MMVIII-Primavera.(Rembrandt serie). Anasor Ed Searom |
Cada noche atravieso este parque de los
olivos; nunca falto a mi cita, a excepción de los lunes, que ese día cierra el
bar. Siempre acudo; es muy raro que deje de ir, salvo algún acontecimiento importante
que me lo impida; pero mi vida no está llena de acontecimientos importantes, lo
único a destacar es esta cita; procuro no faltar nunca. La noche de los lunes
se me hace eterna; deambulo por mi habitación sin rumbo, tratando de serenar un
sistema nervioso que el tiempo ha disparado y que sólo frena la acción
compulsiva de unas idas y venidas, ya que por más que he empleado la razón,
ésta no funciona. Agotado me tumbo en la cama y el cansancio del día laboral
más el nervio relajado colaboran a que pronto me quede dormido, a que el sueño
se encargue de borrar en la mente esa noche vacía. Cada noche este parque
adquiere una configuración distinta, depende de la luz de la luna y del tiempo
que haga. Los olivos presentan infinidad de formas, algunas de ellas
fantasmales y sin embargo, no me dan miedo, no soy un hombre susceptible a
impresiones de terror, más bien trato de contemplar éstas bajo el prisma de una
belleza mórbida, resultándome a veces atractivas; sus troncos, ásperos y
retorcidos se asemejan en cierta medida a mis dedos; los dedos de mis manos no
pertenecen a un hombre cultivado, a un hombre criado en un bienestar ni social
ni laboral; yo no trabajo en una empresa cuyo ambiente y herramientas se
caracterizan por la suavidad de texturas y finura de precisión; yo soy un
obrero de la construcción, rodeado siempre de asperezas, de tareas en donde la
fuerza de las manos es vital para superarlas, y claro, día a día y hora a hora
los dedos de mis manos adquieren una rudeza que solamente un trabajo agresivo
puede conceder. No me avergüenzo de mi oficio, todo lo contrario, es el
sustento de mi vida, pero reconozco lo que hay de positivo y negativo en él.
Estos olivos no son lo mismo de día que de noche; cuando el sol los ilumina
adquieren ciertas tonalidades difíciles de captar a primera vista, de su gris
verdoso innato pueden surgir unos rosas y malvas suaves que solamente una
contemplación profunda puede desvelar; de noche son distintos, también el que
los contempla es distinto, la oscuridad los cubre ofertando cientos de
interpretaciones a la mente ávida de descubrir sensaciones fantásticas; para mí
son sencillamente viejos conocidos. Atravesar este parque es como si fuese la
antesala a un mundo nuevo; mi vida normal no tiene nada que ver con la que
experimento después de pasar por entre estos árboles de olivos, son como
cribas, separan a la perfección el yo externo de mi yo interno. Me siento
cómodo ya en esta antesala porque sé fijo que voy a ver a mi Ángel. De día y a
ciertas horas este parque se puebla de niños, de sus juegos y gritos, la
alegría se desborda y corre a raudales por sus paseos; de noche la gravedad de
la existencia se ensaña en seres que sólo mima la oscuridad, a veces me cruzo
con algunos y es esa presencia instantánea, esa sorpresa la que me confirma que
caminamos por una tierra de nadie, faltos de rumbo; entonces acelero el paso
para llegar al bar, para dejar atrás aquel parque que me obliga a encontrarme
con seres que no deseo conocer porque ya los conozco demasiado bien, porque ya
me conozco demasiado bien. No sé ni adónde van ni de dónde vienen, yo sí sé que
vengo de la realidad y voy hacia la ensoñación. Una vez que salgo de mi parque
me dirijo hacia mi bar, poseo a ambos, la ansiedad ha hecho que estos dos
lugares formen parte de mí y emplee posesivos para hacerlos más míos, más
familiares. Tan pronto como se sale del parque de los olivos, el bar está muy
cerca, se ve el rótulo iluminado y en letras verdes se identifica con el nombre
de “Casa d’Esperante”. La entrada es muy normal, como la de miles de bares
dispersos por toda la geografía del país. A medida que me aproximo siento un
ligero nerviosismo que, hasta podía decir, me resulta reconfortante; en mi
estómago revolotea un cosquilleo causado por una ansiedad y alegría que hacen que
titubee al caminar, recuperando inmediatamente la decisión hacia mi objetivo.
