S/T-Antonio Murado |
Roda-linda de Marma y de
Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro era una mujer isla que la tierra
había regalado a un inmenso océano; era diminuta, frágil, casi siempre a punto
de quebrarse; su edad ya muy avanzada, noventa y dos años, atraía la atención
hacia unos cuidados protectores por temor a que aquella fragilidad pudiera
desplomarse, hacerse añicos. Su rostro estaba cubierto de arrugas, grietas
profundas en una piel de seda, los párpados poseídos por la flacidez
ensombrecían su mirada, casi ocultaban unos ojos azules, brillantes, vivos que
transmitían la alegría de comerse el mundo; una nariz fina, pequeña y una
comisura que formaba una boca, sin labios, en donde la sensualidad se había inhibido
hacía tiempo; sus orejas, con la edad, se habían agrandado creando unos
pabellones auditivos receptores a cualquier sonido, inocentemente disimulados
por una caída de pelo, por una melena corta y blanca que le llegaba un poco más
abajo del lóbulo de la oreja; su frente se cubría parcialmente por un mechón de
pelo proveniente del lado izquierdo con dirección hacia el derecho y donde una
horquilla negra contenía un posible desprendimiento; estirando aquella piel
podría contemplarse un rostro infantil que conservaba la misma alegría,
ingenuidad y desparpajo que poseyera en su infancia. Su cuerpo era diminuto y
muy delgado con tendencia a encorvarse, a replegarse sobre sí misma; caminaba a
paso corto, mejor dicho, a pasitos cortos, a saltitos cortos como los
pajaritos, como no queriendo adueñarse del espacio pisado, como si le pareciera
impúdico adueñarse de algo que ya no le pertenecía. El concepto que su avanzada
edad le había aportado era el de no ocupar lugar, el de no estorbar, el de que
su presencia, el espacio que ésta pudiera llenar, no impidiera y perturbara la
marcha del mundo; bajo ningún concepto ella quería ser un estorbo, como ya no
era útil en él, tampoco deseaba entrometerse en su aceleración, reconocía que
pertenecía más al sosiego que a la agitación. A sus noventa y dos años aceptaba
su existencia como un regalo de la vida y por ello le estaba agradecida, pero
no quería abusar, con ella ya había sido suficientemente generosa, todo lo que
le había pedido le había sido concedido, a pesar de los muchos esfuerzos que en
algunos casos tuvo que superar. Era viuda desde hacía tiempo y sus dos hijos
estaban casados, tenía tres nietos que, cuando la visitaban, la llenaban de
orgullo y alegría, pero sus visitas eran esporádicas, cada vez que los veía
advertía el paso del tiempo en ellos: más altos, más delgados, más adultos, más
de todo y ella a su manera advertía una reciprocidad inversa: menos de todo.
Vivían bastante lejos, aprovechaban algunas vacaciones para venir a visitarla,
cuando no tenían proyectos de viaje cumplían con la obligación de verla, aunque
ella sabía que no venían por su propio gusto, venían forzados y con sonrisa
forzada; no obstante, los recibía con los brazos abiertos y los colmaba con los
mejores servicios que estaban a su alcance y dentro de sus posibilidades:
cocinaba para ellos, hablaba con sus nietos, les hacía infinidad de preguntas,
quería conocer su mundo, un mundo inalcanzable ya para ella, cuando llegaban o
se marchaban los besaba y entre sus manos cogía sus rostros, los contemplaba de
cerca; como eran tan altos y ella tan baja existía un empeño de doblamiento y
estiramiento, ejercicio gimnástico que a ambas partes confortaba. Una vez, dos
veces, tres veces al año, esto ocurría de vez en cuando; Roda-linda de Tourisa nunca
se enfadaba, tenían que hacer su vida, se contentaba con saber que se
encontraban bien, que su felicidad era la suya y que ella era un recuerdo para
ellos, un recuerdo que había que avivar una, dos o tres veces al año o ninguna
y por su propia voluntad; ella nunca exigía ni pedía nada. Su edad era la de la
conformidad, la de la contemplación, la de no ocupar lugar, la de las pequeñas
cosas, la de caminar sin dejar huella, la de entrar sin ser vista... la de
todo, la de existir en silencio. Roda-linda de Benencia vivía sola en un piso
de una ciudad costera, no muy grande, lo suficiente como para no conocerse sus
habitantes; le encantaba el mar, desde la ventana de la sala podía contemplarlo
a su gusto, con toda amplitud; abajo se extendía una playa por donde paseaba,
hiciera el tiempo que hiciese, siempre daba sus paseos, le gustaba arrastrar
los pies por la arena y se daba media vuelta para observar el surco que había
dejado, estaba segura de que al día siguiente aquella marca ya no existiría, la
marea se encargaría de borrarla; amaba el ruido del mar, en especial el de las
olas, se preguntaba si en realidad aquel sonido era la auténtica voz de aquella
agua azul, cristalina, fría; cuando se aproximaba a la orilla jugueteaba con
las olas al “aquí te pillo, aquí te
mojo”, pero nunca sus pies se vieron atrapados por el agua, solamente se
mojaban si ella quería, y ella solamente quería en verano y en aquella semana;
no gozaba de buena salud y un exceso podía pagarlo caro, durante el resto de
las estaciones tentaba el riesgo, nada más. Roda-linda de Vionta recibía una
pensión mensual que cubría todos sus gastos; durante sus largos años de vida
había aprendido a controlar el dinero, sabía cuánto podía gastar y ahorrar, el
dinero se había convertido para ella en algo elástico, algo para estirar o
aflojar; lo que recibía le era suficiente, nunca se atrevía a pedir más, creía
que ya no tenía derecho a exigir, ¡como casi no existía!; indudablemente los
gastos se duplicaban cuando venían sus hijos y nietos, pero tampoco le
preocupaban, sus visitas eran tan escasas que no la metían en ningún apuro.
Vivía con absoluta sencillez y esta sencillez la ponía en contacto con el mundo
de las pequeñas cosas, inapreciable a una mirada imbuida en lo material. Si su
participación en la sociedad en la cual le había tocado vivir era nula, su edad
ya no le permitía llevar una vida productiva en lo material, sí aportaba una
alegría a cada acto que realizaba, saboreaba el instante y disfrutaba de él,
nunca lo magnificaba, aprovechaba su autenticidad, alejando cualquier pompa.
