los anillos... Su maquillaje perdió intensidad y colorín, era más
natural y suave, a veces simplemente se lavaba la cara y al mirarse en el
espejo se encontraba tan guapa como antes, más auténtica. En casa tanto su
esposo como sus hijos habían advertido este cambio y demostrado su aceptación
con halagos, pero más bien lo habían tomado como un cambio de estilismo que
como un signo de innovación y alteración internas. Marcó en un calendario
aquella fecha y sabía que lo hacía no como recordatorio sino para resaltar el
día y su importancia; importancia que aún no tenía clara, pero sí intuía que
habría un antes y un después. Sin saber cómo, se sintió sobrada en muchos
aspectos, por ejemplo, en pequeñas posesiones personales: cuando abría sus
armarios y los veía tan llenos de ropa, experimentaba una sensación de ahogo,
como si todo aquello se le viniese encima y quisiera aplastarla, muchas de
aquellas prendas ni las había puesto o como mucho una vez, habían sido capricho
de un instante, y con la facilidad con que vinieron así también se desharía de
ellas; las eligió a capricho, sin prestar mucha atención, llamó a una
asociación de caridad y ella misma en su coche allí se las llevó, no lo
consideró un acto altruista ni limosnero, aquello solamente había sido un acto
de desahogo, de liberación, un lastre que pesaba en su estado de sin-razón.
Estando sola en casa pensaba en sus heroínas de ópera favoritas, las admiraba y
algunas veces le hubiese gustado ser una de ellas por un momento, le
apasionaban las de Bellini y Donizetti, siempre alcanzando aquel punto de
locura por amor, aquellas melodías infinitas que hacían volar sus emociones y
la empujaban a un trance de flotación, más de una vez le hubiese gustado
desmayarse por amor, aunque pareciera ridículo, perder el sentido en brazos de
su esposo hubiera sido la asimilación de su personaje. Pero era una mujer
actual y todos aquellos desvaríos ya no se llevaban, si aquella escena hubiese
ocurrido en realidad él habría llamado al médico y ella habría experimentado
una pérdida de romanticismo, se habría sentido decepcionada. Sus nuevas
heroínas no se andaban con monsergas, llamaban al pan, pan y al vino, vino, sus
emociones se expresaban tal y como las sentían, sus caprichos, sus deseos
lujuriosos y vengativos salían de sus bocas como lenguas de fuego. A Amandisca,
cada vez que por su mente pasaban estas palabras: “como leguas de fuego” le
entraba un ardor heroico por todo aquello que llevaba dentro y no sabía cómo
exteriorizarlo, entonces corría desesperada a mirar un calendario para ver si
faltaba mucho tiempo para aquella fecha. No tenía ni idea de lo que iba a
ocurrir aquel día, era un día de ópera más, aunque en su interior presagiaba
algo diferente y nuevo… El verano se había presentado repentinamente y las
altas temperaturas hacían bullir la sangre en los cuerpos, también se
apoderaban de los estados de ansiedad, acelerando aún más su propia
aceleración; sus acciones requerían un freno constante de conciencia, a veces
cuando comía apenas masticaba, deglutía los alimentos con una rapidez
asombrosa, entonces trataba de recordar algún nocturno de Chopin, eso la
tranquilizaba y la llevaba a ralentizar aquel instinto primario por devorar
disminuyendo el estado de ansiedad; a la hora de comer siempre había sido muy
pausada, el trayecto del tenedor desde el plato a la boca llevaba su tiempo,
ella reconocía esto, y sin embargo era presa de un estado anímico que estaba
fuera de su control. No era una mujer trabajadora, en el sentido de poseer una
profesión, su familia adinerada y su esposo, un potente industrial, le
permitían llevar una vida desahogada; el servicio doméstico se encargaba de
todas las labores del hogar, por lo tanto, ella gozaba de ociosidad ocupándola a
su edad adulta en proseguir aquellas clases de música y ballet que desde
pequeña había iniciado; pero las horas de ocio diarias habían aumentado, una
vez criados sus hijos, ya adultos y universitarios, ella disponía de más tiempo
que empleaba, sin querer, en pensar. Sin querer trataba de analizar el mundo,
siguiendo sin alterar su rutina diaria y ocupándose de compromisos sociales, siempre
hallaba un momento en qué pensar, durante aquellos últimos meses de desasosiego
supo separar la banalidad de lo que era realmente importante. Solamente a sus
propios ojos su vida empezó a poseer cierta importancia, cosa que antes nunca