Hay como una especie de suspense en los últimos pasos antes de entrar, éstos se
amortiguan sobre el asfalto, la suela del zapato ya no fricciona la superficie,
hay una ralentización en el cuerpo y sus gestos. Asir el pomo de la puerta y
girarlo marca la entrada hacia un mundo deseado y el abandono voluntario de
otro que permanece inamovible, señalando la existencia de una cruda realidad a
la cual hay que regresar. La temperatura y el ambiente cambian, su
invisibilidad se transforma, y los que allí entramos nos hacemos transparentes,
la mentira no existe, no hay nada que aparentar, nuestros pesares los dejamos
reposar sobre la barra del bar. Afuera y adentro, adentro y afuera, afuera y
adentro, adentro y afuera, afuera y adentro, adentro y afuera. Equilibrarse en
el umbral de la puerta, marcar con el propio cuerpo el punto límite entre el
interior y el exterior, entre el exterior y el interior, entre el interior y el
exterior, entre la realidad y la ensoñación. Si en el exterior hay noche y
estrellas en el interior también existen la noche y las estrellas, pero éstas
son artificiales, intencionadas, puestas a propósito para crear un ambiente que
incite a la confesión. “Casa d’Esperante” carece de lujo, sus clientes tampoco
lo valorarían, nos da lo mismo la decoración: el diseño, el color o el material
poco importan a seres rudos, cansados de una jornada laboral en la que el
trabajo aniquila cualquier iniciativa de elevación estética, a lo máximo que
podemos aspirar es a beber un vaso de vino y en él ahogar amarguras. La
oscuridad es importante y estas pequeñas luces blancas diseminadas por la sala
también lo son, forman lo que se podía llamar una noche estrellada; proyectan
un haz de luz perpendicular que, sin querer, ilumina un espacio mínimo logrando
que le cliente vislumbre su entorno y no tropiece contra alguna silla o mesa.
Casi siempre estamos los mismos, esparcidos a lo largo de la barra, de pie o
sentados en un taburete, apoyados en los codos e inclinados sobre un vaso de
vino o cerveza, buscamos descanso y refugio; a medida que vamos llegando,
miramos de soslayo la ausencia de alguno, al comprobar que nadie falta, que
todo el mundo ha cumplido con su cita, cada uno se dedica a la bebida; en el
fondo formamos una familia involuntaria y forzada. Todos somos seres
independientes, solitarios, quemados por la existencia, cualquier iniciativa a
entablar una conversación supondría un esfuerzo desmedido, ya que si la vida se
ha desgastado, indudablemente las palabras también carecen de impulso y se
dejan arrastrar por el silencio. De fondo, en la lejanía, en los confines del
mundo se oye una música machacona que con su ritmo proporciona unos latidos a
una atmósfera anclada en el mutismo. Dos o tres parejas sentadas en la
oscuridad deshacen sus manos agarrándolas fuertemente, negándose a verse
separados, tratando de mantener aquel contacto ante la proximidad de un tiempo
de despedida y una distancia. Y yo busco con desesperación a mi Ángel, tan
pronto llego y tras de mí oigo cómo la puerta se cierra, asumo que he
abandonado un mundo para entrar en otro. Me tranquilizo al verla, tengo miedo
de que algún día, al entrar, no la encuentre; hoy en día ella significa mucho
para mí. La primera impresión es de adivinarla en la penumbra, detrás de la
barra, sirviendo a algún cliente o con los brazos cruzados mirando hacia la
puerta, mirando hacia mí; no quiero ser presuntuoso, pero no puedo evitarlo; la
verdad es que eso me gustaría: que me estuviese esperando, pero no, no debo
albergar falsas esperanzas, son fantasías mías, nunca me ha dado motivos para
hacerme ilusiones. Me dirijo hacia mi lugar; los asiduos tenemos nuestro propio
espacio en la barra, cada uno sabe dónde acoplarse, cada uno sabe dónde no se
puede poner porque invadiría terreno ajeno. El hecho de situarse en el lugar
correcto y asignado por el propio uso significa descarga, lugar de descarga,
lugar de descarga del cansancio, es como si cada uno portase un bulto y allí
aligerara su peso. Todos tenemos nuestra postura, podemos estar más inclinados
hacia la derecha o hacia la izquierda, pero cargando los hombros y la espalda
sobre la barra, y con la cabeza inclinada, esto siempre, como portando una cruz
invisible sobre nuestras espaldas. No nos hablamos, estamos en nuestro propio
mundo, mundos inconexos, imposibilidad de adentrarse en ellos. Miro a mi Ángel,
está alejada, está sirviendo a un cliente más bebida. Yo nunca solicito su
atención, tan pronto me ve ya viene junto a mí trayendo una copa y una botella
de vino tinto, muy tinto, muy negro y muy rojo, como la sangre, así es el vino
de esta región, muy cargado. Nunca supe por qué me lo sirve en copa en vez de
vaso; he notado que a los otros clientes siempre se lo pone en vaso; no creo que
haya preferencias, no obstante, nunca se lo pregunté y nunca se lo preguntaré.
