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Nunca había
pensado que después de aquel periodo de orientación en su vida, ésta hubiese
tomado un ritmo más equilibrado, más sensato. En algún momento temió por su
cordura ya que lo que estaba pasando no pertenecía a un comportamiento lógico
de una persona adulta, o al menos lo que se conoce como canon de conducta
normal; lo que más le fastidiaba, sobre todo, era que se había creído que había
llegado a una edad, a una posición y a una experiencia existencial que por sí
mismas ya implicaban una madurez en la vida, un déjà-vu, un estar de
vuelta de todo. Llegado hasta aquel punto cualquier cuestionamiento respecto al
sentido de su existencia le parecía ridículo; no le cabía en la cabeza que aquello
que le había acontecido, le hubiese estado pasando a él, además todo había
surgido tan discretamente, tan tontamente que en algún momento llegó a pensar
que era víctima de su propia estupidez; a él que se creía que estaba por encima
de muchas cosas, aquellas manías, o tics, le parecían irrisorios; la conclusión
a la que había llegado era que estaba pasando un momento transitorio de
nerviosismo y “aquello” era la manifestación externa de unos nervios
caprichosos que con una entrega ligeramente abnegada por su parte, amainarían
pronto y no dejarían huella, pero al ver que
“aquello” continuaba, una preocupación insistente taladraba su cerebro y
temía que su imagen se resintiese, una imagen de credibilidad, una imagen digna
de admiración como fiel representante de la edad adulta; no consentiría que
aquellas “chiquilladas”, como a veces las calificaba despreciativamente ante el
temor a calificativos más serios, pudieran desbancar lo conseguido hasta aquel
entonces. Una vez que había asumido lo que le estaba pasando, había que darle
un nombre y lo de “aquello” era dar paso
a la ambigüedad, al autoengaño. Llamarle
“aquello”: manías, tics era suavizarlo, darle un nombre médico, más
concretamente científico relacionado con la psiquiatría era alcanzar el terror.
Normano de Guiemonde había sido un hombre hecho a sí mismo; desde muy pequeño
toda su vida había seguido los cauces de la normalidad; las leyes, las
costumbres que regían el día a día procuraba respetarlas lo más posible al pie
de la letra, nunca se había cuestionado el infringirlas, lo que sería muy
fuerte para él, tampoco se permitiría la inocente osadía de vulnerarlas al
menos “un petit peu”. Había como una voz invisible, la voz de una cierta
lógica, que lo guiaba en cada uno de sus actos; desde niño sabía lo que tenía
que hacer, tenía muy claro lo que quería estudiar; cuando llegó a la
adolescencia, el inconformismo y la rebeldía ni se atrevieron a asomarse a la
ventana de su comportamiento, la verdad era para dudar de su existencia; mudó
la voz, claro está, y se convirtió en una voz profunda, de bajo profundo, todo
muy profundo; esas frases entrecortadas, chispeantes, rebosantes de ganas de
vivir que surgen sin querer a comienzos de la edad adulta, jamás salieron de su
boca. Hablaba tan profundo y con tanta lentitud que su voz parecía que estaba
hecha para dictar normas y no para expresar sentimientos; estar ante aquel
hombre era como verse ante el anciano jefe de una tribu que se había encarnado
en el cuerpo de aquel joven. Por supuesto, la respuesta del interlocutor sería
acatar lo dictado por Norman con cierta reverencia de cabeza. ¿Qué quiere decir
todo esto? Pues que Norman-no ya despuntaba dotes de mando. Cuando para él
llegó el amor fue en un momento marcado, elegido a propósito, había terminado
sus estudios y ya había empezado a trabajar; de repente decidió enamorarse, el
impulso fue instantáneo, como para cubrir una necesidad caprichosa, igual que
cuando uno mira los pies y decide sin más comprar unos zapatos; para él el amor
no transitaba por la vida, tontear con él era algo superficial, era algo tonto
y él no estaba hecho para las tonterías, nunca había tonteado en ese aspecto,
bien porque era tonto, por lo “tonto” ya
no había nada que decir sobre su tontería, o bien el calificativo de tonto no
existía para él. Se enamoró de la mujer de aquel momento, la del impulso
instantáneo, ella le correspondió y fueron novios durante un tiempo prudencial,
cumplido ese requisito decidieron casarse, tuvieron dos hijos, estos también
vinieron al mundo en circunstancias calculadas. Copularon de una manera
desaborida, como siempre pasa cuando ese acto se realiza dentro de unas normas
establecidas, sin poner una pizca de gracia y originalidad al asunto. De Normo
poco se podía esperar, sólo la normalidad, una sorpresa por su parte sería
impensable; según se mire y según la persona que lo definiera podía calificarse
de hombre “joya”: un hombre transparente
que se sabía a la perfección cómo iba a obrar siempre y cuando se conocieran
las normas establecidas, él sin duda las seguiría lo más fielmente posible; la
otra definición sería la de hombre “muermo”, es decir, la de hombre
aburrimiento, solamente había que mirarle a la cara para saber que no le había
encontrado el gustillo a la vida, su rostro era soso, le faltaba ese toque de
sal, ni mucha ni poca, la que alegra un plato, a veces y de no reírse su boca
