Cuando le
dijeron que no podía hablar, se llevó una gran sorpresa; una alegría interior
lo embargaba y no sabía por qué; en el fondo esperaba aquella prohibición, algo
que interrumpiera la monotonía de su trabajo. Hacía tiempo que notaba molestias
en la garganta, pero la entrega que mostraba en su profesión le impedía
disponer del momento idóneo para visitar al otorrino; entre clase y clase un
día se escapó, abandonó sus quehaceres y fue en busca de un remedio a aquel
malestar que, cuando alzaba la voz, se convertía en dolor, obligándole
primeramente a bajar el volumen e intensidad hasta quedarse sin poder
pronunciar una palabra en medio de una explicación. Era catedrático de
matemáticas, media vida de entrega para hacer entender a sus alumnos unos
números, una abstracción. Le daba rabia estar embebido en un teorema y de
repente tener que abandonarlo por un impedimento físico; era tal la valoración
que concedía a su materia que estaba por encima de cualquier obstáculo que
pudiera proporcionarle su vida privada, o incluso física. El diagnóstico había
sido claro: unas cuerdas vocales estaban muy delicadas y necesitaban reposo,
era obligado coger unos meses de descanso para que otra vez su garganta recuperara
su estado óptimo; no debería hablar nada durante aquel periodo de tiempo, nada
de nada, nada de nada, nada de nada, nada de nata, nada de nata, nada de nata,
nata de nada, nata de nada, nata de nada... Nata de nata. El médico fue tajante;
dio su veredicto con palabras cortantes
haciendo una incisión en su vida de meses: cuatro serían suficientes. Cuando
pronunció ese número él se estremeció ya que sonaba diferente en boca de un
facultativo; quizá él lo articularía de otra manera. Fuera de clase los números
parecían tener otra significación, otra intención; trabajaba con ellos en
fórmulas, en teoremas... extraía de ellos conclusiones que, para una persona no
vinculada a las matemáticas, sonarían a chino; en la vida normal un número
podía alcanzar la simplicidad más común. Tendría que coger una baja por
enfermedad, nunca le había pasado tal cosa, y en el fondo se alegraba sin saber
el motivo del regocijo, las matemáticas podían seguir su rumbo sin su
imprescindible figura. Nunca había barajado la posibilidad de no hablar, era
algo tan elemental como el ver, oír, tocar... capacidades tan asumidas a su
persona que si prescindía de alguna de ellas le parecía no ser el mismo, y sin
embargo, cuando el médico pronunció aquella prohibición, de repente sintió
curiosidad. Le vendría bien dejar durante algún tiempo su actividad cotidiana y
centrarse un poco en aquella nueva faceta que implicaba la comunicación con los
demás por medio del gesto o como mucho por la palabra escrita. En un primer
momento esta última opción la dio como válida, pero pronto la descartó; sentía
verdadera curiosidad por saber cómo se desenvolvería en aquel nuevo campo de
expresión que era la mímica; nunca lo había hecho y ya no tenía tiempo para que
alguien lo orientara; pensó en sus clases, en el momento en que estaba en el
estrado explicando algún problema, se esforzaba por dejarse entender, ese
esfuerzo no sólo lo demostraba en una elección de términos comprensibles, sino
también en una gesticulación atrayente e inteligible facilitando la dificultad
y la resolución del problema propuesto; sencillamente haría lo mismo, pero sin
la palabra. Una de las primeras preguntas que le surgieron fue qué haría
durante aquellos meses, estaba excluida la idea de continuar trabajando en un
estudio de investigación sobre la relación entre las matemáticas y la música;
lo aparcaría durante ese tiempo, se dedicaría a descubrir el mundo desde un
punto de vista relajado, viviendo el día a día como receptor y no como
transmisor, viajaría, pero al azar, sin un destino prefijado o una meta que
cumplir, siempre que cogía un avión era por razones profesionales: bien a
congresos o bien a la presentación de ponencias; lo que en realidad necesitaba
era “perderse” y nada mejor que aprovechar aquellos meses para oír y no para
hablar. Se dedicaría a oír, para comunicarse con los demás emplearía el gesto,
fuera donde fuese el idioma del que se serviría sería uno muy primitivo: el
lenguaje de las manos. Ante la nueva propuesta y el inesperado reto pegó un
salto, manifestación externa nada común en él ya que su comportamiento estaba
en parte supeditado a la seriedad que, según cómo y quién la mirara, podía
aparentar aquella materia su modus vivendi. La conclusión a la que había llegado era que con un
tratamiento y aquellos cuatro meses de reposo vocal, su voz estaría de nuevo en
forma; la responsabilidad que concedía a sus clases y a sus trabajos de
investigación se resentirían ligeramente, en el aula un sustituto lo
remplazaría durante aquel tiempo y sus proyectos podían esperar. Cuando
abandonó la consulta del otorrino ya había asumido su nueva situación; no cogió
ningún transporte público para regresar a la facultad, al día siguiente iría
allí para entregar su parte de baja y explicarles la causa de aquel cese
temporal. ¿Explicación verbal? No, gestuallll. No diría nada a nadie, ni a sus
familiares ni amigos más allegados, sencillamente tenía que quedarse callado, a
fin de cuentas cuatro meses pasaban deprisa; le resultó gracioso pensar que a
veces en sus clases reclamaba silencio, y ahora él se lo tenía que imponer a sí
mismo. Se sentó en un banco que había en la acera cerca de la consulta, era una
calle muy transitada tanto en el sentido peatonal como de automóviles, no
estaba cansado, estaba bien, pero creyó que en el hecho de sentarse las ideas
que le afluían tomarían también un cierto descanso, se acurrucó y subió el
cuello de su cazadora, era noviembre y ya empezaba a hacer frío; con la cabeza
baja, como si le pesara, fijó la mirada en el suelo de la acera, en sus
baldosas y en los cuadrados que formaban, sobre ellos pisaban los transeúntes,
las suelas de sus zapatos desprendían ciertos sonidos, describían sus pisadas,
no todos eran iguales: la suela de goma sonaba de distinta manera que una de
cuero, por ejemplo; influía también la forma de pisar o la rapidez del paso.
