viernes, 26 de enero de 2018

LA CREACIÓN-II




                                                                                                                                     
S/T-Antonio Murado
                                                         

Roda-linda de Marma y de Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro era una mujer isla que la tierra había regalado a un inmenso océano; era diminuta, frágil, casi siempre a punto de quebrarse; su edad ya muy avanzada, noventa y dos años, atraía la atención hacia unos cuidados protectores por temor a que aquella fragilidad pudiera desplomarse, hacerse añicos. Su rostro estaba cubierto de arrugas, grietas profundas en una piel de seda, los párpados poseídos por la flacidez ensombrecían su mirada, casi ocultaban unos ojos azules, brillantes, vivos que transmitían la alegría de comerse el mundo; una nariz fina, pequeña y una comisura que formaba una boca, sin labios, en donde la sensualidad se había inhibido hacía tiempo; sus orejas, con la edad, se habían agrandado creando unos pabellones auditivos receptores a cualquier sonido, inocentemente disimulados por una caída de pelo, por una melena corta y blanca que le llegaba un poco más abajo del lóbulo de la oreja; su frente se cubría parcialmente por un mechón de pelo proveniente del lado izquierdo con dirección hacia el derecho y donde una horquilla negra contenía un posible desprendimiento; estirando aquella piel podría contemplarse un rostro infantil que conservaba la misma alegría, ingenuidad y desparpajo que poseyera en su infancia. Su cuerpo era diminuto y muy delgado con tendencia a encorvarse, a replegarse sobre sí misma; caminaba a paso corto, mejor dicho, a pasitos cortos, a saltitos cortos como los pajaritos, como no queriendo adueñarse del espacio pisado, como si le pareciera impúdico adueñarse de algo que ya no le pertenecía. El concepto que su avanzada edad le había aportado era el de no ocupar lugar, el de no estorbar, el de que su presencia, el espacio que ésta pudiera llenar, no impidiera y perturbara la marcha del mundo; bajo ningún concepto ella quería ser un estorbo, como ya no era útil en él, tampoco deseaba entrometerse en su aceleración, reconocía que pertenecía más al sosiego que a la agitación. A sus noventa y dos años aceptaba su existencia como un regalo de la vida y por ello le estaba agradecida, pero no quería abusar, con ella ya había sido suficientemente generosa, todo lo que le había pedido le había sido concedido, a pesar de los muchos esfuerzos que en algunos casos tuvo que superar. Era viuda desde hacía tiempo y sus dos hijos estaban casados, tenía tres nietos que, cuando la visitaban, la llenaban de orgullo y alegría, pero sus visitas eran esporádicas, cada vez que los veía advertía el paso del tiempo en ellos: más altos, más delgados, más adultos, más de todo y ella a su manera advertía una reciprocidad inversa: menos de todo. Vivían bastante lejos, aprovechaban algunas vacaciones para venir a visitarla, cuando no tenían proyectos de viaje cumplían con la obligación de verla, aunque ella sabía que no venían por su propio gusto, venían forzados y con sonrisa forzada; no obstante, los recibía con los brazos abiertos y los colmaba con los mejores servicios que estaban a su alcance y dentro de sus posibilidades: cocinaba para ellos, hablaba con sus nietos, les hacía infinidad de preguntas, quería conocer su mundo, un mundo inalcanzable ya para ella, cuando llegaban o se marchaban los besaba y entre sus manos cogía sus rostros, los contemplaba de cerca; como eran tan altos y ella tan baja existía un empeño de doblamiento y estiramiento, ejercicio gimnástico que a ambas partes confortaba. Una vez, dos veces, tres veces al año, esto ocurría de vez en cuando; Roda-linda de Tourisa nunca se enfadaba, tenían que hacer su vida, se contentaba con saber que se encontraban bien, que su felicidad era la suya y que ella era un recuerdo para ellos, un recuerdo que había que avivar una, dos o tres veces al año o ninguna y por su propia voluntad; ella nunca exigía ni pedía nada. Su edad era la de la conformidad, la de la contemplación, la de no ocupar lugar, la de las pequeñas cosas, la de caminar sin dejar huella, la de entrar sin ser vista... la de todo, la de existir en silencio. Roda-linda de Benencia vivía sola en un piso de una ciudad costera, no muy grande, lo suficiente como para no conocerse sus habitantes; le encantaba el mar, desde la ventana de la sala podía contemplarlo a su gusto, con toda amplitud; abajo se extendía una playa por donde paseaba, hiciera el tiempo que hiciese, siempre daba sus paseos, le gustaba arrastrar los pies por la arena y se daba media vuelta para observar el surco que había dejado, estaba segura de que al día siguiente aquella marca ya no existiría, la marea se encargaría de borrarla; amaba el ruido del mar, en especial el de las olas, se preguntaba si en realidad aquel sonido era la auténtica voz de aquella agua azul, cristalina, fría; cuando se aproximaba a la orilla jugueteaba con las olas al  “aquí te pillo, aquí te mojo”, pero nunca sus pies se vieron atrapados por el agua, solamente se mojaban si ella quería, y ella solamente quería en verano y en aquella semana; no gozaba de buena salud y un exceso podía pagarlo caro, durante el resto de las estaciones tentaba el riesgo, nada más. Roda-linda de Vionta recibía una pensión mensual que cubría todos sus gastos; durante sus largos años de vida había aprendido a controlar el dinero, sabía cuánto podía gastar y ahorrar, el dinero se había convertido para ella en algo elástico, algo para estirar o aflojar; lo que recibía le era suficiente, nunca se atrevía a pedir más, creía que ya no tenía derecho a exigir, ¡como casi no existía!; indudablemente los gastos se duplicaban cuando venían sus hijos y nietos, pero tampoco le preocupaban, sus visitas eran tan escasas que no la metían en ningún apuro. Vivía con absoluta sencillez y esta sencillez la ponía en contacto con el mundo de las pequeñas cosas, inapreciable a una mirada imbuida en lo material. Si su participación en la sociedad en la cual le había tocado vivir