se había decaído y había adquirido la mueca del asco!!!!!!! Aaaaajjjjjj¡¡¡¡¡¡…
Norma de Guiemonde ha cambiado mucho ahora, indudablemente sigue siendo la
misma persona, pero su actitud ante la vida es diferente y todo fue a causa de
unas manías, o tics, o mejor dicho, lo que causó el revuelo fue “aquello”. Cuando cumplió los cuarenta y
cinco años hizo como un recuento de su vida; le pareció como si aquella edad fuera
el ecuador de su existencia, lo lógico era que lo hiciera a los cuarenta años,
pero por conveniencia se podía permitir el lujo de darse más tiempo de vida;
aquel recuento consistía en recapitular lo ya vivido y lo que supuestamente
quedaba por vivir, que daba por seguro que aún tenía años para dar guerra. Una
noche cuando todos se habían ido a la cama, entró en su despacho y se sentó
cómodamente en la silla de su escritorio, cogió una hoja en blanco y empezó a
hacer líneas rectas en todos los sentidos, mientras éstas eran horizontales
todo iba bien, se sentía tranquilo; tan pronto las trazaba verticales teniendo
un punto de intersección con las horizontales, le entraba un malestar en el
cuerpo, era como encarcelar aquel espacio por medio de barrotes, dibujar
cualquier figuración sería impensable porque acentuaría más la idea de
sujeción. No sabía los motivos, pero decidió dejarlo; la hoja no la tiró a la
papelera, la apartó hacia un lado de la mesa y se quedó pensando en todo lo que
había sido de su vida, en el fondo se sentía conforme con todo lo que había
logrado: había conseguido un hogar estable, tenía vivienda propia, un puesto de
trabajo acorde con sus esfuerzos y
responsabilidad, una esposa que lo quería y dos hijos; disfrutaba de buena
salud, al pensar esto dirigió la mirada hacia aquel papel que si bien en un
principio había sido completamente blanco, se hallaba cuarteado en pequeños
espacios bien cuadrados o bien rectangulares; en sincronización con aquella
mirada, sus manos se dirigieron a su cuerpo, como palpándolo, queriendo
comprobar que no estaba sujeto a barreras, acto seguido sus manos sujetaron su
cabeza, algo en el interior de su cuerpo y de su mente no concordaba; pasó aún
un buen rato en esa posición, con la mirada fija en las vetas de la madera que
se extendían horizontalmente sobre la superficie de la mesa. Una lámpara
pequeña proyectaba una luz muy intensa sobre aquel rectángulo de madera, Norman
de Guiamonde se sentía protegido en la penumbra y al mismo tiempo deseaba
participar de aquella claridad, sin saber cómo, rápidamente colocó las manos
con los dedos separados sobre aquella superficie iluminada queriendo atrapar
una clarividencia. Le pareció extraño todo aquello, pero tampoco le concedió
mucha importancia, para tranquilizar su normalidad se dijo que momentos “raritos”
los tenía todo el mundo y sabiendo que pertenecía a una pluralidad respiró con
alivio. Desde hacía algún tiempo Guiemonde se venía sorprendiendo de algunos
hechos que sucedían a su alrededor, tal sorpresa podía deberse a que nunca se
había percatado de lo que le rodeaba o que en realidad tales cosas no
existieran. Si de verdad eran ciertas, se culpaba un poco por no haberse dado
cuenta antes. Tenía dos hijos, uno mayor, adolescente de quince años, llamado
Oroveso y otro casi recién nacido, ocho meses, llamado Orombello; el primero
había venido al mundo calculado, después de unos meses de matrimonio era lógico
que de aquella unión surgiera algún fruto, después de nueve meses justos ni un
día más ni un día menos hizo su presencia Obeso, ni que decir tiene que era un
niño obeso, entradito en carnes para su tierna edad, el tiempo se encargaría de
labrar aquel cuerpo convirtiéndolo en la adolescencia en un “virulillas”. Aquellos quince años habían
transcurrido sin advertir que a su lado crecía alguien, alguien que lo
necesitaba, que los dos se necesitaban mutuamente, pero como él estaba
enfrascado en su normalidad, rechazaba de inmediato cualquier alteración, en
una palabra, se lo había entregado a su madre Adalgisa para que lo cuidara,
ella se encargaría de la educación y él ostentaría la representación de la
paternidad; un día advirtió a su alrededor que pululaba un individuo alto y
delgaducho que no paraba, aquel desasosiego del muchacho despertó en él una
atención: su inconformidad, aquel andar a saltos, su desorientación hizo que
Guiamonde se sintiera responsable y se convirtiera un poco en guía de su propio
hijo, pero había llegado demasiado tarde, Obe estaba poseído por la ceguera de
la edad y cualquier sermón o mano de ayuda por parte de su padre caerían en el
saco del olvido. Bello fue distinto primero no contaban con él, había sido un
descuido, un fallo de cálculo, sin embargo, fue bien recibido, era llorón y ya
empezaba a soltar algún sonido, No de Guiemonde, con éste su segundo hijo,
trataba de implicarse en su cuidado y a veces se quedaba mirándolo como si
tuviera ante sí un espectáculo, observaba sus movimientos más elementales, sus
pataleos, escuchaba sus sonidos guturales, todo le parecía tan nuevo y tan viejo
a la vez. Viejo se había hecho su padre, su madre había fallecido hacía algún
tiempo y éste poseído por una demencia necesitaba una serie de cuidados, por lo
que estaba ingresado en una clínica especializada en tratamientos geriátricos.