Advirtió que toda aquella apreciación era algo nuevo y simple para él, algo que
nunca había valorado, bien por falta de tiempo, bien por falta de atención o
ambas cosas. A un segundo plano había relegado la vista, comparó los dos
sentidos y a ésta la calificó de simple; algo que entraba por los ojos y se
asimilaba instantáneamente, aquella sensación carecía de dificultad de
entendimiento; el oído exigía tal vez una mayor apreciación, un esfuerzo por
parte del oyente. Empezó a contar pasos, a veces era tanta la avalancha que se
perdía en el recuento, él mismo, un experto, se perdía entre los números.
Decidió levantarse e ir hacia su apartamento caminando, le sorprendió aquella
decisión, no estaba acostumbrado al ejercicio físico, lo evitaba siempre que
tenía a mano algún medio de transporte público; no tenía coche propio, la
velocidad y las matemáticas no concordaban con su persona, había una especie de
discordia entre ambas y como resultado una distracción y falta de interés ante
cualquier artilugio de tracción mecánica; no se dio prisa, estaba paseando,
algo inhabitual en él ya que siempre andaba acelerado, no podía perder tiempo,
obsesión que a veces lo martirizaba, no concebía su mundo si no estaba ocupado en algo, un momento de
descanso significaba inutilidad, menosprecio del tiempo, como si éste llegase a
cotizar en bolsa y no pudiera permitirse el lujo de malgastarlo aunque
solamente fuera un poco. Advirtió el sonido de su paso, amortiguado por la
suelas de goma de sus zapatos; un pisar discreto, casi inapreciable; la vista
lo guiaba y prestaba especial atención a todos aquellos sonidos que lo
rodeaban, ninguno en concreto, todos formaban parte de la vida cotidiana, y se
alegró de caminar, de oír, de ver y de no hablar. Su pacto de silencio con el
mundo había empezado, aquella caminata era el comienzo de un largo paseo, tenía
la sensación que ante él se extendía un trayecto y al final de éste un punto:
una línea recta que tenía como límite un punto. Un razonamiento de lo más
simple, había llegado a la conclusión de la simplicidad. No quería liarse con
las palabras, le parecía que no era el momento de demostrar nada, no estaba
teorizando y no estaba tampoco en ninguna de sus clases. Siguió caminando
lentamente, de todos aquellos rostros desconocidos que contemplaba se fijaba
únicamente en sus bocas: las había cerradas, como la de él, otras articulaban
palabras dirigidas a un interlocutor, no podía captarlas, pero cuando pasaban
junto a su lado, percibía su aliento, su intención. Hubo un momento en el que
se sintió transportado por la distracción y tropezó contra una anciana, en ese
mismo instante su mente envió una señal de disculpa verbal que se frenó al
llegar a la boca, convirtiendo la palabra en un gesto labial que adquirió su
punto álgido en una sonrisa indulgente. Para olvidar el percance que no
encajaba en las circunstancias del momento miró de repente hacia la izquierda y
vio un escaparate, se acercó y allí estaban expuestos unos jerseis, sintió
necesidad de comprar uno, entró, se lo probó, pagó y salió con él puesto, ¿capricho?