era nula, su edad ya no le permitía llevar una vida productiva en lo material, sí aportaba una alegría a cada acto que realizaba, saboreaba el instante y disfrutaba de él, nunca lo magnificaba, aprovechaba su autenticidad, alejando cualquier pompa. Verla comer una manzana podía ser una maravilla: arte al pelarla y cortarla, delicadeza al llevar cada pequeño troza a la boca, discreción al masticarla, saborearla como si fuese el mejor manjar del mundo, agradecimiento por lo dado y recibido y finalmente sonrisa por el momento vivido. Su edad le permitía el lujo de experimentar la vida con plenitud de sensaciones, cada momento era poseerlo y disfrutar de él al máximo, como si no hubiera una segunda oportunidad; durante todo el año su vida podía calificarse de monótona, ningún acontecimiento extraordinario dejaba una huella imborrable que marcara un hecho a destacar, a recordar, nunca había nada, ella ya no estaba hecha para acontecimientos relevantes, estaba hecha para la insignificancia; descubrir su vida diaria paso a paso sería caer en el aburrimiento porque éste se estancaría en lo superficial, no se adentraría en los ritos sencillos que cada acción monótona conlleva, pero que para ella eran como un dar gracias por el momento gratuito que se le había concedido. Y todo se veía condensado en aquella semana del mes de diciembre, en la segunda semana del mes de diciembre, en aquellos siete días del mes de diciembre, en aquellas ciento sesenta y ocho horas del mes  de diciembre, en aquellos diez mil ochenta minutos del mes de diciembre, la sencillez y el agradecimiento hacían acto de presencia en el mundo. Eran días fríos, lluviosos, carentes de luz, grises, llenos de nieblas y la noche acechando, robándole claridad al día, imponiéndose con desfachatez. Roda-linda de Noro encajaba perfectamente en el ambiente, la climatología tenía en ella su representación humana, por ella los días carecían de sol, la templanza del clima ni se atrevía a asomarse, las nubes se deshacían en lluvias, en llanto por ella y ella se diluía, se dejaba llevar por los caprichos de la atmósfera del momento. En un calendario que colgaba en su cocina, aquella semana surgía como por arte de magia, como un deseo incontrolado al cual uno no se resiste; con anterioridad contaba los días deprisa, con ansia, queriendo acelerar su paso y que llegara de una vez la fecha soñada, igual que una colegiala cuenta los días que quedan para la llegada de las vacaciones. Los siete días, los pasaría como siempre, en su ciudad, en su casa, exceptuando una noche… Y llegó el primer día, y surgió de la nada, Roda-linda de Marma, de Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro se convertía en la aristócrata de sus sentimientos. Se levantó muy temprano, a la hora de maitines, mucho antes de que amaneciera; no hizo falta poner el despertador, una euforia por la vida la despertaba y la hacía saltar de la cama, con dificultad, pero saltaba; durante aquella semana los achaques quedaban en un segundo plano, una vitalidad desconocida la ayudaba a superar cualquier impedimento que su salud precaria pudiera ocasionar, lo desafiaba y rompía con todas las normas que se había impuesto para evitar cualquier recaída o empeoramiento de salud. Se aseaba, era lo primero que hacía, siempre lavaba el rostro con agua fría, no importaba la estación del año en la que estuviera, siempre fría, sentía que aquella frialdad estiraba las arrugas y las grietas no eran tan profundas; no se maquillaba nunca, ya no había nada que maquillar, el derrame era irreversible, irreparable; inconscientemente con el dedo índice figuraba rizar unas pestañas que casi no existían y con un pase ligero por la comisura de la boca insinuaba colorear unos labios que no había; se esmeraba en peinarse bien, en que aquella media melena blanca tuviera su justa caída y que el mechón de pelo que atravesaba su frente de lado a lado quedase bien sujeto con la horquilla negra, ésta, con luz indirecta y a cierta distancia sobre la superficie blanca de su pelo lacio, daba la sensación de formar una brecha, una hendidura en el cráneo, un pasadizo al pasado; cada uno de los pasos en su aseo formaban parte de un antiguo rito y época, cuando poseía belleza y había que adornarla. Terminado el paripé, Linda se contemplaba en el espejo, sonreía sin saber el motivo, infinidad de rostros se superponían, infinidad de historias se superponían, infinidad de recuerdos se superponían y toda una vida concluía en aquel rostro, en su rostro; en aquella sonrisa no había lamentaciones, remordimientos, rencores, era una sonrisa alegre, agradecida, feliz. Ya estaba dispuesta a enfrentarse al día, ya estaba presentable, con esta idea salió del cuarto de baño en camisón blanco y envuelta en un chal grueso de lana negra, se precipitó hacia la ventana de la sala para comprobar si el alba había despuntado, el mar estaba en calma, se adivinaba, aún no se veía; le daba tiempo a desayunar y a vestirse, fue a la cocina y se preparó una tacita de café con leche, no tomaba nada más. A aquella hora del día tan temprana, no le apetecía nada sólido y aquel líquido lo bebía no por gusto, sino para ayudar a ingerir un sinfín de píldoras, tabletas y cápsulas que mantenían sus achaques a raya y que sin las cuales, por prescripción médica, estaba abocada a un final precipitado; lo del final lo tenía asumido y lo de tragar tantos remedios era como retarlo, como bromear con él para ver quién podía más, pero sabía que a la larga ella sería la perdedora; antes de ingerirlas las ordenaba por colores o formas o echaba a suerte a ver cuál le tocaba primero, había dos malvas, una de color más intenso que la otra, que eran las últimas en tomar, le daban pena, creía que mejor estaban en el mundo exterior alegrando la vista; cuando les llegaba el turno las tragaba precipitadamente para alejar de la visión el motivo de su remordimiento. Se fue al dormitorio y se vistió, ¿qué se puso? Ropa, ropa en sentido generalizado y primario, para cubrirse, para protegerse del frío, prendas atemporales que no marcaban moda, carentes de estilo, desestructuradas, cuya finalidad era cubrir un cuerpo, conservar