Verla comer una manzana podía ser una maravilla: arte al pelarla y cortarla,
delicadeza al llevar cada pequeño troza a la boca, discreción al masticarla,
saborearla como si fuese el mejor manjar del mundo, agradecimiento por lo dado
y recibido y finalmente sonrisa por el momento vivido. Su edad le permitía el
lujo de experimentar la vida con plenitud de sensaciones, cada momento era
poseerlo y disfrutar de él al máximo, como si no hubiera una segunda
oportunidad; durante todo el año su vida podía calificarse de monótona, ningún
acontecimiento extraordinario dejaba una huella imborrable que marcara un hecho
a destacar, a recordar, nunca había nada, ella ya no estaba hecha para
acontecimientos relevantes, estaba hecha para la insignificancia; descubrir su
vida diaria paso a paso sería caer en el aburrimiento porque éste se estancaría
en lo superficial, no se adentraría en los ritos sencillos que cada acción
monótona conlleva, pero que para ella eran como un dar gracias por el momento
gratuito que se le había concedido. Y todo se veía condensado en aquella semana
del mes de diciembre, en la segunda semana del mes de diciembre, en aquellos
siete días del mes de diciembre, en aquellas ciento sesenta y ocho horas del
mes de diciembre, en aquellos diez mil
ochenta minutos del mes de diciembre, la sencillez y el agradecimiento hacían
acto de presencia en el mundo. Eran días fríos, lluviosos, carentes de luz,
grises, llenos de nieblas y la noche acechando, robándole claridad al día,
imponiéndose con desfachatez. Roda-linda de Noro encajaba perfectamente en el
ambiente, la climatología tenía en ella su representación humana, por ella los
días carecían de sol, la templanza del clima ni se atrevía a asomarse, las
nubes se deshacían en lluvias, en llanto por ella y ella se diluía, se dejaba
llevar por los caprichos de la atmósfera del momento. En un calendario que
colgaba en su cocina, aquella semana surgía como por arte de magia, como un
deseo incontrolado al cual uno no se resiste; con anterioridad contaba los días
deprisa, con ansia, queriendo acelerar su paso y que llegara de una vez la
fecha soñada, igual que una colegiala cuenta los días que quedan para la
llegada de las vacaciones. Los siete días, los pasaría como siempre, en su ciudad,
en su casa, exceptuando una noche… Y llegó el primer día, y surgió de la nada,
Roda-linda de Marma, de Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro se convertía
en la aristócrata de sus sentimientos. Se levantó muy temprano, a la hora de maitines,
mucho antes de que amaneciera; no hizo falta poner el despertador, una euforia
por la vida la despertaba y la hacía saltar de la cama, con dificultad, pero
saltaba; durante aquella semana los achaques quedaban en un segundo plano, una
vitalidad desconocida la ayudaba a superar cualquier impedimento que su salud
precaria pudiera ocasionar, lo desafiaba y rompía con todas las normas que se
había impuesto para evitar cualquier recaída o empeoramiento de salud. Se
aseaba, era lo primero que hacía, siempre lavaba el rostro con agua fría, no
importaba la estación del año en la que estuviera, siempre fría, sentía que
aquella frialdad estiraba las arrugas y las grietas no eran tan profundas; no
se maquillaba nunca, ya no había nada que maquillar, el derrame era irreversible,
irreparable; inconscientemente con el dedo índice figuraba rizar unas pestañas
que casi no existían y con un pase ligero por la comisura de la boca insinuaba
colorear unos labios que no había; se esmeraba en peinarse bien, en que aquella
media melena blanca tuviera su justa caída y que el mechón de pelo que
atravesaba su frente de lado a lado quedase bien sujeto con la horquilla negra,
ésta, con luz indirecta y a cierta distancia sobre la superficie blanca de su
pelo lacio, daba la sensación de formar una brecha, una hendidura en el cráneo,
un pasadizo al pasado; cada uno de los pasos en su aseo formaban parte de un
antiguo rito y época, cuando poseía belleza y había que adornarla. Terminado el
paripé, Linda se contemplaba en el espejo, sonreía sin saber el motivo,
infinidad de rostros se superponían, infinidad de historias se superponían,
infinidad de recuerdos se superponían y toda una vida concluía en aquel rostro,
en su rostro; en aquella sonrisa no había lamentaciones, remordimientos,
rencores, era una sonrisa alegre, agradecida, feliz. Ya estaba dispuesta a
enfrentarse al día, ya estaba presentable, con esta idea salió del cuarto de
baño en camisón blanco y envuelta en un chal grueso de lana negra, se precipitó
hacia la ventana de la sala para comprobar si el alba había despuntado, el mar
estaba en calma, se adivinaba, aún no se veía; le daba tiempo a desayunar y a
vestirse, fue a la cocina y se preparó una tacita de café con leche, no tomaba
nada más. A aquella hora del día tan temprana, no le apetecía nada sólido y
aquel líquido lo bebía no por gusto, sino para ayudar a ingerir un sinfín de
píldoras, tabletas y cápsulas que mantenían sus achaques a raya y que sin las
cuales, por prescripción médica, estaba abocada a un final precipitado; lo del
final lo tenía asumido y lo de tragar tantos remedios era como retarlo, como
bromear con él para ver quién podía más, pero sabía que a la larga ella sería
la perdedora; antes de ingerirlas las ordenaba por colores o formas o echaba a
suerte a ver cuál le tocaba primero, había dos malvas, una de color más intenso
que la otra, que eran las últimas en tomar, le daban pena, creía que mejor
estaban en el mundo exterior alegrando la vista; cuando les llegaba el turno
las tragaba precipitadamente para alejar de la visión el motivo de su
remordimiento. Se fue al dormitorio y se vistió, ¿qué se puso? Ropa, ropa en
sentido generalizado y primario, para cubrirse, para protegerse del frío,
prendas atemporales que no marcaban moda, carentes de estilo, desestructuradas,
cuya finalidad era cubrir un cuerpo, conservar y dar calor a un ser humano
desposeído de la fuente de la juventud; superpuso algunas, sin sentido de la
estética hasta que notó que estaba ya resguardada contra el frío; las mujeres
de las cavernas se protegían de las inclemencias del tiempo, ella también. Se
