La espera. KFK |
Gris. Adj. Dícese del color
que resulta de la mezcla de blanco y negro o azul. Blanco. Adj. De color de
nieve o leche. Es el color de la luz solar, no descompuesta en los varios
colores del espectro. Negro. Adj. De color totalmente oscuro, como el carbón, y
en realidad falto de todo color. Griselda. S. Nombre propio. Dícese de la mujer
que resulta de la mezcla de blanco y negro. Griselda habitaba en un mundo
carente de una pluralidad de colores; en él sólo tenían cabida el blanco y el
negro o el negro y el blanco, el orden de preferencia no importaba, ella era
una mezcla exacta de los dos, en igualdad de proporciones. La blancura de su
piel era la fiel representante de la nieve o de la leche o de la luz solar, por
qué no, en contraposición a aquella túnica negra, amplia, que cubría su cuerpo,
salvaguardando las formas de una figura aún casi perfecta de una mujer adulta,
entrando en una edad en la que la belleza se diluye en la dignidad que aportan
el tiempo y la serenidad de espíritu. Griselda tenía años como para tener
nietos, poseía la experiencia suficiente para transmitir los avatares del alma
humana en todas sus fases para abrir el camino a seres inocentes ante los
misterios de la vida. Aquella túnica confería a Griselda cierta atemporalidad;
a veces y según la imaginación del que la mirase podía situarla en la Edad Media o incluso en
la mismísima modernidad; no tenía unas hechuras muy definidas para vincularla a
una época concreta; daba la sensación de que el paño había salido del telar sin
haber sufrido muchos cambios en su confección. Sin embargo, aquel negro y el
porte que ella le concedía le daban un aire de secretismo que nadie se hubiera
atrevido a mancillar. Y sobre aquel hábito que solamente alternaba con otros
iguales por razones higiénicas que fácilmente podían vincularla a una orden
religiosa, llevaba un largo y hermoso collar de perlas. ¿ El origen de aquellas
perlas? Nadie lo sabía, formaban parte del misterio de su individualidad, cada
una de ellas representaba momentos felices o desventurados de su existencia. Todas eran desiguales,
mostraban alteraciones de forma y color, tanto las había redondeadas como
ligeramente ahuevadas, tanto las había grises como marengas; las madreperlas en
el fondo del mar también manifestaban irregularidades ante la perfección; los
seres humanos en el fondo de su alma
también manifestaban irregularidades ante el equilibrio. Cuando
caminaba, en aquellas perlas había cierta movilidad de izquierda a derecha y de
derecha a izquierda, como tratando de enroscarse en sus pechos, pero aquellos
eran unos escarceos inocentes, carentes de toda voluptuosidad. Aparte de aquel
hábito y collar que le otorgaban una personalidad única, había otra
característica que junto con las anteriores la marcaban con el distintivo de la
exclusividad: sus zapatos. Eran unos zapatos de tacón alto, de charol negro y
de corte salón. Había algo de intangible, de inexplicable en esos detalles.
Cualquier observador nato hubiese afirmado que aquellos zapatos tenían algo de
mágico en el sentido de que la aislaban y la protegían contra inclemencias
ajenas. El tacón subía o bajaba inconscientemente a razón de los peligros que
pudieran acecharla; la elevaban cuando la tierra se mostraba áspera y
quebradiza y la descendían para confirmarle que ella era tierra también; el
brillo del charol rechazaba automáticamente cualquier aversión hacia su persona
y el negro ocultaba la fragilidad que reposaba en sus pies; el corte salón daba
a éstos un toque de elegancia y donaire al caminar. Había que reconocer que la
indumentaria de Griselda era atípica, única: su nombre, su ropa y su persona
podían formar parte de una galería de personajes exclusivos, propios y fieles
representantes del mundo que les había tocado vivir, fruto de una sociedad
adversa a la verdad e hipócrita consigo misma. Y de su rostro, ¿ qué había que
decir? Había arrugas en la piel, había surcos en la tierra, eso era todo. El
contorno de los ojos y de la boca se había desdibujado, por eso usaba algo de
maquillaje para perfilar y realzar sus facciones. Una raya negra a lo largo del
bordillo del párpado resaltaba una mirada fija, penetrante, y otra rojo suave
delimitaba el color del labio del resto de la piel. Su pelo teñido de negro
azabache ocultaba la blancura de una cabellera que había evolucionado desde su
color natural: negro, pasando por el grisáceo de las canas hasta convertirse en
blanco y éste a su vez volver a retomar un falso color primigenio. Así era
Griselda, el punto intermedio donde convergían el negro y el blanco, el blanco
y el negro, el negro y el blanco, el blanco y el negro, los negros y los
blancos, los blancos y los negros, los negros y los blancos, los blancos y los
negros. Griselda vivía en la pequeña ciudad de Entrecinsa, donde todos los
habitantes se conocían o eso creían; por supuesto, la tonalidad que envolvía a
su gente era gris. Por el enclave de la villa, el otoño y el invierno formaban
parte de una sola estación, los cielos siempre eran grises y cuando llegaba el frío,
éste acarreaba unas nieblas densas que impregnaban a cuerpos y almas de una
tristura que inducía al monocolor: gristura. Las fachadas de los
edificios se veían asediadas y cedían su tintura, aunque fuese de vivos
colores, ante la monocromía. La primavera y el verano formaban la otra
estación; en la época estival, cuando el sol derretía su luz y calor sobre la tierra, la lejanía siempre
conservaba una niebla grisácea que impedía contemplarla con toda nitidez. Sin
querer y muy disimuladamente, aquel color se había ido adueñando de personas ,
edificios y enseres y nadie se había dado cuenta, excepto Griselda. Griselda lo
sentía, lo vivía, era como un reconstituyente que en vez de tomarlo por
prescripción médica en forma de jarabe o pastillas, ella lo respiraba
tonificando su espíritu y empujándola a seguir viviendo. A simple vista su vida
parecía monótona, carente de sentido, la vida de una mujer de cierta edad que
consume el día en unas tareas rutinarias y que encamina sus pasos hacia un
final depositado en manos del destino. No, Griselda era mucho más, Griselda era
la representante del amor fiel, del amor sin condiciones, del amor que ama en
silencio, del amor cuyo oficio es el de ser un simple cazador solitario, pero
esto y mucho más envuelto en el celofán de la discreción y del hermetismo.