y dar calor a un ser humano desposeído de la fuente de la juventud; superpuso algunas, sin sentido de la estética hasta que notó que estaba ya resguardada contra el frío; las mujeres de las cavernas se protegían de las inclemencias del tiempo, ella también. Se apresuró al máximo, pero la edad ponía freno a la desenvoltura, quería estar en la playa a la hora en que despuntara el alba, no quería perderse el espectáculo; cogió un grueso abrigo de paño negro, lo que en tiempos remotos sería una piel de oso, se lo puso y cubrió la cabeza con una pañoleta negra quedando su rostro enmarcado con el aspecto de la viudez; no cogió el ascensor, aquella semana estaba hecha para los excesos, bajó las escaleras a duras penas, por gusto, por lo tanto la mortificación carecía de valor, cuando llegó al portal estaba casi sin respiración y se apoyó contra el pasamanos, recobró el aliento, tan pronto como se recuperó, sin perder más tiempo, se lanzó a la calle, la cruzó y se fue a la playa; estaba desierta, había bruma y mirar hacia mar adentro era como penetrar en tinieblas; ya se veía algo, el contorno empezaba a perfilarse, a diferenciarse. Roda, después de un primer contacto con el lugar, se puso a caminar, aquel paseo le era familiar, era el que siempre hacía, si no a aquella hora a otra; el pasear por la playa “l’encantaba” aunque durante aquella semana tenía un significado especial, era como darlo por última vez, como si fuese una despedida, aunque lo repitiera durante esos siete días, el llevarlo a cabo cada vez era como decir adiós y al mismo tiempo como la esperanza de efectuarlo al día siguiente. Desde un extremo al otro de la playa Roda rodaba, arrastraba los pies, calzados en unas zapatillas negras de paño, por la arena, a veces se enterraban y la humedad las traspasaba y no tenía miedo a que su salud peligrara. Aquel ascenso y descenso de la marea nunca lo había entendido bien, saber que era producido por la atracción del sol y la luna le era suficiente, era como si el agua del mar estuviese bendita, por lo tanto no podía causar daño alguno, todo lo contrario, sería beneficiosa; a propósito y con algún esfuerzo enterraba la  punta de la zapatilla en la arena y después la sacudía, unas cuantas veces más y se daba cuenta de que estaba escarbando un pequeño hoyo, si tuviera a su alcance algunas conchas las enterraría allí, alisaría la superficie con la suela de la zapatilla y se marcharía, se prometería que en el camino de vuelta no volvería a pisar sobre el mismo lugar; descartada aquella posibilidad un pensamiento premonitorio la sacudió, no se asustó y siguió rodando, rodando, rodando, rodando, rodando, rodando, descansó un momento y siguió dodando, dodando, dodando, dodando, dodando, hasta que volvió al punto de partida, se paró y advirtió que el amanecer se presentaba gris, frío, lluvioso, y deseó mojarse e imploró a las fuerzas de la naturaleza que tal cosa sucediera y así fue, una lluvia menuda bajó del cielo para cumplir el deseo de Linda-roda de Marma; se quedó quieta, indefensa, dejándose calar hasta los huesos, chorreando, miró hacia el cielo para ver si descubría algo y nada había solamente H2O, para completar su deseo salió de su letargo y corrió hacia el mar, fue ciega a las olas y metió los pies en el agua, sintió una culpa infantil por haber cometido una trastada: había mojado las zapatillas; miró a su alrededor y no había nadie, por lo tanto nadie la había visto; la sensación de haber desobedecido pronto desapareció, se escudó en la necesidad, en una necesidad repentina y desconocida por romper normas, por infringir unas leyes que solamente la inocencia de la niñez puede exculpar, se quedó mirando para sus zapatillas mojadas como una tonta y un razonamiento adulto le aconsejaba que había que cambiarse de ropa y de calzado. Cruzó la calle y entró en el portal de su casa, subir hasta un cuarto piso por las escaleras le parecía un esfuerzo sobrehumano así que optó por coger el ascensor, la esperaba, abrió la puerta y pulsó el número siete, subió hasta el séptimo piso, volvió a pulsar y le dio al número uno, bajó hasta el primero, volvió a pulsar y le dio al número cuatro, subió hasta el cuarto no  “l’apetecía” salir e ir a su vivienda, volvió a pulsar y le dio al número dos, bajó hasta el segundo y así estuvo durante más de media hora sube y baja, sube y baja, sube y baja, sube y baja, subibaja, subibaja, subibaja, subibaja, subibaja, sobaibaja, sobaibaja, sobaibaja, cuando se cansó, paró, cuando se mareó, paró. A aquellas horas de la mañana daba gusto disfrutar de las ventajas de la técnica; Dalinda siempre creía que había llegado tarde al mundo de las máquinas, ella pertenecía al trabajo manual, a la frase  “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, tan pronto descubrió las ventajas y comodidades que proporcionaban ciertos artilugios no dudó en usarlos hasta el punto de explotarlos como si fueran juguetes: ascensores, aspiradoras, batidoras... todo lo que conllevara un ahorro de esfuerzo humano y de movimiento elemental suspiraba por ello: ascensor = subibaja, aspiradora =  d’aquí p’allá, batidora = rodación ...El ruido producido por estos aparatos también  “l’encantaba”. A veces comparaba el ruido hecho por una escoba y una aspiradora, herramientas usadas por ella según cronología, y opinaba que una escoba frotaba, rascaba y una aspiradora aspiraba, absorbía, ambas tenían la misma finalidad, pero empleaban medios distintos. Volvió a pulsar el botón del cuarto piso y allí se paró, a aquella hora casi nadie usaba el ascensor, motivo suficiente para cometer su pequeña travesura; pocos inquilinos habitaban el inmueble y los que había ya no estaban en edad productiva, jubilados como ella o gentes del interior que habían comprado una vivienda para los fines de semana o las vacaciones y así poder aprovechar el mar. Lindadá salió del ascensor y entró en su piso decidida a cambiarse de ropa, consciente de la humedad que portaba, fue derecha a su dormitorio, se desvistió, se secó con una toalla y se puso un vestido negro de lana de corte saco, unas gruesas medias negras y unos zapatos negros, el camuflaje era