S/T- Antonio Murado |
Bertar-ido Oberto Grimoaldo
de Ons y de Camos, de Imende y de Cecebre, de Trasancos y de Visma... y así
sucesivamente una lista interminable de nombres y de títulos en donde la
paciencia comprueba su límite y en un momento de desesperación echa mano de la
brevedad para quedarse con: Bertar-ido de Ons. Bertar-ido de Ons pertenecía a
una de esas familias nobles que a lo largo de los siglos habían acumulado
títulos, posesiones y riqueza, unas veces por medios dignos y otras utilizando
tácticas vergonzosas impropias de auténticos seres humanos, pues fue en una de
éstas, siglos atrás, cuando el rey decidió desterrar a sus antepasados poniendo
rumbo hacia un nuevo continente. La suerte les siguió acompañando y si ya eran
ricos por naturaleza, por decirlo de alguna manera, su olfato se agudizó con
los aires frescos del nuevo mundo, surgieron trapicheos y artimañas a gran
escala que contribuyeron a que prosperaran como la espuma. Bertar-ido de Ons
conocía a la perfección la historia de sus antepasados; sus padres, desde muy
pequeño( era hijo único), se habían volcado en él, educándole para ser el
heredero universal de aquel imperio; lo habían enviado a las mejores
universidades y había respondido a la perfección logrando buenas calificaciones;
el futuro se abría ante él con los mejores augurios, podía decirse que el
vínculo con el devenir estaba asegurado y para mantener el contacto con el
pasado, sus padres, desde la más tierna infancia, le contaban la historia de la
familia desde sus orígenes hasta nuestros días, hasta él. Los hechos que le
narraban siempre estaban en consonancia con su edad; a medida que iba creciendo
le explicaban en profundidad ciertas situaciones que en años anteriores no
habría podido comprender. La voz de su madre era susurrante e historiaba cada
acontecimiento primorosamente; su padre siempre magnificaba algún detalle que a
ella podía habérsele olvidado enfatizar. Aquella narración tenía lugar cuando
sus padres estaban juntos, bien durante la sobremesa o después de la cena. Ninguno
de ellos se hubiera atrevido a contar algo sin estar el otro presente; se
apoyaban mutuamente, era una tarea de dos, estando juntos se reforzaban por
temor a que surgiera alguna brecha inconfesable y así a ambos la enmienda les
sería más fácil. Bertar-ido era un hombre callado, todo aquel bombardeo de
acontecimientos a lo largo de la historia de su familia lo asimilaba
resignadamente, hasta le parecía divertido; admitía que el ser humano cuando no
tiene nada interesante que decir recurre a hablar del tiempo o de otras
banalidades para ahuyentar su silencio y, sin embargo, a él, cuando estaban los
tres juntos, es decir, la familia al completo, se lo llenaban con una historia
edulcorada de unos antepasados que, por
propios e íntimos deseos suyos, más valía que permanecieran en el sueño
eterno, que no incordiaran al renacer en el recuerdo; por lo tanto la
resignación era llevadera. Durante su infancia Bertar-ide se lo pasaba muy bien
escuchando las heroicidades de sus ancestros. El saber que la sangre que corría
por sus venas era la misma que en épocas pretéritas había enardecido a sus
parientes lejanos, insuflaba un incipiente orgullo que, con el paso del tiempo
y la madurez, se convertiría en un rechazo ante tanto fingimiento y falsedad.
Si cuando niño eran sus ancestros como adulto eran sus cabestros. Bertar-idu
siempre había aceptado aquella historia no como verdadera sino como posible;
las sospechas ante tanta perfección se aclararon cuando después de terminar sus
estudios en la universidad se tomó un año de asueto y decidió viajar al
continente de sus orígenes, allí investigó seriamente acerca de su familia,
recorrió territorios que aún le pertenecían y descubrió que toda su inmensa
fortuna estaba basada en falacias y sumisiones. De regreso nunca dijo nada a
sus padres de lo que había averiguado, nunca les pidió explicaciones por tal
engaño, éste no era de sus progenitores, el engaño no se sabía de quién era, se
había estado fraguando a lo largo de los siglos y con él había arrastrado la
credulidad de las gentes. De mayor y ya al cargo de los múltiples negocios de
sus padres, de vez en cuando y en ocasiones especiales, aún seguían
regodeándose en los logros alcanzados a través del tiempo; Bertar-idi bajaba la
mirada y la fijaba en un punto del suelo, le parecía que mirar al frente era
retar al futuro y exigirle una continuidad. Su silencio desorientaba e
infravaloraba aquellas palabras que desprendían las bocas de sus padres para
terminar descarriándose en la atmósfera de una sala. El engaño se sumía en el
silencio; pero una nueva cantilena apareció en el horizonte, su insistencia
amainó la ya muy desgastada historia ancestral y ésta hizo su acto de presencia
de una manera machacona, aunque tenue y veladamente: sus padres al ver que su
hijo empezaba a entrar en años y no se decidía a contraer matrimonio, tal vez
ésta fuera una preocupación secundaria, sencillamente era un primer paso para
lograr su objetivo que era tener un heredero, temblaron ante la posibilidad de
quedarse sin sucesión; ¿de qué les habrían valido tantos esfuerzos si toda una
dinastía se quedaba anclada en el silencio? Sabían que la tarea era ardua y que
tampoco disponían de tanto tiempo; se pusieron manos a la obra conscientes de
que ya no instigaban a un niño sino a un hombre: preguntas cuyos rodeos ponían
en evidencia una ingenuidad y falta de tacto en espera de una respuesta que
nunca llegaba, insinuaciones ávidas de aclaraciones, todo un entramado que
siempre conducía a un silencio, un silencio proveniente de siglos atrás, que
albergaba un resentimiento hacia el engaño y que se personificaba en la figura
de Retar-ido de Ons. La costumbre hizo que supiera diferenciar entre las
palabras provenientes del corazón de unos padres a las de unos interesados, su
respeto hacia ellos seguía siendo fiel, su distancia abismal. Aunque su
proximidad física era cercana, su espíritu se encontraba a años luz del de
ellos. Muchas veces se había preguntado quién le había otorgado aquel papel
indeseado, nadie le había dado una opción para poder elegir, nunca nadie le
había dicho qué quieres hacer o a qué profesión quieres dedicarte; de cuna su
destino estaba marcado, lo asumió con dignidad y el éxito siempre lo acompañó;
su ejercicio en el mundo financiero había llegado a cotas muy altas, si ponía
el ojo en alguna inversión seguro que las ganancias se duplicaban o
triplicaban; sus colaboradores se admiraban ante el olfato mostrado y los
elogios le llovían del cielo; su respuesta ante ellos era un profundo silencio,
cualquier señal de ostentación o de orgullo por su parte permanecía en la nada.