Vivía sola en un edificio de veinte viviendas; la suya no era muy grande,
aproximadamente unos noventa metros cuadrados; le sobraba, si quería podía
navegar por sus salas ya que el mobiliario era relativamente escaso, siempre
había vivido allí y se conformaba con aquel espacio; le parecía que era
suficiente, nunca se había cuestionado el mudarse a otro piso más grande o más
pequeño, tenía muy asumido su sentido de posesión, la vida que impregnaba su
contenido no la iba a encontrar en ninguna otra parte. Las paredes eran de un
blanco inmaculado, periódicamente las encalaba, había oído decir que la cal
mataba los gérmenes que propagan las enfermedades; no había cuadros colgados en
ninguna de las habitaciones, ni recuerdos que desviasen la atención de aquella
blancura hacia preguntas incómodas de velada respuesta. Los muebles poseían una
austeridad monacal, eran todos de líneas rectas, la línea curva ni la conocían;
el aparador, la mesa y las sillas eran de aristas cortantes; un lego en los
andares de la casa, si no prestaba cuidado, podía hacerse daño; aunque allí
nunca entraba casi nadie. Griselda sabía deslizarse entre los muebles sin
sentirse agredida por la madera, porque eso sí, todos los muebles que ella
poseía, aunque escasos, eran de madera y algunos de maderas nobles. Le gustaba
pasar la mano por su superficie, se maravillaba cómo de una materia tan hosca
las manos diestras de un artesano habían alcanzado tan alto grado de utilidad y
perfección. La sala de estar y el comedor formaban un mismo conjunto aunque
delimitados los dos ambientes: era un salón amplio, a la derecha según se
entraba estaba el comedor y a la izquierda la sala; los muebles que
configuraban ambas estancias eran los típicos de cualquier hogar, los ya
mencionados: el aparador, largo, muy largo, ocupando el espacio de toda una
pared, una mesa amplia con seis sillas a su alrededor y en el lado opuesto dos
sofás de cuero azul marino con dos mesas, una de ellas centrada y la otra
supletoria donde se hallaban un televisor, una radio y un teléfono; todos
bastante obsoletos bien por falta de uso o bien porque su misión había perdido
interés para la dueña. Indudablemente los tres la ponían en contacto con el
mundo exterior, un mundo convulso y agresivo, muy diferente al suyo. El
dormitorio, tan desaborido como lo descrito con anterioridad: una cama amplia,
una mesilla de noche, un armario enorme y una silla, todo en madera de castaño;
sobre la cabecera de la cama el vacío, ninguna señal de pertenecer a un credo,
ninguna señal de gustos florales o paisajísticos, solamente un espacio en
blanco. El cuarto de baño contenía las mismas piezas de saneamiento que ya se
incluían en la edificación salvo una aportación personal: una cortina que se
extendía a lo largo del baño para salvaguardar su desnudez e intimidad; sobre
una repisa se exponían diferentes productos de maquillaje que la ayudaban a
restaurarse física y emocionalmente, trazando líneas o dando color a lo ya
difuminado. Y de la cocina poco más que decir: una cocina eléctrica, una
nevera, un fregadero y unos armarios, desgastados todos por el trasiego de unas
cacerolas en su ardua tarea de colaborar con la subsistencia. Las dos estancias
restantes permanecían vacías o semivacías, eran espacios muertos, inútiles. En
una de ellas almacenaba cajas u objetos a los cuales podía echar mano en un
hipotético momento; una idea previsora, pero no factible. Una cama plegable
aguardaba siempre la llegada de un invitado que nunca aparecía. En la otra sala
no había nada, únicamente cierto eco a vacío y siempre que Griselda pronunciara
algunas palabras o frases, acontecimiento muy poco probable ya que gozaba de
una evidente parquedad de palabra. Su casa se iluminaba a base de una lluvia de
bombillas, de los techos pendían unos cables y en sus extremos unos globos de
cristal que despedían una luz amarillenta; apenas las encendía, aprovechaba el
día que entraba a través de las ventanas y de noche poco uso hacía de la
electricidad salvo en casos muy contados, por ejemplo para buscar algo en donde
el tacto podía confundirla. Le gustaba deslizarse entre la oscuridad, percibía
la presencia de cualquier mueble a centímetros de distancia, su propio vestido
negro la camuflaba y no creaba volumen, su propio negro se fundía con el negro
de la oscuridad. En realidad era obscuridad. En realidad hasta podía
apellidarse Obscuridad: Griselda Obscuridad, Griselda Obs-curidad, Griselda
Obs, Griselda Obscutité, Griselda Darkness, Griselda Dark-ness, Griselda
Dunkelheit, Griselda Dunkel, todos podían servir a la perfección como nombres
artísticos. En la ciudad de Entrecinsa había transcurrido su vida, allí había
ido a la escuela; en su etapa adulta había ejercido el oficio de modista y en
su madurez disfrutaba de una pensión que cubría con creces sus necesidades
básicas. Nunca había sido una mujer caprichosa, sus gustos en el vestir o en el
usar joyas siempre habían estado dentro de los límites de la moderación;
opinaba que una mujer tenía que modelar al vestido y no viceversa. Un vestido o
una joya deberían formar parte de los eventos diarios del portador, deberían
mostrar en el desgaste sus estados de ánimo, es decir, ser como una segunda
piel, con las mismas sensaciones. Griselda sabía perfectamente a qué clase de
telas se les podía transmitir la alegría o el dolor, sabía cuáles podían