Los fines de semana solía irlo a buscar y compartía con ellos la vida familiar;
Guiemondi no daba crédito a lo que veía, recordaba a su padre como un hombre
activo y desenvuelto, un luchador, todo lo contrario a su estado actual:
desorientado, apocado, dependiente siempre de alguien; cuando se quedaban solos
en la sobremesa los domingos lo miraba fijamente, los ojos de su padre se
extraviaban no concediendo atención a nada en particular, le cogía las manos
con la idea de aguzar su interés hacia algo, pero su mirada vagaba en un
pensamiento vacío, sus manos no respondían a la ternura que su hijo mostraba
con aquel gesto, muy distinto a aquél de su hijo pequeño que cogía el dedo
índice de su mano y lo apretaba con toda su fuerza simbolizando en ello una
energía incipiente. Éste era uno de los múltiples detalles que Normanno di
Guiemonde observaba, su padre y su hijo, una fuente inagotable de sentimientos
contradictorios: desde el rechazo hasta la sumisión, desde la admiración hasta
la jocosidad. Aquella situación no la entendía, pero existía y como realidad la
admitía a regañadientes, a veces con rabia, cuando recordaba la admiración que
profesaba a su padre durante su etapa infantil, su mismo nombre: Rambaldo de
Guiemonde, ejercía en él una energía heroica a iniciar una marcha militar o a
entrar en combate, y verlo cómo estaba en la actualidad era algo que costaba
mucho encontrarle un hueco entre ceja y ceja. Fue durante ese periodo de tiempo
cuando empezó a experimentar aquellas manías, o “ticks” o mejor dicho “aquello”. Todo empezó un día cualquiera, de
un mes cualquiera, de un año cualquiera, tampoco hace falta perderse en el túnel del tiempo, es decir, hace unos
años, cuando estaba en su trabajo. Norman-no de Guie-monde era arquitecto,
siempre tenía a su alcance una hoja de papel en blanco y algo con que escribir,
con él llevaba un bloc pequeño y un lápiz, esto le facilitaba expresar sus
ideas en el momento en el que venían, si estaba con un grupo de colaboradores
se sentía más seguro con la representación gráfica que con la palabra, trazaba
unas cuantas líneas y todos le entendían, sabían cuáles eran sus intenciones.