¿antojo infantil? ¿tenía frío? Nobody knows Nadie lo sabe. Como no
había sido suficiente contemplarse en el espejo del probador, volvió al
escaparate y observó su reflejo en el cristal, la imagen que allí se presentaba
de él carecía de nitidez, era un
contraluz, la compra apenas era visible, la cazadora la cubría, en el fondo le
daba lo mismo, se conformó con verse reflejado, algo en él se preguntaba si
había cambiado, la tranquilidad llegó por la ausencia de sorpresa, todo seguía
igual, había reconocido su figura, su silencio no daba señales externas. Aunque
el frío había aumentado, siguió caminando, pasó por delante de una agencia de
viajes y se paró, ante sí tenía ofertado medio mundo, no tenía interés en
visitar un país o ciudad determinados, tampoco quería ir en viaje cultural;
estaba seguro de que deseaba hacer un viaje, pero no con las intenciones con
las que se suelen hacer: visitar los monumentos principales, saborear la
gastronomía, comprar algún recuerdo, entrar en contacto con las gentes... Nada
de eso. Al ir leyendo aquellos nombres geográficos instintivamente iba haciendo
una selección, descartó desde un principio un viaje generalizado a un país, se
decidiría por una ciudad, sí, seguro, exclusivamente una ciudad y la elegiría
al azar, se pasearía por ella y oiría sus sonidos y no hablaría nada, en una
palabra, se perdería, exacto lo que quería, se perdería entre sus calles, sus
gentes, sus voces y él mudo. No entró en la agencia, no le comprenderían, no le
entenderían, ni haciendo uso de la
palabra, cosa prohibida, captarían sus intenciones; empezó a acelerar el paso
hacia su apartamento, en el silencio de internet estaba la clave, buscaría y
estaba seguro de que allí encontraría su destino. Hacía tiempo que no caminaba
tan deprisa, hubo un momento en que llegó al sofoco, el temor a perder aquella
idea lo aceleraba, necesitaba con urgencia llegar a su punto de destino para
ver culminada su realización; se paró en seco, reflexionó y cierta cordura
aminoró su marcha; continuó a paso normal, aunque de vez en cuando una ligereza
de nervio lo impulsaba a dar zancadas. Había llegado a su apartamento, abrió la
puerta y un enorme vacío golpeó su rostro, aún no se había acostumbrado a la
ausencia de su compañera, cuando estaba en casa y ella oía las llaves en el
cerrojo siempre venía a su encuentro y le daba un beso en los labios, según
había pasado el día así era de apasionado, él se dejaba llevar, después de
estar inmerso en un mundo que le absorbía la mente, obligándole a una máxima
concentración, el llegar a casa era como llegar a un oasis; ella lo besaba y le
hacía cosquillas, él se retorcía y liberaba aquel cuerpo de un entumecimiento
intelectual entregándose ambos a una concupiscencia que los dejaba relajados en
cuerpo y alma. Pero todo aquello había pasado, no quería recordar otra vez las
causas de su ruptura, hacía meses ya de aquello y ambos lo habían aceptado de
buen grado, aunque todavía quedasen rescoldos de su ausencia; llevó la mano a
su boca y con los dedos frotó los labios como queriendo dar con aquel pase una
capa de olvido. Fue inmediatamente hacia la sala donde estaba el ordenador y se
adentró en internet, buscó la página correspondiente y aquello era una oferta
masiva de viajes; había decidido buscar al azar, elegiría por el número de
vuelo, no por el destino, empezaron a desfilar números y números, le gustaban
todos, bueno, no todos, había unos más que otros, por ejemplo los que tenían el
número 8 gozaban de cierta preferencia, se decidió por el vuelo 1860, estaría una semana aproximadamente por lo
tanto escogería el viaje de vuelta, le gustó mucho el número de vuelo 1911;
hizo clic y empezó a dar sus datos, apenas había prestado atención a la ciudad
a donde iría, en un momento de abandono se dijo que para perderse cualquier
ciudad le valía, reflexionó y le concedió importancia efímera a aquel instante,
sabiendo que la verdad subyacía en aquel comentario. Durante toda la operación
de reserva, forma de pago, identificación...advirtió aquel sonido de clic, le
llamó la atención, indudablemente estaba cansado de oírlo, pero en aquel
momento tomó su relevancia y pulsó varias veces y muchas, muchas más, queriendo
extraer un significado a aquella especie de lenguaje, respondía a sus órdenes
que se confirmaban en la pantalla, pero nada más, su dedo índice hizo clic
hasta el agotamiento, hasta el entumecimiento, hasta que una ira cargada de
rabia se desahogó ante aquel aparato inteligente, pero mudo. Se sonrió, aquella
actitud le pareció más una actuación teatral que una descarga anímica. ¿Qué
suerte le había deparado su elección? Buscó en la pantalla la ciudad, al primer
momento no la encontró, pero pronto descubrió su destino: era la ciudad de
Mönch, no le sonaba a nada, mejor, era lo que quería, sabía que a medida que
pasaban las horas se familiarizaría con el nombre, se haría una idea de lugar,
sería un destino como otro cualquiera. Saldría dentro de dos días, por lo tanto
al día siguiente iría a la facultad a entregar el parte de baja y prepararía un
bolso con lo necesario para el viaje. El día lo pasó corrigiendo unas pruebas y
trabajos que hacía tiempo tenía pendientes, cenó temprano y se acostó. Podía
decirse que durmió bien aquella noche, tuvo sueños, no pesadillas, había números
que aparecían y desaparecían, pero había dos que insistían, aún tratando de