Cuando se me acerca, aparta la mirada porque sabe que la observo detenidamente;
es el único momento del día en el que veo algo hermoso, al menos para mí es
hermosa, a lo mejor no vuelvo a tener la oportunidad de tenerla tan cerca, por
eso aprovecho su cortesía al servirme para clavar mis ojos en ella, para
robarles al instante y a la proximidad el privilegio de contemplarla. Su piel
es blanca, de esa blancura que sólo se consigue morando en claustros y en
lugares de recogimiento en donde el sol no penetra, en donde el frío y el
silencio se alían con la eternidad. Impensable un color bronceado, impensable
que el astro rey dejara su huella en aquella piel. Su mirada, nunca fijándola
en nada concreto, siempre vagando en la atmósfera, en lo onírico. Y sus manos,
tan suaves; solamente una vez las toqué cuando me estaba sirviendo vino, con
mucho sigilo las rocé, percibí que eran como la seda en contraposición a las
mías cuya aspereza salta a la vista y al tacto. Nunca más volví a intentarlo,
un miedo al rechazo, un pánico a un nuevo intento que pudiera poner de
manifiesto una rudeza y vulgaridad me lo impedía. Así que la contemplo distante
aunque el deseo de tenerla cerca suaviza mis miedos. Mis manos, siempre mis
manos, inocentemente me delatan y sin embargo, no las culpo, me siento
orgulloso de ellas, han servido para edificar tantas cosas: mes mains, mes
mains, mes mains, mes mains, mes mens, mes mens, mes mens, me men, me men, me men,
memen, memen, memen, memán, memán, memán, mamán, mamán, mamán, mamá, mamá,
mamá. Mi Ángel, cuando no está ocupada sirviendo, se aleja de la barra y se
apoya contra la pared, se cruza de brazos y nos cuida; ésa ha sido la sensación
que he tenido desde hace algún tiempo; aunque mire al vacío, a la nada, sabe
que tiene que velar por aquellas almas en pena que ante ella se explayan; somos
seres perdidos en el tiempo que buscamos reposo. Si bien nuestras miradas
recaen en el vaso de vino que tenemos ante nosotros, al levantar los ojos de
aquel pequeño mundo líquido nos la encontramos frente a frente reivindicando y
contraponiendo una realidad tergiversada por el alcohol a una realidad
tangible. Nunca la he deseado carnalmente; no es el tipo de mujer que un hombre
hubiese querido poseer para desahogar su instinto; en ella existe cierta
espiritualidad que aniquila la líbido empobreciendo la carne en su conquista
por el espíritu. No es una mujer voluptuosa de formas, más bien es frágil; en
sus ademanes no expresa firmeza o desaire, delicadeza sería la palabra exacta
para calificar su desenvoltura. Saber que al cabo del día tengo a alguien a
quien contemplar hace que la jornada me sea más llevadera, hace que el
maquinismo y robotización de mi trabajo pase a un segundo plano y que la
humanidad que poseo durante el día se convierta en ilusión y durante la noche
en realidad ilusoria. Soy albañil y en muchas ocasiones tengo que desempeñar
otros oficios, depende del momento, hay veces que ejerzo de fontanero, de
pintor, lo que manden, pero debo dejar claro que mi oficio es el de albañil. En
la emigración tuve que aprender de todo, no se me brindaron oportunidades para
mejorar mi estatus, por más que lo intenté el destino sólo me abría las puertas
y las ventanas de la construcción, y nunca mejor dicho porque a parte de
hacerlas también entré, salí y miré por ellas. Era yo muy joven cuando decidí
emigrar; reconozco que no llevaba preparación, había abandonado mis estudios ya
que era incapaz de estar sentado delante de un libro durante más de un cuarto
de hora seguido; los libros siempre me han producido una especie de desazón, de
desasosiego al advertir su presencia, un sudor frío me invadía al abrirlos, al
ver tanta letra impresa, solamente sus imágenes me mantenían fijo a la silla;
aquello era un suplicio y de la noche a la mañana dejé a un lado mi tormento, a
pesar de una fuerte presión familiar para que me retractara de la decisión
tomada. Estaba comprobado que yo no había nacido para los libros, ni ellos para
mí. Empecé a hacer chapuzas relacionadas con la construcción; ahora con el
tiempo puedo decir que se vislumbraba lo que más tarde llegaría a ser: un
albañil cualificado, sí, sí, un albañil cualificado, que nadie lo ponga en
duda, no sólo lo digo yo sino que mis jefes son de la misma opinión, a cada uno
lo suyo. Animado por mi juventud y por las ganas de comerme el mundo decidí
hacer las maletas e irme a otro país en busca de mejores oportunidades; a la
edad en la que yo me fui, veintidós o veintitrés años, uno nunca piensa en las
penurias, el brillo del triunfo es capaz de cegar a la juventud más desbordante
para no presentir que el fracaso juega en igualdad de condiciones. Me adapté a
las condiciones de mi país de acogida lo mejor que pude; al principio tuve
serios problemas con la lengua. A medida que pasaba el tiempo la empecé a
entender, pero nunca logré pensar en ella, era simplemente un instrumento más
de trabajo, muy limitado, eso sí, sabía frases coloquiales que, a base de oírlas,
habían dejado poso en mi memoria; en mi comunicación con los demás estaba
siempre presente esa barrera idiomática que impide expresar los sentimientos
