lunes, 21 de enero de 2019

URDILDE D'ENALAPRIL



                                                        
La Venus de las flores-Jerjes Llopis
Se llamó, se llama y se llamará  Urdilde d’Enalapril. Fue, es y será una mujer sin edad. Las vicisitudes de su vida absorbieron cualquier huella dejada por el paso del tiempo en todo su cuerpo; su rostro, que era el que podía delatar su deterioro, siempre mostraba unos rasgos atemporales; sólo la luz fiel aliada de sus estados de ánimo insinuaba si en aquellos instantes pertenecía a un pasado, a un presente o a un futuro. La luz mimaba su rostro, sabía disimular sus luchas internas y realzaba sus pocas y pequeñas alegrías. De no observarla fijamente, se diría que podía pasar desapercibida: su estatura era mediana, no era gruesa, tendía más bien hacia la delgadez, lo que la aproximaba a un quebrantamiento de sus gestos; su nariz era muy recta, muy perfilada y de sus orejas, casi siempre ocultas por su cabello, sobresalían unos lóbulos alargados, como forzados por unos pendientes de oro y diamantes debido al peso de la opulencia; su piel era pálida, siempre pálida, nunca lograba adquirir ese bronceado suave y saludable que le proporcionaba su aliada: la luz, ésta solamente se limitaba a interpretar no a incrustar; el color de sus ojos era…el color de sus ojos era…el color de sus ojos era indefinible, a veces cualquiera hubiera dicho que era azul cielo o gris perla, otras negro azabache, azul cobalto o verde hierba, pero siempre, el color que fuera, ligado a un soporte natural; a decir verdad, aquellos ojos carecían de color, no eran más que una pantalla para tapar dos huecos que ocultaban el paso hacia un abismo personal; su boca se proyectaba al exterior rebordeada por unos labios carnosos, casi siempre herméticos, dispuestos a esbozar una mueca fingida, eran rojos, rojos pasión, quizá por lo mucho que había besado; sus dientes eran tan blancos como la nieve y fríos como ella porque las palabras no habían sabido derretir esa frialdad; su cuello era largo y frágil y lo parecía aún más cuando se malpensaba que su intención era separar cada vez más aquel cuerpo de aquella cabeza, para que cada uno funcionase por sí solo, como si cada batalla que tenía lugar en aquel cerebro no implicara al cuerpo, o como si cada desarreglo que acontecía en aquel cuerpo no implicara un sufrimiento al cerebro. Alrededor de aquella cabeza se enroscaba una larga trenza; estaba entretejida con firmeza, fijada al cráneo por unas horquillas que, a veces y según estuvieran colocadas, parecían espinas, todo en conjunto sería una corona de espinas; su cabellera era negra, de un negro azabache, un negro falso porque ocultaba infinidad de canas, aquel negro también delataba los residuos de cierta coquetería y ésta, a su vez, una vaga ilusión por la vida. Urdilde vivía sola, en una casa de un piso, semidestartalada, no era de su propiedad, en la planta baja había un pequeño rótulo donde se podía leer: “se vende” y daba un número de teléfono: 3x-5=9-4x. Nunca nadie había llamado a aquel número. Nunca nadie habría respondido a una información porque lo que estaba escrito en letra desigual en aquel letrero era una mentira, una falacia urdida por un dueño con ánimo de expulsar a aquella mujer de su lugar de reposo; pero ya nunca nadie se atrevió, se atreve ni se atreverá a comprar esa casa ya que el instinto del supuesto comprador le revelaría que mercar aquella morada era mercar a aquella mujer, sería algo parecido a morada=mujer, mujer=morada, las dos se incluían en el mismo lote, serían inseparables. La casa era un caparazón que protegía la fragilidad de un cuerpo y al mismo tiempo aquel cuerpo insuflaba vida a un material a punto de desmoronarse. La gente que pasaba por allí delante ignoraba la existencia del edificio, el tiempo lo había cubierto con una pátina en donde la discreción sobresalía por su opacidad; estaba a las afueras de la ciudad, era un barrio decadente, en algún tiempo había gozado de cierto prestigio, pero ahora era el punto de mira, la carnaza de constructores en busca de espacio para erigir colmenas y especular con la necesidad innata de cobijo del ser humano. Los moradores de aquellas casas eran gente mayor o matrimonios jóvenes cuyos recursos económicos era limitados, los alquileres eran prudentes y podían pagarse sin hacer grandes estiramientos del presupuesto familiar. Urdilde trabajaba, todos los días se levantaba temprano, se arreglaba y cogía un autobús que la dejaba en el centro de la ciudad. No amaba su trabajo, para ella era como un suplicio que había que soportar. Aparte de la remuneración que conseguía por él también era una forma de mantenerse en contacto con la civilización, siempre y cuando se entienda como civilización el toparse cada mañana con la misma gente en el autobús y sobre todo con sus compañeros de oficina; su relación con éstos era distante, muy distante, kilométrica; ella se limitaba simplemente a cumplir, a realizar una serie de labores que tenía asumidas, más allá de eso ya nada le incumbía, no se entrometía en las conversaciones de sus compañeros, ni