jueves, 22 de octubre de 2015

CÁLIZ


MMVIII-Primavera.(Rembrandt serie). Anasor Ed Searom
      Cada noche atravieso este parque de los olivos; nunca falto a mi cita, a excepción de los lunes, que ese día cierra el bar. Siempre acudo; es muy raro que deje de ir, salvo algún acontecimiento importante que me lo impida; pero mi vida no está llena de acontecimientos importantes, lo único a destacar es esta cita; procuro no faltar nunca. La noche de los lunes se me hace eterna; deambulo por mi habitación sin rumbo, tratando de serenar un sistema nervioso que el tiempo ha disparado y que sólo frena la acción compulsiva de unas idas y venidas, ya que por más que he empleado la razón, ésta no funciona. Agotado me tumbo en la cama y el cansancio del día laboral más el nervio relajado colaboran a que pronto me quede dormido, a que el sueño se encargue de borrar en la mente esa noche vacía. Cada noche este parque adquiere una configuración distinta, depende de la luz de la luna y del tiempo que haga. Los olivos presentan infinidad de formas, algunas de ellas fantasmales y sin embargo, no me dan miedo, no soy un hombre susceptible a impresiones de terror, más bien trato de contemplar éstas bajo el prisma de una belleza mórbida, resultándome a veces atractivas; sus troncos, ásperos y retorcidos se asemejan en cierta medida a mis dedos; los dedos de mis manos no pertenecen a un hombre cultivado, a un hombre criado en un bienestar ni social ni laboral; yo no trabajo en una empresa cuyo ambiente y herramientas se caracterizan por la suavidad de texturas y finura de precisión; yo soy un obrero de la construcción, rodeado siempre de asperezas, de tareas en donde la fuerza de las manos es vital para superarlas, y claro, día a día y hora a hora los dedos de mis manos adquieren una rudeza que solamente un trabajo agresivo puede conceder. No me avergüenzo de mi oficio, todo lo contrario, es el sustento de mi vida, pero reconozco lo que hay de positivo y negativo en él. Estos olivos no son lo mismo de día que de noche; cuando el sol los ilumina adquieren ciertas tonalidades difíciles de captar a primera vista, de su gris verdoso innato pueden surgir unos rosas y malvas suaves que solamente una contemplación profunda puede desvelar; de noche son distintos, también el que los contempla es distinto, la oscuridad los cubre ofertando cientos de interpretaciones a la mente ávida de descubrir sensaciones fantásticas; para mí son sencillamente viejos conocidos. Atravesar este parque es como si fuese la antesala a un mundo nuevo; mi vida normal no tiene nada que ver con la que experimento después de pasar por entre estos árboles de olivos, son como cribas, separan a la perfección el yo externo de mi yo interno. Me siento cómodo ya en esta antesala porque sé fijo que voy a ver a mi Ángel. De día y a ciertas horas este parque se puebla de niños, de sus juegos y gritos, la alegría se desborda y corre a raudales por sus paseos; de noche la gravedad de la existencia se ensaña en seres que sólo mima la oscuridad, a veces me cruzo con algunos y es esa presencia instantánea, esa sorpresa la que me confirma que caminamos por una tierra de nadie, faltos de rumbo; entonces acelero el paso para llegar al bar, para dejar atrás aquel parque que me obliga a encontrarme con seres que no deseo conocer porque ya los conozco demasiado bien, porque ya me conozco demasiado bien. No sé ni adónde van ni de dónde vienen, yo sí sé que vengo de la realidad y voy hacia la ensoñación. Una vez que salgo de mi parque me dirijo hacia mi bar, poseo a ambos, la ansiedad ha hecho que estos dos lugares formen parte de mí y emplee posesivos para hacerlos más míos, más familiares. Tan pronto como se sale del parque de los olivos, el bar está muy cerca, se ve el rótulo iluminado y en letras verdes se identifica con el nombre de “Casa d’Esperante”. La entrada es muy normal, como la de miles de bares dispersos por toda la geografía del país. A medida que me aproximo siento un ligero nerviosismo que, hasta podía decir, me resulta reconfortante; en mi estómago revolotea un cosquilleo causado por una ansiedad y alegría que hacen que titubee al caminar, recuperando inmediatamente la decisión hacia mi objetivo. Hay como una especie de suspense en los últimos pasos antes de entrar, éstos se amortiguan sobre el asfalto, la suela del zapato ya no fricciona la superficie, hay una ralentización en el cuerpo y sus gestos. Asir el pomo de la puerta y girarlo marca la entrada hacia un mundo deseado y el abandono voluntario de otro que permanece inamovible, señalando la existencia de una cruda realidad a la cual hay que regresar. La temperatura y el ambiente cambian, su invisibilidad se transforma, y los