jueves, 21 de noviembre de 2013

EL REINO DE LAS SOMBRAS

( LA BAYADÈRE)

                                             http://www.youtube.com/watch?v=lZDecSQ6WvA

         Era viernes. Para ella todos los viernes tenían un significado especial y no por la aproximación del fin de semana, no necesitaba sentirse especialmente dispuesta a la alegría o al disfrute de aquellos dos días de descanso que completaban la semana laboral. Freitag era el día en el que recapitulaba todo lo sucedido durante la semana; como su nombre indica, era un día de libertad, libertad para romper con las ataduras de la ciencia médica y poder unificar sus experiencias clínicas con el cosmos, es decir, conectar a sus pacientes al movimiento del universo. Hermunde de Vilargondurfe y de Reguntille era psiquiatra, el nombre de su profesión no le agradaba mucho, fonéticamente lo encontraba fuerte, imponente; le gustaba el de alienista por aproximación sonora a aliento o a alienar; si al susodicho nombre se le añadían el de pila y los apellidos hacían de ella una mujer extraña y hermética, rara. Pero Hermunde era una mujer exquisita de sentimientos, muy comedida a la hora de expresarlos y siempre sumida en silencio, no era dada a la palabra fácil; cuando tenía que hablar medía sus frases construyéndolas con las palabras exactas para transmitir su intencionalidad. Podría decirse que si bien era parca en la expresión oral, su gestualidad era lo bastante expresiva como para dar a entender lo que deseaba con unos simples movimientos de manos, éstos siempre dotados de elegancia y musicalidad. De muchos de sus pacientes había aprendido el silencio y el grito desgarrador que, sin saber su origen, se desprendía de alguna de sus gargantas haciendo tambalearse la estabilidad ambiental. Físicamente Hermunde era una mujer de mediana edad, delgada, alta, morena, de pelo muy corto, esculpida por horas de estudio y disciplina, impuestas desde pequeña y aceptadas de buen grado. Estaba casada y tenía dos hijos pequeños: Vilavedelle y Vilarbetote, su marido se llamaba Piorno. La relación familiar era armoniosa, la pareja estaba muy unida a sus hijos formando un grupo compacto. Gracias a una compenetración y a un orden medidos, la vida familiar y la profesional eran llevadas equilibradamente y se compenetraban con lo que ella llamaba “el movimiento universal”, una mezcla de normalidad y conjunción con el ritmo progresivo impuesto por el cosmos. Todo siempre era un constante cambio, cuya finalidad era alcanzar un equilibrio entre la propia vida y el mundo. Hermunde lo intentaba, pero lo conseguía con esfuerzo, al menos en el terreno profesional no lograba que sus pacientes se incorporaran a ese “movimiento universal”, médicamente hablando eran pocos los avances de mejora que experimentaban aquellas mentes alteradas, ausentes del mundo. Pero Vendredi era un día especial dentro de la semana; al terminar su jornada laboral se esforzaba por unificar a “ ses malades”, así era como llamaba cariñosamente a sus pacientes, con “ le monde”. Aquella media hora aproximada a la caída de la tarde le servía para encontrar el aliento y continuar entre mentes alienados en donde la alineación era difícil de hallar. Siempre se levantaba temprano, se preparaba y una vez consideraba que estaba dispuesta a entregarse a la vida diaria, despertaba a los niños; su marido pronto se movilizaba también y la ayudaba a poner en orden los dormitorios y a preparar los desayunos; el desayuno y la cena eran las comidas que hacían juntos, la del mediodía era por separado, cada uno en sus respectivos lugares de trabajo y los niños en la escuela. Era agradable aquella primera reunión del día, Hermunde discretamente pasaba revisión a la indumentaria de sus hijos y de su marido; si había algo que no estaba en su sitio, como una corbata mal colocada o un flequillo mal peinado, la expresividad de sus manos era la encargada de señalar y poner en orden una estética despistada. Piorno se encargaba de llevar a los niños a la escuela, salían primero, se despedían con un beso y ella se quedaba un poco más en casa para