tal y como se manifiestan, quedando como
constreñidos, carentes de emotividad. Allí me casé y fui padre de una niña; mi
matrimonio duró poco, apenas cinco años; a veces me pregunto cuál fue el motivo
de tal fracaso; inclinado sobre esta copa de vino la pregunta me bombardea
constantemente y la única solución que tengo es acelerar su bebida para que
pronto una nube cubra una respuesta dubitativa y nada aclaratoria. Me casé muy
ilusionado, con una nativa de mi país de trabajo, especifico lo de trabajo
porque nunca lo acepté como de adopción, de ese sentimiento me enteré mucho más
tarde. Era una mujer muy hermosa, con las facciones propias de su raza: una
piel blanca, un pelo rubio y unos ojos azules que desprendían claridad y
blancura propias del sol de su tierra. Pronto me enamoré de ella; este hecho me
llevó al convencimiento de que me había integrado de pleno derecho en la vida
de aquel país, de que era uno más de ellos, un ciudadano con privilegios, y
todo por el simple hecho de haberme enamorado de una congénere. Hablábamos
poco, mis esfuerzos y sus esfuerzos por entendernos terminaban en unas sonrisas
pardillas que dejaban entrever que casi no nos habíamos comprendido. Quizá la
soledad y la extrañeza de sentirme en una tierra distante habían influido en mi
enamoramiento, no lo pongo en duda. El tener a alguien a mi lado me ayudaba a
superar esas sensaciones de abandono. Fuera como fuese, el caso es que yo la
quería; su presencia llenaba el hueco de la incomprensión de los demás, de esa
familiaridad inencontrable que se experimenta cuando uno está en compañía de
los suyos. Los primeros meses fueron de una entrega total, de tanta entrega que
nació nuestra hija, físicamente muy parecida a su madre, de mí poco tenía;
cuando la miraba trataba de buscar algún rasgo que confirmara mi participación
en su engendramiento y llegaba a la conclusión de que tal vez había puesto poco
empeño; en aquel momento la ceguera de padre no me permitía ver con claridad la
tontería de tal creencia. Nuestra relación se fue deteriorando sin saber cómo,
quizá yo pasaba mucho tiempo en el andamio y ella en la oficina; era
secretaria, y los dos lugares eran incompatibles, además era mujer de cierta
cultura y sabía desenvolverse en todos los ambientes con facilidad, es decir,
una mujer con don de gentes. Yo era bastante tímido aunque no falto de
decisión. Me alegro de que nuestra hija haya quedado bajo su tutela, sé que ella
sabrá darle el empuje y los estudios necesarios para que enfoque su vida y el
mundo de la forma más conveniente. Yo carezco de conocimientos, los básicos
nada más, mi vida se apoya en la destreza no en la inteligencia. Me gano mi
sustento con la habilidad de mis manos; si soy sincero no hace falta estrujarse
el cerebro para colocar cuatro ladrillos, pero también reconozco que ladrillo a
ladrillo he construido casas, he creado hogares para que otros se albergaran;
nunca se puede tener todo. Poco participé en la educación de nuestra hija; a
medida que nuestra relación se enfriaba aumentó el distanciamiento; yo pasaba
más tiempo en el andamio y ella en la oficina; la niña la dejábamos aparcada en
la guardería. Cuando decidimos separarnos aún permanecí algún tiempo allí; las
veía y conversaba con ellas, pero la parquedad de palabras, la falta de fluidez
en el idioma extranjero, limitaban la expresividad a un nivel muy bajo. Al
encontrarme solo la añoranza de mi tierra se acrecentó y empecé a echar de
menos a mi gente; cuando volví me di cuenta de que todo y todos habían
cambiado, mis familiares y amigos habían seguido sendas distintas. Me equivoqué
al pensar que mi soledad se iba a mitigar con el retorno, lo único que conseguí
fue acentuar más esa sensación; no obstante, tenía el consuelo de estar en
tierra conocida y entre conocidos, pero ya no entre amigos. Hoy en día el
contacto con mi exmujer casi es nulo: en fechas muy señaladas donde la frialdad
y la cortesía se manifiestan con una falta de ganas disimulada. Ahora mi hija
es adulta, ha finalizado sus estudios en la universidad y busca trabajo; es
posible que esté enamorada, ella nunca me lo ha confirmado, pero estoy seguro
de que con esa voz tan dulce y melodiosa que tiene habrá conquistado a más de
uno de sus compañeros de estudios. Las pocas veces que hablo con ella por
teléfono me parecen los instantes más preciosos que poseo; la verdad es que me
siento muy orgulloso; creo que es lo
mejor que he hecho en mi vida. En mi cartera, llevo dos fotos muy escondidas de
ella, una cuando era bebé y otra de adulta; de vez en cuando las miro, de vez
en cuando contemplo transcurrir el tiempo, de vez en cuando contemplo la
naturaleza seguir su curso, de vez en cuando me doy cuenta de que me hago
mayor, muy mayor, muy mayor, muy mayo, muy mayo, muy mayo, muy junio, muy
julio, muy agosto, muy septiembre, muy octubre, muy noviembre, muy diciembre y
el año se termina y hay un año más. Le deseo todo lo mejor. Yo he rehecho mi
vida en esta gran ciudad, si se entiende por rehacer el vivir y trabajar en
ella, si se entiende por rehacer el llevar una vida en pareja, declaro que no.