eludirlos, su presencia era machacona, eran el 1000 y el 8. Al despertar, se
esforzó por recordar lo que había soñado, pero lo único que sacaba en limpio y
tenía claro eran aquellas cifras. Habituado a trabajar con números quiso
buscarles un significado, el secreto de una clave, los colocó de todas las
formas posibles; empleó fórmulas que no conducían a conclusiones, tanto los
mareó que decidió abandonar el intento y dejarlos como estaban. Se levantó, a
aquellas horas siempre encendía la radio, mientras se aseaba y desayunaba le
gustaba escuchar las noticias, aquel día no lo hizo, se había levantado con la
sensación de que su percepción auditiva se había agudizado, por un momento
pensó en una manía que lo estaba asediando, sin embargo, cuando abrió el grifo
de la ducha o manejaba los instrumentos del afeitado, percibía aquellos sonidos
con más claridad; también podía ser que se había mentalizado y predispuesto a
agudizar el sentido del oído, sí, seguro que era eso. Mientras se afeitaba su
rostro se reflejaba en un espejo redondo de aumento, se contempló y como para
asustar la imagen del reflejado, lanzó aliento y la superficie se empañó,
desapareció, con el dedo escribió el 8, lo borró, se vio, más aliento,
desapareció, escribió 1000, lo borró y se vio de nuevo, su cara a medio afeitar
allí lo aguardaba. Cogió el metro para ir a la facultad, iba a ser la primera
vez que ampliamente se expresaría en su nuevo lenguaje, le costó arrancar, vio
sorpresa en el rostro de sus compañeros de departamento, asociarlo a él a la
mímica solamente era algo extraño, si bien siempre había sido muy expresivo en
gestos, éstos iban acompañados por medio de la palabra, ambos lenguajes
completaban una perfecta comprensión de sus intenciones; comprobó que no era
necesario gesticular mucho, había que simplificar las ideas con unos cuantos
gestos concisos, rotundos; su interlocutor pronto captó su significado y así
fue, se despidió de sus compañeros que le desearon una pronta mejoría. Al salir
se encontró con unos alumnos que lo pararon para hacerle algunas preguntas
sobre unos seminarios, no respondió, se limitó a llevar el dedo índice a sus
labios en señal de abstención, con aquel signo harpocrático daba comienzo su
voto oficial de silencio. De vuelta a casa decidió coger el metro de nuevo, por
los pasillos que conducían a los diferentes andenes oyó cómo los pasos de la
gente resonaban en sus idas y venidas, casi siempre obligados por la prisa,
apenas se captaban murmullos o conversaciones; entró en un vagón, se sentó y
observó los rostros de las personas que le rodeaban, por sus facciones algunos
parecían ser extranjeros, le hubiera gustado oírles hablar en su idioma
respectivo, pero el chirriar de un freno largo y agudo lo distrajo de su
caprichoso deseo; leyó rótulos que lanzaban mensajes publicitarios, simplemente
por el mero hecho de leerlos, sin captar su contenido ni intenciones, en uno de
ellos sobresalía la cifra 1000, pero aquello fue una ráfaga y nada más. Aunque
no había sonidos a destacar, podía decirse que los vagones sonaban a lleno, a
multitud, a agitación en las paradas y a reposo en la marcha; se dio cuenta de
que estaba llegando a su destino, se levantó y su mirada se clavó en un panel
donde estaba expuesta la red del metro, era amplia, muy amplia, con múltiples
líneas que conducían a cualquier parte de la ciudad, vio allí la línea 8, un 8,
pero aquello fue una ráfaga y nada más. El metro se paró y bajó, tanteó la
salida y oyó cómo las puertas del vagón se cerraban tras de sí. Hacía frío en
la calle, apuró el paso al mismo tiempo que subía el cuello de su cazadora y se
encogía ligeramente, en realidad no sentía frío, el jersey que había comprado
le proporcionaba el calorcillo suficiente como para espantar, al menos por el
momento, las incidencias de la estación; se diría que aquel encogimiento era
una especie de recogimiento sobre sí mismo, el tiempo y las circunstancias
personales del momento eran ideales para semejante actitud. La salida del metro
quedaba muy cerca del edificio de apartamentos donde vivía, llegó a la puerta y
decidió dar una vuelta por el barrio, aquel trayecto le había parecido muy
corto, caminar un poco no le vendría mal, nunca lo había hecho por capricho; el
desplazarse andando siempre había sido una obligación, tan pronto tenía un
medio de transporte a su alcance no lo dudaba y lo cogía, pero todo había
cambiado y con aquel ejercicio empezaba a sentirse aliviado y no sabía por qué; nunca había descubierto su
barrio, desconocía la gente que le rodeaba y que por proximidad formaba parte
de su entorno, aunque por voluntad propia no entrara en el círculo de su
privacidad; hasta entonces él se había limitado a considerar que su apartamento
estaba en un lugar de la ciudad, le había tocado al norte, como si fuera al
sur, al este o al oeste, le habría dado igual, el espacio que contaba para él
era el que estaba comprendido entre las cuatro paredes de su apartamento, que
tampoco era tanto, unos 60’20 metros cuadrados para ser exactos... Acostumbrado
a jugar con los números sumó el 6 y el 2 y le dio la suma elemental de 8, pero
aquello fue una ráfaga y nada más. Visto algún tiempo atrás, él habría dicho
que había bullicio en “aquel” barrio, después de haber caminado durante un rato
diría “su” barrio. La verdad es que había ambiente en sus calles, tenía buen