se había planteado, importancia en el sentido de haber una causa, un motivo por
el que luchar. El inconformismo, aquella especie de rebeldía que la oponía contra
algo, quizá contra lo establecido. Indudablemente todo aquel cambio influyó en
la posición del cuerpo al caminar, siempre caminaba erguida con orgullo de
clase, como pavoneándose de lo que se tiene; ahora seguía caminando de igual
manera, pero con el orgullo perdido, adquiría una posición de afrontamiento,
dispuesta a luchar por defender algo; se esforzaba por aclarar cuáles eran los
motivos que la empujaban a tal proeza, nunca los tuvo muy claros, de lo que sí
estaba segura era de que aquella rebeldía le era necesaria, tenía que protestar
contra algo y aunque ciertos motivos pudieran parecer superficiales en ella,
estaban muy enraizados en su ser, ella se convertía en portadora de una
protesta, un reconocimiento callado de su clase ante la injusticia. La
indiferencia y el desconocimiento que mostraba ante las distintas clases
sociales y sus dificultades poco a poco se fueron convirtiendo en
reconocimiento y respeto, tratando de solidarizarse con ellas de una forma
callada e inconsciente. Pariggggi era su ciudad amada, donde había nacido y
había transcurrido su vida. Había conocido otras ciudades con su esposo, les
gustaba viajar, bien en viajes de placer o de negocios acompañándolo y había
concluido que como su ciudad natal no había ninguna. En los últimos meses le
había dado por caminar, caminaba bastante, a lo largo del río que atravesaba la
ciudad: La Seine= le sein (el Sena= el seno), ¿cómo había surgido aquella
actividad si a ella nunca le había dado por hacer ejercicio a no ser el de sus
clases de ballet? Fue algo extraño e inexplicable, algo repentino, un día
hablando a la hora de comer con toda la familia surgió de sus labios el nombre
de aquel río: La Seine y automáticamente llevó una mano hacia uno de sus senos,
hacia el izquierdo, sintió unos latidos arrítmicos como si su corazón, situado
a buen recaudo dentro de la cavidad torácica, quisiera hacerse palpable y
exhaló un suspiro, una especie de sentimiento que unificaba lo físico con lo
psíquico, desde entonces sintió la necesidad de dar grandes paseos a lo largo
de su cauce. Las caminatas las efectuaba a la tarde baja, cuando el calor había
amainado, iba en el sentido en que las aguas van hacia su desembocadura al mar.
Las caminatas nunca las había tomado como una actividad deportiva, era consciente
del ejercicio que hacía en ellas, pero las consideraba “une autre chose”,
de hecho no se vestía deportivamente, iba con ropa normal, de calle, eso sí,
procuraba llevar un calzado cómodo. Partía desde su casa cerca del río y seguía
aquellos paseos que lo bordeaban dejándose llevar por el fluir de las aguas, se
sentía frágil ante el caudal, contemplaba la amplitud del paisaje y todos
aquellos edificios egregios que formaban parte de la historia de la ciudad, era
como pasear a lo largo de los siglos, los contemplaba de pasada y en ellos
ponía imaginación, a veces se sonreía por lo descabelladas que podían ser sus
fantasías. Cuando no los miraba, miraba para el río y su cauce y entonces no
pensaba en nada, aquel fluir de las aguas era como una limpieza de ideas, el
único deseo que producía su mente era poder llegar como ellas al mar;
contemplándolas, ideas nefastas la asediaban y pensaba en aquellos pobres
incautos que se habían dejado seducir por el vértigo lanzándose a la corriente;
sin querer, se apartó un poco del muro que separaba el paseo del río, no había
peligro, era de mediana altura y le daba por la cadera, lo que sí se había
entregado era su estado de ansiedad al flujo de las aguas, caminando y
observándolas tenía la sensación de que el tiempo pasaba más rápido, como si su
propio movimiento y el externo del agua empujaran al paso de los días en su
aceleración... Y fue verdad, el río Seine y el ansia, que se albergaba en su
pecho, aceleraron al máximo el tiempo. Pronto se encontró a una semana del
deseado acontecimiento, y tuvo la sensación de tener que preparar muchas cosas,
su mente se llenó de obligaciones inexistentes que, en el fondo, no eran más
que ínfulas de su imaginación; lo que en realidad solamente tenía que verificar
eran las localidades de la ópera, su esposo, por razones de viaje de trabajo no
iba a poder asistir; en conciencia llevó una gran alegría cuando le comunicó su
imposibilidad, debía estar sola, aquella sería su representación, donde