que allí entramos nos hacemos transparentes, la mentira no existe, no hay nada que aparentar, nuestros pesares los dejamos reposar sobre la barra del bar. Afuera y adentro, adentro y afuera, afuera y adentro, adentro y afuera, afuera y adentro, adentro y afuera. Equilibrarse en el umbral de la puerta, marcar con el propio cuerpo el punto límite entre el interior y el exterior, entre el exterior y el interior, entre el interior y el exterior, entre la realidad y la ensoñación. Si en el exterior hay noche y estrellas en el interior también existen la noche y las estrellas, pero éstas son artificiales, intencionadas, puestas a propósito para crear un ambiente que incite a la confesión. “Casa d’Esperante” carece de lujo, sus clientes tampoco lo valorarían, nos da lo mismo la decoración: el diseño, el color o el material poco importan a seres rudos, cansados de una jornada laboral en la que el trabajo aniquila cualquier iniciativa de elevación estética, a lo máximo que podemos aspirar es a beber un vaso de vino y en él ahogar amarguras. La oscuridad es importante y estas pequeñas luces blancas diseminadas por la sala también lo son, forman lo que se podía llamar una noche estrellada; proyectan un haz de luz perpendicular que, sin querer, ilumina un espacio mínimo logrando que le cliente vislumbre su entorno y no tropiece contra alguna silla o mesa. Casi siempre estamos los mismos, esparcidos a lo largo de la barra, de pie o sentados en un taburete, apoyados en los codos e inclinados sobre un vaso de vino o cerveza, buscamos descanso y refugio; a medida que vamos llegando, miramos de soslayo la ausencia de alguno, al comprobar que nadie falta, que todo el mundo ha cumplido con su cita, cada uno se dedica a la bebida; en el fondo formamos una familia involuntaria y forzada. Todos somos seres independientes, solitarios, quemados por la existencia, cualquier iniciativa a entablar una conversación supondría un esfuerzo desmedido, ya que si la vida se ha desgastado, indudablemente las palabras también carecen de impulso y se dejan arrastrar por el silencio. De fondo, en la lejanía, en los confines del mundo se oye una música machacona que con su ritmo proporciona unos latidos a una atmósfera anclada en el mutismo. Dos o tres parejas sentadas en la oscuridad deshacen sus manos agarrándolas fuertemente, negándose a verse separados, tratando de mantener aquel contacto ante la proximidad de un tiempo de despedida y una distancia. Y yo busco con desesperación a mi Ángel, tan pronto llego y tras de mí oigo cómo la puerta se cierra, asumo que he abandonado un mundo para entrar en otro. Me tranquilizo al verla, tengo miedo de que algún día, al entrar, no la encuentre; hoy en día ella significa mucho para mí. La primera impresión es de adivinarla en la penumbra, detrás de la barra, sirviendo a algún cliente o con los brazos cruzados mirando hacia la puerta, mirando hacia mí; no quiero ser presuntuoso, pero no puedo evitarlo; la verdad es que eso me gustaría: que me estuviese esperando, pero no, no debo albergar falsas esperanzas, son fantasías mías, nunca me ha dado motivos para hacerme ilusiones. Me dirijo hacia mi lugar; los asiduos tenemos nuestro propio espacio en la barra, cada uno sabe dónde acoplarse, cada uno sabe dónde no se puede poner porque invadiría terreno ajeno. El hecho de situarse en el lugar correcto y asignado por el propio uso significa descarga, lugar de descarga, lugar de descarga del cansancio, es como si cada uno portase un bulto y allí aligerara su peso. Todos tenemos nuestra postura, podemos estar más inclinados hacia la derecha o hacia la izquierda, pero cargando los hombros y la espalda sobre la barra, y con la cabeza inclinada, esto siempre, como portando una cruz invisible sobre nuestras espaldas. No nos hablamos, estamos en nuestro propio mundo, mundos inconexos, imposibilidad de adentrarse en ellos. Miro a mi Ángel, está alejada, está sirviendo a un cliente más bebida. Yo nunca solicito su atención, tan pronto me ve ya viene junto a mí trayendo una copa y una botella de vino tinto, muy tinto, muy negro y muy rojo, como la sangre, así es el vino de esta región, muy cargado. Nunca supe por qué me lo sirve en copa en vez de vaso; he notado que a los otros clientes siempre se lo pone en vaso; no creo que haya preferencias, no obstante, nunca se lo pregunté y nunca se lo preguntaré. Cuando se me acerca, aparta la mirada porque sabe que la observo detenidamente; es el único momento del día en el que veo algo hermoso, al menos para mí es hermosa, a lo mejor no vuelvo a tener la oportunidad de tenerla tan cerca, por eso aprovecho su cortesía al servirme para clavar mis ojos en ella, para robarles al instante y a la