en las bromas que muchas veces torpemente disfrazadas iban dirigidas hacia ella; todo lo que estaba impregnado de vulgaridad o de hirientes intenciones le resbalaba, había como un rechazo interno proveniente de una riqueza de espíritu que hacía que lo que no contuviese una cierta bondad de acercamiento automáticamente era despedido, apartado; externamente ella no lo manifestaba ni con muecas ni con ademanes despreciativos; era muy comedida, era un especie de irradiación que lanzaba hacia todos aquéllos que intentaban mofarse de ella. Urdilde era una presencia turbadora, su discreción albergaba un silencio en el que retumbaban las frustraciones de los que la consideraban una víctima, su víctima y no la veían como una mujer de una enorme vida interior; aquéllos que reconocían su valía comulgaban con ella en silencio, pero eran muy pocos los que la sabían valorar por no decir nadie; si a alguno de sus compañeros se le preguntara qué opinión tenían de ella, ninguno sabría responder, sus sentimientos nunca afloraban, sabía que si los expresaba no iba a ser comprendida, solamente a ciertas horas de la noche ella se manifestaba tal y como era, pero ésas eran unas horas secretas para los demás, la luz que tanto la mimaba iluminaba su abismo interior y evidenciaba las luces y sombras de una vida, de su vida. A Urdilde también se la rechazaba por no cumplir unas normas establecidas con su indumentaria; la ropa que solía llevar era un poco “démodée”; entre sus compañeros y compañeras había una rivalidad por quién iba más a la última moda; ella no entraba en ese juego, sus vestidos pertenecían a temporadas pasadas, se notaba que eran de buena calidad y estaban bien confeccionados aunque el paso del tiempo los había deformado y deslustrado la brillantez de lo nuevo; no la dejaban pertenecer a la actualidad, a esa actualidad rabiosa por la que sus compañeros luchaban; a ella, por ejemplo, un traje de chaqueta no la situaba en el momento presente sino que la retrotraía a un tiempo pasado de juventud y flirteos amorosos cuando a cualquier prenda el cuerpo le transmitía una alegre coquetería, pero, lo que más exacerbaba a los que la rodeaban era aquella trenza que rodeaba su cráneo; a mucha gente le hubiese gustado agarrarla y tirar de ella, deshacerla y en esa rabia manifiesta personificar una ira primaria hacia todo aquello que no sigue unas normas establecidas; sin embargo, aquella trenza contenía un misterio que confería a su dueña una aureola de personaje mítico, enclavado en un tiempo remoto y reencarnado en aquella discreta mujer. En la oficina, en el pequeño espacio que se le concedía dentro de una enorme sala, a veces y cuando el trabajo no la agobiaba, se quedaba en silencio, en aquel silencio que ella conocía a la perfección y al cual ella estaba habituada, no le extrañaba porque lo había asumido nombrándolo posesivamente como “su silencio”; prestaba atención a cualquier ruido o murmullo y se pasmaba ante la novedad; en su silencio sólo retumbaban los ecos de su propio interior, ni se parecían en lo más mínimo a los que pululaban por un espacio tan ajeno a su voluntad; los analizaba y reconocía, los ruidos desprendidos por las máquinas eran distintos a los que ella estaba acostumbrada, los que pertenecían a su mundo sonaban a nimiedad, a imperceptibilidad: la caída del agua al abrir un grifo, el giro de una llave al abrir o cerrar una puerta, sus propios pasos al subir o bajar las escaleras de su casa, el clic que producía el interruptor de  aquella bombilla al encenderse e iluminar su rostro o el sonido a sorpresa al verse delatada por aquella amarillenta claridad. Todo lo que se producía fuera del ámbito más íntimo y restringido de su ser, le parecía que estaba asistiendo a la creación de un nuevo lenguaje por parte de los objetos o de aquellas máquinas infernales que cohabitaban con ellos en la oficina. En cuanto a las voces de sus compañeros las diferenciaba todas, su oído se había vuelto muy sensible a la voz humana, muchas veces no le importaba el contenido de la conversación sino los distintos niveles de entonación de las frases y en lo que éstas podían acabar: temblaba ante una voz autoritaria, se enternecía ante una voz melosa, carraspeaba  como acto reflejo ante una voz ronca y se desmoronaba ante una voz suplicante. La voz humana se había convertido en su punto débil; desfallecía ante cualquiera que le hablase con ternura, se infantilizaba hasta tal punto que hubiese deseado que la acariciasen; para Urdilde d’Enalapril una voz lo podía significar todo, desde un suspiro hasta una declaración de principios para seguir viviendo y así lo era, así lo será, así lo fue, así lo está siendo, así lo habría sido, así lo habrá sido, así lo sería, así lo había sido y cualquier capricho de tiempo verbal porque así lo es. Desde su pequeño hábitat, ella observaba toda una jerarquización, unas luchas internas por trepar a un puesto más alto, allí la traición se había enmascarado de sutileza apenas perceptible, nada afloraba al exterior, pero los espíritus se debatían por subir un peldaño en una escalera infinita en