comercio y tiendas pequeñas de ultramarinos, nunca se había fijado en ello, la
compra la hacía en un supermercado; sintió la necesidad de confraternizar con
sus vecinos, tal impulso lo llevó a entrar en una de ellas y compró un kilo de peras, compró
peras como bien podían haber sido manzanas, plátanos o patatas, por poner un
ejemplo, lo imprevisible del acto no dio tiempo a pensar ni en la necesidad ni
en la cantidad de la compra; lo primero que vio lo cogió, a su modo creyó que,
de esa manera, había cumplido con sus vecinos. La impresión que le habían dado
aquellas calles, sus edificios, sus gentes había sido muy favorable, hasta
llegó a sentir un ligero orgullo por vivir entre ellos, no había sentido
hostilidad, más bien un ambiente afable y acogedor. Llegó al portal de su
edificio, vivía en una cuarta planta, a veces subía a pie, todo dependía de su
estado de ánimo o de su concienciación por hacer algo de ejercicio; iba a coger
el ascensor, estaba decidido, pulsó el botón de llamada, comprobó de dónde
venía: planta 8, aquello fue una ráfaga y nada más, entró, y también entró en
duda, ¿planta 4 u 8? Ridícula situación, le dio inmediatamente al 4, presionó
fuerte para asegurar que la otro opción estaba descartada; en el ascensor
revisó la compra que había hecho y en aquel kilo de peras le habían entrado 8
unidades, aquello fue una ráfaga y nada más; le apetecía comer una, pero se
contuvo, no era el lugar, podía ser cuestión de minutos, cuando entrara en su
apartamento, se comería una o dos, tres...o las 8 si fuera necesario; aquella
autorreflexión le sonaba a consejo adulto, el que va dirigido a un niño para
controlar sus caprichos y así poder educar el dominio de su voluntad; su yo
adulto ejercía un influjo sobre su yo infantil, aceptó el consejo de buen grado
y como niño obediente salió del ascensor, abrió la puerta del apartamento, la
cerró y se dirigió a la cocina dispuesto a comerse una pera o dos o tres...o
las 8. Cogió una pieza y la lavó, acto seguido le pegó un mordisco; apenas la
había masticado cuando el sonido onomatopéyico del asco sacudió el silencio, su
garganta se resistió, a pesar de su intención de no hablar y de hecho no habló,
sencillamente había sido un sonido de rechazo, algo a: ¡¡¡ ajjj!!! ¡¡¡ ajjj!!!
¡¡¡ajjj!!! ¡¡¡acht!!! ¡¡¡acht!!! ¡¡¡acht!!! ¿qué pintaba ahí “acht”(8 en
alemán)? Escupió el bocado en la taza del váter y soltó agua, la amargura del
momento se la llevó aquel potente chorro por senderos desconocidos; volvió a
coger la pera, la observó y comprobó que estaba en buen estado, conclusión:
seguramente había masticado alguna parte que estaba mazada, se comió el resto y
le supo a gloria, se comió una más y una más y una más, ya eran cuatro y se
puso ante sí el cartel de “stop”. Después preparó la bolsa de viaje para
tenerla dispuesta al día siguiente. Sentía verdadera impaciencia por verse ya
en el avión rumbo a la ciudad de Mönch, por un momento sintió curiosidad por
saber algo sobre el lugar pero repentinamente decayó su interés y se dijo que
iba allí para “perderse”; en un
principio aquella palabra le sonó a una especie de desenfreno pasional, a dar
rienda suelta a instintos carnales, y sin embargo, al hacer una frase con ella:
“me he perdido”, la intención cambiaba por completo, era admitir que se había
extraviado, que no sabía dónde estaba; él, un hombre adulto, poseedor de unas
facultades desarrolladas a lo largo del tiempo y de las experiencias, aquello
de estar “perdido” le sonaba a algo
infantil, a la búsqueda de alguien para que lo situara de nuevo en la dirección
correcta, o también todo lo contrario, a arreglárselas uno mismo para salir de
la situación. Insistió en la idea de “perderse”,
no buscaría información sobre aquella ciudad. El resto del día transcurrió sin
pena ni gloria, más con pena que con gloria, ningún hecho a destacar, la rutina
convertía a momentos del día en pura mecánica, actos robotizados que se
llevaban a cabo inconscientemente. Detestaba hacer las tareas de casa: lavar,
hacer la limpieza, planchar...Con la misma fuerza con que detestaba todo
aquello, con la misma fuerza aceptaba, a regañadientes, el cumplir con la
obligación de mantener un orden en su hogar. El día que tenía marcado para
realizar aquellas labores, necesitaba una mentalización especial, se despojaba
de toda intelectualidad y se convertía en un autómata de la limpieza, a veces
se aceleraba para que aquellas tareas terminasen pronto y no cayeran en un
punto de reflexión, lo calificaba de tiempo perdido. Se acostó y durmió
perfectamente, no soñó con números, se levantó relajado, reconoció que había
dormido profundamente, que había estado en otra dimensión. Miró el reloj y
comprobó que se acercaba la hora de ir al aeropuerto, tendría que coger un
taxi; echó una última visual al apartamento para asegurarse de que todo quedaba
bien; vaciló en el último momento, no sabía si llevar la cazadora o un
chaquetón, se decidió por éste último sabedor de que lo abrigaría mucho más, se
lo puso, cogió la bolsa y cerró con llave la puerta, sonó un golpe decisivo,
seco. En la calle paró un taxi, sin querer, miró el número de matrícula, una
cifra más, nada a destacar. Mediante gestos indicó al taxista la dirección a
seguir, éste para asegurarse hizo una aclaración verbal y él se la confirmó con
un asentimiento de cabeza. Se sintió ridículo cuando extendió los brazos y
balanceó el cuerpo de un lado a otro imitando a un avión, al fin y al cabo, era