proximidad el privilegio de contemplarla. Su piel es blanca, de esa blancura que sólo se consigue morando en claustros y en lugares de recogimiento en donde el sol no penetra, en donde el frío y el silencio se alían con la eternidad. Impensable un color bronceado, impensable que el astro rey dejara su huella en aquella piel. Su mirada, nunca fijándola en nada concreto, siempre vagando en la atmósfera, en lo onírico. Y sus manos, tan suaves; solamente una vez las toqué cuando me estaba sirviendo vino, con mucho sigilo las rocé, percibí que eran como la seda en contraposición a las mías cuya aspereza salta a la vista y al tacto. Nunca más volví a intentarlo, un miedo al rechazo, un pánico a un nuevo intento que pudiera poner de manifiesto una rudeza y vulgaridad me lo impedía. Así que la contemplo distante aunque el deseo de tenerla cerca suaviza mis miedos. Mis manos, siempre mis manos, inocentemente me delatan y sin embargo, no las culpo, me siento orgulloso de ellas, han servido para edificar tantas cosas: mes mains, mes mains, mes mains, mes mains, mes mens, mes mens, mes mens, me men, me men, me men, memen, memen, memen, memán, memán, memán, mamán, mamán, mamán, mamá, mamá, mamá. Mi Ángel, cuando no está ocupada sirviendo, se aleja de la barra y se apoya contra la pared, se cruza de brazos y nos cuida; ésa ha sido la sensación que he tenido desde hace algún tiempo; aunque mire al vacío, a la nada, sabe que tiene que velar por aquellas almas en pena que ante ella se explayan; somos seres perdidos en el tiempo que buscamos reposo. Si bien nuestras miradas recaen en el vaso de vino que tenemos ante nosotros, al levantar los ojos de aquel pequeño mundo líquido nos la encontramos frente a frente reivindicando y contraponiendo una realidad tergiversada por el alcohol a una realidad tangible. Nunca la he deseado carnalmente; no es el tipo de mujer que un hombre hubiese querido poseer para desahogar su instinto; en ella existe cierta espiritualidad que aniquila la líbido empobreciendo la carne en su conquista por el espíritu. No es una mujer voluptuosa de formas, más bien es frágil; en sus ademanes no expresa firmeza o desaire, delicadeza sería la palabra exacta para calificar su desenvoltura. Saber que al cabo del día tengo a alguien a quien contemplar hace que la jornada me sea más llevadera, hace que el maquinismo y robotización de mi trabajo pase a un segundo plano y que la humanidad que poseo durante el día se convierta en ilusión y durante la noche en realidad ilusoria. Soy albañil y en muchas ocasiones tengo que desempeñar otros oficios, depende del momento, hay veces que ejerzo de fontanero, de pintor, lo que manden, pero debo dejar claro que mi oficio es el de albañil. En la emigración tuve que aprender de todo, no se me brindaron oportunidades para mejorar mi estatus, por más que lo intenté el destino sólo me abría las puertas y las ventanas de la construcción, y nunca mejor dicho porque a parte de hacerlas también entré, salí y miré por ellas. Era yo muy joven cuando decidí emigrar; reconozco que no llevaba preparación, había abandonado mis estudios ya que era incapaz de estar sentado delante de un libro durante más de un cuarto de hora seguido; los libros siempre me han producido una especie de desazón, de desasosiego al advertir su presencia, un sudor frío me invadía al abrirlos, al ver tanta letra impresa, solamente sus imágenes me mantenían fijo a la silla; aquello era un suplicio y de la noche a la mañana dejé a un lado mi tormento, a pesar de una fuerte presión familiar para que me retractara de la decisión tomada. Estaba comprobado que yo no había nacido para los libros, ni ellos para mí. Empecé a hacer chapuzas relacionadas con la construcción; ahora con el tiempo puedo decir que se vislumbraba lo que más tarde llegaría a ser: un albañil cualificado, sí, sí, un albañil cualificado, que nadie lo ponga en duda, no sólo lo digo yo sino que mis jefes son de la misma opinión, a cada uno lo suyo. Animado por mi juventud y por las ganas de comerme el mundo decidí hacer las maletas e irme a otro país en busca de mejores oportunidades; a la edad en la que yo me fui, veintidós o veintitrés años, uno nunca piensa en las penurias, el brillo del triunfo es capaz de cegar a la juventud más desbordante para no presentir que el fracaso juega en igualdad de condiciones. Me adapté a las condiciones de mi país de acogida lo mejor que pude; al principio tuve serios problemas con la lengua. A medida que pasaba el tiempo la empecé a entender, pero nunca logré pensar en ella, era simplemente un instrumento más de trabajo, muy limitado, eso sí, sabía frases coloquiales que, a base de oírlas, habían dejado poso en mi memoria; en mi comunicación