donde no había una meta, cada cual se la imponía según su grado de codicia. Urdilde ni por un momento había pensado en incorporarse a aquel torbellino, para ella no era más que un espectáculo al cual asistía; si en algún momento rondó por su cabeza aquella idea, unos principios de humildad la retenían y un espíritu de confraternidad para con los demás la alejaban de unas posibles fuentes de sometimiento para sí y para sus semejantes; el hecho de no entrar en aquella vorágine significaba no estar de acuerdo con ella, por eso trataba de hacerse invisible por miedo a ser despedida, aunque tampoco hubiese sido una gran pérdida, lo que la motivaba a estar allí era el contacto con otros seres humanos y el poder ser útil en la medida de sus posibilidades; se podía decir que solamente había tres lugares en donde existía una aproximación hacia sus orígenes y eran: la oficina, el autobús y las tiendas donde hacía sus compras. En la oficina era donde más tiempo pasaba, por lo tanto tenía más oportunidades para experimentar una ligera convivencia; tanto en el autobús como en las tiendas eran unas fórmulas de cortesía muy desgastadas y la típica frase que surgía motivada por la finalidad a la cual la llevaba allí. Económicamente lo que ganaba le era suficiente, se sorprendía al oír comentar a sus compañeros que a duras penas llegaban a fin de mes debido a un exceso de gastos incontrolados; a ella le hubiese gustado darles algún dinero y no prestárselo, pero reconocía que una generosidad tan manifiesta con gente allegada nunca es prudente porque crearía unas expectativas a las cuales ella no siempre estaría dispuesta a ceder. Urdilde era una mujer muy austera tanto en sus comidas como en sus costumbres; a media mañana disfrutaba de un pequeño descanso en el trabajo, bajaba a una cafetería a tomarse un café con leche y un dulce, los saboreaba con tanto gusto que se convertían en una opípara comida llevada a cabo en un lujoso restaurante. En su casa apenas cocinaba, se alimentaba a base de frutas, verduras y productos lácteos ya que ella no podía perder el tiempo delante de un fogón; necesitaba vivir, respirar cada instante de vida conscientemente, analíticamente; consideraba que su cuerpo podía subsistir con cualquier cosa, pero que su mente estaba hecha para las exquisiteces de las vivencias, de los sueños, de las locuras y era en las abstracciones de ese mundo en las que ella quería detenerse, recrearse, anclarse, formar parte de esa irrealidad y simbolizarlas como la realidad que en algún tiempo fueron. Bebía mucha agua, tenía la convicción de que la limpiaba por dentro y de que a aquello que tocaba le transmitía una sensación de pureza o de saciedad. No tomaba bebidas alcohólicas, nublaban la percepción sensorial; decía que la vida había que captarla tal y como se presentaba en ese momento, con su crudeza o liviandad, pero siempre consciente de su aceptación. De sus costumbres, a simple vista, poco habría que decir, era mujer de horarios, a simple vista, muy normales; a simple vista se la podría juzgar como una mujer anodina, escurridiza, una persona más del montón de una gran ciudad, de una avalancha en un paso de peatones arrastrados por la fiebre de cruzar. A simple vista, en un gran espacio ese era posiblemente el juicio que se podía obtener, en un gran espacio a la velocidad de un instante; a vista fija y en pequeño espacio, con la lentitud del transcurso de un siglo el juicio cambiaba por completo; por ejemplo, lo ya dicho, su presencia en la oficina causaba perturbación, ¿cuáles eran los motivos de ese malestar? Nadie se había puesto a reflexionar sobre ellos, bien por falta de tiempo o bien porque ella podía ser el reflejo de unos desasosiegos que era mejor no tocar, dejar flotar en el apacible subconsciente. Cuando la jornada de trabajo se daba por terminada, sobre su mesa dejaba todo ordenado para el día siguiente, cogía sus bártulos, se despedía de sus compañeros escuetamente y se dirigía a la calle; aquéllos eran unos instantes de una gran ansiedad, lo que causaba una aceleración en su paso y en el contoneo de su cuerpo, temía que algo la retuviera y le impidiera salir; deseaba con todas sus fuerzas superar aquella línea que delimitaba claramente trabajo y libertad; Urdilde tenía el presentimiento de que cada vez que traspasaba aquella línea, tanto a la entrada por la mañana como a la salida por la tarde, algo se transformaba en ella y de que la auténtica Urdilde existía fuera de aquel edificio, una vez allí adentro era como adquirir una personalidad distinta, era una suplantación. Una vez en la calle miraba el cielo, no le importaba si estaba despejado o cubierto; el cielo, para ella, siempre había sido una inmensidad, una infinitud hacia donde exhalar el último suspiro residual de una jornada de trabajo, con él se iban unas obligaciones impuestas y al mismo tiempo fingidas, una forma de pensar moldeada por la empresa para su propio beneficio, una esclavitud velada que sólo aquéllos dados a la reflexión se daban cuenta de las artimañas; Urdilde era una privilegiada, todo lo captaba, sabía que la vida exigía