una de las primeras veces que se expresaba en aquel nuevo lenguaje y con un
solo intento le habían entendido perfectamente, pronto desapareció aquella
sensación de comicidad al estar avalada por el éxito. El coche se puso en
marcha, acto seguido el taxista encendió la radio, escogió emisora, y una
música urbana llenó aquel pequeño espacio; se adaptaba perfectamente a la
situación y a todo aquel paisaje de calles, transeúntes y automóviles que desde
el interior se le ofertaban a la vista, mirara hacia donde mirase; el taxista
lo observaba de vez en cuando por el espejo retrovisor, a su vez él también advertía
que era observado; durante todo el trayecto no se dijeron nada, una lógica
aplastante no daba lugar a un razonamiento sobre aquel mutismo. Camino del
aeropuerto, una avalancha de coches llenaba todos los carriles que conducían a
él, aquella música era la ideal, tal era su integración con lo que veía, que
pronto empezó a marcar el compás, disimuladamente sus pies se dejaban ir,
chasqueaba los dedos de las manos, su cuerpo iba y venía de adelante atrás y de
detrás a adelante, sin querer, quedó poseído por aquel ritmo; el taxista lo vio
y aceleró, subió el volumen de la radio, él sintió que tragaba el espacio y el
tiempo a una velocidad más rápida de lo normal. Una parada brusca lo hizo
volver a la realidad, habían llegado al aeropuerto, miró el taxímetro, redondeó
la cuenta dejándole 8 céntimos de propina, pero aquello fue una ráfaga y nada
más, el taxista cogió el dinero con gesto esquivo, como queriéndose alejar
pronto de aquel individuo que, poseído por el ritmo, mostraba indicios de
insania. Cogió la bolsa de viaje y automáticamente se le abrieron las puertas
del aeropuerto, comprobó en las pantallas el número de su vuelo y se dirigió al
mostrador correspondiente, entregó la información y justificantes que había
conseguido por internet y una empleada de la compañía en la que iba a volar le
tramitó el pasaje; con voz cálida le pidió el carné de identidad, se lo dio con
un gesto volátil en consonancia con su voz etérea; entregó el equipaje y se le
devolvió la documentación con el billete ya reglado, siguió las instrucciones
que le habían dado, pasó los controles de revisión y se dirigió a la puerta de
embarque; desde que entró en el aeropuerto hasta que llegó allí había sido un
recorrido dirigido por números y letras, rótulos que indicaban adónde ir,
pantallas que marcaban horarios y números de vuelo, ¡qué fácil podía perderse
uno! No tenía necesidad de ir a ningún sitio para “perderse”, bastaba con
dejarse llevar a lo largo de aquellos interminables pasillos, no prestar
atención a ninguna de aquellas indicaciones y la “perdición” podía ser total,
pero aquélla no era su voluntad; extraviarse en un aeropuerto era algo
artificial, necesitaba una ciudad y sus calles y algo más, desconocía ese algo
más, estaba seguro de que lo encontraría allí, no era nada material, tangible.
Había llegado con antelación y se sentó a la espera de la llamada de embarque,
miró con detenimiento su billete: comprobó el número de vuelo, de asiento y
muchos otros números cuyo significado desconocía, indudablemente le eran
familiares aunque con otra interpretación, con otra misión. Donde se encontraba
era un enorme hall, allí aguardaban los pasajeros a ser reclamados para tomar
su avión. A través de grandes ventanales se divisaba el desplazamiento de
aviones, contempló toda aquella escena con indiferencia, como si el material
del que estaban hechos fuera indigno de atención, volvió la mirada hacia la gente que le
rodeaba, todos compartían su mismo destino, durante dos o tres horas de vuelo
permanecerían juntos, llegados a su destino cada uno cogería un rumbo
desconocido, se perderían en la inmensidad de una ciudad. Del bolsillo sacó un
cuadernillo y un lápiz y escribió varias veces el nombre de aquella ciudad,
empezó a derivarlo, tenía costumbre de hacer algo parecido con los números: Mönch,
Mönch, Mönch, Mönche, Mönche, Mönche...Moncho...No, Moncho, no, Mönje, Mönje,
Mönje, Monje, Monje, Monje; Munich, Munich, Munich, Münche, Münche, Münche,
Münje, Münje, Münje. ¿Lo había hecho bien? Miró a sus vecinos de al lado
esperando una confirmación, lo ignoraban, no habían prestado atención a lo que
estaba haciendo, se dio cuenta de que estaba rodeado de extraños, cada cual
estaba absorto en su mundo, se sintió solo y contempló con cariño los garabatos
que había hecho en la hoja de papel. Había llegado la hora de embarcar, se
levantó e hizo cola, pronto entró en el avión, buscó su asiento, le había
tocado al lado de la ventanilla, miró a través de ella y vio parte del ala de
su avión, también algo de pista, algún camión cisterna y poco más, gris y más
gris, líneas horizontales, alguna mancha de rojo, aquel encuadre le llevó a
pensar en una pintura abstracta; observó cómo entraban sus compañeros de vuelo
y tomaban asiento, volvió a mirar por la ventanilla y sin prestar atención leyó
1000, tardío de reflejos, segundos más tarde se dio cuenta de aquella cifra, no
sabía dónde, no sabía cómo..., pero aquello fue una ráfaga y nada más. Por un
momento pensó en la revisión que le habían hecho, había tenido que vaciar sus
bolsillos, despojarse de su chaquetón y pasar a través de un control
electrónico, no le detectaron nada peligroso que pudiera alterar la seguridad