casi perfecto, sobresalía la cabellera blanca, pero también tenía solución; se miró al espejo, se gustó, no había lugar para el concepto de adefesio; por un momento pensó en transgredir la discreción poniéndose con el vestido unas medias rojas y unos zapatos blancos, pero algo la asustó, volviendo a una rapidez estética urgentemente. Tener planes de futuro a su edad le parecía desperdiciar el tiempo, alucinar con un mundo mejor, ella ya no lo vería; su aspiración máxima era llegar al día siguiente y conservar su alegría, que ningún empeoramiento de su salud pudiera privarla del goce de sentir las pequeñas cosas de cada día; el futuro no le pertenecía, el presente era un regalo, y el pasado lo era todo, Rodada era el pasado en el presente y éste era un regalo, por lo tanto Linda- Roda de Tourisa era un regalo para la vida, su presencia y aspecto aportaban la inconformidad de una eterna juventud, el grito silencioso de la existencia, la humildad de la gratitud. Aquella semana era la ideal para recordar, era lo fijo, lo conseguido, era la persona idónea para dar testimonio del pasado, de su pasado. Su hogar se había quedado demasiado grande para ella sola, le sobraba espacio; cuando vivía su marido y sus hijos estaban con ellos, las estancias se llenaban de bullicio, su presencia afianzaba una compañía que el tiempo se encargaría de disgregar, pero ella durante aquellos días trataba de reunir sus recuerdos, de avivarlos. Se dirigió al salón y subió las persianas, la luz del día se filtraba a través de unos visillos blancos, iluminó aquel espacio de una claridad fría, distante, incolora; sobre un aparador se alineaban una serie de retratos, semiocultos en la penumbra, listos para pasar revisión, hasta allí apenas alcanzaba el día. Roda de Tourisa,  durante aquella semana y todos los días los revisaba, en ellos se reflejaba su historia, su pequeña historia, una historia contada a base de imágenes, muchas de ellas improvisadas, otras estudiadas; el contemplar aquellas fotos no implicaba añoranza, sino compañía, no echaba de menos el momento en que fueron tomadas y cómo fueron vividas, formaban parte de su vida pasada: de su infancia, de su juventud y madurez sumándose a su vejez, todos aquellos apartados formaban una vida, su vida y eso era todo; observarlas allí alineadas le daba la sensación de compañía; durante aquellos siete días cobraban un significado especial, daban la sensación de convertirse en presencia física y Linda de Noro necesitaba sentir que, para alcanzar la meta propuesta, la compañía de sus seres queridos le era indispensable; sin coger ningún retrato en particular los contemplaba en su globalidad, los miraba fijamente como queriendo reanimarlos con la fuerza de los ojos, en su intento instaba al momento vivido y reflejado en la instantánea a cobrar vida, a que su inmovilidad se animara y sus figuras empezaran a moverse y a hablar; y siempre había una mirada muy especial a una foto: su marido y ella con sus hijos, éstos aún eran pequeños, podía recordar perfectamente las circunstancias que la motivaron: estaban paseando al lado del mar y a ella se le ocurrió que al primer desconocido que pasara junto a ellos le pediría que les hiciera una foto, dicho y hecho, posaron como una piña, juntitos, formando un bloque de mármol sólido, sonrieron todos porque la felicidad los desbordaba y ahora Roda de Vionta también sonreía, pero su sonrisa ya no se dirigía a una cámara, sino a la vida. Una vez terminada la revisión y confortado su espíritu, cogía una silla y la acercaba a la ventana, corría el visillo y se sentaba allí a leer el periódico, le gustaba leer con luz natural; solamente lo compraba el domingo, tenía para entretenerse toda la semana. Las noticias de política internacional eran sus preferidas: saber lo que pasaba en el mundo la obligaba a actualizarse, vivir la actualidad era como compartir las preocupaciones de  miles de personas implicadas en el acontecimiento; cuando la noticia era leída, quizá el jueves o el viernes, ésta ya había transcurrido, motivo y consecuencia habían cambiado, eso no le importaba, tampoco iba a ser una militante activa en lo acaecido; era lógico que siempre llevara retraso, la lentitud de la edad se había instalado en su vida y nada podía hacerla cambiar; una vez que terminaba de leer la información que la ponía al corriente de las desavenencias entre las distintas naciones, guerras, desajustes económicos y demás, pasaba las páginas ávida por encontrar los dibujos de chistes que la ponían de buen humor, algunos de ellos casi no los entendía porque estaban basados en la rabiosa actualidad, ¡cómo siempre llegaba tarde a la noticia!, no obstante, le resultaban graciosos y así, era una forma de aceptar con alegría el momento que le había tocado vivir. Cuando se daba cuenta era ya la hora de la comida, Dalinda de Marma como fiel representante de la insignificancia comía insignificancias, sus múltiples achaques le impedían deleitarse con platos copiosos y excesivamente condimentados, cualquier cosa que podía comer siempre era contraproducente a alguna parte de la geografía de su cuerpo, así que su estómago se había acostumbrado a pequeñas dosis de comida y éste se había encogido; comía como un pajarito: una lonchita de..., un trocito de..., una pizquita de..., un chorrito de..., un vasito de... y como resultado a tanto diminutivo siempre: una cagadita de..., una meadita de... daba la sensación de quedarse en el intento. El menú de un día normal podía ser: una lonchita de jamón cocido y otra de queso, un pedacito de pan, y de postre una frutita o un yogurcito, para beber un vasito de agua. ¡Dios todopoderoso dirige tu mirada hasta ésta tu sierva y líbrala de una indigestión!. Cualquier ser humano perteneciente al mundo de la abundancia enfermaría ante tanta pequeñez, la opulencia de cualquier reino de este mundo sucumbiría ante la insignificancia de Marma, Tourisa, Benencia, Vionta y Noro. Terminada la comida se echaba en el sofá a dormir una pequeña siesta, aquel descanso le venía a las mil maravillas; había momentos del día en los que se encontraba realmente cansada, aunque su ánimo la empujaba