Alguna vez se había dicho para sí que todo era cuestión de herencia y se había
reído cínicamente. Cumplía, su deber era cumplir, nada más. Sabía que de él y
de sus decisiones dependían aprovechados, advenedizos, necesitados y un sin fin
de divisiones dentro de la escala social a los cuales iba dirigida su compasión
callada y servicial. Bertar-ido d’Ons desde que había llegado a una edad adulta
sabía que el mundo que le rodeaba no era el suyo; una insatisfacción de índole
desconocida lo poseía, ¿espiritual? En su mundo aquel adjetivo hubiese parecido
un esnobismo, ¿crónica? Tal vez sí, ¿heredada? Y ¿por qué no? Si se hereda la fortuna, una
insatisfacción crónica es admisible. Y ¿por qué no una insatisfacción
espiritual crónica heredada? Qué más da el nombre, el caso es que desde que
había hecho aquel primer viaje al continente de sus orígenes, aquel año que se
había tomado sabático, fue desde entonces cuando empezó a sentirse “insatisfecho”. A medida que el tiempo
transcurría y se encontraba más inmerso en el mundo de las finanzas, su estado
anímico se deterioraba y añoraba aquel año crucial en el que había aprendido y
se había enterado de que había otros estilos de vida diferentes al suyo, otras
opciones que podían convertirse en posibilidades futuras, pero pasado el tiempo
veía que aquellas posibilidades eran pura quimera. Durante todo el año
trabajaba de sol a sol, era una máquina de producir dinero y ésta no podía
pararse; en su mundo las exigencias de superación eran prioritarias ante
cualquier otro inconveniente, el “ cada vez más” se anteponía por la fuerza
demandando una exclusividad de dedicación; ni que decir tiene que Retor-ido de
Ons vivía bien, en la opulencia, claro está, pero una opulencia medida,
contenida, no derrochadora o dada a fastos; poseía toda una planta en uno de
los rascacielos más altos de aquella metrópolis, estaba dividida en dos partes:
una zona dedicada a su trabajo con un enorme despacho y varias salas colindantes
y su hogar, para él trabajo y hogar iban parejos. El mobiliario de su pequeño “
palacio” era de maderas nobles y líneas rectas, la austeridad y la falta de
recargamiento de estilo hacían que rezumaran en el ambiente seriedad y
recogimiento, no frialdad. Las paredes tanto de la zona de trabajo como la que
pertenecía a su vida privada estaban pintadas de blanco a la cal y el suelo era
negro, dotado de una ligera rugosidad para evitar resbalones en caso de andar
con los pies descalzos; la nota de color la proporcionaban enormes lienzos que
cubrían parte de las paredes; Retur-ido de Ons amaba la pintura, en particular
había dos estilos que le fascinaban uno era el expresionismo salvaje y otro la
abstracción lírica, el primero decoraba su área de trabajo; aquella agresividad
de pincelada y color chillón, aquellas figuras rabiosas eran los estímulos
ideales para incitar a tomar decisiones, estratégicamente situados en su
despacho y en la sala de juntas
empujaban a los allí reunidos a una batalla campal encarnizada. En sus
aposentos era otra cosa, la abstracción lírica se derretía en tonalidades
suaves, manchas difusas y luminosas cuya interpretación conducía al
contemplador a mundos oníricos y de amplios espacios, en una palabra, un
remanso de paz ante las exigencias de un mundo moderno; y también se podía
añadir a sus preferencias un tercer estilo que descubrió en aquél su primer
viaje al viejo continente: era una predilección secreta e indescifrable, una
atracción que lo retrotraía a tiempos lejanos, anclados en el medievo, su gusto
por unas pequeñas tablas que representaban escenas bíblicas pertenecientes a
ese periodo se desarrolló hasta tal punto que, sin querer, se convirtió en un
experto; le atraían aquellas imágenes tan perfectamente pintadas, sus fondos
con unas ciudades perdidas en la perspectiva, su color por donde el tiempo
había pasado su mano respetando, y su
buen estado de conservación, eran joyas que se sostenían entre las manos, que
se podían acercar o alejar a capricho para contemplarlas mejor, igual que se
gira una piedra preciosa para que desprenda sus destellos. El significado de la
representación siempre le pareció hermético, distante, incomprensible, pero
atractivo. Naturalmente que poseía él algunas tablas, pero no estaban en exposición
por decirlo de alguna manera, colgaban en su dormitorio: había un tríptico
sobre la cabecera de su cama, una tabla a los pies, otra a la derecha y una más
a la izquierda; eran todos cuadros muy pequeños, excepto el tríptico, que tenía
un tamaño ligeramente mayor, comparados con los enormes lienzos que colgaban en
el resto de las estancias. Todo dormitorio tiene su propia privacidad, el suyo
no tenía nada de especial, salvo un silencio misterioso que le proporcionaban
aquellas cuatro tablas, situadas en el centro de unas paredes enormes y
desnudas. Daba la sensación de que al acostarse y apagar la luz una máquina del
tiempo se ponía en marcha. Allí reposaba Retir-ado de Ons de sus jornadas
agotadoras de trabajo, una vez que cerraba aquella puerta deseaba no existir
para el mundo, para su mundo. Descansar, ¿qué significado tenía para él aquella
palabra? Se tomaba vacaciones esporádicas cuando se lo permitían sus
compromisos, pero había una excepción que era fija, inalterable: la segunda
semana del mes de diciembre el mundo entero podía venirse abajo que él lo
dejaba todo, lo abandonaba todo; aquella semana era sagrada, nada de lo que le
rodeaba cotidianamente existía; sus padres y sus colaboradores más próximos lo
sabían y ya ni se atrevían a proponerle ningún cambio de actitud; al acercarse
aquellas fechas aquel hombre experimentaba una mutación que se exteriorizaba en