apresuró al máximo, pero la edad ponía freno a la desenvoltura, quería estar en
la playa a la hora en que despuntara el alba, no quería perderse el
espectáculo; cogió un grueso abrigo de paño negro, lo que en tiempos remotos
sería una piel de oso, se lo puso y cubrió la cabeza con una pañoleta negra
quedando su rostro enmarcado con el aspecto de la viudez; no cogió el ascensor,
aquella semana estaba hecha para los excesos, bajó las escaleras a duras penas,
por gusto, por lo tanto la mortificación carecía de valor, cuando llegó al
portal estaba casi sin respiración y se apoyó contra el pasamanos, recobró el
aliento, tan pronto como se recuperó, sin perder más tiempo, se lanzó a la
calle, la cruzó y se fue a la playa; estaba desierta, había bruma y mirar hacia
mar adentro era como penetrar en tinieblas; ya se veía algo, el contorno
empezaba a perfilarse, a diferenciarse. Roda, después de un primer contacto con
el lugar, se puso a caminar, aquel paseo le era familiar, era el que siempre
hacía, si no a aquella hora a otra; el pasear por la playa “l’encantaba” aunque
durante aquella semana tenía un significado especial, era como darlo por última
vez, como si fuese una despedida, aunque lo repitiera durante esos siete días,
el llevarlo a cabo cada vez era como decir adiós y al mismo tiempo como la
esperanza de efectuarlo al día siguiente. Desde un extremo al otro de la playa
Roda rodaba, arrastraba los pies, calzados en unas zapatillas negras de paño,
por la arena, a veces se enterraban y la humedad las traspasaba y no tenía
miedo a que su salud peligrara. Aquel ascenso y descenso de la marea nunca lo
había entendido bien, saber que era producido por la atracción del sol y la
luna le era suficiente, era como si el agua del mar estuviese bendita, por lo
tanto no podía causar daño alguno, todo lo contrario, sería beneficiosa; a propósito
y con algún esfuerzo enterraba la punta
de la zapatilla en la arena y después la sacudía, unas cuantas veces más y se
daba cuenta de que estaba escarbando un pequeño hoyo, si tuviera a su alcance
algunas conchas las enterraría allí, alisaría la superficie con la suela de la
zapatilla y se marcharía, se prometería que en el camino de vuelta no volvería
a pisar sobre el mismo lugar; descartada aquella posibilidad un pensamiento
premonitorio la sacudió, no se asustó y siguió rodando, rodando, rodando,
rodando, rodando, rodando, descansó un momento y siguió dodando, dodando,
dodando, dodando, dodando, hasta que volvió al punto de partida, se paró y
advirtió que el amanecer se presentaba gris, frío, lluvioso, y deseó mojarse e
imploró a las fuerzas de la naturaleza que tal cosa sucediera y así fue, una
lluvia menuda bajó del cielo para cumplir el deseo de Linda-roda de Marma; se
quedó quieta, indefensa, dejándose calar hasta los huesos, chorreando, miró
hacia el cielo para ver si descubría algo y nada había solamente H2O, para
completar su deseo salió de su letargo y corrió hacia el mar, fue ciega a las
olas y metió los pies en el agua, sintió una culpa infantil por haber cometido
una trastada: había mojado las zapatillas; miró a su alrededor y no había
nadie, por lo tanto nadie la había visto; la sensación de haber desobedecido
pronto desapareció, se escudó en la necesidad, en una necesidad repentina y
desconocida por romper normas, por infringir unas leyes que solamente la
inocencia de la niñez puede exculpar, se quedó mirando para sus zapatillas
mojadas como una tonta y un razonamiento adulto le aconsejaba que había que
cambiarse de ropa y de calzado. Cruzó la calle y entró en el portal de su casa,
subir hasta un cuarto piso por las escaleras le parecía un esfuerzo sobrehumano
así que optó por coger el ascensor, la esperaba, abrió la puerta y pulsó el
número siete, subió hasta el séptimo piso, volvió a pulsar y le dio al número
uno, bajó hasta el primero, volvió a pulsar y le dio al número cuatro, subió
hasta el cuarto no “l’apetecía” salir e
ir a su vivienda, volvió a pulsar y le dio al número dos, bajó hasta el segundo
y así estuvo durante más de media hora sube y baja, sube y baja, sube y baja,
sube y baja, subibaja, subibaja, subibaja, subibaja, subibaja, sobaibaja,
sobaibaja, sobaibaja, cuando se cansó, paró, cuando se mareó, paró. A aquellas
horas de la mañana daba gusto disfrutar de las ventajas de la técnica; Dalinda
siempre creía que había llegado tarde al mundo de las máquinas, ella pertenecía
al trabajo manual, a la frase “ganarás
el pan con el sudor de tu frente”, tan pronto descubrió las ventajas y
comodidades que proporcionaban ciertos artilugios no dudó en usarlos hasta el
punto de explotarlos como si fueran juguetes: ascensores, aspiradoras,
batidoras... todo lo que conllevara un ahorro de esfuerzo humano y de
movimiento elemental suspiraba por ello: ascensor = subibaja, aspiradora = d’aquí p’allá, batidora = rodación
...El ruido producido por estos aparatos también “l’encantaba”. A veces comparaba el ruido
hecho por una escoba y una aspiradora, herramientas usadas por ella según
cronología, y opinaba que una escoba frotaba, rascaba y una aspiradora
aspiraba, absorbía, ambas tenían la misma finalidad, pero empleaban medios
distintos. Volvió a pulsar el botón del cuarto piso y allí se paró, a aquella
hora casi nadie usaba el ascensor, motivo suficiente para cometer su pequeña
travesura; pocos inquilinos habitaban el inmueble y los que había ya no estaban
en edad productiva, jubilados como ella o gentes del interior que habían
comprado una vivienda para los fines de semana o las vacaciones y así poder
aprovechar el mar. Lindadá salió del ascensor y entró en su piso decidida a
cambiarse de ropa, consciente de la humedad que portaba, fue derecha a su
dormitorio, se desvistió, se secó con una toalla y se puso un vestido negro de
lana de corte saco, unas gruesas medias negras y unos zapatos negros, el
camuflaje era casi perfecto, sobresalía la cabellera blanca, pero también tenía
solución; se miró al espejo, se gustó, no había lugar para el concepto de
adefesio; por un momento pensó en transgredir la discreción poniéndose con el
vestido unas medias rojas y unos zapatos blancos, pero algo la asustó,
volviendo a una rapidez estética urgentemente. Tener planes de futuro a su edad