y no era proclive al decaimiento, los años no perdonaban y un reposo de vez en cuando se agradecía. Poco se diferenciaba aquella semana especial de las del resto del año, realizaba cosas inhabituales, rompía con algunas normas que se había autoprohibido, pero todas esas alteraciones apenas apartaban su vida de la rutina diaria, a excepción de una salida por la noche. A su edad vivir era captar el instante, agarrarlo con todas sus fuerzas; con la cabeza apoyada contra el respaldo del sofá trataba de representar el momento final, el paso de la vida a la muerte: respirar o no respirar; aparte de un descanso, la siesta significaba una especie de ensayo, quería experimentar lo que sentiría llegado el momento, obligaba a la conciencia a grabar cada segundo de ese hálito de vida, pero en el intento se quedaba dormida, al cabo de un cuarto de hora o veinte minutos se despertaba y reconocía que así de sencillo debía de ser el tránsito. No le tenía miedo a la muerte, la aceptaba de buen grado, sabía que formaba parte de ella, que desde su nacimiento iba unida a su ser como algo irremediable; durante los años de juventud y madurez había permanecido en un segundo plano y formaba parte de un concepto distante, a medida que los años pasaban reconoció la vejez y la miró cara a cara admitiéndola como su dama de compañía más próxima. Aunque estaba sola, no estaba sola. Dudó entre ir a la compra o quedarse en casa y optó por lo segundo; solía ir a comprar a primeras horas de la tarde, el supermercado estaba más vacío y podía husmear con comodidad, sin necesidad de agobios; se obligaba a ir con frecuencia, en vez de hacer una compra general un día determinado, la dosificaba en varios días para motivarse a caminar y a hacer ejercicio; ni que decir tiene que nunca venía excesivamente cargada, siempre con paquetitos adaptados al contenido; de paso observaba la abundancia de productos alimenticios que se exponían, sólo por curiosidad no por codicia, le parecía que toda aquella oferta ya no le pertenecía, los beneficiarios serían las nuevas generaciones ansiosas por probar nuevos gustos y educar paladares, a ella cualquier insignificancia le era suficiente, a veces tenía la sensación de que el aire la alimentaba. No, aquella tarde no saldría, se quedaría en casa sin hacer nada; siempre estaba haciendo algo, a su ritmo eso sí, el tiempo procuraba ocuparlo, pero a veces deseaba no hacer nada, la diferencia entre algo y nada le parecía abismal, el pensar en ello la desesperaba; se quedaría echada en el sofá y dejaría la mente en blanco... aún no habían pasado cinco minutos cuando un impulso la incitaba a la acción, con el impulso la decisión repentina y urgente de regar las plantas; tenía un balcón lleno de plantas de muy diversas clases, le gustaba regarlas y al mismo tiempo hablar con ellas; algunas que eran de poco agua, nadaban en ella, se daba cuenta una vez regadas, se lamentaba de haberlo hecho, cuando se enviciaba en su conversación con ellas, perdía el sentido de la medida, eran tantas las ganas de hablar con alguien que, al no tener con quién, las plantas pagaban su exceso repentino de comunicación; las observaba y les concedía adjetivos sublimando su belleza, les quitaba las hojas secas y cuando había alguna que parecía mustia le cantaba en voz baja, musitando palabras de ánimo llevadas por un ritmo de barcarola; había días que eran los únicos seres vivos con los que mantenía contacto, abusaba de su inmovilidad, sabía que la tenían que oír, que no huirían de su presencia; ella tampoco las cansaba, las colmaba de halagos y ensalzaba su hermosura y por si fuera poco aún les cantaba; Benencia de Roda desprendía cariño a todo aquel que se le acercaba, aunque el físico que le proporcionaba su edad no estuviera en consonancia con el concepto que cualquier persona tenga de la representación de cariño, más bien representaba la indefensión . Y llegó la hora nona y con ella el crepúsculo, esas horas últimas de la tarde la despistaban, anochecía muy temprano y la climatología tampoco ayudaba a una noción clara del tiempo; saldría aquella noche, no esperaría al último día como había hecho años anteriores, ya puesta a tomar decisiones la salida sería ese día. Se sentó en la cocina con la idea de comer, de cenar algo, pero no tenía apetencia por nada en particular, mentalmente recorrió las existencias que tenía en la nevera y en la despensa, se decidió por un yogur, tenía que tomar algo, pasando una noche en vela con el estómago vacío estaría propensa a la debilidad; lo tomó sin ganas, con cara de asco ante la obligación que se había impuesto, a pesar del azúcar que le había echado no sabía mejor, sencillamente no tenía apetito; el yogur no necesitaba masticarlo, se dejaba tragar con facilidad y así fue, cuando se dio cuenta ya había desaparecido ante sus ojos y se alegraba de que estuviera en su estómago; como una niña se sorprendió ante semejante proeza y oyó en su interior una voz que la felicitaba, un reflejo infantil iluminó su rostro y quedó confortada; con un gesto mecánico limpió los labios con una servilleta como si se hubiera zampado un copioso manjar y éste hubiera dejado huellas a su paso, nada de eso, ese gesto clausuraba la admisión de cualquier otro alimento. Pensó en dónde iba a ir, estaba claro que iría al hospital, la visita que hacía al año durante esa semana era muy especial, se apartaba de las normas establecidas que cualquier persona tiene para ir a tal lugar: bien como paciente o bien como visitante de un enfermo. Linda de Vionta alguna vez había ido a visitar a algún conocido y naturalmente como paciente había estado ingresada infinidad de veces debido a sus múltiples achaques, años atrás había sido una asidua en la institución, había pasado una mala racha de salud y cada dos por tres o tres por dos o dos por tles o tles por dols o dols pol tles o tles pol dols, el hospital se había convertido en su segunda casa; hubo un momento en que estaba convencida de que la conocían más por dentro que por fuera: las analíticas y las radiografías habían sido para ella el pan nuestro de cada día, los ingresos tanto habían durado días como semanas; ahora