Le habían concedido un proyecto de urbanización en una zona de Castiglia, era
un terreno amplio, enorme, llano, sin límites, donde la vista se pierde en el
horizonte, donde el color de la tierra varía a capricho pasando por la gama de
marrones hasta tonos cobrizos. No había ningún obstáculo que impidiera el
trazado de una línea recta; con un lápiz al natural, en el aire, sin ayuda de
ninguna regla podría trazarse un horizonte recto, perfecto, lógico. Era
consciente de que aquel paisaje poseía una belleza peculiar. También era
consciente de que debería diseñar un proyecto armónico que no desentonara con
el medio circundante; era un profesional y pondría todo su empeño en que nada
deteriorara el entorno. Pero era también mucho más consciente de que proyectara
lo que proyectase originaría un silencio ahogado en el que la palabra
destrucción habitaría a sus anchas; no obstante, él era un hombre experimentado
en su oficio y a la palabra “silencio”
sólo había que darle una intención superficial, desposeerla de un dramatismo
que asustaba. Cuando empezó a esbozar el proyecto advirtió que, sin saberlo,
miraba hacia delante y hacia atrás, a la izquierda y a la derecha, todo encadenado
en un mismo gesto, al principio a intervalos largos y después a unos más
cortos; las primeras veces ni se había cuestionado cuál podía ser el origen de
“aquello”, tampoco tenía mucho tiempo de pensar, pues aquella labor absorbía
sus instantes de ocio más pequeños; aquel proyecto también requería cierto
abandono de su familia, la contemplación y la reflexión a las que lo movían su
hijo pequeño y su padre habían quedado relegadas a un segundo plano, aunque no
por falta de ganas. A fin de cuentas él era un hombre normal, eso sí muy
entregado a su profesión. Le concedió al tiempo su influjo, con la esperanza de
que su intercesión subsanara aquellos “aquellos
tocks”; ni con tiempo ni sin tiempo cesaban, bien era verdad de que se habían
acomodado a sus gestos; cuando estaba ante más gente trataba de disimularlos y
a veces de contenerlos, una vez a solas se desbocaban y aquel hombre perdía el
control; aquellos “tacks” ya no se podían calificar con eufemismos, una
revuelta vocálica corroía la supuesta definición; lo de mirar “hacia delante y
hacia atrás, a la izquierda y a la derecha” había llevado con su repetición a
cierta crispación de nervios por su parte, lo que influía directamente en la
cantinela convirtiéndose ésta en: pa’lante, pa’trás, pal’izquierda y
pa’derecha. Aquello era una paliza. Por su mente nunca había pasado la idea de
ir a un psicólogo o psiquiatra, un alienista no tenía nada que alinear en su
cabeza. Para eso ya estaba el horizonte, el horizonte, el horizonte,
l’horizonte, l’horizonte, l’horizonte, lorizonte. Intentó buscar respuestas a
aquella revuelta y no encontró ninguna, pero sabía que “aquello” era el
resultado de algo que le ocurría; examinó al detalle los acontecimientos que
habían tenido lugar en su vida aquellos últimos años y todos habían tenido una
repercusión positiva en él, al menos eso creía, todo estaba dentro de la
normalidad, de la normalidad deseada y algunos la afianzaban dándole una
seguridad: reconocimientos, éxito profesional, una familia estable, salud, una
economía saneada... En esa enumeración de hechos en los que buscaba una
confirmación positiva de su estabilidad, en el concepto que tenía en su mente
de cada uno de ellos, el lugar que ocupaba el de la familia estable, en el
momento de pensarlo, se resintió, había una anomalía en su integridad. ¿Qué
pasaba con su familia si todo, a primera vista, parecía tan normal? Había sido
padre recientemente, paternidad inesperada, pero bien acogida; aceptación de la
decrepitud de su padre, mal acogida y sobre todo mal digerida a pesar de su
reconocimiento. ¿Qué pasaba entre aquellos dos polos opuestos? ¿Qué relación
podía haber entre ellos? ¿Eran la causa de sus “tecks”? Él admitía unos hechos,
no tenían por qué ser el origen de “aquello”.
¿Sería la preocupación por el nuevo proyecto a realizar en Castiglia? Creía que
tampoco, había llevado tantos a cabo que uno más no tendría repercusión, ¿lo de
la destrucción de aquel entorno? Aquella palabra le pareció demasiado fuerte,
había que desdramatizarla, tampoco era tanto, no había que exagerar; aquel
razonamiento era como una justificación externa, no sabía para quién, tal vez
para sí mismo, la verdad era muy distinta. Evitó comentarios sobre “aquello” a su esposa, si en algún momento
tuvo la intención de decirle algo, llegaba una indecisión y se volvía
autoengañar diciéndose que mirar: pa’lante, pa’trás, pal’izquierda y
pa’derecha, era como un juego de niños. Delante de ella disimulaba lo mejor
posible, en momentos de crisis, cuando arreciaban aquellos “tucks” se apartaba
y decía que tenía que hacer cualquier labor. En momentos de silencio y estando
a solas su cabeza le daba vueltas y vueltas tratando de buscar una solución,
aparte de las vueltas físicas causadas por la desorientación: el norte y el
sur, el oeste y el este hacían que su cabeza girara en busca de alguna salida.