liberar o enjugar las emociones. Este era un don que poseía, no innato sino
adquirido; los años de oficio le habían aportado una experiencia que no se
encontraba en los libros, sólo en la repetición. Bajo una máscara de monotonía
Griselda ocultaba una vida interior muy intensa; para cualquier mortal los
puntos álgidos del día se encuentran por la mañana; durante estas horas las
ideas se presentan con más clarividencia, fluyen con mejor soltura, hasta
parecen más proclives a su posible realización; al llegar la tarde y entrada la
noche el ánimo que las motiva se ve empañado por una evanescencia donde la
desilusión se vislumbra acompañada del decaimiento. El día para Griselda era
todo lo contrario, por la mañana era “ piano” hasta concluir por la noche en un
clamoroso “ cres...cen...do”. Su día era como una sinfonía romántica con sus
diversos movimientos y al final una gran apoteosis donde confluían todos los
instrumentos. Se levantaba con el alba; según la época del año un reloj oculto
le indicaba la hora en la que despuntaba el sol y ella con él marcaban el
inicio de una jornada particular; abandonaba la cama y se dirigía hacia la
ventana, levantaba la persiana y el contraluz de los edificios proclamaba la
llegada del nuevo día. Se quedaba mirando fijamente para ellos y el gris
incipiente de aquel cielo de fondo poco a poco se convertía en un gris intenso
que contemplado en silencio inducía al secreto. El comienzo de los días siempre
le había parecido mágico, aunque repetitivo, lo consideraba como un exceso de
vida, un derroche. Aquella ventana despojada de cortinas era el justo encuadre
de una vida exterior; desde allí contemplaba la calle, los transeúntes
atareados en su marcha al trabajo, en
ser puntuales y nunca llegar tarde; una vida activa a la cual ella había
pertenecido y que por razones de edad y productividad había dejado atrás; la
miraba con ojos de espectador, no de actor. En camisón, desde aquel rectángulo
que formaba la ventana se dirigía como fiel peregrina y con los pies descalzos
hacia un cuadro, hacia un retrato que se hallaba sobre el aparador y junto a
éste una vela. Eran los únicos objetos que se encontraban sobre esta
superficie, eran los únicos objetos que se encontraban sobre la superficie de
los muebles de aquella casa; por decirlo de alguna manera eran la única huella
de decoración de una superficie desértica. Era una foto en blanco y negro, el
tiempo casi la había vuelto gris; besaba en el rostro la imagen de un hombre y
después la yema de un dedo borraba el vestigio de un desgaste imposible. Su
mirada traspasaba el cristal y una vez sobre el papel llegaba al recuerdo, se
detenía en él y en el rostro de Griselda se reflejaba el instante, un instante
de amor. La vela se había apagado, no era eterna, siempre procuraba tenerla
encendida, sobre todo de noche o al menos durante las horas en que el día no
alcanzaba a iluminar con luz propia aquel espacio. Tenía la sensación de que no
había vida si no había claridad. Era un momento de reflexión, era el momento de
hacer un resumen rápido de todo lo vivido, de condensar en unos minutos las
pinceladas básicas trazadas sobre el lienzo de su existencia. El aproximar
aquel retrato a su pecho ayudaba a un juicio sereno de los hechos motivo de la
reflexión. Terminada ésta, volvía a colocar aquella foto en su lugar, con mucho
cuidado, sobre aquel amplio desierto que era la superficie del aparador, junto
a la vela, la luz nocturna. Después se dirigía al cuarto de baño para asearse y
una vez terminada esta tarea regresaba a su dormitorio para poner su hábito y
calzar aquellos zapatos de tacón alto, negros, de charol, de corte salón. Aquel
primer momento del día no era el único en el que se ponía en contacto con
aquella foto; a veces necesitaba urgentemente contemplarla, sobre todo cuando
sentía que caía en un pozo de vacío, cuando en torno a ella los seres humanos
desaparecían, se diluían en la nada; entonces era el momento de apresurarse a
coger aquel retrato y mirarlo de cerca, dejar que una simple imagen fotográfica
la ilusionara con la existencia de aquel hombre lejano y distante. Estas
visitas nunca tenían hora fija, todo dependía de su estado anímico; sin
embargo, las que no fallaban eran la de la mañana al levantarse y la de antes
de acostarse. Riselda se clavaba como fiel penitente ante aquel cuadrado para
darle la bienvenida con la llegada del día, o para despedirlo cuando se
presentaba la noche y llamaba al abandono. La contemplación de aquella foto era
su antídoto ante el fuerte sabor amargo que a veces poseía la vida. Cuando
tenía que hacer compras, solía hacerlas por las mañanas; iba siempre a su
supermercado que se hallaba al final de la calle, en línea recta, si tenía que
girar nunca lo hacía en ángulo curvilíneo siempre en ángulo recto, agudo u
obtuso, obtuso, obtuso, obtuso, obotuso, obotuso, obotuso, robotuso, robotuso,
robotuso, robot-uso, robot-uso, robot-uso, es decir, a usanza de un robot. El
hecho de que Riselda saliera a la calle implicaba una finalidad, una finalidad
“ para hacer algo” , no por el simple hecho de decir: “ me voy a la calle”. En
el primer contacto con el mundo exterior era obligado presionar un interruptor
invisible para que ocasionara una adaptación instantánea al medio ambiente; el