le parecía desperdiciar el tiempo, alucinar con un mundo mejor, ella ya no lo
vería; su aspiración máxima era llegar al día siguiente y conservar su alegría,
que ningún empeoramiento de su salud pudiera privarla del goce de sentir las
pequeñas cosas de cada día; el futuro no le pertenecía, el presente era un
regalo, y el pasado lo era todo, Rodada era el pasado en el presente y éste era
un regalo, por lo tanto Linda- Roda de Tourisa era un regalo para la vida, su
presencia y aspecto aportaban la inconformidad de una eterna juventud, el grito
silencioso de la existencia, la humildad de la gratitud. Aquella semana era la
ideal para recordar, era lo fijo, lo conseguido, era la persona idónea para dar
testimonio del pasado, de su pasado. Su hogar se había quedado demasiado grande
para ella sola, le sobraba espacio; cuando vivía su marido y sus hijos estaban
con ellos, las estancias se llenaban de bullicio, su presencia afianzaba una
compañía que el tiempo se encargaría de disgregar, pero ella durante aquellos
días trataba de reunir sus recuerdos, de avivarlos. Se dirigió al salón y subió
las persianas, la luz del día se filtraba a través de unos visillos blancos,
iluminó aquel espacio de una claridad fría, distante, incolora; sobre un
aparador se alineaban una serie de retratos, semiocultos en la penumbra, listos
para pasar revisión, hasta allí apenas alcanzaba el día. Roda de Tourisa, durante aquella semana y todos los días los
revisaba, en ellos se reflejaba su historia, su pequeña historia, una historia
contada a base de imágenes, muchas de ellas improvisadas, otras estudiadas; el
contemplar aquellas fotos no implicaba añoranza, sino compañía, no echaba de
menos el momento en que fueron tomadas y cómo fueron vividas, formaban parte de
su vida pasada: de su infancia, de su juventud y madurez sumándose a su vejez,
todos aquellos apartados formaban una vida, su vida y eso era todo; observarlas
allí alineadas le daba la sensación de compañía; durante aquellos siete días
cobraban un significado especial, daban la sensación de convertirse en
presencia física y Linda de Noro necesitaba sentir que, para alcanzar la meta
propuesta, la compañía de sus seres queridos le era indispensable; sin coger
ningún retrato en particular los contemplaba en su globalidad, los miraba
fijamente como queriendo reanimarlos con la fuerza de los ojos, en su intento
instaba al momento vivido y reflejado en la instantánea a cobrar vida, a que su
inmovilidad se animara y sus figuras empezaran a moverse y a hablar; y siempre
había una mirada muy especial a una foto: su marido y ella con sus hijos, éstos
aún eran pequeños, podía recordar perfectamente las circunstancias que la
motivaron: estaban paseando al lado del mar y a ella se le ocurrió que al
primer desconocido que pasara junto a ellos le pediría que les hiciera una
foto, dicho y hecho, posaron como una piña, juntitos, formando un bloque de
mármol sólido, sonrieron todos porque la felicidad los desbordaba y ahora Roda
de Vionta también sonreía, pero su sonrisa ya no se dirigía a una cámara, sino
a la vida. Una vez terminada la revisión y confortado su espíritu, cogía una
silla y la acercaba a la ventana, corría el visillo y se sentaba allí a leer el
periódico, le gustaba leer con luz natural; solamente lo compraba el domingo,
tenía para entretenerse toda la semana. Las noticias de política internacional
eran sus preferidas: saber lo que pasaba en el mundo la obligaba a
actualizarse, vivir la actualidad era como compartir las preocupaciones de miles de personas implicadas en el
acontecimiento; cuando la noticia era leída, quizá el jueves o el viernes, ésta
ya había transcurrido, motivo y consecuencia habían cambiado, eso no le
importaba, tampoco iba a ser una militante activa en lo acaecido; era lógico
que siempre llevara retraso, la lentitud de la edad se había instalado en su
vida y nada podía hacerla cambiar; una vez que terminaba de leer la información
que la ponía al corriente de las desavenencias entre las distintas naciones,
guerras, desajustes económicos y demás, pasaba las páginas ávida por encontrar los
dibujos de chistes que la ponían de buen humor, algunos de ellos casi no los
entendía porque estaban basados en la rabiosa actualidad, ¡cómo siempre llegaba
tarde a la noticia!, no obstante, le resultaban graciosos y así, era una forma
de aceptar con alegría el momento que le había tocado vivir. Cuando se daba
cuenta era ya la hora de la comida, Dalinda de Marma como fiel representante de
la insignificancia comía insignificancias, sus múltiples achaques le impedían
deleitarse con platos copiosos y excesivamente condimentados, cualquier cosa
que podía comer siempre era contraproducente a alguna parte de la geografía de
su cuerpo, así que su estómago se había acostumbrado a pequeñas dosis de comida
y éste se había encogido; comía como un pajarito: una lonchita de..., un
trocito de..., una pizquita de..., un chorrito de..., un vasito de... y como
resultado a tanto diminutivo siempre: una cagadita de..., una meadita de... daba
la sensación de quedarse en el intento. El menú de un día normal podía ser: una
lonchita de jamón cocido y otra de queso, un pedacito de pan, y de postre una
frutita o un yogurcito, para beber un vasito de agua. ¡Dios todopoderoso dirige
tu mirada hasta ésta tu sierva y líbrala de una indigestión!. Cualquier ser
humano perteneciente al mundo de la abundancia enfermaría ante tanta pequeñez,
la opulencia de cualquier reino de este mundo sucumbiría ante la
insignificancia de Marma, Tourisa, Benencia, Vionta y Noro. Terminada la comida
se echaba en el sofá a dormir una pequeña siesta, aquel descanso le venía a las
mil maravillas; había momentos del día en los que se encontraba realmente
cansada, aunque su ánimo la empujaba y no era proclive al decaimiento, los años
no perdonaban y un reposo de vez en cuando se agradecía. Poco se diferenciaba
aquella semana especial de las del resto del año, realizaba cosas inhabituales,
rompía con algunas normas que se había autoprohibido, pero todas esas
alteraciones apenas apartaban su vida de la rutina diaria, a excepción de una