con los demás estaba siempre presente esa barrera idiomática que impide expresar los sentimientos tal y como  se manifiestan, quedando como constreñidos, carentes de emotividad. Allí me casé y fui padre de una niña; mi matrimonio duró poco, apenas cinco años; a veces me pregunto cuál fue el motivo de tal fracaso; inclinado sobre esta copa de vino la pregunta me bombardea constantemente y la única solución que tengo es acelerar su bebida para que pronto una nube cubra una respuesta dubitativa y nada aclaratoria. Me casé muy ilusionado, con una nativa de mi país de trabajo, especifico lo de trabajo porque nunca lo acepté como de adopción, de ese sentimiento me enteré mucho más tarde. Era una mujer muy hermosa, con las facciones propias de su raza: una piel blanca, un pelo rubio y unos ojos azules que desprendían claridad y blancura propias del sol de su tierra. Pronto me enamoré de ella; este hecho me llevó al convencimiento de que me había integrado de pleno derecho en la vida de aquel país, de que era uno más de ellos, un ciudadano con privilegios, y todo por el simple hecho de haberme enamorado de una congénere. Hablábamos poco, mis esfuerzos y sus esfuerzos por entendernos terminaban en unas sonrisas pardillas que dejaban entrever que casi no nos habíamos comprendido. Quizá la soledad y la extrañeza de sentirme en una tierra distante habían influido en mi enamoramiento, no lo pongo en duda. El tener a alguien a mi lado me ayudaba a superar esas sensaciones de abandono. Fuera como fuese, el caso es que yo la quería; su presencia llenaba el hueco de la incomprensión de los demás, de esa familiaridad inencontrable que se experimenta cuando uno está en compañía de los suyos. Los primeros meses fueron de una entrega total, de tanta entrega que nació nuestra hija, físicamente muy parecida a su madre, de mí poco tenía; cuando la miraba trataba de buscar algún rasgo que confirmara mi participación en su engendramiento y llegaba a la conclusión de que tal vez había puesto poco empeño; en aquel momento la ceguera de padre no me permitía ver con claridad la tontería de tal creencia. Nuestra relación se fue deteriorando sin saber cómo, quizá yo pasaba mucho tiempo en el andamio y ella en la oficina; era secretaria, y los dos lugares eran incompatibles, además era mujer de cierta cultura y sabía desenvolverse en todos los ambientes con facilidad, es decir, una mujer con don de gentes. Yo era bastante tímido aunque no falto de decisión. Me alegro de que nuestra hija haya quedado bajo su tutela, sé que ella sabrá darle el empuje y los estudios necesarios para que enfoque su vida y el mundo de la forma más conveniente. Yo carezco de conocimientos, los básicos nada más, mi vida se apoya en la destreza no en la inteligencia. Me gano mi sustento con la habilidad de mis manos; si soy sincero no hace falta estrujarse el cerebro para colocar cuatro ladrillos, pero también reconozco que ladrillo a ladrillo he construido casas, he creado hogares para que otros se albergaran; nunca se puede tener todo. Poco participé en la educación de nuestra hija; a medida que nuestra relación se enfriaba aumentó el distanciamiento; yo pasaba más tiempo en el andamio y ella en la oficina; la niña la dejábamos aparcada en la guardería. Cuando decidimos separarnos aún permanecí algún tiempo allí; las veía y conversaba con ellas, pero la parquedad de palabras, la falta de fluidez en el idioma extranjero, limitaban la expresividad a un nivel muy bajo. Al encontrarme solo la añoranza de mi tierra se acrecentó y empecé a echar de menos a mi gente; cuando volví me di cuenta de que todo y todos habían cambiado, mis familiares y amigos habían seguido sendas distintas. Me equivoqué al pensar que mi soledad se iba a mitigar con el retorno, lo único que conseguí fue acentuar más esa sensación; no obstante, tenía el consuelo de estar en tierra conocida y entre conocidos, pero ya no entre amigos. Hoy en día el contacto con mi exmujer casi es nulo: en fechas muy señaladas donde la frialdad y la cortesía se manifiestan con una falta de ganas disimulada. Ahora mi hija es adulta, ha finalizado sus estudios en la universidad y busca trabajo; es posible que esté enamorada, ella nunca me lo ha confirmado, pero estoy seguro de que con esa voz tan dulce y melodiosa que tiene habrá conquistado a más de uno de sus compañeros de estudios. Las pocas veces que hablo con ella por teléfono me parecen los instantes más preciosos que poseo; la verdad es que me siento muy  orgulloso; creo que es lo mejor que he hecho en mi vida. En mi cartera, llevo dos fotos muy escondidas de ella, una cuando era bebé y otra de adulta; de vez en cuando las miro, de vez en cuando contemplo transcurrir