frío o el calor eran como dos bofetadas que la despertaban de su mundo interior
y la situaban en un mundo real. Caminaba con solemnidad, aunque con cierta
rigidez; sus brazos caían en perpendicular a lo largo del cuerpo, como si
estuvieran acostumbrados a cargar con pesos; cuando venía de vuelta del
supermercado siempre portaba dos bolsas, una en cada mano, eso la equilibraba;
aquellos zapatos de tacón alto a veces la hacían zozobrar, pero ella nunca se
había caído, desplomarse sería herir su orgullo. Andaba siempre en línea recta,
su caminar estaba marcado por el ritmo cadencioso de sus tacones, si bien podía
haber alguna alteración apenas perceptible, era como si involuntariamente
marcara el paso; la suela del zapato no se arrastraba y el tacón caía con todo
su peso sobre la acera produciendo un sonido metálico a tachuela. Indicaba un
tiempo, un intervalo de segundos entre tic y tac, entre tiqui-tiqui,
tiqui-tiqui, tiqui-tiqui, tiqui-tiqui, tiqui-tiqui... Miraba en línea recta,
hacia la lejanía, hacia la finalidad. A veces, durante el trayecto se cruzaba
con alguna vecina que la saludaba y ella sin darse cuenta le respondía
mecánicamente con un adiós escueto, sin el adorno de una sonrisa o de un gesto
cordial. Siempre le había concedido a las palabras su justo valor, nada de
florituras que entorpeciesen su significado exacto. Cuando entraba en el
supermercado se robotizaba; sabía a la perfección dónde se encontraban los
productos que deseaba y no perdía el tiempo por secciones que no le interesaban;
al llegar a la caja no intercambiaba ninguna palabra con la cajera, simplemente
leía el importe, pagaba, se cargaba y se iba. De regreso a su hogar, ya
equilibrada, volvía en línea recta, un poco más lenta eso sí: el peso, aunque
ligero, ralentizaba el paso y daba la sensación de querer clavar los tacones en
el asfalto. Podía parecer una tontería, pero Riselda advertía que eso afianzaba
su seguridad, era algo contradictorio: al mismo tiempo que el tacón la aislaba
del suelo, existía la tendencia a clavarse en él, a buscar tierra y enterrarse
en ella. Tan pronto como llegaba a casa se ponía a cocinar, le gustaba, el
estar entre cacerolas no significaba ningún contratiempo, lo que sí le hubiera
complacido es tener para quién, tener unos invitados que la motivaran y poder
colmar sus gustos gastronómicos. Pero hacía mucho tiempo que a su mesa no se
sentaba nadie, el hombre del retrato se había perdido en el mundo y el hijo que
tenían la visitaba esporádicamente, también el mundo lo había absorbido, la
habían dejado sola; en la mente, su ausencia la había llenado con el recuerdo y
con una fantasía exacerbada que trastocaba una realidad tangible; admitía su
soledad, pero no descartaba la esperanza de un futuro reencuentro; cada vez que
ponía la mesa le hubiese encantado colocar dos platos más; sin embargo, tenía
que conformarse con el suyo solamente. Muchas veces se esmeraba en cocinar
platos que eran auténticas delicias, los paladeaba y se complacía en su sabor
emitiendo juicios con frecuencia adversos; era muy dura consigo misma en
cuestión de paladares. Ya que nadie opinaba sobre sus cualidades culinarias,
alguien debía hacerlo y ella era su propio juez. Hubiese sido una gran cocinera
en un restaurante de categoría, pero el destino la llevó por otros derroteros y
fue modista; moldeó cuerpos y ocultó defectos, resaltó proporciones donde no
las había y disimuló volúmenes donde sobraban. Siempre cumpliendo gustos,
siempre complaciendo a aquéllos o aquéllas que nunca supieron valorar su
entrega. Cuando terminaba de comer fregaba los platos y se hacía un café muy
cargado, muy negro; se sentaba y bebía a pequeños sorbos aquel líquido,
pensaba. Durante la sobremesa se habla, se comentan cosas; ella, como no tenía
con quién, pensaba, ¿ en qué? En sí misma. Cuando cogía la taza para sorber un
poco, partes de su rostro se agitaban sobre la superficie negra del café; se
asustaba al verse irreconocible; parecían las facciones de otra persona las que
allí se reflejaban, como si alguien desconocido la estuviera espiando. Un sopor
la adentraba en el sueño y éste a su vez
en el recuerdo; dormitaba ligeramente y poco a poco despertaba despejándose su
mente; durante aquellas primeras horas de la tarde no tenía nada que hacer,
mejor dicho, nunca tenía nada que hacer, sus obligaciones habían pasado a un
segundo plano, cualquier imposición, a no ser que fuese concertada por ella,
carecía de urgencia; consideraba que ya había trabajado suficiente y que sus
responsabilidades habían pertenecido a una etapa anterior, por lo tanto podía
permitirse el capricho de despilfarrar las horas a su gusto. Aquel era el
momento de recapitular; durante su periodo laboral y debido a las exigencias
del trabajo le quedaba poco tiempo para analizar en detalle lo que había sido
su vida, la vorágine de las ocupaciones le había concedido pocos momentos de
profunda reflexión. Sentada, con los brazos cruzados, miraba fijamente los
blancos azulejos de la pared, delante de ella y sobre la mesa su taza de café
negro, solo. Riselda vestía, como de costumbre, su hábito negro, su collar de
perlas, sus zapatos negros, de charol, de tacón alto, de corte salón. Se diría
que se vestía para la ocasión, para ese momento determinado, pero esa ocasión,
ese momento determinado lo era desde que se levantaba hasta que se acostaba.