salida por la noche. A su edad vivir era captar el instante, agarrarlo con
todas sus fuerzas; con la cabeza apoyada contra el respaldo del sofá trataba de
representar el momento final, el paso de la vida a la muerte: respirar o no
respirar; aparte de un descanso, la siesta significaba una especie de ensayo,
quería experimentar lo que sentiría llegado el momento, obligaba a la
conciencia a grabar cada segundo de ese hálito de vida, pero en el intento se
quedaba dormida, al cabo de un cuarto de hora o veinte minutos se despertaba y
reconocía que así de sencillo debía de ser el tránsito. No le tenía miedo a la
muerte, la aceptaba de buen grado, sabía que formaba parte de ella, que desde
su nacimiento iba unida a su ser como algo irremediable; durante los años de
juventud y madurez había permanecido en un segundo plano y formaba parte de un
concepto distante, a medida que los años pasaban reconoció la vejez y la miró
cara a cara admitiéndola como su dama de compañía más próxima. Aunque estaba
sola, no estaba sola. Dudó entre ir a la compra o quedarse en casa y optó por
lo segundo; solía ir a comprar a primeras horas de la tarde, el supermercado estaba
más vacío y podía husmear con comodidad, sin necesidad de agobios; se obligaba
a ir con frecuencia, en vez de hacer una compra general un día determinado, la
dosificaba en varios días para motivarse a caminar y a hacer ejercicio; ni que
decir tiene que nunca venía excesivamente cargada, siempre con paquetitos
adaptados al contenido; de paso observaba la abundancia de productos
alimenticios que se exponían, sólo por curiosidad no por codicia, le parecía
que toda aquella oferta ya no le pertenecía, los beneficiarios serían las
nuevas generaciones ansiosas por probar nuevos gustos y educar paladares, a
ella cualquier insignificancia le era suficiente, a veces tenía la sensación de
que el aire la alimentaba. No, aquella tarde no saldría, se quedaría en casa
sin hacer nada; siempre estaba haciendo algo, a su ritmo eso sí, el tiempo
procuraba ocuparlo, pero a veces deseaba no hacer nada, la diferencia entre
algo y nada le parecía abismal, el pensar en ello la desesperaba; se quedaría
echada en el sofá y dejaría la mente en blanco... aún no habían pasado cinco
minutos cuando un impulso la incitaba a la acción, con el impulso la decisión
repentina y urgente de regar las plantas; tenía un balcón lleno de plantas de
muy diversas clases, le gustaba regarlas y al mismo tiempo hablar con ellas;
algunas que eran de poco agua, nadaban en ella, se daba cuenta una vez regadas,
se lamentaba de haberlo hecho, cuando se enviciaba en su conversación con
ellas, perdía el sentido de la medida, eran tantas las ganas de hablar con
alguien que, al no tener con quién, las plantas pagaban su exceso repentino de
comunicación; las observaba y les concedía adjetivos sublimando su belleza, les
quitaba las hojas secas y cuando había alguna que parecía mustia le cantaba en
voz baja, musitando palabras de ánimo llevadas por un ritmo de barcarola; había
días que eran los únicos seres vivos con los que mantenía contacto, abusaba de
su inmovilidad, sabía que la tenían que oír, que no huirían de su presencia;
ella tampoco las cansaba, las colmaba de halagos y ensalzaba su hermosura y por
si fuera poco aún les cantaba; Benencia de Roda desprendía cariño a todo aquel
que se le acercaba, aunque el físico que le proporcionaba su edad no estuviera
en consonancia con el concepto que cualquier persona tenga de la representación
de cariño, más bien representaba la indefensión . Y llegó la hora nona y con
ella el crepúsculo, esas horas últimas de la tarde la despistaban, anochecía
muy temprano y la climatología tampoco ayudaba a una noción clara del tiempo; saldría
aquella noche, no esperaría al último día como había hecho años anteriores, ya
puesta a tomar decisiones la salida sería ese día. Se sentó en la cocina con la
idea de comer, de cenar algo, pero no tenía apetencia por nada en particular,
mentalmente recorrió las existencias que tenía en la nevera y en la despensa,
se decidió por un yogur, tenía que tomar algo, pasando una noche en vela con el
estómago vacío estaría propensa a la debilidad; lo tomó sin ganas, con cara de
asco ante la obligación que se había impuesto, a pesar del azúcar que le había
echado no sabía mejor, sencillamente no tenía apetito; el yogur no necesitaba
masticarlo, se dejaba tragar con facilidad y así fue, cuando se dio cuenta ya
había desaparecido ante sus ojos y se alegraba de que estuviera en su estómago;
como una niña se sorprendió ante semejante proeza y oyó en su interior una voz
que la felicitaba, un reflejo infantil iluminó su rostro y quedó confortada; con
un gesto mecánico limpió los labios con una servilleta como si se hubiera
zampado un copioso manjar y éste hubiera dejado huellas a su paso, nada de eso,
ese gesto clausuraba la admisión de cualquier otro alimento. Pensó en dónde iba
a ir, estaba claro que iría al hospital, la visita que hacía al año durante esa
semana era muy especial, se apartaba de las normas establecidas que cualquier
persona tiene para ir a tal lugar: bien como paciente o bien como visitante de
un enfermo. Linda de Vionta alguna vez había ido a visitar a algún conocido y
naturalmente como paciente había estado ingresada infinidad de veces debido a
sus múltiples achaques, años atrás había sido una asidua en la institución,
había pasado una mala racha de salud y cada dos por tres o tres por dos o dos
por tles o tles por dols o dols pol tles o tles pol dols, el hospital se había
convertido en su segunda casa; hubo un momento en que estaba convencida de que
la conocían más por dentro que por fuera: las analíticas y las radiografías
habían sido para ella el pan nuestro de cada día, los ingresos tanto habían
durado días como semanas; ahora se encontraba relativamente bien, con los
tratamientos que estaba tomando parecía que todo seguía el cauce de cierta
normalidad. Conocía perfectamente el hospital, sabía por dónde entrar y salir,
estaba informada de todas las plantas y a lo que estaba dedicada cada una de
ellas, también sabía que había unos horarios de visitas y otros de consultas
que intentaba respetar cuando iba, pero aquella noche infringiría la normativa,