que todo estuviese organizado a la vuelta, lo último que hacía antes de salir era calzarse, una labor fácil, aunque para ella resultase difícil. Desde hacía algún tiempo, sus pies estaban muy delicados, había llegado a la convicción de que aquel malestar provenía de su juventud, aquella rebeldía adolescente se había arrastrado a lo largo de su vida manifestándose ya definitivamente en la edad adulta; a veces, cuando su razonamiento era claro le parecía una especie de manía, pero cuando se obsesionaba con el tema juraría que aquella idea fija que tenía con sus pies era una realidad. Podía decirse que el momento más “delicado” del día era cuando tenía que calzarse; en realidad sus pies carecían de cualquier deformación, un experto hubiese afirmado que eran normales. Antes de salir, calzarse y descalzarse era algo rutinario, se probaba varios pares de zapatos, en invierno sumaba también botas y en verano sandalias, todos la oprimían, si un día con algún par se encontraba cómoda, al día siguiente con el mismo notaba molestias, siempre tenía que acertar con los zapatos adecuados en ese momento y para esa jornada. Muchas veces se cansaba de probar y al no encontrar un calzado cómodo se enfadaba y entraba en un estado de aceleración al pensar en la hora de salir para su trabajo; en ese caso recurría a la imagen de sus zapatillas de ballet y la situación se aliviaba, sabía que calzarse era alzarse, era k-alzarse, sabía que aquellos centímetros que la elevaban del suelo le daban una visión del mundo completamente diferente, sabía que al final del día, que a la caída de la tarde iba a poder k-alzarse; sabía que se aproximaba la hora de partir y que debía decidirse ya. Escogió unos zapatos planos, anchos, de punta cuadrada, se sugestionó y se autoengaño diciéndose que aquel par no le hacía daño, se lo puso, dio aún algunas vueltas por la casa poniendo orden, miró el reloj y se dio cuenta de que tenía que marcharse; antes de cerrar la puerta cogió el abrigo, el bolso y un maletín, no cogió el ascensor, bajó por las escaleras a pasos acelerados, cuando llegó al portal se había olvidado de sus pies y su fragilidad, de las indecisiones del momento anterior, y la prisa afianzó el concepto de manía mediante el olvido. Cogió su coche y se puso en marcha hacia el trabajo, al sanatorio, todos los días hacía el mismo recorrido, muchas veces se cruzaba o adelantaba coches que le resultaban familiares, se preguntaba quiénes eran sus conductores, adónde iban, dónde trabajaban; sentía curiosidad por sus vidas, una curiosidad que pronto se aplacaba por la atención que requería el llevar un volante entre las manos; sin embargo, el deseo de averiguar orígenes y destinos de aquella gente no lo olvidaba, más bien se dejaba vapulear por los adelantamientos, frenazos y acelerones y en un momento determinado: al día siguiente o en el plazo de dos o cuatro días surgían de nuevo las mismas preguntas con las mismas respuestas silenciadas e irresolutas. El sanatorio psiquiátrico se encontraba a las afueras de la ciudad, una vez que abandonaba el intríngulis de sus calles se adentraba en una autovía que con un ligero desvío la llevaba a la misma puerta de la institución. El paisaje semidespoblado era indicio de que abandonaba su vida privada y se encaminaba hacia su vida profesional; para Hermunde los edificios altos, el bullicio de las calles, el tráfico, el asfalto eran signos de sociabilidad y comunicación; la aridez y la despoblación que rodeaban aquellas afueras eran signos de aislamiento e incomunicación. Estas comparaciones la hacían reflexionar en su profesión, y lo único que se le ocurría era algo tan simple como autoafirmarse en que le gustaba lo que hacía sin llegar a pensar en resultados médicos o en casos solucionados con éxito. Para eso, si la medicina no encontraba remedio, ella sabría buscar alivio en el campo del arte. Todos esos propósitos Hermunde los manifestaba acelerando, asiendo el volante con fuerza, como queriendo dejarse llevar por la ansiedad que le causaba una solución rápida. Se apartó de la autovía y cogió el desvío, aparcó