se encontraba relativamente bien, con los tratamientos que estaba tomando parecía que todo seguía el cauce de cierta normalidad. Conocía perfectamente el hospital, sabía por dónde entrar y salir, estaba informada de todas las plantas y a lo que estaba dedicada cada una de ellas, también sabía que había unos horarios de visitas y otros de consultas que intentaba respetar cuando iba, pero aquella noche infringiría la normativa, por el hecho de haber estado ingresada y de haber permanecido cierto tiempo allí, creía que podía gozar de algún privilegio especial y aquella noche se lo concedería; esperaría hasta más tarde, cuando el hospital gozara del reposo nocturno,  entonces ella entraría por urgencias, su persona se diluiría en el silencio y la oscuridad y pasaría sin ser advertida. Apagó la luz de la cocina y se dirigió hacia la ventana de la sala, desde allí contempló el mar, esforzó la mirada para ver más allá: el horizonte, la línea recta que divide el cielo y el mar y no vio nada, una oscuridad gélida lo envolvía todo; miró hacia abajo, a la calle, estaba iluminada, no vio a nadie, experimentó una sensación de vacío, de perdida de la existencia y por un momento no existió, deambuló por toda la casa a oscuras, flotando entre los muebles sin rozarlos, abrazando la nada y no atrapando nada, carecía de sombra por falta de presencia física, el negro de su atuendo la camuflaba, había desaparecido en el ambiente y sin querer se convirtió en recuerdo: cada una de las salas de su casa rezumaba historia vivida, por su mente transcurrieron retazos de su vida pasada, de su familia, de sus hijos, todo lo contemplaba a la perfección, en aquellas salas oscuras, su mente proyectaba las imágenes sobre una pantalla negra, y le pareció una paradoja que un recuerdo se viera con tanta nitidez sobre un lienzo tan negro; se arrimó a la pared y ensayó cómo escabullirse de una sala a otra, pegada al muro entraría en el hospital buscando los lugares de penumbra; siempre lo había hecho y le había dado buen resultado, auque existía el temor de haber perdido facultades; pasó de la sala a la cocina, de la cocina al cuarto de baño, del cuarto de baño a un dormitorio teniendo como punto en común el pasillo y la estrategia era perfecta; entró en el cuarto de baño encendiendo la luz inmediatamente, necesitaba verse reflejada en el espejo para constatar que existía, que ocupaba un lugar en el espacio, que su presencia aún no había sido arrebatada por el vacío; se tranquilizó al mirar su reflejo, los ojos que la contemplaban eran los suyos, la luz del baño que la iluminaba procedía de la parte superior del espejo, era una luz directa que caía sobre toda su figura, surgió una pregunta: ¿y ahora qué? Se negó a responder a su propio reflejo, por temor a una respuesta incoherente, cambió rápidamente de tema y pensó en su visita al hospital, con aquella preocupación asustó la idea ante cualquier tema trascendental; a aquellas horas del día su rostro ya mostraba señales de fatiga, de salud quebradiza y sonrió al pensar en volver una vez más a aquél su segundo hogar; haber estado ingresada tantas veces la había puesto en contacto con un mundo diferente al suyo, la mayor parte de su vida había gozado de excelente salud, ignoraba lo que era el sufrimiento y el dolor, a excepción de algunos episodios de su vida: enfermedades de sus hijos, fallecimiento de su esposo y pocas cosas más, el resto de sus días habían transcurrido sin que aparecieran esas sensaciones aflictivas, cuando las experimentó en sus carnes se dio cuenta de que otra dimensión más del ser humano se abría ante ella; a su pesar al principio, las aceptó con resignación, más tarde, equilibrando y enriqueciendo el concepto que tenía de humanidad; al verse desprovista de salud y con el dolor transfigurando el rostro ajeno sintió seguridad y fuerza ante el decaimiento y unas ganas terribles de superación. Siempre había sido generosa, pero esta generosidad se vio incrementada al desear compartir con los demás lo bueno y malo de ella, creía que lo malo suyo menguaría con la bondad ajena y lo bueno enriquecería al prójimo aún más. Pasó su dedo índice por los párpados inferiores queriendo estirarlos y borrar ojeras, al instante recuperaron su flacidez, se dio cuenta de que el tiempo no perdona y le daba la razón también; tanta compresión ante la adversidad hacía que su comportamiento derrochara generosidad en demasía. Contempló el atuendo que llevaba, lo consideró el apropiado para la ocasión, carente de lujo, sobrio, aquel vestido negro de lana de corte saco, las gruesas medias negras y los zapatos negros planos le daban un aspecto de viuda en el rigor del luto; no tenía que negar nada, era viuda, aunque para unos ese color fuera señal de desconsuelo y aflicción para ella era simplemente el color del camuflaje, aún más, lo intensificaría aún más, cubriría su cabeza con un gran pañuelo y se pondría un abrigo, tanto una prenda como la otra serían negras, naturalmente; no se pondría adornos, atraer la atención hacia la banalidad restaría importancia a su misión, la sobriedad que la cubría mostraba una entrega a una finalidad: la caída que poseía aquel vestido, su austeridad y su corte, hecho a puro tijerazo, hacían de él una superficie resbaladiza a cualquier halago. Aseguró la horquilla, aquel mechón de pelo blanco que cruzaba su frente debería inmovilizarse, molestaría cualquier señal de coquetería desdejada. Una mirada crítica la recorrió de arriba abajo, se aceptó y el consentimiento final llegó cuando su mano dio un último toque a su cabellera; lo que le faltaba era ponerse el abrigo y cubrir la cabeza con una pañoleta; se dirigió a su dormitorio y abrió la puerta del armario, cogió aquellas prendas y se las puso, se las ajustó bien para que el frío de la calle no le penetrara y volvió al cuarto de baño, se miró de nuevo en el espejo y solamente un rostro y unas manos destacaban en la penumbra, la piel había adquirido un blanco de nieve resaltando aquellas partes como un bajorrelieve. Rodalindademarmadetourisadebenencia deviontadenoro, al ver culminada su transfiguración, sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo, algo