una especie de serenidad y espiritualidad que el resto del año no poseía; estaba
como ido, pero conservando una armonía con las cosas más insignificantes de
modo que al verlo no se le podía rehuir sino contemplar. Una semana antes de la
susodicha empezaba el desalojo: todos los muebles y cuadros que llenaban
aquellos espacios o cubrían los muros eran transportados a un almacén y allí
descansaban durante aquellos siete días; el área de trabajo quedaba vacía,
desnuda; una vez que el eco de una voz se adueñaba de aquel espacio, se traía a
su despacho una mesa, una silla y un camastro y durante diez mil ochenta
minutos la pobreza se instalaba en medio de la riqueza; se colocaban en una
esquina, creando un ambiente de recogimiento entre los ángulos formados por las
paredes y el suelo; un enorme vacío se extendía por el resto de aquella
superficie, entonces su despacho adquiría la horizontalidad y extensión de un
campo de trigo recién segado. Retor-ido de Ons no era un hombre dado a las
excentricidades ni caprichos como suele ocurrir entre las gentes acaudaladas,
aquel trasiego no sólo era material sino emocional también, sus más allegados
sabían a ciencia cierta que aquella irrupción en su vida no pertenecía a una
rareza de hombre rico, era una necesidad, su propia necesidad y como tal así la
respetaban y colaboraban en las alteraciones de ritmo; nunca nadie pronunció
una opinión crítica hacia su jefe, simplemente su actitud estaba envuelta en un
misterio que sólo a él y a la naturaleza incumbían. Era una fase lunar. Durante
aquella semana las noches eran las más largas del año, la oscuridad y la
climatología se adentraban en el día devorándolo: lluvia, niebla, viento o
nieve hacían acto de presencia con facilidad, la atmósfera se revolvía sin
motivo aparente, Ons se revolvía, pero con motivo inconfesable; se diría que
había una sincronización entre él y la naturaleza. Durante aquel tiempo también
sus trajes descansaban en el guardarropa, aquellas corazas de tonos oscuros que
retenían cualquier atisbo emocional, que mantenían el cuerpo rígido e
impermeables ante cualquier afección, aún allí conservaban su hieratismo; todos
eran cambiados por un jersey de lana gruesa beis claro y unos pantalones de
paño marrón oscuro, calzaba unas sandalias de cuero bastante cerradas, también
del mismo color que los pantalones; se cortaba el pelo al cero, de vez en
cuando palpaba la cabeza y tenía la sensación de que ahora sus ideas podían
fluir con más libertad; cuando se lo cortaban se contemplaba en el espejo
situado frente a él y observaba cómo el pelo caía sobre sus hombros y se
deslizaba hacia el suelo; una vez concluida la tarea del peluquero, se
levantaba y pisaba su cabello sin querer, consciente de que allí quedaba algo
de su anterioridad. Antes de ponerse su hábito se tomaba una ducha de agua
caliente, más caliente de lo normal, sin jabones, sin perfumes; su piel
adquiría la limpieza exclusiva que solamente el agua pura puede dar. De Ons
estaba preparado para afrontar aquella semana como cada año; una alegría
interior transmitía seguridad y serenidad a su figura, caminaba de distinta
manera, su paso era sosegado y firme, para él la palabra zozobrar era
inexistente. Su retiro de siete días comenzaba con el paso de cerrojos. A las
doce de la noche del primer día, a la última campanada del reloj se sumaba el
sonido seco y tajante de puertas cerradas. El delirio de la realidad se ponía
en marcha para Bertar-ido d’Ons. Durante tres días permanecía enclaustrado en
las salas dedicadas a las zonas de trabajo, los cuatro días restantes, ésos
eran otra cosa. Le llamaba la atención el silencio reinante en aquellos
espacios; siempre estaban atestados de gente apresurada, obcecada cada una en
su misión, podía pasearse por ellos sin toparse con nadie, no le pararían para
consultarle; la electrónica había sido retirada también, el murmullo metálico
de las máquinas o el timbre de los teléfonos habían desaparecido. Una vez que
se quedaba solo lo primero que hacía era acercarse a los enormes ventanales de
su despacho; durante el día dejaban pasar la luz del sol, allí arriba daba la
sensación de ser más intensa, a ésta se le podía sumar la iluminación
eléctrica, cegando ambas por un exceso de claridad. Pero ahora de noche estaba
a oscuras, había apagado las luces, y el resplandor de la ciudad allí abajo se
vislumbraba desde aquella altura ¡ qué espacios tan diferentes!, en medio de
una vorágine de gente, de coches, de locura, no importaba la hora que fuera, se
hallaba un diminuto oasis de paz, su paz. Muy pocas veces se había apoyado en
una de las cristaleras con el tiempo suficiente para contemplar aquella
gigantesca metrópolis, ¿una vez al año? Seguro que sí, muchas veces se había
exigido buscar tiempo para poder gozar de las pequeñas cosas ya que las grandes
lo habían absorbido demandándole una dedicación, desdeñando, a su pesar, una
exigencia incondicional de las pequeñas. Una vez al año, era muy poco, había
que conformarse, lo que sí trataba era de vivir aquella semana intensamente:
las reflexiones hechas en silencio, las preguntas que nunca tenían respuesta,
las emociones que convulsionaban su cuerpo durante aquellos diez mil ochenta
minutos deberían permanecer intactas a lo largo de los restantes trescientos
cincuenta y ocho días del año, nunca muertas, a lo sumo dormidas. Primero la
mirada buscaba una lejanía que nunca encontraba, la mole de un rascacielos
ponía tope a un deseo, y era hormigón, cristal, hierro el material de un
horizonte. Se percibían siluetas de personas paradas o en movimiento, algunas
aún trabajando a aquellas horas, otras aprovechando el paro nocturno para
limpiar y seguir manteniendo un orden. Aquello sucedía cada día como muchas