en un lugar que le habían asignado; cogió el abrigo, el bolso y un maletín y se dirigió a la puerta principal, antes de entrar se recompuso anímicamente y pensó en aquel día; Friday era un día especial. Saludó a los compañeros que encontraba a su paso en dirección a la consulta, una vez allí se ponía una bata blanca, señal de la pérdida de su individualidad como mujer anónima para convertirse en la psiquiatra Hermunde de Vilargondurfe y de Reguntille; se sentaba y antes de hacer revisión general a sus pacientes, repasaba informes y preparaba el plan médico para Venerdì, ese día de la semana de características tan particulares. Cuando dejaba todo dispuesto visitaba los dormitorios y las salas donde se hallaban “ses malades”, allí podía contemplarlos en su pequeño mundo, externamente un mundo formado de espacios limitados por paredes que marcaban ambientes, muebles sencillos que únicamente cumplían su funcionalidad, la pintura que cubría techos y paredes era blanca, pero sin lustre, como si sus moradores lo hubiesen absorbido y siempre aquellas superficies tan desnudas, tan exentas del más mínimo toque decorativo; así externamente la simplicidad se mostraba en su máximo apogeo; sin embargo, el mundo interno de aquellos seres estaba poseído por la complicación, por la destrucción, por el deterioro de sus facultades psíquicas y físicas también. Cuando caminaba ante ellos, notaba cierta incomodidad en sus pies, no los posaba bien sobre el suelo, la torpeza se adueñaba del movimiento ligero y desenvuelto y deseaba desk-alzarse, como cuando se ponía sus zapatillas de ballet que la alzaban aquellos centímetros del suelo, de la tierra, del mundo. Cuando contemplaba a “ses malades” su mirada se impregnaba del dulzura, las facciones de su rostro se distendían y de Hermunde emanaba una comunión espiritual hacia ellos, pero pronto aquel estado de ánimo se nublaba al pensar que de sus manos aquellos seres solamente podían esperar una ayuda efímera; hecha esta reflexión, de su mente se disparaba una carga hacia sus pies, éstos se tensaban y empezaban a caminar con firmeza, desenvolviendo unos pasos ligeros y decididos, así ella se daba media vuelta y se dirigía a su consulta no sin dejar de pensar en su trayecto pensamientos derrotistas. Allí se sentaba en su escritorio y repasaba las fichas de los pacientes que le tocaban en consulta aquel día. El historial clínico de algunos parecía ir mejorando, el de otros permanecía inamovible o su recuperación era muy lenta; a lo largo de la semana todos desfilaban por su consulta, un desfile de sombras, sombras humanas, sombras de hombres y mujeres en busca de coherencia, de sentido a su existencia, habían perdido la rotación del mundo, a ella le tocaba incorporarlos a ese movimiento perpetuo mediante su ayuda, pero ésta era limitada, otras veces sin solución. Hablaba con ellos, modulaba la voz y sus gestos eran auténticas caricias en el aire, se aproximaba y tocaba sus manos, cuando sus miradas se perdían en el vacío recorría con la yema de sus dedos las facciones de aquellos rostros ausentes, inexpresivos, tratando de crear sensaciones y agilizar los músculos faciales, si por azar alguno de “ses malades” mostraba resistencia o se veía molesto, Hermunde retrocedía y pulsaba una tecla, pronto su consulta se inundaba de música, de su música, la música de sus sombras, como solía llamarla. Se sentaba y miraba fijamente a “son malade”, lo contemplaba; en aquel momento profesionalmente era incapaz de hacer algo, humanamente lo entregaba todo, se desk-alzaba debajo de su escritorio; cuando sus miradas se entrecruzaban , sus pies se ponían de puntillas y daban unos pasitos siguiendo el ritmo . Se contenía, pero sabía que Viernes era el día de su realización. Llamó a la enfermera para avisarla de que ya podía pasar el primer paciente, pasó un segundo y un tercero y un cuarto y un quinto y un sexto, y no le gustó este número ordinal y lo cambió, y dijo: un sextus y un septimus y un octavus y un novènus y un decimus...pronto llegó el mediodía;  miró la hora y sintió la necesidad de hacer un alto, de