Siempre estaba elegante, según su criterio, cada hora del día. El análisis
comenzaba con un resumen global que poco a poco se iba desgranando en pequeñas
parcelas; nunca había reprobación, admitía por igual éxitos y fracasos, ambos
los consideraba positivos, por lo tanto el hecho de rememorar acontecimientos
pasados no era una lamentación, era el afianzamiento de una realidad. Su paso
por la vida había sido caminar sola, por eso siempre había calzado zapatos de
tacón alto que, al andar, rompieran el silencio con un firme taconeo. Crio a su
hijo con esmerado cariño, pero sabía, tal vez por instinto animal, que la iba a
dejar sola; había alguna ley promulgada en alguna parte y aplicable únicamente
a ella que lo decía, una ley natural no humana. Lo mismo sucedía con el hombre
que había amado; su presencia física había desaparecido de su lado hacía
tiempo, pero ella seguía adorándolo como el primer día; advertía que cuanto más
tiempo transcurría más se afianzaba su cariño por él; lo único que había
olvidado era su nombre por falta de pronunciación; su imagen, su forma de ser
se conservaban intactos en su mente como siempre. Su vida había estado marcada
por acontecimientos que incumplían las leyes de los hombres, que las
desobedecían; aunque se hubiese empeñado en respetarlas había un destino que la
conducía a la contradicción, a imponer a su pesar su voluntad. Sus sentimientos
se anteponían a cualquier impedimento que se opusiera a su realización; existía
una fuerza salvaje en ellos que se abalanzaba contra su freno. Riselda, sin el
beneplácito de las leyes de su tiempo, se había entregado al hombre que había
amado, ¿ por amor? ¿ por placer? Naturalmente que sí, pero sobre todo por una
terrible sensación de soledad, una soledad arcaica, primaria que necesitaba una
compañía para su complementación, una vez cumplida aquella dualidad: soledad y
compañía se sintió integrada en el universo. Ella y su amado podían ser la vida
y la muerte, el bien y el mal, el día y la noche, el amor y el odio, el hombre
y la mujer, el sonido y el silencio...Sólo con el paso del tiempo llegó a
comprender la dimensión que alcanzaría aquella cópula; unos minutos que se
proyectaron a lo largo de toda su vida, unos minutos de los que vivió y alimentó
su alma. El rememorar aquel día le parecía como extraer una ingenuidad
infantil, un pudor inocente, como extraer una niña de una mujer: era un día de
primavera, hermoso, exuberante de flora y fauna, la tierra coqueteaba con el
universo. Los dos habían salido a dar una vuelta por el campo, sin ninguna
intención, el tiempo exigía respirar aire libre, gozar de aquella luz e
intensidad. Riselda reconoció con el paso de los años que aquélla había sido su época de color, éste se adentraba en sus
sentidos por medio de la naturaleza: las distintas tonalidades de verdes y
ocres de árboles y hierba, las manchas salpicadas de las florecillas de vivos
colores que se extendían por la superficie de los campos, el azul intenso del
cielo que a veces se veía suavizado por el
paso de alguna nube transparente... Todas esas impresiones de colorido,
más tarde, se sustituyeron por el blanco y el negro derivando a gris. Si en
aquellos momentos existían esos colores, ella nunca los captó; la ceguera que
le producía la viveza de otros chillones entorpecía la agudeza de una
sensibilidad hacia tonalidades más discretas. De la mano, los dos caminaron por
campos, subieron montañas y atravesaron riachuelos, respiraron aire y llegado
el cansancio se sentaron sobre la hierba mullida, la tierra que servía de base
los acogió como miembros de una misma materia. Retozaron. La líbido se
encabritó. Ella cedió al deseo y la tierra la absorbió, él, el universo, la
cubrió. Iselda lo abrazó, durante aquellos instantes el cielo y la tierra se
tocaron , vibraron y se fusionaron dando origen a una nueva existencia. Pasado
el desfogue apareció el sosiego tomando posiciones: los dos echados boca arriba
contemplaron el cielo, ante tanta inmensidad se sintieron tan diminutos y
perdidos que tuvieron miedo y se cogieron las manos. El tacto conformaría un
nuevo leguaje. Ella se incorporó y con el índice derecho fue marcando unos
pequeños puntos invisibles sobre el rostro de él, moteó cada una de sus
facciones y al llegar a la boca derrochó magia con aquellos suaves toques, un
cosquilleo lo hizo sonreír y ella aprovechó para besarlo, en la caverna de su
tórax resonó una canción: “ Mild und leise, wie er lächelt; wie das Auge
hold er öffnet...”. Cómo sonríe, suave y dulce; cómo abre gentilmente los
ojos... Esas palabras poco a poco se fueron diluyendo en puntos y se
esparcieron por todo su cuerpo. Después de aquel encuentro el hombre
desapareció; nunca se preguntó el porqué; tal vez lo que nunca ocurre en años,
ocurre en un instante cualquiera; tal vez la conjunción entre cielo y tierra
ocurre una vez en la vida o en siglos o
nunca. Iselda asumió su momento. Al cabo de nueve meses, el hueco espacial que
había dejado aquel hombre se vio cubierto por la llegada de un recién nacido;
desde un principio supo diferenciar aquellos dos amores, nada tenían en común