una servidumbre para con las personas o bien para con las cosas y ella respondía inmolándose en un profundo silencio; cuando sus superiores tomaban ciertas medidas barriobajeras con los clientes o incluso con los mismos empleados, su mutismo se sumergía en el dolor de una especie en donde el engaño no tenía cabida y ella huía, huía, huía, huía, huía, huía, huía, huía, fuía, fuía, fuía, fuía, fuía, fuía, fuía, fuyait, fuyait, fuyait, fuyait, fuyait, fuyait, fuyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba…y caminaba, caminaba, caminaba, caminaba, caminaba, caminaba, regresaba a casa caminando, de vuelta nunca cogía el autobús, a cada paso que daba creía que recuperaba el auténtico yo, a medida que recobraba su confianza daba pequeños saltos de alegría y se paraba delante de los escaparates para ver los últimos dictados de la moda aunque a ella aquellos modelos no le iban, se alegraba de que a otras mujeres les quedaran bien y manifestaran su coquetería mediante aquellos estampados fantásticos y chillones, y de paso ella miraba de soslayo su reflejo en el cristal del escaparate, se ajustaba su trenza y se sentía hermosa, muy hermosa, una hermosura que solamente ella percibía porque era la exteriorización de su vida interior. Conforme consigo misma, volvía a ser Urdilde d’Enalapril, con nombre y apellido, durante su jornada laboral era Urdilde a secas, una vez afuera no sólo recuperaba su identidad completa sino también sus atributos físicos y espirituales. Entraba en un supermercado para comprar el sustento de cada día, le agobiaba aquella deslumbrante claridad, los rótulos de los productos en oferta y aquella música de fondo a veces interrumpida por una voz femenina reclamando la presencia de alguien u ofertando unos servicios a los que nadie hacía caso; ella sabía a la perfección adónde dirigirse, no se dejaba seducir ni por los bajos precios ni por el atractivo envoltorio de los alimentos; en su cesto de la compra ponía lo que en realidad necesitaba, pagaba y salía a cajas destempladas; había días en que se sentía burlada y ridícula como si ella no supiera qué comprar sin que nadie dirigiera sus gustos o poner de manifiesto su ignorancia en materia alimenticia; siempre compraba poca cantidad, se entristecía, por ejemplo, cuando unas manzanas se estropeaban por sobreabundancia; se podía decir que comía como un pajarito, cualquier cosita la hartaba y su estómago era también como el de un pajarito, su alimento ideal sería el alpiste y no hablaba, piaba. Con su compra hecha y una vez en la calle, contemplaba el bullicio de la gente, para ella aquello era un espectáculo: las prisas, los coches que circulaban en procesión, aquel ruido de fondo de la ciudad que, fuera donde fuese, se enquistaba en los cerebros y ni siquiera de noche los abandonaba; la mezcla de colores, luces de neón y rótulos que hacían de algunas fachadas la portada ideal de cualquier libro de texto dirigido a jóvenes; para Urdilde era asistir a un espectáculo “in situ”, como si fuese un personaje más de la trama, con la salvedad de que a ella le gustaba esa colaboración, no estaba allí obligada, estaba por su propia apetencia; aunque su personaje no tenía diálogo, era una figurante más en aquel decorado que a no ser por esos mudos personajes la ciudad se convertiría en una ciudad muerta; su papel era el de una espía que observa en silencio todo lo que la rodea; como ella, también hay niños espías que al ser rechazados por sus compañeros a participar en el juego, desde un rincón, éstos se limitan a observarlos prometiéndose que algún día ellos también serán los personajes principales de algún espectáculo. Urdilde sabía que era la única protagonista importante en su teatro, no asistían espectadores, ella era a la vez actriz y espectadora en la tragicomedia de su vida. Asumido su papel de figurante, sabía el tiempo que debía estar en escena y cuando se retiraba hacia bambalinas, entonces era el momento de proseguir su marcha encaminándose hacia un lugar que ella adoraba, era un pequeño templo donde compraba las ofrendas que llevaría a casa, era una floristería. Su amor por las flores era tal que se había convertido en un vicio, en un vicio sano y hermoso; gastaba casi todo lo que ganaba en flores, no le importaba en absoluto si lo que obtenía con el sudor de su frente lo empleaba en conseguir belleza ¡bendito sea el despilfarro!; estaba convencida de que la sublimación del derroche era cuando éste ayudaba a uno a adueñarse de la hermosura y ella podía permitirse ese lujo; cada quince días de esa floristería partía una furgoneta cargada de toda clase de rosas y de todos los colores con que la naturaleza las dotó, exceptuando las blancas, en dirección a su casa; las marchitas las reemplazaba por las nuevas, frescas y olorosas y entonces aquella casa semidestartalada, con el rótulo de “se vende” adquiría una revalorización, pues contenía la generosidad de una naturaleza evidenciada en aquellas flores; como la casa no era muy grande y la cantidad de rosas era excesiva, apenas se circulaba por el pasillo y el comedor que eran las partes de