por el hecho de haber estado ingresada y de haber permanecido cierto tiempo
allí, creía que podía gozar de algún privilegio especial y aquella noche se lo
concedería; esperaría hasta más tarde, cuando el hospital gozara del reposo
nocturno, entonces ella entraría por
urgencias, su persona se diluiría en el silencio y la oscuridad y pasaría sin
ser advertida. Apagó la luz de la cocina y se dirigió hacia la ventana de la
sala, desde allí contempló el mar, esforzó la mirada para ver más allá: el
horizonte, la línea recta que divide el cielo y el mar y no vio nada, una
oscuridad gélida lo envolvía todo; miró hacia abajo, a la calle, estaba
iluminada, no vio a nadie, experimentó una sensación de vacío, de perdida de la
existencia y por un momento no existió, deambuló por toda la casa a oscuras,
flotando entre los muebles sin rozarlos, abrazando la nada y no atrapando nada,
carecía de sombra por falta de presencia física, el negro de su atuendo la
camuflaba, había desaparecido en el ambiente y sin querer se convirtió en
recuerdo: cada una de las salas de su casa rezumaba historia vivida, por su
mente transcurrieron retazos de su vida pasada, de su familia, de sus hijos,
todo lo contemplaba a la perfección, en aquellas salas oscuras, su mente
proyectaba las imágenes sobre una pantalla negra, y le pareció una paradoja que
un recuerdo se viera con tanta nitidez sobre un lienzo tan negro; se arrimó a
la pared y ensayó cómo escabullirse de una sala a otra, pegada al muro entraría
en el hospital buscando los lugares de penumbra; siempre lo había hecho y le
había dado buen resultado, auque existía el temor de haber perdido facultades;
pasó de la sala a la cocina, de la cocina al cuarto de baño, del cuarto de baño
a un dormitorio teniendo como punto en común el pasillo y la estrategia era
perfecta; entró en el cuarto de baño encendiendo la luz inmediatamente,
necesitaba verse reflejada en el espejo para constatar que existía, que ocupaba
un lugar en el espacio, que su presencia aún no había sido arrebatada por el
vacío; se tranquilizó al mirar su reflejo, los ojos que la contemplaban eran
los suyos, la luz del baño que la iluminaba procedía de la parte superior del
espejo, era una luz directa que caía sobre toda su figura, surgió una pregunta:
¿y ahora qué? Se negó a responder a su propio reflejo, por temor a una
respuesta incoherente, cambió rápidamente de tema y pensó en su visita al
hospital, con aquella preocupación asustó la idea ante cualquier tema
trascendental; a aquellas horas del día su rostro ya mostraba señales de
fatiga, de salud quebradiza y sonrió al pensar en volver una vez más a aquél su
segundo hogar; haber estado ingresada tantas veces la había puesto en contacto
con un mundo diferente al suyo, la mayor parte de su vida había gozado de
excelente salud, ignoraba lo que era el sufrimiento y el dolor, a excepción de
algunos episodios de su vida: enfermedades de sus hijos, fallecimiento de su
esposo y pocas cosas más, el resto de sus días habían transcurrido sin que
aparecieran esas sensaciones aflictivas, cuando las experimentó en sus carnes
se dio cuenta de que otra dimensión más del ser humano se abría ante ella; a su
pesar al principio, las aceptó con resignación, más tarde, equilibrando y
enriqueciendo el concepto que tenía de humanidad; al verse desprovista de salud
y con el dolor transfigurando el rostro ajeno sintió seguridad y fuerza ante el
decaimiento y unas ganas terribles de superación. Siempre había sido generosa,
pero esta generosidad se vio incrementada al desear compartir con los demás lo
bueno y malo de ella, creía que lo malo suyo menguaría con la bondad ajena y lo
bueno enriquecería al prójimo aún más. Pasó su dedo índice por los párpados
inferiores queriendo estirarlos y borrar ojeras, al instante recuperaron su
flacidez, se dio cuenta de que el tiempo no perdona y le daba la razón también;
tanta compresión ante la adversidad hacía que su comportamiento derrochara
generosidad en demasía. Contempló el atuendo que llevaba, lo consideró el
apropiado para la ocasión, carente de lujo, sobrio, aquel vestido negro de lana
de corte saco, las gruesas medias negras y los zapatos negros planos le daban
un aspecto de viuda en el rigor del luto; no tenía que negar nada, era viuda,
aunque para unos ese color fuera señal de desconsuelo y aflicción para ella era
simplemente el color del camuflaje, aún más, lo intensificaría aún más,
cubriría su cabeza con un gran pañuelo y se pondría un abrigo, tanto una prenda
como la otra serían negras, naturalmente; no se pondría adornos, atraer la
atención hacia la banalidad restaría importancia a su misión, la sobriedad que
la cubría mostraba una entrega a una finalidad: la caída que poseía aquel
vestido, su austeridad y su corte, hecho a puro tijerazo, hacían de él una
superficie resbaladiza a cualquier halago. Aseguró la horquilla, aquel mechón
de pelo blanco que cruzaba su frente debería inmovilizarse, molestaría
cualquier señal de coquetería desdejada. Una mirada crítica la recorrió de
arriba abajo, se aceptó y el consentimiento final llegó cuando su mano dio un
último toque a su cabellera; lo que le faltaba era ponerse el abrigo y cubrir
la cabeza con una pañoleta; se dirigió a su dormitorio y abrió la puerta del
armario, cogió aquellas prendas y se las puso, se las ajustó bien para que el
frío de la calle no le penetrara y volvió al cuarto de baño, se miró de nuevo
en el espejo y solamente un rostro y unas manos destacaban en la penumbra, la
piel había adquirido un blanco de nieve resaltando aquellas partes como un
bajorrelieve. Rodalindademarmadetourisadebenencia deviontadenoro, al ver
culminada su transfiguración, sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo, algo
de ella se quedaba atrás para dar paso a otra mujer, intentó pronunciar su
nombre y apellidos rápido y seguido, creando un “legato” entre todos ellos, por temor a una pérdida de cohesión,
por temor a que algo se desintegrara; en el intento había sílabas que se
entrecortaban, algo pasaba, algo fallaba y se quedó en silencio, solamente un
golpe fuerte y seco proveniente del exterior marcaría un antes y un después.