el uno con el otro, uno era causa el otro efecto. A medida que su hijo iba
creciendo los rasgos del padre adquirían consistencia en su rostro. Ella lo
sabía, nadie más; había recorrido con la yema del dedo cada una de las
facciones de aquel hombre y su seguridad
confirmaba la evidencia. Lo crió y lo educó con todo el esmero que
proporciona el cariño; lo envió a los mejores colegios para que le inculcaran
no solamente conceptos sino también un estilo de vida; deseaba que cuando él
anduviese por el mundo supiera desenvolverse y luchar, pero sin olvidar que en
él encontraría belleza que le tocaría descubrir. Cuando llegó a la edad adulta
y con sus estudios terminados decidió marcharse; no sabía cómo decírselo a su
madre; temía que sus palabras, por muy rebuscadas que fueran y las menos
hirientes, pudieran afectarla. Escogió un domingo cualquiera, quizá porque los
domingos a él le parecían más adecuados y el aspecto físico de su madre era más
radiante, pero ella, aunque él no lo advirtiera, siempre estaba radiante: con
su hábito, sus perlas y zapatos negros de tacón alto la convertían, sin querer,
en un icono del amor entregado, incondicional. Cuando se sentaron el uno frente
al otro se creó cierta solemnidad; muchas veces habían estado así, pero en
aquel momento reinaba un ambiente de confesión. Iselda leía en la mirada de su
hijo la falta de soltura para expresar su toma de decisión. Para facilitarle
una fluidez de palabra, le cogió las manos y fue ella la primera en hablar, le
preguntó: “ Deseas irte, ¿ verdad?” y él
con voz temblorosa respondió: “ Debo irme”. Iselda no se sorprendió por la
respuesta y recibió con serenidad lo ya asumido hacía tiempo. En su frase
empleó el verbo “ deber”, eso implicaba obligación, obligación con quién o con
qué. Eso nunca se lo preguntaría. Él debía cumplir con su vida que estaría
llena de múltiples exigencias, y solamente era a él a quien le tocaba llevarlas
a cabo. Tampoco le preguntó cuándo pensaba marcharse, no le estorbaba, todo lo
contrario, su compañía ahuyentaba el vacío de soledad que siempre la rodeaba,
su presencia casi era la premonición de una futura ausencia. No tardó mucho,
cuando lo vio con una simple maleta se estremeció, no podía comprender cómo
parte de una vida cabía en tan poco espacio; ella tampoco tenía tantas
posesiones: las vivencias y los recuerdos, puras abstracciones, no ocupaban
lugar y cada uno lo llevaba consigo en su mente y en su corazón. Cuando se
despidieron, hijo frente a madre, madre frente a hijo, se miraron fijamente a
los ojos para registrar sus dos imágenes en la memoria; ella se acercó y cobijó
aquel rostro en la concavidad de sus manos, ya no contemplaba a su hijo,
contemplaba a un hombre, no se atrevió a besarlo en las mejillas, lo besó en la
frente, ya no contemplaba a su hijo, contemplaba a un niño. Sus últimas
palabras fueron: “ Adiós madre” y sus correspondientes “Adiós hombre”. Desde
aquel entonces la presencia física de su hijo despareció para convertirse en
una voz que de vez en cuando se abría paso a través del auricular del teléfono,
aquel aparato obsoleto, que hacía compañía a una radio y a un televisor
abandonados del mundo, recobraba utilidad con un ring. Al principio solía
llamarla con frecuencia; era posible que tuviese dificultades en adaptarse a su
nueva vida y necesitara oír el consuelo de una voz acogedora; ella siempre supo
escucharle, aunque nunca entraban en pormenores, a veces la conversación se
cortaba en seco, un hueco de silencio y derivaba hacia trivialidades, quizá por
temor a entrar en asuntos personales importantes y a herir sus respectivas
sensibilidades. A medida que transcurría el tiempo las llamadas se fueron
distanciando e Iselda se dio cuenta de que su hijo ya había encontrado su
lugar, su espacio vital. Aquel insoportable silencio entre llamada y llamada,
de meses de duración, la conducía a un estado de ánimo entre el anhelo y la
desesperación; aprendió a interpretar en la entonación, pausas e intensidad de
las palabras de su hijo, la vida que llevaba, analizaba los más mínimos
detalles, sopesaba los adjetivos empelados, si su voz era nítida o ronca, su
forma de respirar, si había seguridad en sus frases; su oído se había afinado
hasta límites insospechados y todo por un cariño ciego de madre. De aquellas
escuetas conversaciones ella creó el mundo ficticio de su hijo, nunca supo en
realidad cómo vivía, se diría que lo había inventado de oído. La escasez de
llamadas dio paso al silencio, a no tener ganas de hablar con nadie, a emplear
un vocabulario coloquial en situaciones habituales y repetitivas, de su boca
salían las palabras por cuentagotas, su riqueza léxica la guardaba para sí ,
para expresar sus sentimientos en la intimidad, en su silencio interior. Y
volvió la mirada hacia su otro hombre, hacia aquella ausencia, hacia aquel otro
silencio. De él ya no esperaba nada más; de su hijo aún podía albergar una
esperanza remota y, sin embargo, tanto uno como otro eran sus esperanzas
imposibles; sobre ese punto podía convertirse en atea y quedarse tan relajada.