Lo he intentado varias veces, pero siempre me he topado con el fracaso; creo
que estoy abocado a él, aunque mi Ángel siga siendo mi esperanza remota. Pongo
mucho empeño en mis relaciones y, sin
querer, se desmoronan; deben de ser como esos muros que se van construyendo
ladrillo a ladrillo y por una inclemencia del tiempo pronto se vienen abajo, no
por falta de calidad de los materiales y de la buena mano de obra, sino por el
sobresalto de una fuerte ráfaga de viento, por ejemplo. Tengo la sensación de
que he sabido construir casas y no frases. He colaborado en crear grandes
edificios; ladrillo a ladrillo los muros y paredes han ido creciendo, han ido
cerrando y dividiendo espacios, han ido separando estancias y ambientes y
cuando uno está próximo a rematar y observa la obra en su conjunto, se da
cuenta de que ha colaborado en el progreso y la modernidad, que con un pequeño
grano de arena uno ha ayudado a crear las catedrales de la opulencia, hogares
lujosos, para gente lujosa, hogares sencillos para gente sencilla; y yo que en
realidad tengo la solución en mis manos no he sabida crear mi propio hogar, hacer
mi propia casa, con mis propias ideas, mis propias manos y alojar en ella a mi
familia. Familia tuve, pero ya no tengo; ganas de levantar una casa tuve, pero
ya no tengo. Me faltan ilusiones, la única que me queda se ha vuelto rutinaria,
asequible y sin pretensiones: venir aquí cada noche y beber mi vino tinto, de
un rojo intenso como la sangre y contemplar a mi Ángel. ¿Frases? Nunca supe
crear frases, me faltan las palabras; quizá nunca supe pronunciar la frase
ideal en el momento preciso; la rudeza de mis gestos junto con el temor a no
demostrar una soltura que estuviese a la altura de las circunstancias cohibían
aún más mi timidez de expresión haciendo unas frases entrecortadas y
temblorosas ocasionadas por unos nervios agarrotados en mi garganta. Mi
auténtico sentimiento siempre se quedaba para mí y si lograba expresarlo casi
era a medias, la torpeza de mi apocamiento conducía a mi interlocutor a una
falta de interés y a que mis propias palabras cayeran en la indiferencia. Sobre
esta copa de vino lo he pensado muchas veces: debería haberme esforzado más en hablar
con mi exmujer a pesar del idioma; si yo hubiera puesto más empeño y ella
hubiese puesto un poco del suyo quizá pudiéramos haber estado hoy juntos. Pero
ya no es momento de lamentaciones, el pasado pertenece a un tiempo pretérito y
no presente. De nada sirve conjugar unos tiempos verbales que nos acerquen o
alejen de la realidad, ésta se presenta ante uno con verdades actualizadas.
Cada noche rememoro el rito de un hogar feliz, viniendo a este bar, a estas
horas es como estar en familia, apenas nos conocemos y, sin embargo, nos
transmitimos calor hogareño; apostaría el sueldo de un mes y estoy seguro de
que ganaría a que todos los que aquí estamos no tenemos adónde ir; son momentos
de estar al cobijo, de no deambular por las calles, de sentirse acompañados; el
día ha sido pesado y el trabajo hace mella en unos cuerpos no ya tan jóvenes,
por eso los volcamos sobre esta barra del bar, no solamente cargados con el
esfuerzo físico sino también por la carencia de ilusiones y de acogida
familiar. Muchas veces me apetecería tomar un buen café cargado para que me
despejara este sopor profundo ocasionado por el agotamiento y el desánimo, pero
es mi Ángel la que me trae esta copa de vino tinto, rojo como la sangre, y me
lo pone delante y como un niño obediente poco a poco me lo voy bebiendo en el
transcurso de la velada; no tengo el valor suficiente para rechazarlo; sería
tan sencillo que con una mano lo apartara de mí y le pidiera amablemente que me
trajera un café cargado, muy cargado, pero me falta el impulso, el gesto al
rechazo, el gesto del desaire a poder ofenderla. Igualmente sería tan sencillo
pronunciar una frase mágica: nimm den Leidenskelch von mir, aparta de mí
este cáliz, no quiero beberlo, no me angusties más de lo que estoy, dame algo
para que me despeje y pueda ver más claro. Y no tengo solución, como un
corderito me resigno a seguir mi camino y agacho la cabeza y bebo, bebo hasta
entorpecerme, hasta creerme que mañana será un nuevo día y algo cambiará. El
sabor del vino y su reflejo en la copa me engañan, levanto la cabeza y veo a mi
Ángel, a mi Ángel, a mi Ange, a mi Engel, Ángel, Angel, Ange, Engel; Angel,
Ange, Engel; Angel+Ange+Engel= Angle. Y veo un ángulo, uno de los muchos a los