otras cosas imperceptibles para él, el mundo de la nimiedad también le rodeaba
y no se daba cuenta, todo contribuía a crear la vida, la importancia y la
insignificancia existían por igual, pero al parecer él tendía hacia la primera,
aunque muchas veces no por voluntad propia. El hecho de que su pensamiento se
entretuviese en aquella simplicidad le parecía un lujo que sólo las pequeñas
cosas proporcionaban. Aquellos días para Ido de Ons servían para despojarse de
lo material y de una manera de pensar anclada en el beneficio propio y ajeno de
sus múltiples empresas, un egoísmo que lo cotidiano convertía en un inocente
juego de adultos. Se quedaba allí parado, con la mente en blanco, mirando hacia
el vacío y era cuando sentía pasar el tiempo porque le dedicaba su atención, se
daba cuenta de que no hacía nada y eso le reconfortaba, le habían enseñado que
había que sacar provecho de cada instante y ahora lo despilfarraba a gusto;
quiso reír, pero su paz lo había dejado anonadado. De Ons Ido siempre caminaba
erguido, rígido, cualquiera se hubiese preguntado si era él así o sus
trajes-coraza contribuían a aquella parquedad de movimientos, sus gestos se
habían adaptado a su trabajo y sobre todo a mantener una postura omnisciente,
cualquier fisura por donde pudiera aparecer un atisbo de ignorancia rápidamente
debería ser disimulada; durante aquellos días su cuerpo adquiría posturas que
él mismo desconocía y se preguntaba dónde las había aprendido o si tenían un
origen genético en sus antepasados. Estaba acostumbrado a estudiarlo todo, a
analizar en detalle pormenores; sin embargo, aquella semana aportaba
desorientación, perplejidad, aconteciera lo que aconteciese, un razonamiento
lógico escapaba de su control y se dejaba llevar, arrastrar por lo desconocido.
Su cuerpo había adquirido tres posiciones muy limitadas: de pie, sentado y
acostado, cualquier otra durante el resto del año le hubiera parecido
inapropiada, señal de decaimiento y falta de prepotencia, y sin embargo,
durante aquellos siete días todo era factible, cualquier cosa podía suceder.
Experimentaba una serie de fases corpóreas que a medida que iba transcurriendo
la noche se manifestaban en posturas que siempre le sorprendían: se apoyaba
contra la pared y su espalda hacía fuerza, oponiendo resistencia a un posible
desplome, las palmas abiertas de las manos también colaboraban en aquel
hipotético evento; otras veces esforzaba enormemente el cuello para mirar hacia
arriba y en el alto techo encontraba los mismos recursos: luces, salidas de
aire, alarmas para el fuego... cuando bajaba la cabeza sus vértebras cervicales
agradecían la rutina, una exigencia fuera de lo normal contenía un malestar. El
suelo representaba para él un sinfín de recursos, se sentaba contra la pared y
cruzaba las piernas como si estuviera meditando, a veces las estiraba y fijaba
la vista en la punta de los pies, también andaba a gatas y daba sus pequeñas
carrerillas, de repente se paraba para coger aliento, pero eso era lo de menos
porque una gran carcajada lo reconfortaba y le sabía a gloria al constatar que
aún le quedaban restos sublimes de infancia. Después de recorrer varias veces
aquel espacio “oficial”, un peso adulto le obligaba a tumbarse sobre el suelo
boca abajo, desde allí miraba su humilde mobiliario, desde la perspectiva del
suelo contemplar las alturas y en penumbra significaba que aquella mesa, silla
y camastro pertenecían a un gigante; sonó otra carcajada, pero con sabor
distinto, amargo y le costó mucho reconocerse en ella; el sinsabor desaparecía
cuando juntaba las piernas y pegaba los brazos al cuerpo; entonces no pensaba
en nada, con la cabeza apoyada de lado contra el suelo, éste se presentaba como
una vasta llanura en plena noche, sopló con intención de agitar lo sembrado,
pero se equivocó, era un terreno baldío. Y no hacía nada, o al menos al tiempo
que permanecía echado sobre el suelo no se le podía calificar de
aprovechamiento, sencillamente no hacía nada, descansaba sobre una superficie
dura, como mucha gente a esas horas de la noche, en aquella gigantesca
metrópolis. Durante el resto del año él también reposaba en una cama
confortable, pero tan pronto se echaba sobre ella se quedaba instantáneamente
dormido, el agotamiento lo vencía y el mullido lo abrazaba hasta desistir ante
unos instantes de reflexión. El suelo mantenía su cuerpo rígido, ofreciéndole una
incomodidad que le obligaba a cambiar de posición, poco a poco se iba
encogiendo hasta quedar en posición fetal, así sentía cómo latía su corazón y
en el silencio aquella especie de pasos parecían acompañar al tiempo. Esta
posición siempre le había parecido primaria y para asumirla debía despojarse
del concepto de hombre y de sus atributos y enfocarla como algo simple y
natural. Esos siete días significaban encontrarse con su yo, el de siempre,
pero magnificado en múltiples facetas; a veces se entristecía al pensar en lo
limitada y rutinaria que le parecía su vida, vinculada a la tradición y al
lucro; sin embargo, la llegada de aquella semana era dar la bienvenida a un
aire fresco que tonificaba la idea de la existencia de una riqueza interior. A
continuación se levantaba lentamente y estiraba los brazos y piernas como si
hubiese estado aletargado durante siglos. Miró la ciudad a través de los
enormes ventanales, si bien unos le proporcionaban una vista parcial otros se
la brindaban más extensa aunque ceñida por el agobio y la construcción. La
oscuridad se había adentrado en aquella sala y casi no se diferenciaba el
interior del exterior, eran las altas horas de la noche y el silencio reinaba
en la atmósfera del aquel espacio, era la hora de pulsar un botón, el botón.