la casa por donde más se transitaba. A Urdilde le encantaba que los pétalos de las rosas rozasen su cuerpo, era como si los dedos de sus amantes la acariciasen y la reclamasen para sí; a veces aquellas flores se deshojaban y sus pétalos caían al suelo, ella, descalza, los pisaba y se dejaba deslizar, ocasionándose con frecuencia algún resbalón, pero también le gustaba poner a prueba su equilibrio para que éste se tambalease; nunca se caía manteniéndose erguida y orgullosa. Cada vez que entraba en aquella floristería era como entrar en un paraíso de vegetación, observaba las plantas con extremo cuidado y fijaba la mirada en todos sus brotes, le parecía pura magia la renovación constante de la vida y después de esa euforia se entristecía al ver unos pasos más allá a unos pájaros enjaulados privados de libertad. Cuando la dueña de la tienda captaba su figura nunca le preguntaba qué era lo que deseaba; su presencia allí, sin ninguna clase de intercambio verbal, era lo suficientemente explícita para saber lo que ella quería. A ella no le daban un ramo de rosas blancas y las cogía, no, no y no; a ella le ofertaban un ramo de rosas blancas y ella las abrazaba y las apoyaba contra su pecho, a pesar de sus bártulos cruzaba los brazos y las cobijaba entre ellos, como si fuera la portadora de un tesoro inconfesable. A la salida del trabajo, hiciera el tiempo que hiciese, se dirigía a aquella tienda como una niña obediente a por el sustento espiritual de cada día: eran rosas especiales, del color de la nieve, cegadoras como ella, frías, más bien heladas, pero ella las templaría, las derretiría. Nunca pagaba diariamente, al final de mes, una vez que ella cobraba su salario y no queriendo tener entre sus manos ni monedas ni billetes, no le agradaba su tacto, le parecía malsano y enfermizo, pagaba religiosamente y transacción rematada hasta el próximo mes. Había alguna época del año en que era difícil conseguir las rosas especiales que ella deseaba, pero en ese aspecto nunca quería hablar de impedimentos, se volvía exigente y era capaz de morder; eran su capricho, y los caprichos se consiguen si hace falta pateando. Salía de la floristería y se encaminaba hacia su casa, cada paso que daba sentía que se alejaba de un mundo que le era ajeno y que se acercaba un poco más hacia sí misma. Miraba sus rosas con tanto primor y ternura que se diría que portaba entre sus brazos a un recién nacido ¿sería aquel ramo de flores lo que realmente apreciaba en la vida? Ella sabía que no, que su vida estaba llena de pequeños y grandes amores y que aquellas rosas eran un punto de partida, la materialización de unas vivencias, de unos sueños a los cuales recurría para seguir respirando. Al encontrarse ya próxima a su casa, muy disimuladamente cogía una de las rosas, la besaba y la dejaba caer al asfalto, deseaba que alguien desconocido la cogiera, no le importaba quién fuera, era su recuerdo diario a aquel mundo que ella abandonaba por unas horas y del cual no conservaba ningún rencor, era su señal de agradecimiento. Abrió la puerta de su hogar y echó un último vistazo a la luz del día, desde aquel momento la luz artificial la iluminaría en la penumbra; cerró la puerta con gran estruendo y el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbá, y el mundo entero retumbá, y el mundo entero retumbá, y el mundo entero retomba, y el mundo entero retomba, y el mundo entero retomba, y el mundo entero tomba, y el mundo entero tomba, y el mundo entero tumba, y el mundo entero tumba, y el mundo entero es una tumba. Subió las escaleras a oscuras, sonorizando sus pasos mediante el roce de la suela de sus zapatos con los peldaños, como si quisiera advertir a alguien de su presencia, pero ella sabía y el mundo entero sabía también que aquella casa siempre estaba vacía de cualquier persona física, exceptuándola a ella; lo que trataba era de advertirse a sí misma de que su vida interior comenzaba en aquel momento. Encendía las luces de toda la casa muy deprisa para que aquella sinfonía de color le diera la bienvenida, observaba sus rosas con la sorpresa de ver siempre algo nuevo, si había alguna hoja o algún pétalo marchito lo apartaba, era como una nota discordante en aquella inmensidad musical del color, exhalaba un suspiro y ya se sentía integrada en su ambiente; sus rosas se extendía por toda la casa, en todas las habitaciones e incluso en la cocina y en el cuarto de baño; cuando hacía verduras o ensaladas siempre les echaba un pétalo porque creía que sus platos carecían de magia si no les incorporaba algo de lo que ella amaba. Comulgaba con esos pétalos. De repente apagaba las luces a excepción de una bombilla que era la que la iluminaba; temía que el exceso de luz pudiera afectar al colorido de sus flores, después se dirigía a su cuarto y en la oscuridad se desnudaba y se ponía una túnica, medio bata, medio camisón: era blanca, de un blanco fosforescente, la había confeccionado ella; a pesar de su torpeza para esos menesteres, se las había ingeniado para hacer unas cortinas también, para ambas cosas había comprado una tela volátil, casi transparente, de