Pero salida ¿de qué? Por todas partes había barreras físicas que impedían un
autoanálisis de la propia persona, eran una distracción y una atracción que
repelían cualquier indicio de reflexión sobre la condición humana. Nor-ma-no
vivía rodeado de barreras, él mismo las construía, era un elemento
indispensable en aquel decorado, siempre entre paredes, entre edificios que a
su vez daban paso a otros espacios vallados, buscar un callejón o una pequeña
salida era una tarea ardua y concienzuda. Manonor de Guiemondi decidió prestar
atención a aquellos dos polos opuestos que eran su hijo pequeño y su padre;
podía decirse que todo encajaba o parecía encajar en su vida, excepto aquellos
dos extremos. ¿Colaborar en sus cuidados? Se consideraba torpe, nunca lo había
hecho, había delegado en su esposa el cuidado del niño y en gente especializada
a su padre. Creía que allí se encontraba la clave a su problema. Decidió que,
aunque escaso de tiempo, aprovecharía los máximos momentos para estar con
ellos, con su hijo tenía más posibilidades de estar, con su padre sólo tenía
los fines de semana; no obstante, intentaría quedarse libre de cargas y el
sábado y domingo se los dedicaría a ellos. Empezó por observar a Adalgisa dando
de comer a Oróm; el simple hecho, el simple esfuerzo de ver comer a su hijo, le
parecía algo fuera de lo común; el niño a veces tragaba con facilidad, otras
había que empujarle la papilla con la cuchara, unas veces retenía el alimento
otras lo expulsaba; los sonidos que emitía le parecían extraños, las atenciones
que le dedicaba su esposa para atraer su atención: aquel lenguaje lleno de
vocablos trastornados, aquellas carantoñas para que la criatura comiera; le
parecía estar alejado de la normalidad más simple; se quedaba anonadado cuando
lo veía jugar con un coche de juguete, a fin de cuentas un artilugio con cuatro
ruedas, lo bien que se lo pasaba, cuando gateaba se quedaba fascinado con aquel
movimiento entre animal y humano, muchas veces quiso participar con él: en su
leguaje, en sus juegos, pero siempre sentía una retención, como una lógica
razonada que impedía el acceso. También había advertido que en los momentos en
que estaba con su hijo, aquellos “kicts”
perdían su intensidad, más de una vez la concentración que prestaba a la
observación hacía que “aquello” quedase relegado a un segundo plano o a una
sensibilidad casi imperceptible. Con su padre pasaba otro tanto, experimentaba
las mismas sensaciones que cuando estaba con su hijo, tan dependientes de los
cuidados de otra persona era el uno como el otro. Su padre era la
representación del olvido, de la torpeza de movimientos, de la inutilidad. Su
hijo no tenía nada que olvidar, aún no había acumulado experiencia para el
olvido, de su torpeza adquiría energía y de su inutilidad utilidad. Al pensar
en esto Guidemón se entristecía pues sabía que ni con los hechos ni con la
palabra encontraría salida. Empezó a sentir una especie de ternura hacia ellos,
un nuevo sentimiento que sólo conocía de palabra; se extrañaba, pues creía que
iba únicamente dirigida a la infancia, un adulto y máxime un anciano no podía
despertar tal emoción; aprendió también a acariciar, sobre la palma de su
propia mano ponía la mano de su hijo o la de su padre y veía en aquel acto un
principio y un fin y él como nexo de unión, la del niño tan diminuta, tan
perfilada, la de su padre tan arrugada y, sin embargo, tan adulta. Con ellos
había aprendido a reflexionar, a valorar detalles que siempre le habían pasado
inadvertidos y por falta de tiempo o de valoración no había gozado de ellos. La
comida del domingo se había convertido en el punto de encuentro más importante
de todos, Adal-gisa se sentaba en medio, a su izquierda sentaba al niño,
Bellooróm, y a su derecha a su suegro Ram-baldo, enfrente se sentaba él
contemplando la escena, y a su derecha sentaba a su otro hijo, Beso, debido a
su edad, a su desasosiego y temiendo cualquier cabritada, el estar sentado al
lado de su padre siempre imponía respeto y autoridad y sobre todo contención
ante lo inesperado. Cuando se sentaban a la mesa, Nornno miraba primeramente pa’trás, pa’lante,
pal’izquierda y pa’derecha; al tener la idea de conjunto, se sentía más
tranquilo, temía perder algo o que ese algo no estuviese presente. La comida se
servía a la mesa y cada uno cogía lo que le apetecía. A su hijo y a su padre se
les servía de distinta manera. Su hijo comía a base de papillas y su padre
también; a éste, a causa de su demencia,
se le olvidaba masticar y había que darle el alimento muy triturado, en forma
de puré; al empezar a comer, él mismo llevaba la cuchara a la boca, de repente