del vuelo, no se cuestionó tampoco la importancia o no del momento, se sonrió
de la simple e inocente sospecha que ensombrecía su persona, un hombre de
números que nunca había tenido un arma en sus manos. Aviso, el avión estaba
preparado para despegar, los motores se pusieron en marcha y su rugido encogió
el corazón, hubo silencio como queriendo con él dar una mayor concentración al
despegue; pronto aquel aparato se estabilizó en el aire y los comentarios y la
relajación volvieron a surgir en los pasajeros. Él se había olvidado de traer
un libro para leer, la azafata le dio a elegir un periódico, pero él negó con
la cabeza, en aquel momento no le interesaban las noticias del mundo; tampoco
le apetecía mirar el exterior, solamente se contemplaban nubes y bruma, algo
indefinido, una mezcla de ambas. Decidió matar el tiempo y pensó en una
película de terror, aquella frase le sonó a crimen, pues él nunca lo
desperdiciaba, siempre tenía sus ocupaciones. Sacó del bolsillo aquel
cuadernillo y un lápiz, lo abrió en una página cualquiera y se enfrentó a la
blancura de ésta; ¿Qué haría? ¿Dibujaría? ¿Escribiría? Nada surgía, aquel
pequeño espacio en blanco le pareció una extensión enorme, desértica y sin
querer escribió en la mitad de la página los números 8=1000, no le encontró
significado y los repitió una y mil veces hasta que cubrió toda la hoja de
papel con aquella especie de ecuación, no dejó ni un espacio libre, había
creado una tela entretejiendo aquellos números, como un niño obediente había
cumplido con el castigo que se le había impuesto por una falta de orden. Se
quedó dormido y el sueño se encargó de que el tiempo de viaje se redujera hasta
toparse con la sorpresa del despertar. Estaban llegando, guardó el cuadernillo
y abrochó el cinturón de seguridad, miró por la ventanilla y lo que veía lo
hizo volver a la realidad: veía campos labrados, granjas, autopistas que
conducían a la ciudad, estos indicios y algunos más indicaban proximidad,
también la pérdida de altitud del avión colaboraba en la confirmación de un
aterrizaje inminente. Llegó. Pisó aquel suelo, el suelo de aquella tierra, de
aquel país por donde iba a caminar. Estaba decidido a caminar y por supuesto a
no hablar, lo primero contrarrestaría lo segundo. Cogió un taxi y le mostró al
taxista una hoja de papel donde estaba escrita la dirección del hotel, no tuvo
que hacer ningún gesto, nada que aclarar, la predisposición a una posible
mímica se refrenó y el coche se puso en marcha, el aeropuerto aún estaba lejos
del centro de la ciudad, pero pronto llegaron o al menos eso le pareció, cambió
rápidamente de opinión cuando miró el taxímetro en el momento de pagar, le
pareció caro, eso quería decir que la distancia había sido considerable. Pagó.
Cogió el chaquetón y la bolsa de viaje y se presentó en la recepción del hotel,
prometió explicarse por medio de gestos solamente, el recepcionista lo entendió
a la perfección, pero cuando tuvo que decir su nombre se sorprendió de tal
manera que instintivamente una de sus manos tapó la boca y la otra la llevó
hacia el pecho, se sintió un extraño de sí mismo, como si no fuera él y fuese
otro; se vio en la obligación de coger un bolígrafo y apuntar su nombre y
apellidos, los escribió correctamente, mecánicamente también, en el trazo
cierta inseguridad. El hotel era acogedor y no muy grande, cuando bajó del taxi
le había echado una visual al edificio, tenía una fachada clásica y al mismo
tiempo mostraba cierto toque de modernidad. El recepcionista le dio la llave de
su habitación después de verificar la reserva y rellenar una ficha, su número
era el 108, se sorprendió al ver el 8, al 10 le faltaban dos ceros, su
imaginación los añadió sin más vacilaciones, pero aquello fue una ráfaga y nada
más. Subió por las escaleras, le pareció que coger el ascensor para ir a un
primer piso era señal de inutilidad, su habitación era la número 8, la abrió,
daba a la calle, era muy luminosa, sacó de la bolsa alguna ropa y la ordenó en
el armario, fue al baño y se aseó, refrescó la cara con agua fría, lo
necesitaba, tenía la sensación de que cada músculo de su rostro se había
entumecido a causa del viaje, pronto recuperó la expresividad facial. En
conjunto la habitación estaba bien, se acercó a la ventana y contempló la
calle, era muy transitada, se notaba que estaba en el centro, si alguien le
hubiera preguntado por qué lo sabía, habría respondido porque olía a casco
antiguo de ciudad. Se moría de ganas por pronunciar el nombre de aquel lugar,
recordó su prohibición, recordó su prohibición de hablar y, sin embargo, lo
repitió en su interior, en su mente, sí, en su mente, y tuvo una repercusión en
todo su cuerpo, se estremeció, igual que le pasa a un edificio a causa de un
estruendo, vibró. Era media mañana y el cielo estaba gris, hacía frío, ya lo
había advertido al bajar del taxi; al adivinar la presencia de la pregunta
obligada sobre lo que iba a hacer, sin dar opciones a ninguna otra clase de
proposición, impuso el verbo caminar, era una decisión tomada. Oyó las
campanadas de un reloj, le parecieron solemnes, nunca antes un instante de su
vida había estado marcado por un sonido tan majestuoso, trató de buscarlo,
venía de detrás de los edificios, al otro lado de la calle, miró hacia lo alto
con la idea de descubrir las torres de una iglesia o catedral, pero no vio
nada, y no obstante, tenía la seguridad de que procedía de un lugar sagrado.