visillo; su primera intención había sido confeccionar las cortinas, pero al ver que le quedaba tela sobrante decidió aprovecharla y ponerse un reto al llevar a cabo la hechura de dicha prenda; mal que pudo llevó a buen término su tarea aunque siempre con la duda a poder superarla en futuros intentos; había llegado a la conclusión de que le gustaba estar en consonancia con su casa y de qué mejor modo que vistiendo ambas la misma tela. ¡Se sentía tan cómoda con su túnica!; la ropa que se ponía para ir a la oficina la oprimía, marcaba su cuerpo y eso a veces la ponía nerviosa, se sentía objeto de reclamo, su única intención era reclamar sus recuerdos y con ellos su vida auténtica. Se paseaba descalza por su casa y recorría las habitaciones observando sus rosas que descansaban en hermosos floreros de fino cristal; había zonas de penumbra y aunque no llegaba a verlas con toda claridad extendía su brazo, las rozaba y así comprobaba que seguían embelleciendo aún en la oscuridad. Urdilde había creado su mundo, un mundo hecho a base de experiencias vividas y de reminiscencias pasadas; quien lo viera desde fuera podría considerarlo irreal, al límite de la locura, pero para ella todo aquello era tan real como que respiraba y siempre al límite de la cordura. En su hogar perdía la noción de tiempo, era estar en armonía consigo misma y con lo que le rodeaba; en su lugar de trabajo había momentos en que le embargaba una gran pesadez y no apartaba la vista de las agujas del reloj, las miraba fijamente queriendo hipnotizarlas y manejarlas a su libre albedrío; allí el tiempo se arrastraba lentamente y con él a sus incondicionales seguidores; sólo la luz del día le marcaba unas pautas de conducta a seguir y eso influía en su estado de ánimo; a la hora del crepúsculo advertía que su sensibilidad se agudizaba, que era mucho más vulnerable a ciertas vibraciones que iban a extenderse a lo largo de la noche; con el último rayo de sol Urdilde sabía que debía coger aquellas rosas blancas a las cuales había venido abrazada y depositarlas en el florero de cristal más fino que ella poseía, si a éste se le acariciaba suavemente desprendía una sonata, si la caricia era un poco más intensa una sinfonía llegando a alcanzar cotas impensables como puede ser una ópera; se  diría que aquel florero poseía cualidades mágicas, pero no, eran cualidades sensoriales, todo en aquella casa eran sensaciones; cuando terminaba de colocarlas las observaba a cierta distancia y con la observación venía el recuerdo: a los hombres que amó nunca les había exigido nada material, si por voluntad propia y sin insinuaciones por parte de ella deseaban obsequiarla, lo mejor que podían hacer era regalarle un ramo de rosas blancas, el colorido ya se lo daría ella según su estado de ánimo; muy pocos se habían percatado de sus gustos, pero aquéllos que la supieron entender siempre se los habían cumplido muy inconscientemente. Solía cenar muy poca cosa, los alimentos copiosos le producían un entorpecimiento de mente y su sensibilidad se atrofiaba hasta el punto de caer en la dejadez; tomaba fruta, un yogur y para rematar una pastilla de chocolate del negro, del más puro en cacao, bebía un vaso de leche y éste servía de colofón a una merienda-cena que siempre tenía lugar a la hora del abandono del día por la noche, después se dirigía al cuarto de baño y con mucho cuidado desprendía su corona, es decir su trenza, y la deshacía para cepillarla y la cepillaba y la cepillaba y la cepillaba y la zipillaba y la zipillaba y la zipillaba y la zarandeaba y la zarandeaba y la zarandeaba y la zarandeaba hasta convertirla en un zipizape; con ella extendida se contemplaba en el espejo y se identificaba con aquella imagen: la de una María Magdalena, la de una M. Magdalena, la de una M. Magdalena, la de una M. Majadena, la de una M. Majadena, la de una M. Majadena, la de una M. Majadera, la de una M. Majadera, la de una M. Majadera; había visto a aquella mujer en infinidad de cuadros y era su misma representación; el cabello le llegaba hasta la cintura, una vez cepillado le gustaba zarandearlo de un lado a otro como si fuera una cortina, cuando se cansaba y se mareaba paraba, más sosegada y con el nervio relajado la melena la recogía en una trenza más ligera y la dejaba caer sobre su pecho izquierdo; se observaba el rostro también y paseaba las yemas de los dedos con un suave movimiento sobre cada una de sus facciones como si de un piano se tratase y supiera extraer de cada uno de aquellos toques una nota musical; se sonreía, la luz que proyectaba una bombilla situada en la parte superior del espejo la iluminaba perfectamente, comprobaba que no estaba sola, un rostro atemporal la miraba, quizá podía ser el suyo o tal vez el de otra persona de  mucho tiempo atrás reencarnada en ella, eso la perturbaba y se preguntaba por su edad; por su mente pasaban unos planos analíticos que tanto podían retrotraerla a unos años infantiles como proyectarla a miles de años luz; su edad era un número que se trataba de pronunciar en una milésima de segundo, es decir nada, o es decir todo. Le encantaba