entraba en una dejadez, se quedaba inmóvil y había que ayudarle; Algisa era la
encargada de alimentarlo, por eso se sentaba en medio, atendía tanto a su hijo
como a su suegro. Anno contemplaba aquella escena admirado y estupefacto; el
mirar de izquierda a derecha y de derecha a izquierda era como vaivenear de la
anormalidad a la normalidad y viceversa. Al contemplar aquella escena muchas
veces le entraban ganas de participar, de poder ayudar a Algi, pero cuando en
su mente definía aquella acción con todas sus palabras: “dar de comer a su hijo
y a su padre” le parecía una tarea tan difícil e inimaginable y en el fondo tan
inconfesablemente vergonzosa para él, que ahuyentaba la idea inmediatamente,
aunque conservando cierto atisbo de posibilidad. Todo “aquello” no entraba en
su mundo: sus “tiskc”, su propio desasosiego y el de su hijo mayor; la lógica
en la que él vivía no tenía capacidad para albergar aquella irracionalidad y,
sin embargo, llegaba a la conclusión de que pertenecía a la normalidad de cada
día, una normalidad desconocida para él, una ignorancia suya y de auténtica
condición humana. La hecatombe llegaba cuando había que cambiar los pañales,
acostumbrado en su trabajo a superar dificultades y a afrontarlas para
encontrarles una solución; si se le hubiese presentado tal tarea, una simple
labor de higiene, habría huido. Si bien durante la semana una asistenta ayudaba
a Aldagi en los cuidados de su hijo y su padre era atendido en un centro
geriátrico, al llegar el fin de semana la realidad se imponía y era su esposa
la encargada de llevar a cabo aquella realidad, de vivirla. Una inutilidad, una
parálisis se adueñaba de sus extremidades y era incapaz de mover brazos y piernas,
su mente se bloqueaba y experimentaba un aluvión de sensaciones de las más
contradictorias, imposibles de controlar; a veces cuando el olor era más
intenso y penetrante llegaba el repudio. Principio y fin unido por lo
escatológico. Y él en el medio. No sabía qué hacer. Los conocimientos que había
adquirido con sus estudios, su experiencia, no servían para nada; servirían
para solventar grandes cuestiones, pero carecían de recursos para lo elemental,
lo básico. Y su mente encontró un hueco para la asimilación, pero todavía no
para la acción. Debía hacer una composición de lugar, crear en su mente un espacio imaginario y
situar a cada uno de forma correcta: su hijo estaría a la izquierda, su padre a
la derecha, él en medio, delante el futuro, detrás el pasado. Cuatro puntos
cardinales. Cuatro puntos de referencia. Cuatro puntos de orientación. Cuatro
tics. Y él en medio. Asimiló su
posición. La composición de aquel cuadro ya estaba creada. Su
explicación aún no. Se había quedado mudo, cada vez que se enfrentaba a
aquellas dos situaciones: labores de alimentación e higiene; se quedaba sin
palabras, todos sus sentidos estaban clavados en la imagen, los diálogos
absurdos que mantenían su esposa e hijo, sólo pertenecían a ellos dos, él era
incapaz de participar y de emitir algún sonido; por la vía de la música podía
ser factible, aunque temía que ésta lo distrajera y despistara la fuerza de la
imagen; una cancioncilla infantil no estaría mal, tanto para su hijo como para
su padre, pero no sabía ninguna, si se diese el caso hasta la aprendería.
Podría ser una buena forma de implicarse. La intensidad de aquellos tacs había
ido remitiendo, aunque de vez en cuando se presentaban exigentes, demandando
una rápida solución. Normonna de Guiemonde, mientras estaba en su trabajo, no
dejaba de pensar en la relación que podía haber entre su profesión y aquella
situación familiar. Y sin embargo, había alguna. Miraba planos y fotos del
inmenso terreno donde iban a edificar; todo parecía estar en el punto exacto;
la maqueta lo transportaba a una
realidad en miniatura hacia un futuro próximo. Miró repentinamente pa’trás y
pa’lante y vio aquella enorme llanura, ilimitada, limpia que dentro de poco
sería destruida, trató de buscar otro verbo no tan contundente, pero éste insistía,
insistía, insistía, insis-tía, insis-tía, in-sen-tía, in-sen-tía, in-sen-tía,
i-sen-tía, i-sen-tía, y-sentía. Las fotos que poseía de aquella extensión
habían sido tomadas en verano, eran hermosas, no había ningún obstáculo que
impidiese pasear la vista, excepto un árbol, un frondoso árbol que se situaba en el centro de aquella
llanura. Y tuvo una idea, aquella idea tomó consistencia rápidamente, la vio
realizada en su mente, pero había que llevarla a la vida real, no lo dudó,
había dado con la clave. ¿En qué mes estaba? Era mayo, esperaría hasta julio,