el tiempo, de vez en cuando contemplo la naturaleza seguir su curso, de vez en cuando me doy cuenta de que me hago mayor, muy mayor, muy mayor, muy mayo, muy mayo, muy mayo, muy junio, muy julio, muy agosto, muy septiembre, muy octubre, muy noviembre, muy diciembre y el año se termina y hay un año más. Le deseo todo lo mejor. Yo he rehecho mi vida en esta gran ciudad, si se entiende por rehacer el vivir y trabajar en ella, si se entiende por rehacer el llevar una vida en pareja, declaro que no. Lo he intentado varias veces, pero siempre me he topado con el fracaso; creo que estoy abocado a él, aunque mi Ángel siga siendo mi esperanza remota. Pongo mucho  empeño en mis relaciones y, sin querer, se desmoronan; deben de ser como esos muros que se van construyendo ladrillo a ladrillo y por una inclemencia del tiempo pronto se vienen abajo, no por falta de calidad de los materiales y de la buena mano de obra, sino por el sobresalto de una fuerte ráfaga de viento, por ejemplo. Tengo la sensación de que he sabido construir casas y no frases. He colaborado en crear grandes edificios; ladrillo a ladrillo los muros y paredes han ido creciendo, han ido cerrando y dividiendo espacios, han ido separando estancias y ambientes y cuando uno está próximo a rematar y observa la obra en su conjunto, se da cuenta de que ha colaborado en el progreso y la modernidad, que con un pequeño grano de arena uno ha ayudado a crear las catedrales de la opulencia, hogares lujosos, para gente lujosa, hogares sencillos para gente sencilla; y yo que en realidad tengo la solución en mis manos no he sabida crear mi propio hogar, hacer mi propia casa, con mis propias ideas, mis propias manos y alojar en ella a mi familia. Familia tuve, pero ya no tengo; ganas de levantar una casa tuve, pero ya no tengo. Me faltan ilusiones, la única que me queda se ha vuelto rutinaria, asequible y sin pretensiones: venir aquí cada noche y beber mi vino tinto, de un rojo intenso como la sangre y contemplar a mi Ángel. ¿Frases? Nunca supe crear frases, me faltan las palabras; quizá nunca supe pronunciar la frase ideal en el momento preciso; la rudeza de mis gestos junto con el temor a no demostrar una soltura que estuviese a la altura de las circunstancias cohibían aún más mi timidez de expresión haciendo unas frases entrecortadas y temblorosas ocasionadas por unos nervios agarrotados en mi garganta. Mi auténtico sentimiento siempre se quedaba para mí y si lograba expresarlo casi era a medias, la torpeza de mi apocamiento conducía a mi interlocutor a una falta de interés y a que mis propias palabras cayeran en la indiferencia. Sobre esta copa de vino lo he pensado muchas veces: debería haberme esforzado más en hablar con mi exmujer a pesar del idioma; si yo hubiera puesto más empeño y ella hubiese puesto un poco del suyo quizá pudiéramos haber estado hoy juntos. Pero ya no es momento de lamentaciones, el pasado pertenece a un tiempo pretérito y no presente. De nada sirve conjugar unos tiempos verbales que nos acerquen o alejen de la realidad, ésta se presenta ante uno con verdades actualizadas. Cada noche rememoro el rito de un hogar feliz, viniendo a este bar, a estas horas es como estar en familia, apenas nos conocemos y, sin embargo, nos transmitimos calor hogareño; apostaría el sueldo de un mes y estoy seguro de que ganaría a que todos los que aquí estamos no tenemos adónde ir; son momentos de estar al cobijo, de no deambular por las calles, de sentirse acompañados; el día ha sido pesado y el trabajo hace mella en unos cuerpos no ya tan jóvenes, por eso los volcamos sobre esta barra del bar, no solamente cargados con el esfuerzo físico sino también por la carencia de ilusiones y de acogida familiar. Muchas veces me apetecería tomar un buen café cargado para que me despejara este sopor profundo ocasionado por el agotamiento y el desánimo, pero es mi Ángel la que me trae esta copa de vino tinto, rojo como la sangre, y me lo pone delante y como un niño obediente poco a poco me lo voy bebiendo en el transcurso de la velada; no tengo el valor suficiente para rechazarlo; sería tan sencillo que con una mano lo apartara de mí y le pidiera amablemente que me trajera un café cargado, muy cargado, pero me falta el impulso, el gesto al rechazo, el gesto del desaire a poder ofenderla. Igualmente sería tan sencillo pronunciar una frase mágica: nimm den Leidenskelch von mir, aparta de mí este cáliz, no quiero beberlo, no me angusties más de lo que estoy, dame algo para que me despeje y pueda ver más claro. Y no tengo solución, como un corderito me resigno a seguir mi camino y agacho la cabeza y bebo, bebo hasta entorpecerme, hasta creerme que mañana será un nuevo día y algo cambiará. El sabor