expondría su rebeldía, su inconformidad, su mal-estar, su desasosiego... Casi
siempre asistían los dos a las representaciones, ambos disfrutaban del
espectáculo musical, pero en aquel día y en aquella función Amandorla
necesitaba confraternizar con su soledad. No anuló la localidad de su esposo,
aquel asiento vacío recordaría su ausencia, y eso era poco más o menos lo que
tenía que hacer y sin embargo, ella seguía pensando en las muchas cosas que
tenía que hacer, se decía que no podía perder el tiempo en nimiedades y que
tenía mucho que hacer, y dale con que tenía muchas cosas que hacer, se había
creado unas tareas imaginables que no lograba saber cuáles eran, tal vez
aquella ocupación y preocupación en tener mucho que hacer la ayudaba a que el
tiempo transcurriera mucho más deprisa; se inventó algo, algo que ya el
servicio doméstico se encargaba de hacer: ordenar armarios, en aquellos días
todos los armarios de la casa, en su sentido más amplio, quedaron ordenados,
también la despensa. Por un momento aquel sentido del orden tan obsesivo le
pareció como una proyección a querer ordenar el mundo y lo que en realidad
hacía era ubicar el suyo, hacerlo más factible a su comodidad… Sin darse cuenta
llegó la fecha señalada, había amanecido un sol radiante y el día se presentaba
caluroso, típico del mes de julio, lo comprobó en el calendario: 14 de julio,
su ansia parecía haber amainado y todo lo que hizo durante la jornada fue
prepararse para la representación de la tarde. La casa estaba vacía, solamente
quedaba una asistenta, todo el mundo había salido o estaba de vacaciones;
centrada en los preparativos comenzó la mañana por tomar un baño y lavar
detenidamente el cabello, era largo y negro, el baño pronto lo tomó, pero el
acicalamiento del pelo fue duradero, al terminar lo recogió en un moño. No se
maquilló, se miró al espejo y se encontró igual de bella que con pintura, pensó
en ciertas tribus y sus pinturas de guerra, pero ella no iba a la guerra. A
pesar del cuidado con que hacía todo, no había intención alguna en sus
preparativos, eran llevados a cabo inconscientemente, como arrastrados por una
rutina inexistente; arregló las uñas de las manos y no les dio esmalte, quería
ir lo más natural posible, esta vez era todo lo contrario de cuando ella solía
ir a la ópera con su esposo, era el recargamiento en persona tanto a nivel de
arreglo estético como de vestuario. Aunque en su vida cotidiana el lujo era
discreto, cuando llegaba el momento de ir a la ópera sacaba sus mejores joyas y
vestidos y entraba en el mundo de la ostentación. Ese día sería diferente, ni
mejor ni peor, diferente. Permaneció en silencio casi toda la jornada, le
bastarían las voces y la música que escucharía por la tarde; deambuló por las
diversas salas y habitaciones de su casa, palpó muebles y contempló cuadros,
abrió armarios y figuró ponerse vestidos, manoseó joyas, acarició fotos, en una
palabra, recapituló su vida. Se sentía ligera, ágil, tanto en cuerpo como en
mente, para seguir manteniendo aquella sensación creyó conveniente hacer ligera
la comida del mediodía; una vez terminada tomó un café muy cargado, muy negro,
le echó un poco de azúcar y lo revolvió, recordó los cafés con leche que tomaba
en las cafeterías de las afueras de la ciudad, agitó la cuchara y se creó un
remolino, una pequeña parte de su rostro se reflejaba en el líquido, pensó en
aquella gente y sin más preámbulos cogió la taza y lo bebió; así transcurrió la
tarde sentada en una silla frente a una taza de café, descansando de una
agitación no física sino emocional; la última semana la había alejado de su
rutina, y ese momento era el ideal para hacer un resumen, no se aclaró nada,
todos sus pensamientos tendían hacia esa hora de la tarde en la que ella
entraría en la ópera; intentó razonar, pero tal vez sus ideas estaban más
claras unos meses antes que en ese momento. Miró el reloj y comprobó que
faltaban dos horas para la representación, decidió empezar a prepararse, se
dirigió al vestidor de su dormitorio, como sonámbula abrió una puerta de uno de
sus armarios y sacó su vestido de ballet junto con sus zapatillas y uno de sus
abrigos de pieles, se acercó a su joyero y cogió un collar de perlas cuyas
vueltas cubrían su cuello, regalo de su abuela y perteneciente a la familia
desde hacía tres siglos, rechazó el resto de adornos; todo lo colocó encima de
la cama excepto las zapatillas de ballet, las cuales situó a los pies de ésta.