Pero la idea, la existencia de esa idea, la idea de la existencia de aquel
hombre le daba fuerzas para seguir viviendo. Desde que se levantaba hasta que
se acostaba, hiciera lo que hiciese, en su mente había una fijación que según
las circunstancias ocupaba un primer o segundo plano , pero siempre estaba
presente con mayor o menor intensidad. La acompañaba hasta en su más mínimos
actos. No se sentía sola; cuando tomaba alguna decisión compartía con ella el
acierto o el fracaso; le daba el equilibrio suficiente para aceptar cualquier
desenlace sin lamentaciones. Cualquier cosa que hiciera se impregnaba de un
aroma especial con tan sólo pensar en él. No sentía vergüenza, a pesar del paso
del tiempo y de sus años, al admitir que seguía enamorada, quizá le faltase la
valentía repentina del tímido para proclamarlo a los cuatro vientos. El retiro
le había proporcionado más momentos de complacencia en su fijación; si bien,
cuando trabajaba, su tarea la mantenía diversificada en los detalles minuciosos
de su oficio; ahora gozaba de aquel tiempo que la había tenido sumida en la
responsabilidad. Alguna vez pensó si no lo había amado suficientemente; había
épocas del año, durante su etapa laboral, en las que estaba absorta por el
trabajo y las exigencias descabelladas de muchas de sus clientas. Temía que el
amor aletargado a lo único que conducía era al olvido; más tarde comprobó que
estaba equivocada. Cuando en realidad se ama, nunca se ha dejado ni se dejará
de amar. Su vida a nivel sentimental la había llenado aquel hombre, su hijo
había sido el resultado, pero el misterio se hallaba en aquel hombre, ¿ por qué
aquel hombre y no otro? ¿ qué pócima le había dado para que su mirada se
dirigiera hacia él? Durante su vida se había cruzado con otros hombres y habían
pasado sin rozar sus emociones. ¿ Sería verdad aquello de que la tierra y el
cielo sólo se juntan una vez en la vida? O ¿ sería un razonamiento infantil sin
fundamento? ¿ Qué clase de amor era el suyo si hasta había olvidado el nombre
de su amado? Con él también se habían ido unas palabras mediante las cuales el
alma significaba su sentir más profundo y sin embargo, aunque no verbal ni externamente,
sí continuaban existiendo en un lenguaje hermético, quizá jeroglífico. En algún
momento temió que aquella idea fija no fuese más que una obsesión, un capricho
ilusorio de su mente que la rondaba para burlarse de una desamparada
fragilidad; pero no, no se engañaba, cuando cogía entre sus manos aquel retrato
para acercarlo a sus labios y besarlo, era como atraer el universo hacia sí, al
distanciarlo era llenar el espacio con aquel mismo universo, pero compartido
por dos. De qué pocas cosas dependía Iselda para existir; podía prescindir de
todo lo material que la rodeaba y centrarse sencillamente en su amor; dejaría
de comer y con la mirada clavada en el vacío recibiría de él la esencia de una
imagen que saciaría su hambre. Cuando llega la vejez en muchos casos existir es
ser tocado, acariciado; en otros existir es advertir la presencia ausente del
ser amado. Iselda tenía resuelta su vida, no iba a cambiar nada, no lamentaba
nada, tampoco echaba de menos nada, en esa nada, al no estar henchida por una
materialidad superflua siempre tendría cabida un sueño de amor eterno. Su
pasado, presente y futuro consistían en respirar para vivir, para mantener la
llama de aquel amor incondicional. Después de aquella larga, solitaria y
soliloquiada sobremesa, Iselda se levantó y se acercó a la ventana para ver lo
que ocurría en el mundo exterior: la luz del día se iba debilitando, y una
niebla gris, muy disimuladamente cambiaba la percepción de la tonalidad de las
cosas y personas. En la calle, como de costumbre, la vida mundana, trajinada,
bulliciosa, hecha para el exhibicionismo. Y sin embargo, en aquella vivienda:
el silencio, el misticismo, la oración profana. Era la hora de encender la vela
y de reponerla si ya se había consumido. La luz eléctrica no se encendía en
aquel piso salvo en contadas excepciones, la oscuridad impregnaría cada una de
las estancias, deslizarse por ellas era cuestión de tacto y de percepción
espacial, Iselda jamás tropezaba contra nada, jamás, jamás, jamás, jamais,
jamais, jamais, nunca, nunca, nunca, never, never, never. Flotaba. Con la
oscuridad venía el silencio, solamente interrumpido por el taconeo de aquellos
zapatos de tacón alto, negros, de charol, de corte salón. Si un reloj marca el
tiempo con su tic-tac, el silencio lo marcaban sus tacones; era un sonido
metálico, a hierro, un sonido premonitorio a guerra, a rebeldía contra la
incomprensión, la incomunicación, el aislamiento, la humillación, la
intolerancia. Era desplegar banderas; el hábito de Iselda era desplegable,
carecía de cíngulo para marcar su cintura, pero poseía aquel collar de perlas
con el que podía rodear al mundo, su mundo. A pesar del negro reinante en
aquellas estancias, la blancura de las paredes, cientos de veces encaladas
maniáticamente, desprendían una fosforescencia dando paso a un gris intenso y
nebuloso. Su tacto se agudizaba, sentía la necesidad de tocar superficies y
formas, en la yema de sus dedos concentraba su poder sensitivo donde afluía el
resto de los sentidos. Lo primero que hacía era palpar su collar, iba de perla
en perla, de cuenta en cuenta, sus dedos recreaban la forma y un insospechado
impulso religioso anhelaba extraer una oración de aquel rosario infinito. Las
palabras se agolpaban en su garganta y estrangulaban aquel sublime intento.