del vino y su reflejo en la copa me engañan, levanto la cabeza y veo a mi Ángel, a mi Ángel, a mi Ange, a mi Engel, Ángel, Angel, Ange, Engel; Angel, Ange, Engel; Angel+Ange+Engel= Angle. Y veo un ángulo, uno de los muchos a los que estoy acostumbrado cada día, ángulos formados por paredes, techos y suelos, infinidad de laberintos que superponiéndose se elevan a las alturas creando edificios; en uno de ésos, en uno de sus múltiples habitáculos yo poseo un apartamento: dos habitaciones, un salón, una cocina y un cuarto de baño, para mí es suficiente, no necesito más espacio, me sobra el que tengo. Está muy cerca de este bar, los pisos más altos se pueden ver desde el exterior, con atravesar el parque de los olivos uno ya esta en él. No me gusta acostarme temprano, tampoco duermo a pesar de estar cansado, necesito venir aquí. No tengo horarios fijos excepto el laboral y esta cita diaria; son los únicos que mantienen mi obligación, ando suelto como un perro vagabundo y se me puede encontrar en cualquier parte, pero al final del día siempre recalo en este bar, en parte es mi segundo hogar. Alguien me dijo un día que si hubiese un terremoto, éste nunca me pillaría en casa, y no iba muy descaminado. Las comidas las hago donde me encuentro, unas veces en casa otras cerca del trabajo; no soy muy exigente, cualquier cosa me va aunque tengo predilección por las carnes; reconozco que mi trabajo tiene un desgaste físico y he de compensarlo con un buen plato y un vaso de vino tinto. En estos últimos años confieso que el vino me ha reconfortado en demasía; he buscado en él consuelo y refugio, he sabido aliviar la intensidad de percepción con que a veces se presenta la vida y sus carencias; me ha atontado, aunque nunca he estado borracho, me ha dado el punto de alcanzar una sonrisa cuando la tristeza acechaba con su sombra; ¿ por qué no decirlo? Le estoy agradecido por ser un fiel aliado de mi desdicha, por distraerme, por humedecer mis labios cuándo éstos están secos por el silencio, por traerme a este bar pues aquí tiene un sabor distinto, quizá más amargo, pero más verdadero… necesito beber un trago, mi boca está seca. La mayor parte del día la paso en las alturas, mi trabajo casi siempre se desarrolla en los “ aires”, tan pronto estoy en el piso veinte como me mandan al piso treinta y siete; según el edificio en el que esté trabajando la panorámica de la ciudad puede ser magnífica; en el descanso, cuando me paro a tomar algo, en vez de conversar con mis compañeros, me retiro y busco algún lugar apartado del edificio en construcción desde donde pueda contemplar la ciudad; desconecto inmediatamente de mi labor y de donde estoy y extiendo la mirada sobre ese mar de cemento, me quedo en silencio para captar su murmullo, para imaginarme muy superficialmente las vidas de todas esas gentes que recorren las calles, que entran y salen, que suben y bajan, que aceleran y desaceleran, que caen y se levantan, que se pierden y se encuentran, que...que...que... Por un momento me doy cuenta de que entro en contacto con ellos por medio de la reflexión, me siento uno más al inmiscuirme, aunque nada más sea por medio del pensamiento, en sus acciones diarias; no importa lo alto que yo esté, también bajo y participo de los mismos movimientos y preocupaciones. Desde aquí arriba parece como si todo fuese distinto y no es así, cambia la forma de mirar, la perspectiva aérea mueve a la reflexión, pero nada más. Los edificios de la ciudad conservan una misma altura aproximada, salvo la antigüedad y la modernidad que despuntan hacia el cielo: las torres y las cúpulas de las iglesias reclaman su presencia por veteranía; los semirascacielos también se presentan como seres emergentes, vivos, desbordantes de futuro. Y yo aquí en uno de ellos ayudándolo a prosperar, a crecer, a convertirse en soporte de hogares en próximas generaciones. Me acerco al bordillo y miro directamente hacia abajo, no tengo vértigo, no me asusta el vacío, estoy acostumbrado; las profundidades me son tan familiares desde lo alto como desde sí mismas. Con el alba me elevo hacia el cielo, con el crepúsculo desciendo hacia la tierra. Durante el día convivo con la claridad, llegada la noche me sumerjo en la oscuridad, ¿qué tienen de común estas dos palabras? Nada tan sólo la terminación: dad. ¿Qué voy a dar? Nada, no tengo nada que dar, quizá tenga algo que recibir, pero no sé de quién. Dad! dad! dad! dad!