aquel tiempo intermedio le serviría para preparar mejor aquella intención. De
repente todo se había ordenado, en un instante lo ilógico de la situación se
fue alineando sobre un horizonte llano, sin obstáculos y lo que en un principio
había parecido normal, se volvía comprensión y entendimiento. Guimanno de
Mondenor, con la claridad de aquella idea y con la seguridad de que había
encontrado una solución, había cambiado; había notado que con aquella fijación
de llevarla a cabo, sus otras valoraciones habían descendido unos cuantos
peldaños, éstas habían perdido en importancia y habían dado paso a la idea
brillante, luminosa. Él se había vuelto más flexible y no sólo físicamente, sus
opiniones gozaban de una ampliación de miras, y no estaban sujetas a un único
punto de vista; una cierta humanidad impregnaba sus actos y la rigidez de las
normas había cedido; una seguridad natural en sí mismo y no fingida surgió al
ver que podía entregarse más a los suyos, en una palabra, se sintió más rico
con pequeñas grandes cosas. Deseó que llegara julio, y Julio se presentó
puntual, podía haber sido Joaquín, José, Justino, Javier...Pero no, fue Julio,
con su gran calor, con su sol radiante, con sus días interminables, con su
inyección de vida. Escogería un sábado, el rapto sería en sábado, le gustaba
aquella palabra y la acción que en sí contenía, cuando estaba en su despacho la
pronunciaba en voz baja, enfatizaba su sonido dándole una gran fuerza a la
“pe”: rapppto, rapppto, rapppto, rappato, rappato, rappato, rappito, rappito,
rappito, rápido, sí, para conseguir que el
“rappto” tuviera éxito se requería indudablemente cierta rapidez, aunque
la duda era evidente cuando se trataba de los sujetos a raptar, ya que vivían
en un mundo en el que la lentitud era factor importante. No le diría nada a
Adalgasi, solamente sería por un día, si se enterara de su planes se asustaría;
estaba convencido de que algo tenía que inventarse; el rapto lo llevaría a cabo
a media mañana y estarían de vuelta a últimas horas de la tarde. Su esposa
tenía la costumbre de salir de compras los sábados por la mañana, dejaba todo
preparado: a su hijo, a su padre y la comida lista para que al estar de vuelta
sólo tuviera que calentarla, regresaba entre las dos y las tres, aprovecharía
su ausencia y le dejaría una nota para tranquilizarla. Eso haría. Decididamente
se llevaría a su hijo pequeño y a su padre, a su otro hijo lo dejaría dando
brincos en su mundo transitorio. El plan estaba formado. Dar explicaciones de
palabra y en directo sería inútil, no sabría por dónde empezar ya que no había
ni un principio ni un final. Era un hecho, una acción, que tenía que acometer
sin ninguna clase de razonamientos, era una necesidad. Estaría pendiente de las
predicciones del tiempo y escogería el sábado más tórrido, un sábado en el que
el sol brillara rabiosamente y la tierra desprendiera el calor más ardiente
contenido en sus entrañas. Equiparía el coche con una mesa y sillas plegables y
se irían los tres a comer a Castiglia, a aquella llanura donde él había
planeado una urbanización. Comerían debajo de aquel árbol frondoso y el calor
de la tierra subiría por la planta de sus pies e inundaría su cuerpo,
vitalizándolo, pero reclamándolo también. El silencio de Castiglia al mediodía
era intenso, como el calor, si éste pudiera poseer algún sonido sería esa misma
clase de silencio: como una tensión muda antes de estallar. Siempre al borde de
la eclosión. Les daría de comer allí, a su hijo y a su padre, ¿ por qué ir tan
lejos si eso mismo podía hacerlo en casa? No había explicación, ni le importaba
buscarla. Sería allí, allí, allí, allí, allí, allí, ashí, ashí, ashí, ashí y
solamente ashí. Los viernes del mes de julio escuchaba los informes
meteorológicos y hubo uno en el que predecían altas temperaturas para el día
siguiente y supo que había llegado aquel sábado, y supo que allí abandonaría
sus tics, y supo todo lo que tenía que saber y nada más…Estaba ansioso por
llegar y todos los preparativos para la marcha transcurrieron mecánicamente, no
hubo ninguno que marcara unos minutos a destacar, por lo tanto en la memoria no
quedó huella de aquellas disposiciones previas. Sin saber cómo se encontró con
su padre y su hijo en el coche, él mismo los había bajado en el ascensor hasta el
garaje; su torpeza para los quehaceres domésticos o para las situaciones más
simples, esta vez había sido tocada con una varita mágica, no daba crédito a
tener todo preparado en el coche: alimento, pañales, sillas y mesa plegables, y
sobre todo a su hijo sentado en una silla especial para bebés y a su padre
junto a él de copiloto; esta palabra le pareció desmesurada, jocosa, su