Inspiraba y aquel aire se cobijaba en el centro de su pecho, entre sus dos
senos, en la angustia. Paseaba la palma de sus manos por la superficie de los
muebles, por el desierto como ella decía en un arranque de confianza que se
concedía para sí; tocaba también la textura de su túnica, de su hábito, que al
llegar aquella hora perdía su confección para convertirse en un enorme lienzo,
en un sudario negro no para exponer el dolor sino el amor. Encendió la vela y
con ella la ceremonia diaria a un dios desconocido dio comienzo. Su llama
iluminó el retrato, el retrato iluminó el alma de Iselda. Cada día, pero nunca
a la misma hora, todo dependía de la estación del año, cuando la luz solar va
perdiendo consistencia, dando paso a un gris debilitado por la proximidad de la
noche, en ese instante atemporal en el que el ser humano pierde contacto con el
mundo externo para adentrarse en su propio yo, en el que el crepúsculo no es
más que un paso hacia un negro nocturno, Iselda se sentía acorralada. Aquel
mundo que dejaba era como si la culpara, como si un dedo invisible la señalara
como la transgresora de sus leyes; entonces cargada con aquel fardo de
culpabilidad inocente se sentía desplomar, pero para que eso no ocurriera con
sus zapatos de tacón alto, negros, de charol y de corte salón pisaba
fuertemente y apoyaba su espalda contra la pared. Era una pared maestra, de las
que mantienen un edificio, de las que mantienen el desplome de un cuerpo.
También era larga, contra ella no se había colocado nada y de ella nada se
había colgado. Sencillamente era una pared provocativamente blanca, desnuda.
Iselda se centró en ella y quiso hablar, pero no pudo; quiso llorar, pero no
pudo; quiso morder de rabia, pero no pudo; quiso patalear, pero no pudo; quiso
gritar, pero no pudo; quiso cantar, pero no pudo, su collar se rebeló
estrangulando aquella garganta, le prohibía la justificación de su amor. A
medida que las perlas presionaban su cuello y para aliviar aquel tirano
mutismo, sus brazos empezaron a elevarse en forma de cruz, siempre a nivel de
la pared. Su túnica empezó a desconfigurarse, desplegándose desde los brazos
hasta la altura de las rodillas formando un rectángulo perfecto, posición
injusta de castigo infantil, pero justa como pizarra escolar en donde exponer
los conocimientos de una asignatura o la profundidad de unos sentimientos.
Sabía que no habría palabras, ni formación de frases, ni lenguaje sonoro
conocido para expresarse; suspiró y en ese mismo instante comenzó la
descomposición de su collar de perlas: sobre su túnica negra cada una de ellas,
formando grupos de seis, mezclándose las perfectas con las imperfectas creaban
un leguaje para ciegos, para sordos, para mudos o para cualquiera que quisiera
ver en la oscuridad. Isolda cantó en silencio y para el silencio:
https://www.youtube.com/watch?v=gbbEBt5mP6w
Mild und leise wie er lächelt,
Wie das Auge hold er öffnet,
Seht ihr’s, Freunde?
Seht ihr’s nicht?
Immer lichter, wie er
leuchtet,
Stern- umstrahlet
Hoch sich hebt?
Seht ihr’s nicht?
Wie das Herz
Ihm mutig schwillt,
Voll und hehr
Im Busen ihm quillt?
Wie den Lippen,
Wonnig mild,
Süsser Atem sanft entweht,
Freunde! Seht!
Fühlt und seht ihr’s nicht?
Höre ich nur
Diese weise,
Die so wundervoll und leise,
Wonne klagend,
Alles sagend,
Mild versöhnend aus ihm
tönend,
In mich dringet, auf sich schwinget,
Hold erhallend
Um mich klinget?
Heller schallend, mich umwallend,
Wie sie schwellen, mich umrauschen,
Soll ich atmen, soll ich
lauschen?
Soll
ich schlürfen, untertauchen?
Süss in Dürften
In dem wogenden Schwall,
In dem tönenden Schall,
In des Welt- Atems
Wehendem All
Ertrinken, versinken
Unbewusst
Höchste Lust!
Muerte
de amor
Tristán e Isolda – R. Wagner
Cómo
su sonrisa es dulce y ligera,
Cómo
abre tiernamente los ojos,
¿
lo veis, amigos?
¿
No lo veis?
¿
Cómo brilla cada vez más radiante,
cada
vez más fuerte,
rodeado
de estrellas?
¿
Acaso no lo podéis ver?
¿
Cómo su corazón
se
inflama valientemente
y
cómo su pecho late
sublime
y fuerte?
Cómo
de sus labios se escapa
Un
dulce aliento,
Delicioso,
suave y delicado,
Amigos,
¡mirad!
¿
No lo veis, no lo sentís?
¿
Soy yo sola la que escucho
esta
melodía
que,
tan ligera, tan maravillosa,
suspirando
de felicidad,
diciéndolo
todo,
dulce
y conciliadora, se eleva de él,
toma
impulso, penetra en mí,
suena
en torno mío
divinamente
vibrante?
¿
Estas voces más claras que me rodean
son
ondas de brisas suaves?
¿
Son olas de perfumes deliciosos?
¿
Cómo se hinchan, cómo me embriagan,
debo
respirar, debo mirar?
¿
Debo saborear, sumergirme en ellas?
¿
Dulcemente evaporarme
en
esos perfumes?
En
el torrente de las olas,
En
el sonido resonante,
En
el Todo que respira
El
aliento del mundo,
Ahogarme,
hundirme,
Perder
conciencia,
¡voluptuosidad
suprema!