que estoy acostumbrado cada día, ángulos formados por paredes, techos y suelos,
infinidad de laberintos que superponiéndose se elevan a las alturas creando
edificios; en uno de ésos, en uno de sus múltiples habitáculos yo poseo un
apartamento: dos habitaciones, un salón, una cocina y un cuarto de baño, para
mí es suficiente, no necesito más espacio, me sobra el que tengo. Está muy
cerca de este bar, los pisos más altos se pueden ver desde el exterior, con
atravesar el parque de los olivos uno ya esta en él. No me gusta acostarme
temprano, tampoco duermo a pesar de estar cansado, necesito venir aquí. No
tengo horarios fijos excepto el laboral y esta cita diaria; son los únicos que
mantienen mi obligación, ando suelto como un perro vagabundo y se me puede
encontrar en cualquier parte, pero al final del día siempre recalo en este bar,
en parte es mi segundo hogar. Alguien me dijo un día que si hubiese un
terremoto, éste nunca me pillaría en casa, y no iba muy descaminado. Las
comidas las hago donde me encuentro, unas veces en casa otras cerca del
trabajo; no soy muy exigente, cualquier cosa me va aunque tengo predilección
por las carnes; reconozco que mi trabajo tiene un desgaste físico y he de
compensarlo con un buen plato y un vaso de vino tinto. En estos últimos años
confieso que el vino me ha reconfortado en demasía; he buscado en él consuelo y
refugio, he sabido aliviar la intensidad de percepción con que a veces se
presenta la vida y sus carencias; me ha atontado, aunque nunca he estado
borracho, me ha dado el punto de alcanzar una sonrisa cuando la tristeza
acechaba con su sombra; ¿ por qué no decirlo? Le estoy agradecido por ser un
fiel aliado de mi desdicha, por distraerme, por humedecer mis labios cuándo
éstos están secos por el silencio, por traerme a este bar pues aquí tiene un
sabor distinto, quizá más amargo, pero más verdadero… necesito beber un trago,
mi boca está seca. La mayor parte del día la paso en las alturas, mi trabajo
casi siempre se desarrolla en los “ aires”, tan pronto estoy en el piso veinte
como me mandan al piso treinta y siete; según el edificio en el que esté
trabajando la panorámica de la ciudad puede ser magnífica; en el descanso,
cuando me paro a tomar algo, en vez de conversar con mis compañeros, me retiro
y busco algún lugar apartado del edificio en construcción desde donde pueda
contemplar la ciudad; desconecto inmediatamente de mi labor y de donde estoy y
extiendo la mirada sobre ese mar de cemento, me quedo en silencio para captar
su murmullo, para imaginarme muy superficialmente las vidas de todas esas
gentes que recorren las calles, que entran y salen, que suben y bajan, que
aceleran y desaceleran, que caen y se levantan, que se pierden y se encuentran,
que...que...que... Por un momento me doy cuenta de que entro en contacto con
ellos por medio de la reflexión, me siento uno más al inmiscuirme, aunque nada
más sea por medio del pensamiento, en sus acciones diarias; no importa lo alto
que yo esté, también bajo y participo de los mismos movimientos y
preocupaciones. Desde aquí arriba parece como si todo fuese distinto y no es
así, cambia la forma de mirar, la perspectiva aérea mueve a la reflexión, pero
nada más. Los edificios de la ciudad conservan una misma altura aproximada,
salvo la antigüedad y la modernidad que despuntan hacia el cielo: las torres y
las cúpulas de las iglesias reclaman su presencia por veteranía; los
semirascacielos también se presentan como seres emergentes, vivos, desbordantes
de futuro. Y yo aquí en uno de ellos ayudándolo a prosperar, a crecer, a
convertirse en soporte de hogares en próximas generaciones. Me acerco al
bordillo y miro directamente hacia abajo, no tengo vértigo, no me asusta el
vacío, estoy acostumbrado; las profundidades me son tan familiares desde lo
alto como desde sí mismas. Con el alba me elevo hacia el cielo, con el
crepúsculo desciendo hacia la tierra. Durante el día convivo con la claridad,
llegada la noche me sumerjo en la oscuridad, ¿qué tienen de común estas dos
palabras? Nada tan sólo la terminación: dad. ¿Qué voy a dar? Nada, no tengo
nada que dar, quizá tenga algo que recibir, pero no sé de quién. Dad! dad!
dad! dad!¡papá! ¡papá! ¡papá! ¡papá!. Si para acceder a mi trabajo tengo
que coger un montacargas que me lleve al piso indicado, para llegar aquí tengo
que atravesar ese parque de olivos; son dos trayectos completamente distintos:
uno es elevarse en línea recta el otro es sumergirse en línea recta también.