pronunciación no se llevó a cabo, había sido un recurso de la mente para
soliviantar la inutilidad de aquel hombre; una pronta compasión acalló una
rabia incipiente. Antes de poner el coche en marcha los miró, hubiera deseado
decirles algo, pero en aquellas dos mentes, una por formar y otra deformada, no
entraría el razonamiento de que los tres iban en busca de sí mismos, de uno
mismo. Anno nunca había estado tan cerca de aquellos dos seres; había siempre
confiado en sus cuidadores y en Ada; su proximidad, allí juntos en el coche, lo
hacía responsable de sus cuidados y de los suyos propios también; lo único que
se le ocurrió fue sonreírles con ternura en señal de bienvenida, ellos le
miraron desorientados, en sus ojos brillaba una pregunta muda: ¿Adónde nos
llevas? No tenía respuesta, ni solución para algo que parecía tan simple. Puso
el coche en marcha, la ruta a seguir estaba clara, la finalidad de aquel viaje
era comer juntos, así de sencillo, pero lo que subyacía debajo de aquella
sencillez era el reencuentro con uno mismo, algo tan sencillo, pero tan
difícil, tan sensillo, tan sensillo, tan sensillo, tan sensillo, tan sensiblo,
tan sensiblo, tan sensible, tan sensible. Se abrió la puerta del garaje y la
luz los deslumbró. El título de la película sería: Manno, père et fils à la recherche du temps perdu. Ya hacía calor y el cielo gozaba de ese azul impoluto
típico del verano; el viaje transcurrió en un santiamén, no se dijeron nada, de
vez en cuando en el asiento trasero se oían algunas risitas y farfulleos,
Ombello jugaba con un coche de juguete, podía verlo desde el espejo retrovisor;
el silencio y el calor se hacían notar en el coche, no puso el aire
acondicionado, abrió ligeramente la ventanilla, necesitaba sentir el aire que
producía la aceleración; poco a poco iba abandonando la ciudad, los bloques de
edificios quedaban atrás y el paisaje empezaba a mostrar enormes extensiones; se
sintió más relajado, no tan oprimido, la circulación se hacía más fluida y tuvo
la sensación de respirar mejor; muchas veces le sorprendía el agobio que le
producían las grandes edificaciones; nunca se pudo explicar el porqué, ya que
él contribuía con sus proyectos a masificar el entorno; se apartó de la autovía
y cogió un desvío, ya estaba en pleno campo, extensiones y extensiones de
terreno se desplegaban ante sus ojos, no había señales de casas, la pezuña del
hombre aún no había tocado nada, ¿se sentía animal? Una sacudida recorrió su
cuerpo y volvió la mirada hacia sus seres queridos; en su presencia encontró
serenidad relegando a un segundo plano la idea de culpa. Pronto halló el lugar
donde quería pararse, divisó el árbol y se dirigió hacia él, era el único en
kilómetros a la redonda, a veces se había preguntado quién lo había plantado, o
si no, el origen de haber nacido allí; fuera como fuese, él sólo vencía las
inclemencias del tiempo correspondiendo generosamente con sus cambios en cada
estación del año. Allí debajo se paró, agradeciéndole la sombra, el sol
calentaba a rabiar, el cielo mostraba un azul rabioso y la tierra se extendía
hacia un horizonte sin límites, rabiosa de ilimitación. La naturaleza se
jactaba de su belleza con rabia. Esa rabia causaba en Nornno el despertar de un
aletargamiento a normas establecidas que rabiaba por infringir y solamente un
grito ahogado y un rechinar de dientes podían liberarlo. Salió del coche y se
alejo unos pasos, gritó de rabia y rechinó los dientes, miró a su hijo y a su
padre, oyeron, pero no entendieron nada, él tampoco. La irracionalidad estaba
equiparada. Les dio de beber y él bebió también; miró el reloj y comprobó que
ya eran las dos y media, hora de comer; abrió la mesa y las sillas plegables y
sentó a su padre primero, se dejó llevar desde el coche hasta su silla, después
cogió a su hijo en brazos, estaba in quieto,
puso la mesa a duras penas; para ellos había traído puré de verduras, para él
algo de carne asada, tomó asiento con Orbello en su regazo y miró a su padre,
le pareció que estaba muy alejado y se aproximó a él, a los dos podía
contemplarlos de cerca, un tic agónico le hizo ver que a su espalda se hallaba
el árbol, delante la inmensidad de aquella tierra, a su derecha su padre y a la
izquierda su hijo; empezó dándole de comer a su padre, después a su hijo, a su
padre, a su hijo, a su padre, a su hijo... Miró para su comida y no sintió
apetencia por ella, en el fondo quería participar de aquel puré, cogió una
cuchara limpia, primero dio de comer a su hijo, después a su padre y por último
comió él...En silencio, Normanno de Guiemonde había encontrado su orientación.