hacer muecas, su rostro pasaba de lo trágico a lo cómico, de la angustia al miedo, del placer al dolor, del extravío al encuentro y ella se reconocía en cada una de aquellas máscaras sin tiempo porque esos estados de ánimo eran innatos y propios de su especie, no la sorprendían para nada. Daba un último paseo por la casa para comprobar si todo quedaba bien y se dirigía a su dormitorio para echarse sobre su cama, sobre unas sábanas de un blanco fosforescente, sobre un colchón rígido que mantenía su cuerpo en línea recta, sobre un suelo de madera en ciertos lugares carcomida, sobre unos cimientos de una casa frágiles debido ya a la antigüedad y sobre una tierra perteneciente a un mundo. Aunque todavía no eran horas de descansar, de quedarse dormida ni de hacer su llamada telefónica, todos esos momentos previos ella los empleaba para reflexionar, se exigía pensar en sí misma y en los acontecimientos que la rodeaban, bien aquéllos que la implicaban o bien aquéllos otros que no le incumbían por ser externos y por no afectarla directamente. Durante el día no había tenido tiempo para pensar, su vida la había entregado a los demás, a su trabajo, pero no de forma altruista, trabajaba porque creía en aquello de: ganarás el pan con el sudor de tu frente; lo creía con toda sus fuerzas ya que nunca nada se le había concedido gratuitamente ni en el terreno material ni en el emocional; en ambos había luchado como una auténtica leona, sobre todo en éste último. Tenía joyas que habían marcado logros importantes en su vida, pasiones llegadas al límite que lo que quedaba de ellas eran el recuerdo y un símbolo; no tenía muchas, las suficientes como para reavivar ilusiones, pero nunca se las ponía, las contemplaba, rememoraba hechos lo suficientemente analizados que hacían que se enfrentase al mundo con un orgullo y una valentía por lo vivido. A veces en voz muy baja se llamaba “gastadora”, le gustaba esa palabra, le parecía un exceso, ¡como siempre había sido tan comedida en sus gastos!, entonces miraba sus rosas y cualquier calificativo perdía su valor, cualquier adjetivo peyorativo dirigido hacia la belleza que simbolizaban aquellas rosas se autoanulaba. ¿Posesiones? Cuatro prendas de vestir y un sueldo mensual que le servía para pagar el alquiler de aquella casa y eso era todo y suficiente. Echada boca arriba sobre su cama era como estar acostada en un campo de hierba percibiendo las vibraciones de un submundo animal y vegetal y al mismo tiempo reposando la mirada en un cielo perteneciente a un macrocosmos en el que Urdilde flotaba apaciblemente. Los días de fuerte viento o lluvia se levantaba de un salto para abrir las ventanas, media turbada, como si el dios Eolo la reclamara, las abría de par en par y aquel aire y aquella lluvia provenientes de las profundidades del cielo se adentraba con el ímpetu de una guerra en aquella casa; se asomaba y dejaba que el viento la envolviera, su túnica y las cortinas se convertían en torbellinos, había momentos en que adquirían el potencial de unas alas y Urdilde era como un ave funesta sin rumbo luchando contra los elementos; si el viento era muy frío, éste la traspasaba dejando su cuerpo insensible, inexistente creyendo que sólo su mente era el único residuo que quedaba de su ser; si había lluvia, ésta la calaba hasta la médula, empapaba su túnica y ciento de pliegues se pegaban a su figura adquiriendo el clasicismo de una estatua. Aquella unión con las fuerzas de una naturaleza desbocada la tonificaba, era como recibir una energía de unos dioses que entre los humanos ella no encontraba. Echada sobre su cama, seguía reflexionando y la reflexión dirigía sus gestos, muchas veces llevaba sus dedos hacia su boca y perfilaba cientos de veces sus labios, pensando en aquellos hombres que la habían amado, que la habían tenido entre sus brazos y la habían estrujado queriendo así demostrar su cariño al quebrarla. Urdilde había sentido el aliento y una entrega pasional en la unión de aquellos labios con el hombre, pero nunca había conseguido de ninguno de ellos una palabra o una frase, esto último sería pedir demasiado, solamente se expresaría por medio de la mirada, por medio de esos rayos de luz que desprendería el alma humana a través de los ojos; cuando ella los besaba pasionalmente buscaba en su mirada algún rayo, pero esas miradas se esquivaban y si por suerte captaba alguna la conducía a la oscuridad abismal de un origen y hacía de aquella pasión momentánea una amargura de una procedencia y de un destino desconocidos; y Urdilde se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se fundía y se fundía y se fundía y se fundía y se fundía y se fundía en la miseria, en la nada. Su mano descendía hasta su cuello y descansaba un instante como queriendo incubar el recuerdo de un beso, torcía la cabeza hacia un lado y un cosquilleo sacudía su cuerpo y su mano continuaba bajando hasta sus pechos, hasta sus pezones que en un instante de ilusión se habían puesto turgentes y pensó en las bocas que los habían succionado, ninguna había sido infantil, inocente; todas había sido devoradoras, egoístas