Sobre una de aquellas paredes blancas, infinitas, desiertas se hallaba un botón
negro, un punto negro, una mancha redondeada negra, un incordio para aquel
blanco impoluto; sabía que pulsarlo señalaba la entrada en otra dimensión, en
un mundo diferente en donde las emociones se ordenaban por sí solas y se perdía
su control, en donde la voluntad se dejaba llevar, en donde la racionalidad no
encontraba explicación. De Ido Ons se aproximaba a la mancha negra con cierto
nerviosismo, a tientas, adelantando la mano para que el tacto descubriera la
redondez de un pulsador, por si la oscuridad no era suficiente cerraba los
ojos, así el suspense estaba garantizado; a veces lo utilizaba y una música
ambiental llenaba aquel espacio, una música vacía para llenar un vacío, una
música que sonaba a música, una música forzada a ser escuchada, una música que
creía ingenuamente que ahuyentaba soledades y que lo único que causaba era
crispación de nervios. Con los dedos de una mano podían contarse las veces que
había pulsado aquel botón a lo largo del año, la invalidez de un manco le
hubiera sido suficiente. Sin embargo, aquella noche todo era diferente, su dedo
índice iba a ser el causante de una convulsión. Lo que iba a suceder a
continuación formaba parte de las grandes incógnitas de aquella semana, ¿explicaciones?
¿orígenes? ¿soluciones? Daba lo mismo, la vida arrastraba a la voluntad y a la
razón. No había nada que entender, no había nada que razonar. Acercó las palmas
de las manos a la pared, viajó con ellas por la superficie y ambas coincidieron
en un mismo punto negro, una mancha negra. Su dedo índice de la mano derecha
pulsó el caos y:,, Im Anfange schuf Gott Himmel und Erde’’,https://www.youtube.com/watch?v=Lk20166o4kQ al principio
Dios creó cielo y tierra. Poco a poco la planta alta de aquel rascacielos
dedicada exclusivamente a zona de trabajo y vivienda de Ons Ido de fue
llenándose de una música que perdía su esencia como tal para convertirse en
presencia abstracta, en existencia. Se alejó de la pared y se situó en medio de
aquel espacio, erguido, con los brazos perpendiculares al cuerpo y en el rostro
una expresión trascendental aguardó hasta que un coro hizo acto de presencia: “
Christ vient de ressusciter!”https://www.youtube.com/watch?v=sj8F5n1ml7M ¡Cristo acaba de resucitar! y él se
preguntó:” Qu’entends-je?” ¿Qué
oigo? A partir de ahí las voces le respondieron: Quittant du tombeau
le séjour funeste, au parvis céleste il monte plus beau...”Abandonando la funesta morada de la tumba,
se eleva transfigurado al pórtico celeste… y se perdió en
aquellas palabras. Sintió una presión muy fuerte sobre sus hombros, una carga
que le obligaba a ceder, un peso que hacía que sus piernas se doblaran y que
siempre cayera de rodillas, en aquella posición no sabía qué hacer; se
encontraba perdido, era consciente de que arrodillarse implicaba súplica, pero
suplicar a quién; le sobraban las manos, no encontraban sentido para
posicionarse y las dejaba caer, se entregaba a un tiempo marcado por una
presencia ambiental que lo inundaba de espiritualidad aunque desconocía el
origen. Esa situación le perturbaba porque no encontraba explicación. La música
se extinguía y con ella Ons de Ido. Un agotamiento interior se apoderaba de él,
mentalmente era incapaz de clarificar ideas, estaba ofuscado; físicamente era
como si hubiese estado arrastrando un gran peso, permanecía arrodillado en
silencio, respiraba profundamente y una desorientación lo conducía al camastro,
allí se echaba durante unas horas y su cuerpo descansaba, el sueño aliviaba
unas heridas eternas que solamente el inconsciente podía curar y despertaba con
el alba, un espectáculo que siempre se perdía de ordinario; le hubiese gustado
estar en el campo o en el mar, en esos lugares la panorámica era completa, pero
tenía que conformarse con la que le proporcionaban los ventanales de su
despacho, aquélla era su auténtica panorámica. El sol tardaba en verlo, pero la
luz poco a poco se imponía, era fría, distante, el contemplarla causaba
escalofríos, pero era la luz. La alimentación de aquellos días era muy frugal,
le parecía oportuno que la escasez formara parte también de su vida, era el
momento ideal para que una abundancia penitente valorara el sentido de la
necesidad. El no hacer nada durante aquella semana le permitía liberarse de las
obligaciones que lo sujetaban a horarios, caminaba en círculo o en línea recta
por aquel espacio que le era tan familiar, tejía una tela invisible y creaba
una danza que exorcizaba la cotidianidad. A veces se echaba en el suelo boca
arriba y se dejaba bañar por la luz intensa que penetraba a través de los
ventanales, absorbía su energía y se quedaba inmóvil; aquel estado de
aletargamiento le parecía cómico, ya que era inusual en él, siempre tan
atareado y activo. Al situar aquellos siete días en un periodo de tiempo de trescientos
cincuenta y ocho días le parecían insignificantes, pero eran de vital
importancia para él, aportaban un sentido a su existencia, aunque no tuvieran
un resultado material; las mismas preguntas latentes, sus mudas respuestas, sus
fases corpóreas que a veces pertenecían más a la alineación que a la cordura,
la confusión de aquella semana daba sentido a las restantes del año. Si bien
durante un día normal, obcecado en sus importantes responsabilidades, no se
daba cuenta de lo acontecido en aquel corto tiempo, sí existía en su mente la
vivencia de algo distinto que había experimentado y eso lo mantenía firme,
dispuesto a luchar por aquellas sensaciones verdaderas. Aquellos tres primeros
días transcurrían en un santiamén, al no estar sujetos ni a horas, ni a
minutos, ni a segundos, formaban una unidad compacta, en donde los
acontecimientos eran marcados sólo por lo sobresaliente. Una vez concluidos Ido
Ons de sabía que había que emprender el viaje, hacía bastantes al año, todos
eran de negocios, claro está, pero éste era diferente, especial, era “el viaje”;
no le aguardaban reuniones, encuentros con magnates de las finanzas, decisiones
tajantes, nada de eso; sencillamente le aguardaba el encuentro. A la hora nona
del tercer día sabía que había llegado el momento de partir. Con la misma ropa
que llevaba se envolvía en un grueso abrigo de lana marrón oscuro, el clima en
el viejo continente era muy crudo en aquellas fechas y aún le quedaba un largo
camino por recorrer hasta su destino. El secreto de su meta era hermético, sólo
él lo sabía, nadie más. El viaje en sí desde que cogía su avión privado, es
decir, desde que despegaba hasta que aterrizaba era un tiempo inexistente, él y
el mundo exterior permanecían distantes, no estaban en contacto, por lo tanto
cualquier método para cuantificarlo era nulo; sin embargo su mundo interno
continuaba en ebullición. La tela de su abrigo era gruesa, el aislante perfecto
para rechazar cualquier incursión externa. Una vez dispuesto, cogía su ascensor
privado que lo bajaba hasta el garaje y allí cogía su coche privado cuyo chofer
privado también lo conducía hacia el aeropuerto para coger su avión privado.