Comprobó la hora y vio que era la ideal para ponerse en marcha; durante el año
deseaba la llegada de esa salida, de esa hora, de ese día que destacaba del
resto de los trescientos sesenta y cinco, estaba ése que infringía la rutina y
que alimentaba a los otros, que les daba un sentido realzando la vida aún en el
más mínimo instante; para ella el salir sola a aquella hora de la noche y la
finalidad que la movía convulsionaban su mundo y el mundo despertaba de un
letargo innato para que abriera los ojos y contemplara una creación particular.
Salió del cuarto de baño y fue hacia la sala donde tenía preparada una bolsa de
plástico negra y en su interior una manta de lana blanca, su capa de
entronización; recorrió su piso cerrando cada una de las puertas de sus
distintas dependencias para no llevarse nada y para que nada pudiera
abandonarlas y dejarlas vacías, para que todo quedara tal y como estaba;
Rolindada estaba dispuesta a emprender su corto viaje llevando por maleta
aquella bolsa de plástico negra. Abrió y cerró la puerta de su hogar en un
santiamén, alguien que hubiese contemplado la escena habría dicho que quien
había traspasado el umbral de aquella puerta no era un ser humano sino una
corriente de aire; llamó el ascensor, estaba en la planta baja, subió haciendo
el típico ruido y por un instante quiso pronunciar la palabra “chitón” para
amainar la sacudida de la parada en seco, no le dio tiempo, las puertas ya se
habían abierto y entró con la misma rapidez con la que había dejado su hogar,
sin que una imagen congelada diese testimonio de sus movimientos, una perfecta
técnica escurridiza empezaba a manifestarse; el ascensor la bajó a la planta
baja, no encendió la luz, el portal estaba a oscuras, no tenía miedo a la
oscuridad porque ella era oscuridad, a media voz pronunció su nombre y sus
apellidos: Roda-linda de Marma y de Tourisa, de Benencia, de Vionta y de Noro
se quedaba allí, quieta, sola, sin pronunciar una palabra más, la mujer que
daba un paso hacia delante ya no era aquélla, era la otra; tiró del pomo de la
puerta del portal, la abrió, salió y un golpe fuerte y seco retumbó en el universo, die
Königin der Nacht, la Reina de la
Noche se ponía en marcha. Las calles estaban vacías, todavía no era muy tarde,
pero las inclemencias del tiempo empujaban a las gentes a permanecer en sus
hogares; caminaba arrimada a las fachadas, buscaba los puntos de penumbra
porque sabía que pertenecía a la oscuridad y no a la claridad; vista desde
lejos y con la increíble agilidad con la que se movía se diría que era una
sombra huidiza, la sombra de un alma en busca de su dueño; se adentraba por las
calles menos iluminadas, experimentaba un rechazo hacia las luces de la calle y
cuando se vio alejada del centro respiró con alivio; el hospital estaba situado
al oeste de la ciudad, en medio de un terreno llano y apartado de edificaciones,
la calle por la que caminaba era una de las que desembocaban en aquella
dirección; contempló el edificio en la distancia y se preguntó si aquél no
sería su castillo. En aquel paisaje urbano reinaba la paz, la noche era fría y
había una ligera neblina; el hospital, al menos externamente, parecía gozar de
sosiego, las ambulancias estaban ancladas en sus puestos en espera a una salida
fortuita y no se veía a nadie por los alrededores, la mayoría de las ventanas
ya no tenían luz, señal de reposo; aminoró el paso, no tenía que apresurarse,
no tenía que huir de la luz, nadie la estaba esperando, por lo tanto no tenía
ningún motivo para intranquilizarse; había unos focos que marcaban el camino a
seguir y proyectaban una luz tenue, había penumbra suficiente para que ella se
sintiera a sus anchas; sabía que la entrada principal estaba cerrada y se
dirigió a la de urgencias, conocía perfectamente todos los pasadizos que la
conducirían a las plantas superiores; antes de entrar y en la oscuridad, exhaló
un profundo suspiro como queriendo librarse de un lastre que ocupaba lugar y
aligerarse, para hacer factible una supuesta invisibilidad. Entró sin ser
vista, sin ser oída, sin ser olida, sin ser palpada, sin ser degustada, entró
sin ser. Una corriente de aire impulsó a abrir unas puertas mecánicas, no un
ser, no su ser, yo no soy, tú no eres, él no es, ella no es, nosotros no somos,
vosotros no sois y ellos no son, ellas no son. Subió unas escaleras que
llevaban a la primera planta: medicina interna y se dirigió a la sala de estar,
estaba a oscuras, no había nadie y se sentó en un rincón, no lejos de la
puerta, donde ninguna enfermera pudiera verla; estaban en su sala y de vez en
cuando salía alguna para atender a un enfermo; hubo un momento en que cesó la
agitación, un silencio se extendió por el pasillo y las habitaciones de los
enfermos; acurrucada en su silla y envuelta en su abrigo, die Königin der Nacht transgredía las leyes de la visibilidad, aguzó
el oído y creyó que era el momento ideal para robar, para robar lo imposible,
lo inalcanzable: la voz humana, pero ésta llevada al límite del sufrimiento,
del estertor; aquel silencio era resquebrajado a intervalos por una queja de
dolor; ella conocía perfectamente aquel sonido, de su garganta alguna vez había
salido algo parecido, sintió compasión, inclinó la cabeza y cruzó las manos
sobre su corazón, buscó palabras ante la pena, no las halló; de otra habitación
una frase inconexa y sin sentido se esforzaba por lanzar un mensaje, pero
falleció en su misma incomprensión; próxima a ella, como si estuviese al otro
lado del tabique al cual daba la espalda, una respiración ronca y anhelosa
luchaba por subsistir, por atrapar un instante más de vida, pero caminaba sobre
arenas movedizas y su deglución era irremediable. Absorber aquella realidad no
le resultaba difícil, ella había experimentado alguna de aquellas sensaciones,
lo que había contribuido a una compresión y a un comportamiento por su parte
hacia todo aquél que sufriera; sin embargo, no se afligía, la voz humana podía
expresar múltiples facetas, en múltiples situaciones. En aquella planta todavía
permaneció un buen rato, empapándose de aquellas voces: dolorosas,
quejumbrosas, incomprensibles, algunas casi inaudibles, terminales; todas
formaban parte de la vida, aceptada esa reflexión, la inundó un profundo
optimismo que la animó a levantarse, cogió su bolsa y acechó a las enfermeras
desde la puerta, el ambiente seguía gozando de tranquilidad absoluta; como
había venido así se fue, sin dejar rastro aparente, aunque ahora el aire
poseyera un gramo más de armonía sonora. Salió de aquella planta como ella
deseaba, sin ser vista, sin ser advertida y se dirigió hacia la maternidad;
muchos de aquellos pasillos le eran muy conocidos, por ellos había paseado para
desentumecer unas piernas que, por falta de ejercicio, parecían inertes por el
exceso de estar encamada; ese día no era el caso, había venido en visita muy
especial y allí no estaba como paciente sino como ladrona; esa palabra la
asustó, era una palabra fuerte, pero alivió su contenido al pensar que si
alguna vez “ladrona” adquiría un matiz de dignidad era en aquel caso en
particular, su caso particular. En las horas de visita los pasillos y
habitaciones siempre estaban llenos de gente y, sin embargo, por la noche era
todo lo contrario, el vacío proporcionaba al reposo cierta seguridad; la
comparación le pareció simple, se alegraba de advertir aquella diferencia.