desconectar, y por un momento dejó sus sombras; llamó al móvil, a su marido y a sus hijos; no tenía nada que decirles, solamente quería oír sus voces, éstas la traerían a la realidad; la significación y el desgaste de las preguntas y respuestas eran lo de menos, lo importante era su sonido familiar. Aprovechaba aquel descanso para comer algo frugal, también escuchaba las noticias del día en un pequeño transistor que tenía en la consulta, allí a solas, cotejaba los dos mundos que le tocaba vivir; la palabra locura siempre surgía y cuando su presencia se manifestaba en letras mayúsculas pulsaba aquella tecla y la música de sus sombras borraba de un trazo una ortografía, una significación, e impregnaba el ambiente con su coherencia. Hermunde aceptaba su tiempo, la época de su existencia; sin embargo, los juicios que tenía acerca de ella eran muy claros: en su balanza pesaban por igual tanto los positivos como los negativos, tal vez éstos últimos eran condenados por ella más tajantemente. Miró el reloj y apagó el transistor, la voz que transmitía las noticias se calló, el bombardeo cesó, su mente quedó aliviada, su único consuelo: la música que había llenado aquella estancia, su espacio y el de “ses malades”. La tarde transcurrió con alguna consulta más y el repaso de tratamientos, las últimas horas las pasó haciendo una visita general, contemplando a “ses malades” paseando o sentados en la sala de estar, pensó de nuevo en Vendredi, Samedi y Dimanche, descartó dos y se quedó con Vendredi; su preferido. La jornada de trabajo estaba a punto de rematar y como siempre, aquel día especial, su despedida era un esfuerzo nemotécnico de aquellos rostros, un esfuerzo por llevarlos a todos en una pequeña parcela de su memoria; una vez que creía poder memorizarlos, con un ademán casi imperceptible de su mano derecha, ésta iba de su frente a su corazón, en señal de unión entre intelecto y sentimientos, como queriendo santiguarse. Sale del sanatorio sin ser vista, temiendo ser retenida por algún compañero y perder las imágenes que en su mente había guardado, se mete en su coche y allí respira profundamente; le molestaba estar en contacto con otras personas, salvo su marido y sus hijos; a esas horas de la tarde, a la caída de la tarde de ese día tan especial, podía llamarle crepúsculo, lo intentó varias veces, pero el sentido de desplome conquistó la elección. Se sintió segura en su vehículo, no quería que nadie interrumpiese la realización de aquella tarea; telefoneó a su marido, éste le dijo que ya había recogido a los chicos en el colegio; eso la tranquilizó, más bien fue la voz sosegada de Piorno, hablaba despacio, con voz varonil, cada frase que pronunciaba la marcaba con una entonación adecuada al momento y circunstancia. A Hermunde no se le ocurrió preguntar ni decir nada más, sencillamente había oído su voz, la voz que en esos momentos representaba su realidad; ella no dio explicaciones de la hora a la que llegaría, él tampoco preguntó nada; era sabido que ese día de la semana llegaba un poco más tarde, eso era todo. Apagó su móvil y con esa acción cortó el cordón umbilical que la unía a su familia y al resto del mundo. Había anochecido y debía cumplir con la tarea que se había propuesto algún tiempo atrás, más o menos a aquella hora y día de la semana. Puso el coche en marcha e hizo el mismo recorrido que el de la mañana, con una pequeña excepción, al entrar en la ciudad se desvió en dirección opuesta a su hogar. Sus padres eran dueños de un local situado en una planta baja, estaba completamente vacío, era grande y espacioso, estaba pintado de blanco, allí Hermunde podía girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar...hasta la extenuación. Le había preguntado a sus padres si lo podía usar y éstos,  al no tener la intención de alquilarlo, cedieron a su petición. Para acondicionarlo según la finalidad a la que quería destinarlo no se necesitaba gran cosa: un equipo de música, muchas fotos, un pequeño armario, una silla, una mesa y poco más. Estaba encantada con aquel espacio, lo llamaba “son espace”, junto con “ses