Las finalidades de los dos destinos son las metas de mi vida: un trabajo y una
búsqueda de hogar. El primero logrado, en el segundo hubo un intento, fallido,
y en camino de no conseguir uno nuevo. Tanta claridad y tanta oscuridad, me
muevo entre ellas, ambientan mis acciones, me delatan y me ocultan. El día y la
noche. Y ahora es de noche. Al entrar en este bar”La casa d’Esperante” es como
si me adentrara aún más en la noche de la noche, como si lo negro fuese aún más
negro, como si yo aún fuese más yo, el yo más auténtico. El yo del andamio es
un yo extrovertido, ágil, desenvuelto en su trabajo, servicial con los
compañeros, dispuesto a echar una mano en lo que sea necesario; el yo del bar
es un yo profundo, igual que el sonido que arrastra un eructo en su marcha
hacia el exterior; vapuleado por la existencia, fatigado al no encontrar un
lugar acogedor de reposo, que descansa incómodamente sobre esta barra de bar y
que si por la mañana veía una hermosa panorámica aérea de la ciudad extenderse
ante sus ojos, ahora lo único que tiene es una visión reducida de un vaso de
vino tinto. Por la mañana la superficie de ese mundo es sólida, por la noche es
líquida. Por la mañana todo es aridez, por la noche humedad. ¿Qué estamos todos
haciendo aquí? ¿Qué esperamos? ¿A quién esperamos? Creo sencillamente que venimos a pasar el tiempo, a que el tiempo
transcurra en compañía de alguien, pero a distancia, la sola presencia basta.
Imposible cualquier acercamiento, el único hacia el vaso. ¿Qué esperamos en
Casa d’Esperante? ¿Esperar o Esperanza?
Esperar ¿por quién?, Esperanza ¿en quién? ¿Quién le habrá puesto este nombre? ¿Tendrá
un segundo significado que oculte alguna intención? Uno de los clientes asiduos
ya se ha marchado, quizá quiera descansar o alguien lo aguarda; poco a poco
iremos abandonando el local por separado, nunca juntos; la ausencia de alguno
indica el declive de la noche, el decir adiós a una jornada monótona que remata
en un descanso merecido aunque frustrante. Ya no estamos los de siempre, su
marcha nos predispone hacia un próximo desalojo del bar, pero los que allí
quedamos nos hacemos los morosos, yo cojo mi copa y empiezo a darle vueltas
como si en sus giros quisiera desentenderme de la despedida; algún otro mira
fijamente el vaso dejando caer la insinuación en saco roto. Los que quedamos
queremos alargar la estancia, me digo a mí mismo, un poco más y miro a mi
Ángel, en sus ojos no advierto reprobación, me quedo tranquilo y bebo un poco,
el vino me sabe mejor. La música machacona parece haberse suavizado, sí, estoy
seguro; no creo que sean los efectos del alcohol los que hayan amortiguado su
percepción, tampoco he bebido tanto como para estar ligeramente apocado. Mi
Ángel está pendiente de mí, cuando se me está terminando el vino, sin quedar
vacía mi copa, viene y me la vuelve a llenar; no quiere que pase sed; suelo
beber dos o tres copas de vino tinto, muy tinto, muy negro y muy rojo, como la
sangre, así es el vino de esta región, muy cargado. Hay silencio, mucho
silencio a pesar de la música ambiental; ésta no entra en las mentes y las
tonifica, es algo que está en el aire y nada más, como el humo, se aguanta, se
soporta y se asimila como una
incomodidad de las relaciones sociales. La música se extingue poco a poco en el
silencio del bar; me sorprende la agudización de los sonidos por la mañana y
por la noche también; cuando estoy en la obra el gorjeo de algunos pájaros me
parece una irrupción divina en la cotidianeidad del trabajo, una crispación que
se agradece sobre todo en las primeras horas del día, pues anuncia la frescura
de una jornada, de un día más en la vida de uno. Cuando el edificio aún está en
estructura, sin divisiones, pequeñas bandadas de pájaros lo atraviesan, rápidos
como flechas, sin apenas darnos cuenta, los que allí estamos, de percibir su
paso y de que han herido el corazón de un coloso de cemento. Por la noche aquí,
no hay pájaros, no hay viento, no hay lluvia, no hay nieve...Las inclemencias
del tiempo no cuentan, estamos al cobijo, estamos protegidos de cualquier
agresión externa; pero nuestro interior sí está herido, no importa la causa, no
importa el sujeto o la acción que lo haya ocasionado, nuestro cuerpo es lo
suficientemente inteligente y discreto para exteriorizar nuestras más íntimas
convulsiones; sin querer, la forma en la que estamos sentados delata una
inconformidad con nosotros mismos. La música al comienzo, al entrar, era
agresiva, incitaba a la agitación, que si bien no se manifestaba en una