Aquella privacidad maquinal: ascensor, coche, avión, era la trama de un largo
viaje. Una vez en el avión se sentaba al lado de una de las ventanillas; le
gustaba ver cómo despegaba y la panorámica que desde allí podía contemplar; se
pasmaba ante la aceleración que adquiría la máquina y cómo la superficie de la
pista de despegue se desdibujaba y emborronaba y en un momento álgido levantaba
vuelo, se imaginaba que así debían de hacer los pájaros, natural en ellos,
artificial en él. Desde el comienzo del viaje hasta el final no se levantaba de
su asiento, excepto si tenía que ir al servicio, allí dormitaba, pensaba, se
revolvía en él para encontrar una postura confortable, en aquel viaje no usaba
las comodidades que su avión privado poseía, no se echaba en un cómodo sillón o
escogía una bebida, eso lo hacía en sus viajes de negocios; en ese viaje
especial era un pasajero normal, sin privilegios, único también, pero no por
eso se concedía ciertos excesos. Durante aquella semana podía pasarse
perfectamente sin todo aquello, era su semana de austeridad, semana de
reflexión también. La distancia entre el nuevo continente, al cual él
pertenecía, y el viejo era como fortalecer unos vínculos entre el presente y el
pasado, era como si sobre el océano tuviese lugar un reencuentro familiar, el
ayer y el hoy de unos ancestros con su representante actual; al pensar en esto,
a Artber Mos ed se le revolvían las tripas y no sólo las tripas sino todo su
ser. Recordaba a sus padres en su viejo empeño de continuidad, en que aquel
imperio económico se extendiese y multiplicara; él siempre había actuado según
unas normas establecidas, los había contentado logrando que sus empresas
financieras alcanzaran los puntos más altos en el mundo del dinero, pero en
medio de todo el florecimiento de riqueza latía con energía una rebelión
callada, potencialmente podía equipararse a la codicia, no a la suya, a la
otra. Su rechazo se ponía de manifiesto durante aquella semana, el silencio y
el secretismo que la llenaban era una señal de que algo no iba bien, de que la
firmeza de un imperio no reposaba en unos cimientos muy sólidos. En las alturas y sobre el océano
las ideas parecían verse con más claridad y más tajantes también. Sobre aquella
inmensidad de líquido y en aguas de nadie le hubiese gustado gritar desde una
ventanilla, pero estaba convencido de que su rebeldía se basaba en el silencio
y no en la furia. El piloto le informó de que ya estaban sobrevolando el viejo
continente y experimentó como si algo en su interior se desconectase y diese
paso hacia algo nuevo y deseado; el avión aterrizaría en el corazón de aquel
antiguo mundo, sentía que el pasado se apoderaba de él y que encajaban
perfectamente; a medida que el avión perdía altura, la tierra de sus
antepasados se le aproximaba cada vez más, ansiaba volverla a pisar, como cada
año, en su viaje especial; sintió cómo las ruedas entraban en contacto con el
suelo, sintió cómo él entraba en contacto con su yo más profundo. Casi siempre
llegaban al alba, un coche lo aguardaba para conducirlo tierra adentro, tan
pronto como ponía el pie en suelo firme lanzaba una amplia mirada a todo lo que
le rodeaba: el cielo y la tierra eran parecidos a los del nuevo continente,
pero el olor, los sonidos, lo inmaterial eran completamente distintos,
respiraba profundamente para impregnarse de aquellas sustancias etéreas.