de ella se quedaba atrás para dar paso a otra mujer, intentó pronunciar su nombre y apellidos rápido y seguido, creando un “legato” entre todos ellos, por temor a una pérdida de cohesión, por temor a que algo se desintegrara; en el intento había sílabas que se entrecortaban, algo pasaba, algo fallaba y se quedó en silencio, solamente un golpe fuerte y seco proveniente del exterior marcaría un antes y un después. Comprobó la hora y vio que era la ideal para ponerse en marcha; durante el año deseaba la llegada de esa salida, de esa hora, de ese día que destacaba del resto de los trescientos sesenta y cinco, estaba ése que infringía la rutina y que alimentaba a los otros, que les daba un sentido realzando la vida aún en el más mínimo instante; para ella el salir sola a aquella hora de la noche y la finalidad que la movía convulsionaban su mundo y el mundo despertaba de un letargo innato para que abriera los ojos y contemplara una creación particular. Salió del cuarto de baño y fue hacia la sala donde tenía preparada una bolsa de plástico negra y en su interior una manta de lana blanca, su capa de entronización; recorrió su piso cerrando cada una de las puertas de sus distintas dependencias para no llevarse nada y para que nada pudiera abandonarlas y dejarlas vacías, para que todo quedara tal y como estaba; Rolindada estaba dispuesta a emprender su corto viaje llevando por maleta aquella bolsa de plástico negra. Abrió y cerró la puerta de su hogar en un santiamén, alguien que hubiese contemplado la escena habría dicho que quien había traspasado el umbral de aquella puerta no era un ser humano sino una corriente de aire; llamó el ascensor, estaba en la planta baja, subió haciendo el típico ruido y por un instante quiso pronunciar la palabra “chitón” para amainar la sacudida de la parada en seco, no le dio tiempo, las puertas ya se habían abierto y entró con la misma rapidez con la que había dejado su hogar, sin que una imagen congelada diese testimonio de sus movimientos, una perfecta técnica escurridiza empezaba a manifestarse; el ascensor la bajó a la planta baja, no encendió la luz, el portal estaba a oscuras, no tenía miedo a la oscuridad porque ella era oscuridad, a media voz pronunció su nombre y sus apellidos: Roda-linda de Marma y de Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro se quedaba allí, quieta, sola, sin pronunciar una palabra más, la mujer que daba un paso hacia delante ya no era aquélla, era la otra; tiró del pomo de la puerta del portal, la abrió, salió y un golpe fuerte y seco retumbó en el  universo, die Königin der Nacht, la Reina de la Noche se ponía en marcha. Las calles estaban vacías, todavía no era muy tarde, pero las inclemencias del tiempo empujaban a las gentes a permanecer en sus hogares; caminaba arrimada a las fachadas, buscaba los puntos de penumbra porque sabía que pertenecía a la oscuridad y no a la claridad; vista desde lejos y con la increíble agilidad con la que se movía se diría que era una sombra huidiza, la sombra de un alma en busca de su dueño; se adentraba por las calles menos iluminadas, experimentaba un rechazo hacia las luces de la calle y cuando se vio alejada del centro respiró con alivio; el hospital estaba situado al oeste de la ciudad, en medio de un terreno llano y apartado de edificaciones, la calle por la que caminaba era una de las que desembocaban en aquella dirección; contempló el edificio en la distancia y se preguntó si aquél no sería su castillo. En aquel paisaje urbano reinaba la paz, la noche era fría y había una ligera neblina; el hospital, al menos externamente, parecía gozar de sosiego, las ambulancias estaban ancladas en sus puestos en espera a una salida fortuita y no se veía a nadie por los alrededores, la mayoría de las ventanas ya no tenían luz, señal de reposo; aminoró el paso, no tenía que apresurarse, no tenía que huir de la luz, nadie la estaba esperando, por lo tanto no tenía ningún motivo para intranquilizarse; había unos focos que marcaban el camino a seguir y proyectaban una luz tenue, había penumbra suficiente para que ella se sintiera a sus anchas; sabía que la entrada principal estaba cerrada y se dirigió a la de urgencias, conocía perfectamente todos los pasadizos que la conducirían a las plantas superiores; antes de entrar y en la oscuridad, exhaló un profundo suspiro como queriendo librarse de un lastre que ocupaba lugar y aligerarse, para hacer factible una supuesta invisibilidad. Entró sin ser vista, sin ser oída, sin ser olida, sin ser palpada, sin ser degustada, entró sin ser. Una corriente de aire impulsó a abrir unas puertas mecánicas, no un ser, no su ser, yo no soy, tú no eres, él no es, ella no es, nosotros no somos, vosotros no sois y ellos no son, ellas no son. Subió unas escaleras que llevaban a la primera planta: medicina interna y se dirigió a la sala de estar, estaba a oscuras, no había nadie y se sentó en un rincón, no lejos de la puerta, donde ninguna enfermera pudiera verla; estaban en su sala y de vez en cuando salía alguna para atender a un enfermo; hubo un momento en que cesó la agitación, un silencio se extendió por el pasillo y las habitaciones de los enfermos; acurrucada en su silla y envuelta en su abrigo, die Königin der Nacht transgredía las leyes de la visibilidad, aguzó el oído y creyó que era el momento ideal para robar, para robar lo imposible, lo inalcanzable: la voz humana, pero ésta llevada al límite del sufrimiento, del estertor; aquel silencio era resquebrajado a intervalos por una queja de dolor; ella conocía perfectamente aquel sonido, de su garganta alguna vez había salido algo parecido, sintió compasión, inclinó la cabeza y cruzó las manos sobre su corazón, buscó palabras ante la pena, no las halló; de otra habitación una frase inconexa y sin sentido se esforzaba por lanzar un mensaje, pero falleció en su misma incomprensión; próxima a ella, como si estuviese al otro lado del tabique al cual daba la espalda, una respiración ronca y anhelosa luchaba por subsistir, por atrapar un instante más de vida, pero caminaba sobre arenas movedizas y su deglución era irremediable. Absorber