¡papá! ¡papá! ¡papá! ¡papá!. Si para acceder a mi trabajo tengo que coger un montacargas que me lleve al piso indicado, para llegar aquí tengo que atravesar ese parque de olivos; son dos trayectos completamente distintos: uno es elevarse en línea recta el otro es sumergirse en línea recta también. Las finalidades de los dos destinos son las metas de mi vida: un trabajo y una búsqueda de hogar. El primero logrado, en el segundo hubo un intento, fallido, y en camino de no conseguir uno nuevo. Tanta claridad y tanta oscuridad, me muevo entre ellas, ambientan mis acciones, me delatan y me ocultan. El día y la noche. Y ahora es de noche. Al entrar en este bar”La casa d’Esperante” es como si me adentrara aún más en la noche de la noche, como si lo negro fuese aún más negro, como si yo aún fuese más yo, el yo más auténtico. El yo del andamio es un yo extrovertido, ágil, desenvuelto en su trabajo, servicial con los compañeros, dispuesto a echar una mano en lo que sea necesario; el yo del bar es un yo profundo, igual que el sonido que arrastra un eructo en su marcha hacia el exterior; vapuleado por la existencia, fatigado al no encontrar un lugar acogedor de reposo, que descansa incómodamente sobre esta barra de bar y que si por la mañana veía una hermosa panorámica aérea de la ciudad extenderse ante sus ojos, ahora lo único que tiene es una visión reducida de un vaso de vino tinto. Por la mañana la superficie de ese mundo es sólida, por la noche es líquida. Por la mañana todo es aridez, por la noche humedad. ¿Qué estamos todos haciendo aquí? ¿Qué esperamos? ¿A quién esperamos? Creo sencillamente  que venimos a pasar el tiempo, a que el tiempo transcurra en compañía de alguien, pero a distancia, la sola presencia basta. Imposible cualquier acercamiento, el único hacia el vaso. ¿Qué esperamos en Casa  d’Esperante? ¿Esperar o Esperanza? Esperar ¿por quién?, Esperanza ¿en quién? ¿Quién le habrá puesto este nombre? ¿Tendrá un segundo significado que oculte alguna intención? Uno de los clientes asiduos ya se ha marchado, quizá quiera descansar o alguien lo aguarda; poco a poco iremos abandonando el local por separado, nunca juntos; la ausencia de alguno indica el declive de la noche, el decir adiós a una jornada monótona que remata en un descanso merecido aunque frustrante. Ya no estamos los de siempre, su marcha nos predispone hacia un próximo desalojo del bar, pero los que allí quedamos nos hacemos los morosos, yo cojo mi copa y empiezo a darle vueltas como si en sus giros quisiera desentenderme de la despedida; algún otro mira fijamente el vaso dejando caer la insinuación en saco roto. Los que quedamos queremos alargar la estancia, me digo a mí mismo, un poco más y miro a mi Ángel, en sus ojos no advierto reprobación, me quedo tranquilo y bebo un poco, el vino me sabe mejor. La música machacona parece haberse suavizado, sí, estoy seguro; no creo que sean los efectos del alcohol los que hayan amortiguado su percepción, tampoco he bebido tanto como para estar ligeramente apocado. Mi Ángel está pendiente de mí, cuando se me está terminando el vino, sin quedar vacía mi copa, viene y me la vuelve a llenar; no quiere que pase sed; suelo beber dos o tres copas de vino tinto, muy tinto, muy negro y muy rojo, como la sangre, así es el vino de esta región, muy cargado. Hay silencio, mucho silencio a pesar de la música ambiental; ésta no entra en las mentes y las tonifica, es algo que está en el aire y nada más, como el humo, se aguanta, se soporta y se asimila  como una incomodidad de las relaciones sociales. La música se extingue poco a poco en el silencio del bar; me sorprende la agudización de los sonidos por la mañana y por la noche también; cuando estoy en la obra el gorjeo de algunos pájaros me parece una irrupción divina en la cotidianeidad del trabajo, una crispación que se agradece sobre todo en las primeras horas del día, pues anuncia la frescura de una jornada, de un día más en la vida de uno. Cuando el edificio aún está en estructura, sin divisiones, pequeñas bandadas de pájaros lo atraviesan, rápidos como flechas, sin apenas darnos cuenta, los que allí estamos, de percibir su paso y de que han herido el corazón de un coloso de cemento. Por la noche aquí, no hay pájaros, no hay viento, no hay lluvia, no hay nieve...Las inclemencias del tiempo no cuentan, estamos al cobijo, estamos protegidos de cualquier agresión externa; pero nuestro interior sí está herido, no importa la causa, no importa el sujeto o la acción que lo haya ocasionado, nuestro cuerpo es lo suficientemente inteligente y discreto para exteriorizar nuestras más íntimas convulsiones; sin querer, la forma en la que estamos sentados delata una inconformidad con nosotros mismos. La música al comienzo, al entrar, era agresiva, incitaba a la agitación, que si bien no se manifestaba en una coordinación, sí ayudaba a que la mente alterara su tranquilidad y entrara en ebullición; ahora se ha vuelto tranquila, sosegada; el cansancio va haciendo mella en cada uno de