Ajustaba su abrigo, el frío así se lo ordenaba y entraba en el coche, era
grande, negro y reluciente, daba los buenos días al chofer en un idioma
extranjero y salvo la despedida, con un formulismo parecido, allí adentro no se
cruzaban más palabras. El tráfico era compacto, salir del aeropuerto a aquellas
horas de la mañana y adentrarse en las autopistas era arriesgarse a la lentitud;
aunque él no tenía prisa, aquella crispación reflejada en el rostro de los
demás conductores, lo apartaba de su estado reflexivo; cualquier otro día
aquella situación la hubiera aceptado con normalidad, ¡cuántas veces se quedó
retenido en un atasco y lo tomó con paciencia! Sin embargo, todo eso pertenecía
a su vida diaria y no a esa semana especial. La experiencia del conductor hizo
que pronto se alejaran del tumulto y por salidas secundarias llegasen a las
afueras; el coche enfiló una carretera que llevaba hasta el campo, iban en
dirección hacia un pequeño pueblo, si bien en un principio el paisaje era a
base de tierra llana, campos labrados, terrenos en donde la mano del hombre
plasmaba su esfuerzo, más tarde se hacía abrupto y montañoso, la carretera se
había estrechado para derivar en un camino por donde el coche casi ni cabía; el
suelo presentaba de vez en cuando algunos baches y hacía que el cuerpo de Odi-
Artber de Son se tambalease, le hacía
gracia aquella agitación que alteraba su estabilidad, tanto lo obligaba a ir
hacia delante como hacia atrás, a izquierda o a derecha, la seriedad de la
misión mostraba su lado cómico. Pararon en una posada, se sentó a una mesa y
tomó algo, se encontraba cansado, no había hecho ningún esfuerzo, pero su
estado de ánimo acusaba cierta tristeza y pesadumbre; se despidió del chofer,
lo vio alejarse y al cerrar la puerta tras de sí se dio cuenta de su soledad,
el resto del camino tendría que recorrerlo solo; no obstante, se sentía bien,
el calor reinante en la posada y la luz amarillenta hicieron que su mente se
quedara en blanco; su mirada permanecía fija en un punto de la mesa,
hipnotizado por una veta de madera; las voces que oía cercanas, por falta de
atención parecían gozar de una leve lejanía, la gente que allí estaba hablaba
en una lengua extranjera, le entró un interés repentino por compararla con
algunos de los sonidos de su idioma y pensó en la evolución lenta y cambiante
que el hombre primitivo tuvo que experimentar para expresarse. Estaba en la
tierra de sus antepasados y desconocía su lengua, el modo de expresar sus
emociones, su comunicación con los demás, sencillamente lo único que le habían
transmitido de ellos era la conveniencia; tampoco descubría nada nuevo, durante
aquel año sabático que había tomado después de la universidad y el viaje que
había hecho al viejo continente habían bastado para aclarar ciertos puntos
oscuros del pasado de la familia que, a medida que pasaban los años, mostraban
la evidencia del engaño. En cualquier otro momento se hubiera alterado, pero
esa semana pertenecía al silencio y tampoco era la adecuada para hacer
reproches, lo que importaba era que él se contentaba de estar allí; por un
momento sintió ganas de hablar, de decirles algo tan simple como que él era
uno más de ellos; la barrera
infranqueable del idioma lo retuvo y permaneció acurrucado durante algún tiempo
más, aunque con el ánimo dispuesto a proseguir su camino. Su conciencia le
marcó un límite y se puso de pie como
impulsado por un resorte, dejó un dinero sobre la mesa y salió, le
quedaba el último trecho por recorrer; fue directo hacia una caballeriza, el
día estaba declinando y era hora de coger a su caballo negro Adragonte, aquel
animal significaba un vínculo con el pasado, era dócil y noble, lo echaba de
menos en su vida cotidiana, pero reconocía que su estirpe pertenecía a aquellas
tierras desde muy antiguo, llevárselo sería como arrancarlo de su mundo, por
eso, aún en la distancia procuraba que estuviese bien cuidado; cuando
Tarido-Ver de Ons se acercó a él, éste se quedó inmóvil, se miraron fijamente,
relinchó con suavidad y su amo se dio
cuenta de la alegría del reencuentro, acarició su pelo negro azabache y le
susurró al oído palabras indescifrables, fórmulas mágicas y ancestrales que los
unían a un pasado remoto; Idobertar d’Ons no dejaba de acariciarlo, los humanos
y los animales poseen cualidades difíciles de palpar, son conceptos abstractos
sin representación física; el hecho de acariciar a Adragonte era palpar la
nobleza de un animal hacia su amo y el orgullo sincero de un amo por tener a su
lado un amigo tan fiel. Un mozo vino a ensillarlo y el hombre se montó en su
caballo, salieron de la caballeriza y ya casi era de noche, en aquella tierra y
época del año la oscuridad se tragaba con mucha rapidez la luz del día, a trote
lento se dirigieron hacia la entrada del bosque; era un bosque de robles y
castaños centenarios, el tiempo había conseguido que sus troncos y ramas
adquiriesen formas antropomorfas, sus retorcimientos y delirios de elevación
los convertían en almas en pena, suplicando a
la noche alivio para su desdicha. Ni el caballero ni su caballo tenían
miedo, ni el hombre ni el animal tenían miedo. La noche no debía ser señal de
miedo sino de unidad. Estaban dispuestos: el caballero a acometer su último
recorrido, y el caballo a portar fielmente a su caballero hacia su deseo; ambos
miraron hacia el bosque, apenas se diferenciaba ya de la noche, Bertar-odi de
Nos pensó en su encuentro, en aquella cita anual a la cual se obligaba a asistir, vencía cualquier
obstáculo para no faltar, era el punto culminante de su semana de retiro, era
el enigma final al que había que encontrar una respuesta. Se inclinó hacia
delante y le susurró a Adragonte: “Courons!”https://www.youtube.com/watch?v=sw0UQ8_CWms “¡Corramos!”, el caballo se
puso a trotar y entró en la boca del lobo , había que ir más deprisa y en mitad
del bosque gritó: “ Courons, hop! hop! hop!” mil voces lo secundaron con
un eco, Adragonte se abría camino entre los árboles, las ramas y las hojas
secas crujían a su paso. A no ser por esos ruidos que marcaban la firmeza del
suelo se hubiese dicho que todo estaba flotando en oscuridad; la velocidad de
la marcha hizo que el abrigo del caballero se abriera y que éste entregara su
pecho a la bravura y al reto mientras que la tela se dejaba agitar por la
aceleración del instante pasado. B-e-r-t-a-r-i-d-o d-e O-n-s se encontraba alterado, como poseído por una
fuerza ajena a su voluntad, pero consciente de su euforia; de vez en cuando
gritaba: “ Courons, Adragonte, courons, hop! hop! hop! hopp! hopp! hopp!
hup! hup! hup!”, al cabo de un rato volvía a la carga:” hip! hip! hip!