Cuando entró en la planta de maternidad el olor era distinto; acostumbrada a un
olor muy característico: a enfermedad, a medicinas y desinfectante, todos estos
elementos se entremezclaban entre sí, en una atmósfera cargada de calor que
impregnaba los rincones más recónditos de cualquiera de sus dependencias; sin
embargo, allí era todo lo contrario, sintió auténticas ganas de vivir; por
supuesto, entró sin ser advertida, en un suspiro se vio trasladada a la sala de
estar de aquella planta, estaba vacía, a oscuras, se sentó al lado de una
ventana, por otros años sabía, o no sabía, por qué estando allí, necesitaba
tener cerca una conexión hacia el exterior, en cualquier otra parte del
edificio no le importaría, allí sí, un cordón umbilical entre la planta de
maternidad y el mundo exterior era indispensable. Allí sentada, en la
oscuridad, se sintió más reina que nunca, más dueña de su reino, una profunda
paz interior la inundó tratando de
reunificarla: juntando los pies y las piernas, entrelazando las manos en busca
de una oración e inclinando la cabeza cubierta por la pañoleta negra, su rostro
se perdía en la nada, ella se había convertido en noche, la noche se había
convertido en ella, el único símbolo externo de aquella reunificación eran unas
manos juntas en un intento de crear frases sin palabras, solamente era un
intento, el silencio lo llenaba todo. Permaneció en esa posición durante un
buen rato, concentrada en sí misma, como preparándose para algo que iba a
acontecer; en aquella sala hacía calor y respirar resultaba bastante sofocante,
sabía que más tarde o más temprano abriría aquella ventana; se levantó y sacando
de la bolsa la manta blanca se cubrió con aquella capa de la cabeza a los pies,
del bolsillo de su abrigo cogió una pinza de la ropa, de madera, e hizo que
ésta ejerciera las veces de un broche de brillantes sujetando ambas partes de
la manta en la mitad de su pecho, abrió la ventana de par en par y el frío de
la noche la sacudió. Die Königin der
Nacht estaba entronizada. Se volvió a sentar y desde su silla contempló el
exterior, se contempló, a pesar de la niebla y del frío todo estaba en calma,
de afuera no había que esperar nada, ella esperaba algo de allí adentro, algo
iba a suceder allí adentro, todo era cuestión de esperar y esperó, esperó,
esperó, esperó, esperó, esperó, desesperó, desesperó, desesperó, desesperó,
desesperó, desesperó, desesperó... En su espera aquella figura blanca creó un
lugar, reclamó un espacio, si en un principio lo negro se había camuflado
con lo negro, ahora lo blanco luchaba
por resaltar en la oscuridad; acurrucada y envuelta en su gruesa capa
aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguardaba, aguantaba,
aguantaba, aguantaba, aguantaba, aguantaba, guardaba, guardaba, guardaba,
guardaba, guardaba, guardaba, ella aguardaba y guardaba un secreto, un
misterio. En aquella planta reinaba la paz, el silencio, un silencio intenso,
casi molesto, y sin esperarlo, de repente, éste se rasgó: el grito de un recién
nacido quebró la estabilidad del mundo, primero fue un grito agudo,
estremecedor, derivando en un llanto rebelde, quejumbroso, desafiante, largo,
sostenido en el tiempo. Rodalinda de Marma y de Tourisa, de Benencia, de Vionta
y de Noro se agarró con todas sus fuerzas a aquel grito y llevó las manos a su
vientre y sintió vida en él, acto seguido las llevó a su corazón y sintió
morirse, comprobó que vida y muerte caminaban juntas; deseó morir en aquel
instante como había deseado vivir en otro anterior, se sintió feliz, se
entregaba a la voluntad del mundo, pero antes quería cumplir un pequeño
capricho, un antojo y se dio cuenta de que la infancia y la vejez no estaban
tan distantes, deseó cantar en voz muy bajita, para sí, como si fuera una nana,
deseó que su voz sin fuerzas ya, se uniera a aquel grito potente y los dos se
esparcieran por el espacio, se volvió hacia la ventana y Rodalinda cantó:
Deh! tu, bell’anima,
che al ciel ascendi,
a me rivolgiti,
con te mi prendi:
così scordartmi,
così lasciarmi,
non puoi, bell’anima,
nel mio dolor,
non puoi scordarmi...........................y Dios creó el sonido.
que al cielo asciendes,
vuélvete hacia mí,
llévame contigo:
así olvidarme,
así dejarme,
no puedes, bella alma,
con mi dolor,
no puedes olvidarme...
Capuletos y
Montescos
V. Bellini