aquella realidad no le resultaba difícil, ella había experimentado alguna de aquellas sensaciones, lo que había contribuido a una compresión y a un comportamiento por su parte hacia todo aquél que sufriera; sin embargo, no se afligía, la voz humana podía expresar múltiples facetas, en múltiples situaciones. En aquella planta todavía permaneció un buen rato, empapándose de aquellas voces: dolorosas, quejumbrosas, incomprensibles, algunas casi inaudibles, terminales; todas formaban parte de la vida, aceptada esa reflexión, la inundó un profundo optimismo que la animó a levantarse, cogió su bolsa y acechó a las enfermeras desde la puerta, el ambiente seguía gozando de tranquilidad absoluta; como había venido así se fue, sin dejar rastro aparente, aunque ahora el aire poseyera un gramo más de armonía sonora. Salió de aquella planta como ella deseaba, sin ser vista, sin ser advertida y se dirigió hacia la maternidad; muchos de aquellos pasillos le eran muy conocidos, por ellos había paseado para desentumecer unas piernas que, por falta de ejercicio, parecían inertes por el exceso de estar encamada; ese día no era el caso, había venido en visita muy especial y allí no estaba como paciente sino como ladrona; esa palabra la asustó, era una palabra fuerte, pero alivió su contenido al pensar que si alguna vez “ladrona” adquiría un matiz de dignidad era en aquel caso en particular, su caso particular. En las horas de visita los pasillos y habitaciones siempre estaban llenos de gente y, sin embargo, por la noche era todo lo contrario, el vacío proporcionaba al reposo cierta seguridad; la comparación le pareció simple, se alegraba de advertir aquella diferencia. Cuando entró en la planta de maternidad el olor era distinto; acostumbrada a un olor muy característico: a enfermedad, a medicinas y desinfectante, todos estos elementos se entremezclaban entre sí, en una atmósfera cargada de calor que impregnaba los rincones más recónditos de cualquiera de sus dependencias; sin embargo, allí era todo lo contrario, sintió auténticas ganas de vivir; por supuesto, entró sin ser advertida, en un suspiro se vio trasladada a la sala de estar de aquella planta, estaba vacía, a oscuras, se sentó al lado de una ventana, por otros años sabía, o no sabía, por qué estando allí, necesitaba tener cerca una conexión hacia el exterior, en cualquier otra parte del edificio no le importaría, allí sí, un cordón umbilical entre la planta de maternidad y el mundo exterior era indispensable. Allí sentada, en la oscuridad, se sintió más reina que nunca, más dueña de su reino, una profunda paz  interior la inundó tratando de reunificarla: juntando los pies y las piernas, entrelazando las manos en busca de una oración e inclinando la cabeza cubierta por la pañoleta negra, su rostro se perdía en la nada, ella se había convertido en noche, la noche se había convertido en ella, el único símbolo externo de aquella reunificación eran unas manos juntas en un intento de crear frases sin palabras, solamente era un intento, el silencio lo llenaba todo. Permaneció en esa posición durante un buen rato, concentrada en sí misma, como preparándose para algo que iba a acontecer; en aquella sala hacía calor y respirar resultaba bastante sofocante, sabía que más tarde o más temprano abriría aquella ventana; se levantó y sacando de la bolsa la manta blanca se cubrió con aquella capa de la cabeza a los pies, del bolsillo de su abrigo cogió una pinza de la ropa, de madera, e hizo que ésta ejerciera las veces de un broche de brillantes sujetando ambas partes de la manta en la mitad de su pecho, abrió la ventana de par en par y el frío de la noche la sacudió. Die Königin der Nacht estaba entronizada. Se volvió a sentar y desde su silla contempló el exterior, se contempló, a pesar de la niebla y del frío todo estaba en calma, de afuera no había que esperar nada, ella esperaba algo de allí adentro, algo iba a suceder allí adentro, todo era cuestión de esperar y esperó, esperó, esperó, esperó, esperó, esperó, desesperó, desesperó, desesperó, desesperó, desesperó, desesperó, desesperó... En su espera aquella figura blanca creó un lugar, reclamó un espacio, si en un principio lo negro se había camuflado con  lo negro, ahora lo blanco luchaba por resaltar en la oscuridad; acurrucada y envuelta en su gruesa capa aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguantaba, aguantaba, aguantaba, aguantaba, aguantaba, guardaba, guardaba, guardaba, guardaba, guardaba, guardaba, ella aguardaba y guardaba un secreto, un misterio. En aquella planta reinaba la paz, el silencio, un silencio intenso, casi molesto, y sin esperarlo, de repente, éste se rasgó: el grito de un recién nacido quebró la estabilidad del mundo, primero fue un grito agudo, estremecedor, derivando en un llanto rebelde, quejumbroso, desafiante, largo, sostenido en el tiempo. Rodalinda de Marma y de Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro se agarró con todas sus fuerzas a aquel grito y llevó las manos a su vientre y sintió vida en él, acto seguido las llevó a su corazón y sintió morirse, comprobó que vida y muerte caminaban juntas; deseó morir en aquel instante como había deseado vivir en otro anterior, se sintió feliz, se entregaba a la voluntad del mundo, pero antes quería cumplir un pequeño capricho, un antojo y se dio cuenta de que la infancia y la vejez no estaban tan distantes, deseó cantar en voz muy bajita, para sí, como si fuera una nana, deseó que su voz sin fuerzas ya, se uniera a aquel grito potente y los dos se esparcieran por el espacio, se volvió hacia la ventana y Rodalinda cantó:


Deh! tu, bell’anima,

che al ciel ascendi,

a me rivolgiti,

con te mi prendi:

così scordartmi,

così lasciarmi,

non puoi, bell’anima,

nel mio dolor,

non puoi scordarmi...........................y Dios creó el sonido.                  






¡Ay! Tu bella alma

que al cielo asciendes,

vuélvete hacia mí,

llévame contigo:

así olvidarme,

así dejarme,

no puedes, bella alma,

con mi dolor,

no puedes olvidarme...

                                    Capuletos y Montescos

                                                V. Bellini