al querer extraer el placer, quizá, sin el beneficio del otro. Y su mano continuaba su viaje a lo largo de un cuerpo que en ciertos momentos le parecía ajeno a su persona, como si su mente y él tuviesen una relación extraña, algo semejante al rechazo, pero ella se obligaba a que esta compenetración fuera lo más llevadera posible. Llegó a su ombligo y con el dedo índice empezó a hacer círculos a su alrededor formando una gran espiral teniendo a éste como punto de origen, origen de un vientre, origen de la vida. Huyendo rápidamente de aquel pensamiento causante de un incipiente temor, posó la mano sobre su pubis y con ella extendida lo cubrió no por vergüenza sino por misterio; sabía que allí se conservaba el misterio de sus entregas, los hombres la habían penetrado y ella se había entregado a ellos sin saber el porqué: ¿quizá por amor? Tal vez, pero no lo tenía tan seguro, de lo que sí respondía era de que algo misterioso la inducía a aquel abandono de sí misma, como si al entregarse la alejara de una gélida soledad que habitaba en su interior desde tiempos remotos y encontrara en los brazos de lo ajeno un soporte para no desplomarse, para no derretirse. Los fluidos viscosos que a sus entrañas se adentraban portaban vida, pero no respuestas y esa carencia malograba cualquier idea remota de germinación, y aquella parte íntima de su cuerpo era su meta; ahora le tocaba el turno a su mente dirigirse por sí sola. Reflexionaba de nuevo sobre los acontecimientos acaecidos durante el día, ninguno era relevante, pero formaban parte de su vida, de ella misma y no todo iba a ser convulsión, después de la tempestad siempre viene la calma y es en esos momentos de serenidad cuando se hace una valoración objetiva de lo sucedido. Sus logros y sus fracasos la ennoblecían pues los admitía tal y como habían venido, no se avergonzaba ni se enorgullecía de ellos, la vida tenía un sonido, una melodía que la maravillaba. Echada sobre aquel blanco de nieve llevaba las manos hacia su frente como para aplacar sus emociones, sabía que, a pesar de su lograda serenidad, sus sentimientos se habían pulido muy finamente y poseían una delicada fragilidad, por eso, de vez en cuando de sus ojos brotaba alguna lágrima y de no ser así sus ojos se ahogaban en lágrimas, en lágrimas, en lágrimas, en lágrimas, in lacrimas, in lacrimas, in lacrimas, in lacrime, in lacrime, in lacrime. Tampoco lloraba o se inundaba sin motivo, a veces reconocía que era de lágrima fácil. Siempre al llegar la noche y después de las reflexiones, del recorrido por su cuerpo para equilibrarlo con la vida y de la valoración de su autoestima, una “furtiva lacrima” debería brotar de sus ojos; todas las lágrimas llevan un sentido descendente, el sentido de la gravedad hacia la tierra. Sus lágrimas, al estar echada, no resbalaban por sus mejillas sino que en su recorrido atravesaban sus sienes y ancoraban en sus oídos adentrándose hasta el tímpano, entonces era la hora esperada para hacer la llamada telefónica, una llamada hacia el más allá: de la mesita de noche cogía un teléfono y a ciegas marcaba un número infinito, de la infinitud del universo, marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y  marcaba y marcaba y marcaba y marcaba números y números y números y números y números  y números hasta crear un código que daba acceso a su alma; llevaba el auricular al oído y de él surgía una voz de las profundidades del sonido que le cantaba: Breit’über mein Haupt dein schwarzes Haar, neig’zu mir dein Angesicht, da strömt in die Seele so hell und klar mir deiner Augen Licht. Extiende tu negro pelo sobre mi cabeza, inclina tu rostro hacia mí, entonces derrama en mi alma, tan clara y limpia, la luz de tus ojos. Una vez oídas las últimas palabras alargaba el brazo y con un tic encendía una bombilla situada sobre la cabecera de su cama, la luz proyectada transparentaba todo su cuerpo, nada se veía, de él solamente se desprendía blancura, y la voz proseguía su canción: Ich will nicht droben der Sonne Pracht, noch der Sterne leuchtenden Kranz, ich will nur deiner Locken Nacht und deiner Blicke Glanz. No quiero el esplendor del sol, ni la guirlanda brillante de las estrellas, solamente deseo la noche de tu pelo y la luz de tu mirada. El tiempo transcurrido en aquella canción le pareció una vida al completo, era como si aquella letra condensara su pasado, su presente y su futuro en una palabra: un deseo.https://www.youtube.com/watch?v=nmb_4pU9wMw



Breit’über mein Haupt dein schwarzes Haar,

neig’zu mir dein Angesicht,

da strömt in die Seele so hell und klar

mir deiner Augen Licht.



Ich will nicht droben der Sonne Pracht,

noch der Sterne leuchtenden Kranz,

ich will nur deiner Locken Nacht

und deiner Blicke Glanz.



Extiende tu negro pelo sobre mi cabeza,

inclina tu rostro hacia mí,

entonces derrama en mi alma, tan clara

y limpia, la luz de tus ojos.



No quiero el esplendor del sol,

ni la guirlanda brillante de las estrellas,

solamente deseo la noche de tu pelo

y la luz de tu mirada.

                  Richard Strauss-Breit’über mein Haupt dein schwarzes Haar…