Estos preparativos habían gozado de una enorme sencillez, todo lo contrario a
ocasiones anteriores, cuando le llevaba mucho tiempo y a veces perdía la
paciencia en elegir el modelo que llevaría a la ópera. Esta vez no dudó, fue
ciega a la elección como si fuera el uniforme obligado para la ocasión, lo
contempló encima de la cama: vio aquel vestido tan blanco con las zapatillas
haciendo juego, y uno de sus abrigos de piel negra, por su mente no surgió la duda
de qué pintaba un abrigo de pieles en pleno mes de julio, si aquél era su
uniforme tenía que ponérselo sin más miramientos, el collar de perlas le trajo
recuerdos de su abuela y el momento en que se lo dio: el día en que llegó a su
mayoría de edad. Aquellas prendas y aquella joya serían los signos externos de
su inconformidad, de su rebeldía, junto con su pelo y la ayuda de un gesto.
Decidió vestirse, desde entonces se prometió no hablar palabra, o en caso
extremo las necesarias, entró en un mutismo en que los gestos eran la
exteriorización de su intimidad; con parsimonia se fue poniendo la ropa, con la
medida que exigía el rito de una celebración, una vez que hubo finalizado su
arreglo se miró en el espejo, interiormente sabía que era ella, externamente no
se reconocía; una pregunta muda surgió al ver su reflejo: ¿a dónde vas? Por
supuesto no hubo respuesta, había como un impulso desconocido por el cual todo
lo que hacía la arrastraba hacia aquella hora, hubo una mirada de compasión de
su otro yo hacia la figura del espejo, no le hizo caso y terminó de
recomponerse. Su coquetería no se cuestionó si su aspecto estético encajaba
dentro de las coordenadas de la moda, ya no existía aquella idea. Cogió la
entrada y la metió en un bolso pequeño, echó el abrigo de pieles sobre sus
hombros, sintió calor, fuego, abandonó su hogar y cogió un taxi, llegaría
puntual, le dijo al taxista: “a la ópera de la Bastilla”, salió disparado como
una bala, la dejó delante del edificio, ella misma abrió la puerta y salió,
ardía de calor, se dirigió a la entrada, entregó su billete y una vez que el
portero lo hubo verificado, con una sonrisa de bienvenida la invitó a entrar,
Amandina se quedó inmóvil y con un gesto de rebeldía y renuncia se soltó el
pelo, dejó caer de sus hombros su abrigo de pieles al suelo, con la mano agarró
el collar de perlas que cubría su cuello en su totalidad y tiró de él, las
perlas se soltaron y cayeron por sus senos, dejándose llevar por la corriente
del Sena y para concluir su acto heroico elevó su cuerpo, en la punta de sus
pies y en sus zapatillas blancas de ballet.
14 de julio
Amandina de Vilauxe y de Chouzan, de Mourulle et de
Sacardebois, de Vilar d’Ortelle et de Cristosende tomó la Bastilla.
Estupenda la historia de Amandina y el poder regenerador de la música, un leitmotiv en los relatos del autor. Me encanta la ilustración. ¿Pertenece a la selecta colección del autor?
ResponderEliminar