nosotros, pero yo resisto, me empeño en salir de último y siempre lo consigo. Poco a poco las luces del local se irán apagando, irán amortiguando su intensidad y nos irán despidiendo, excepto una cuya llama agonizará en el último instante; entonces “ La Casa d’Esperante” quedará a oscuras, desaparecerá en la noche y con la noche hasta que el nuevo día abra una vez más sus cortinas con la esperanza de ver “La Casa d’Esperante”. Sin que se dé cuenta, miro a mi Ángel, recorro con la mirada su cuerpo de arriba abajo, necesito constatar una realidad, su existencia; de repente me mira y me sorprende, bajo mis ojos y los clavo en mi copa y en el líquido rojo se diluye una ilusión. Miro a mi alrededor y compruebo que ya estoy solo, el resto de la clientela se ha marchado, lo he conseguido, como siempre saldré de último; es un abandono agradecido, deseado, es posible que sospechen algo, que mi única intención es quedarme con ella a solas; no me importa, mi fijación a este taburete y a mi copa son capaces de desechar cualquier idea de desarraigo sin haber cumplido mis deseos. Las luces se han extinguido salvo una que proyecta luz intensa, blanca, en línea recta, que comunica techo y suelo, es como una estrella, es la única estrella que brilla en el firmamento de este bar. Estos momentos siempre me han parecido mágicos, tal vez sea la magia que exista en mi día a día, en ellos se condensan mis deseos de expresarme, de dar rienda suelta a mis sentimientos, de encontrar las palabras idóneas que configuren y den cuerpo a lo que realmente siente mi corazón. Cada noche, cada vez que vengo aquí trato de suavizar mi rudeza, sobre todo la externa: me ducho, me afeito, me pongo mis mejores galas y hasta me echo un poco de agua de colonia para ahuyentar la manía de que todavía sigo oliendo a andamio. Una vez arreglado me miro al espejo y una sonrisa adolescente de aprobación me confirma que ya estoy dispuesto para salir. Alegre e ilusionado me vengo hacia aquí creyendo que mi aspecto físico me ayudará a encontrar las palabras exactas, dignas de mis sentimientos, pero durante el transcurso de la noche me convenzo de que me he convertido en mudo, de que carezco de recursos, de que mi destreza reside en mis manos y no en la palabra y de que mi medio de expresión externa es agarrándome a este taburete y a mi copa, extinguiendo el tiempo hasta un límite. No tengo valor para decir: nimm den Leidenskelch von mir. Aparta de mi este cáliz. Sería ceder, sería rendirme. Estoy sujeto a mi destino y lo recibo con los brazos abiertos, bebiendo un buen trago de vino tinto, por muy amargo que sea lo acepto. Ha llegado el instante de mirarnos a los ojos, sabemos que nadie nos observa, que nadie puede presenciar nuestro silencio y torpeza, que nadie puede interrumpirnos y que si nuestra mirada tiene que perdurar más en ese instante nadie sorprenderá nuestra entrega, nadie, sólo nosotros. En mi mente las palabras se agolpan, se entremezclan, pero no encuentran orden ni vínculo de expresión, soy un Orfeo torpe ¡ qué le voy a hacer!, mi Eurídice sabrá llenar mi silencio con su voz. Creo que ha llegado la hora de irme, sobre la barra del bar dejo discretamente unas monedas; quiero que sea un acto insignificante; en el fondo creo que es injusto pagar por algo que es mío, ese vino es como si formara parte de mi cosecha. Involuntariamente la noche se ha adentrado en este local, en la  “Casa d’Esperante” y la última estrella vacila, su energía disminuye y antes de que todo sea oscuridad una mirada de despedida; la música ambiental ha enmudecido, yo me levanto y me dirijo hacia la puerta, antes de abrirla, me vuelvo para decir “hasta mañana”, pero ya no veo nada, es de noche y una voz desde el fondo del bar canta: https://www.youtube.com/watch?v=onz2sYMV4Yg
 


                  Quest’asilo ameno e grato

                   Del riposo il terren,

                   È il soggiorno ridente

                   Beato del sommo ben:

                   Non ingombra l’alma sicura pura,

                   L’aura tranquilla gira, spira

                   La calma piacere nel sen:

                   E dell’ anima il dolore muore,

                   Fuggendo il casto terren.

 

 

                   Este refugio ameno y grato,

                   Tierra del reposo,

                   Es la residencia riente

                   Y feliz del dios supremo:

                   Ligera el alma segura y pura

                   Por la brisa tranquila vaga, espira

                   El sosegado placer en el seno,

                   Y del alma el dolor muere,

                   Huyendo de esta casta tierra.         Eurídice

 

                         Orfeo y Eurídice- Ch. W. Gluck