hap! hap! hap! hep! hep! hep!”, el eco de su voz se había duplicado, ya
eran dos mil llegando a alcanzar en su punto más álgido las dos mil trescientas
cuarenta y cinco voces. La oscuridad había adquirido su voz, sus múltiples
voces propias. No se identificaba con sus propios gritos, no daba crédito a que
él pudiera entrar en aquella locura, chillando y descomponiéndose, su
comportamiento le parecía fuera de lo normal, no era sólo él, en esos momentos
se representaba y representaba a todo su pasado, a la fuerza de ese pasado que
había cargado sobre sus hombros el lastre que se había acumulado a lo largo de
tantos años, en aquella carrera agitaba la cabeza de un lado hacia otro
intentando vislumbrar entre los troncos del bosque alguna luz, algo que
destacase en la oscuridad; al no descubrir nada, más rabia le entraba y más
furioso se ponía. Cabalgó durante un buen rato sin preocuparle dónde debía
parar, aquel trance ni siquiera le concedía la clarividencia del límite; sin
embargo, Adragonte sabía perfectamente adónde llevar a su caballero, sabía el
lugar exacto donde dejarlo; a medida que se iban acercando disminuía la rapidez
y eso contribuía a que el hombre recobrara la cordura. Habían llegado a un
claro del bosque que estaba en pendiente y allí en el fondo se adivinaba un
río, el sonido de unas aguas invisibles y distantes marcaban el abismo; en
medio de aquel descampado se hallaba una ermita en ruinas, estaba abandonada
desde hacía años y se brindaba a cualquiera que pasara por allí, su situación
era privilegiada, el bosque la cobijaba, sólo los conocedores de la zona sabían
de su existencia, él sabía de ella desde aquel viaje que había hecho después de
sus estudios, había descubierto que toda la región le pertenecía por herencia
de sus antepasados y cada año volvía por las mismas fechas, era el final de un
peregrinaje; la ermita siempre estaba abierta, era de piedra, cualquiera que
pasara por allí podía morar en ella sin temor a ser expulsado, el pillaje
carecía de sentido ya que estaba vacía a no ser por una silla, unas cuantas
velas y la figura de un crucificado mutilado que se mantenía en lo alto de un
altar pequeño y de piedra, el suelo también lo era, este material proporcionaba
y conservaba un frío existente durante todo el año que aumentaba en los meses
de otoño e invierno. Bertar-ido de Ons había llegado a su destino. Sereno, bajó
del caballo y se equilibró, la carrera hasta allí le pareció un sueño, había
recuperado su integridad en un instante; no se veía nada, el frío era intenso y
abotonó su abrigo, los sonidos del bosque y del agua subrayaban una naturaleza
que empezaba a adormecerse a primeras horas de la noche, otro mundo muy
distinto al suyo; después de la tempestad febril que lo había acosado en el
camino, ahora llegaba la calma con el gorjeo de algunos pájaros y el roce de
unas ramas contra otras; le pareció estar perdido en el tiempo y de su noción, inspiró
y espiró, sus pulmones necesitaban aquel aire para renovarse, una última mirada
a la oscuridad antes de entrar en otra muy distinta. Adragonte resopló, no lo
veía, pero estaba allí. Se dirigió a la puerta y la arrastró para abrirla, la
cerró y en ese impulso, en el exterior, dejó a su yo publico para entregarse a
un yo más profundo y espiritual, se dirigió como pudo hacia el altar y encendió
las velas que allí estaban, con el chasquido del primer fósforo el crucificado
apareció, destacó en la oscuridad, con las velas alumbradas intentó buscar el
rostro de aquel hombre de madera, pero siempre permanecía oculto, con la cabeza
inclinada hacia delante, sólo sobresalía una cabeza coronada de espinas, y del
cuerpo las partes de mayor relieve; en una esquina se encontraba la silla, la
cogió y la situó en medio, frente al crucificado, el resto del lugar estaba
vacío, se sentó. Dos hombres frente a frente, como si estuviesen dispuestos
ante un desafío, Bertar-ido levantó la cabeza y contempló la escultura en toda
su dimensión: de aquella imitación humana sólo quedaba un tronco, una cabeza, y
parte de unas extremidades inferiores, las manos y brazos habían desaparecido,
los pies y las piernas de la rodilla hacia abajo también habían desaparecido,
lo que quedaba era una patética
aparición: la figura estaba tallada en madera, el escultor había demostrado sus
habilidades no sólo en la cabeza rodeada de una corona de espinas sino también
en el cuerpo, marcando una anatomía agotada por el sufrimiento, el rostro
continuaba sumido en tinieblas; de la policromía se había encargado el tiempo,
atenuando un colorido que en su momento había gozado de viveza, la madera
estaba agrietada y en cierto modo ajada, todo esto acentuaba una pertenencia
pretérita, antigua. ¿Qué había sido de sus extremidades? Lo más seguro es que
no hubieran podido soportar los avatares del tiempo. La cabeza, tronco y lo que
quedaba de las piernas aún conservaban su origen matérico primario: el de
pertenecer a un tronco de árbol, a uno de aquellos que había llenado el bosque.
La luz amarillenta de las velas se centraba solamente en un punto del recinto:
en un cuerpo inerte. Desde la oscuridad de Ons lo contemplaba para ver si podía
sacar alguna conclusión y tomar decisiones, pero aquella situación se le
escapaba de las manos; una deformación profesional lo empujaba a obrar y no lo
lograba, éste no era el caso cotidiano en el que todo se resuelve. La primera y
única vez que había contemplado aquel rostro había sido también la primera vez
que había venido a estas tierras, en su viaje posuniversitario, lo había visto
a la luz del día, a partir de entonces permanecía en la oscuridad. En su mente
se agolpaban múltiples preguntas que luchaban por salir, pero una serenidad las
sosegaba al notar que nunca llegaría una respuesta. Bertarido de Ons miraba con
fijeza aquella representación, en silencio, con la certeza de que las palabras
y su orden carecían de sentido, preguntas y respuestas estaban fuera de lugar.
Había recorrido medio mundo para asistir a una contemplación, cada año hacía lo
mismo, cada año haría lo mismo ¿valía
realmente la pena? La respuesta era el silencio, el silencio de la noche, el
silencio del mundo, su propio silencio y Dios creó el silencio.