malades” y “la musique de ses ombres” formaban su mundo privado al que únicamente ella podía poner en movimiento y darle su rotación. Había colocado aquel escaso mobiliario en una esquina, creaba un pequeño ambiente, así que se podía mover con toda amplitud y comodidad en el local. También había probado la acústica y el estado del suelo, la única palabra que se le ocurrió era perfecto. Llegó, bajó del coche y entró, en la calle casi no había gente, creyó que sería tarde, pero miró el reloj y comprobó que era la hora de siempre, la hora acostumbrada de aquel día, su hora de llegada. Encendió las luces, contempló el espacio que la aguardaba y todas aquellas fotos que mostraban rostros tan familiares. De las fichas de la consulta había hecho pequeñas ampliaciones de “ses malades”, las había colocado alineadas en la pared, como un anillo, como una formación celeste que circunda algunos planetas, exhaló un suspiro y en él la esperanza; hacía algo de frío, pero era siempre una temperatura constante, le agradaba, creía que el espacio exterior tendría el mismo ambiente, caminó despacio hacia el pequeño armario no sin perder de vista aquellos rostros, algunos la miraban, otros ojos vagaban en el vacío, ella se sonrió como queriendo saludarlos. Se desvistió y se puso el traje de ceremonias que guardaba en el armario pequeño, era negro azabache, ajustado a su cuerpo, una falda amplia hasta la rodilla, de tela muy volátil, unas medias tupidas también del mismo color; lo único que sobresalía al exterior de su figura era el rostro y las manos; eran las partes de su cuerpo que estaban en contacto con el espacio; para rematar aquel rito de investidura se calzaba sus zapatillas de ballet, blancas, tan blancas como la nieve o más; le sentaban a la perfección, jamás había sentido molestias con ellas puestas, hubiera deseado usarlas de la mañana a la noche. Dio los retoques preliminares a su vestimenta, a su pelo, agilizó sus brazos y piernas y se alzó en sus zapatillas de ballet, el desprender la planta del pie de la superficie del suelo, de la tierra, la hizo sentirse una sombra más y se dio cuenta de que estaba dispuesta a hacer girar su mundo, a incorporar a “ses malades” a la rotación del universo. Les echó una última mirada a todos, sabía exactamente dónde estaba cada una de las fotos y las imágenes que contenían, las impregnó a todas de ternura, con un gesto envolvente de su mano derecha hizo como si las atrapara en el espacio y las llevó hacia su corazón. Estaba preparada. Pulsó una tecla y la luz se apagó, se hizo de noche, solamente sus zapatillas de ballet blancas como la nieve o más resplandecían en la oscuridad, pulsó otra tecla y sonó su música,un arpa marcaba el comienzo del desfile de sus sombras, se desk-alzó y se dejó llevar por el fluido envolvente de aquel sonido, se fue dirigiendo a cada una de aquellas imágenes fijadas en la pared y en aquella noche cósmica de su mundo, a tientas, ciega, acertaba a dar un beso en la frente de “ses malades”; su intención era insuflar algo, tal vez cordura a sus mentes o cariño o vida o sencillamente reafirmarse como una sombra más entre ellos. Después llegó el vals de las sombras y su cuerpo comenzó a girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar flotando con suavidad, su mente se quedaba en blanco contrastando con la noche exterior, cuando de aquella  música se desprendió el lirismo de un violín, un flujo de sentimientos quebró su cuerpo, contorsionándolo y expulsándolos para que fueran poseídos por el arrebato de la cuerda. Y siguió girando y girando y girando y girando y girando y girando y girando y girando y girando hasta la coda final, la noche pulsó una tecla y se hizo de día, todo aquel espacio se iluminó de una intensa luz blanca, cegadora; Hermunde de Vilargondurfe y de Reguntille se convirtió en una mancha negra que pronto se descompondría en su movimiento de rotación y la coda llegó y “Hermundo” rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó como una loca y de su garganta surgió un grito, el mismo que había oído tantas veces en el sanatorio psiquiátrico.