coordinación, sí ayudaba a que la mente alterara su tranquilidad y entrara en
ebullición; ahora se ha vuelto tranquila, sosegada; el cansancio va haciendo
mella en cada uno de nosotros, pero yo resisto, me empeño en salir de último y
siempre lo consigo. Poco a poco las luces del local se irán apagando, irán
amortiguando su intensidad y nos irán despidiendo, excepto una cuya llama
agonizará en el último instante; entonces “ La Casa d’Esperante” quedará a oscuras, desaparecerá
en la noche y con la noche hasta que el nuevo día abra una vez más sus cortinas
con la esperanza de ver “La Casa
d’Esperante”. Sin que se dé cuenta, miro a mi Ángel, recorro con la mirada su
cuerpo de arriba abajo, necesito constatar una realidad, su existencia; de
repente me mira y me sorprende, bajo mis ojos y los clavo en mi copa y en el
líquido rojo se diluye una ilusión. Miro a mi alrededor y compruebo que ya
estoy solo, el resto de la clientela se ha marchado, lo he conseguido, como
siempre saldré de último; es un abandono agradecido, deseado, es posible que
sospechen algo, que mi única intención es quedarme con ella a solas; no me
importa, mi fijación a este taburete y a mi copa son capaces de desechar
cualquier idea de desarraigo sin haber cumplido mis deseos. Las luces se han
extinguido salvo una que proyecta luz intensa, blanca, en línea recta, que
comunica techo y suelo, es como una estrella, es la única estrella que brilla
en el firmamento de este bar. Estos momentos siempre me han parecido mágicos,
tal vez sea la magia que exista en mi día a día, en ellos se condensan mis
deseos de expresarme, de dar rienda suelta a mis sentimientos, de encontrar las
palabras idóneas que configuren y den cuerpo a lo que realmente siente mi
corazón. Cada noche, cada vez que vengo aquí trato de suavizar mi rudeza, sobre
todo la externa: me ducho, me afeito, me pongo mis mejores galas y hasta me
echo un poco de agua de colonia para ahuyentar la manía de que todavía sigo
oliendo a andamio. Una vez arreglado me miro al espejo y una sonrisa
adolescente de aprobación me confirma que ya estoy dispuesto para salir. Alegre
e ilusionado me vengo hacia aquí creyendo que mi aspecto físico me ayudará a
encontrar las palabras exactas, dignas de mis sentimientos, pero durante el
transcurso de la noche me convenzo de que me he convertido en mudo, de que
carezco de recursos, de que mi destreza reside en mis manos y no en la palabra
y de que mi medio de expresión externa es agarrándome a este taburete y a mi
copa, extinguiendo el tiempo hasta un límite. No tengo valor para decir: nimm
den Leidenskelch von mir. Aparta de mi este cáliz. Sería ceder, sería
rendirme. Estoy sujeto a mi destino y lo recibo con los brazos abiertos,
bebiendo un buen trago de vino tinto, por muy amargo que sea lo acepto. Ha
llegado el instante de mirarnos a los ojos, sabemos que nadie nos observa, que
nadie puede presenciar nuestro silencio y torpeza, que nadie puede
interrumpirnos y que si nuestra mirada tiene que perdurar más en ese instante
nadie sorprenderá nuestra entrega, nadie, sólo nosotros. En mi mente las
palabras se agolpan, se entremezclan, pero no encuentran orden ni vínculo de
expresión, soy un Orfeo torpe ¡ qué le voy a hacer!, mi Eurídice sabrá llenar
mi silencio con su voz. Creo que ha llegado la hora de irme, sobre la barra del
bar dejo discretamente unas monedas; quiero que sea un acto insignificante; en
el fondo creo que es injusto pagar por algo que es mío, ese vino es como si
formara parte de mi cosecha. Involuntariamente la noche se ha adentrado en este
local, en la “Casa d’Esperante” y la
última estrella vacila, su energía disminuye y antes de que todo sea oscuridad
una mirada de despedida; la música ambiental ha enmudecido, yo me levanto y me
dirijo hacia la puerta, antes de abrirla, me vuelvo para decir “hasta mañana”,
pero ya no veo nada, es de noche y una voz desde el fondo del bar canta: https://www.youtube.com/watch?v=onz2sYMV4Yg
Quest’asilo
ameno e grato
Del
riposo il terren,
È
il soggiorno ridente
Beato
del sommo ben:
Non
ingombra l’alma sicura pura,
L’aura
tranquilla gira, spira
La
calma piacere nel sen:
E
dell’ anima il dolore muore,
Fuggendo
il casto terren.
Este
refugio ameno y grato,
Tierra
del reposo,
Es
la residencia riente
Y
feliz del dios supremo:
Ligera
el alma segura y pura
Por
la brisa tranquila vaga, espira
El
sosegado placer en el seno,
Y
del alma el dolor muere,
Huyendo
de esta casta tierra. Eurídice
Orfeo y Eurídice- Ch.
W. Gluck