Aquellas campanadas podían ser inicio, el punto de partida de su caminar. Por
un momento pensó en pedir en recepción un plano de la ciudad, eso era por
lógica lo que se debería hacer y algunas veces lo había hecho en sus viajes de
trabajo, pero sabía que esta vez no, había venido a caminar; le volvió a
extrañar aquella finalidad, cualquiera hubiese pensado que aquella idea de
caminar por una ciudad desconocida era una especie de esnobismo, rareza o
desvarío; él, sin embargo, con el paso de las horas había asimilado aquella
actitud como normal, incluso como si fuese una necesidad. Cogió el chaquetón,
se lo puso y bajo a la calle, hacía frío, se abotonó la prenda de abrigo y
empezó su peregrinar por las calles del casco antiguo, empezó a caminar, a
caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a
caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a caminar, a camilar, a camilar, a
camilar, a cavinar, a cavinar, a
cavinar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar, a
cavilar, a cavilar, a cavilar, a cavilar. 8= 1000. A cavilar y a caminar, a
cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar, a cavilar y a caminar, a cavilar y
a caminar, a cavilar y a caminar... ¿Qué había visto? ¿Dónde había leído
aquellos números? Se había perdido en sus pensamientos y en la acción, ¿Qué
significaba aquella ecuación? ¿Era una incógnita? Retrocedió lo ya andado en
búsqueda de aquella misteriosa igualdad. Llegó a una gran plaza, la recorrió
con la mirada destacando un edificio neoclásico con una gran pancarta: 8=1000,
sintió orgullo, trató de razonarlo siguiendo su costumbre de encontrar el porqué
a cada cosa, aquello carecía de solución matemática, quizá era el enorme tamaño
de aquellos números, eran muy desproporcionados, el contraste de aquellas
dimensiones con las cifras garabateadas en una hoja de papel podía ser la causa
de aquel sano orgullo. Se acercó al edificio y constató que era el teatro de la
ópera, lo primero que le vino a la
memoria es que aquella ecuación no podía corresponder con el título de
una ópera; no era un experto en el género lírico, pero casi garantizaba que era
un espectáculo distinto, fuera lo que fuese, decidió ir a verlo, tampoco le
importaba la clave de aquellos números y ni se molestó en tener más información
sobre el evento, en aquel momento sólo confiaba en el futuro como factor
aclaratorio de aquel misterio. Se dirigió a la taquilla para comprar una
entrada, con el dedo índice y cierto movimiento firme de éste daba a entender
que deseaba una localidad, el empleado le mostró la pantalla del ordenador
donde se veía la capacidad del aforo, estaba todo ocupado, no quedaba ni un
asiento vacío, se entristeció, sintió como si se apagarán algunas luces, como
si el destino lo privara de la aclaración de aquella incógnita; de repente, una
de aquellas butacas parpadeó y quedó vacía, era un lugar de preferencia, era el
palco del rey, no lo dudó y señaló en la pantalla la voluntad de reservar aquel
asiento, su dedo índice tembló varias veces, bien movido por la emoción o por
el nerviosismo, pagó con tarjeta, le dieron la correspondiente entrada y se
fue, se cercioró de la fecha y la hora del espectáculo, era el día 8, aquel
mismo día, a las 8 de la tarde, pero aquello fue una ráfaga y nada más; hasta
las 8 de la tarde no quería saber nada de lo que iba a ver y a escuchar. Sintió
debilidad y comió una salchicha en un puesto callejero, le supo a gloria, bebió
una cerveza y también le supo a gloria, se sentía en la gloria, el haber
conseguido aquella localidad para poder presenciar un espectáculo que iba a
aclarar la incógnita de aquellas cifras que lo perseguían los últimos días, le parecía
una ironía del destino. Se sentó en un banco para reposar un poco lo que había
deglutido, había comido demasiado rápido y bebido también; era la primera vez
que compraba una entrada para un espectáculo sin saber qué era lo que iba a
ver, pero eran precisamente esa ignorancia y esa ecuación lo que despertaban en
él un interés muy especial. Allí sentado, tranquilizó su exaltación y contempló
pasar a la gente; envuelto por el frío y acurrucado por el calorcillo que le
proporcionaba su chaquetón entró en un estado de sopor y sintió un profundo
silencio que lo aislaba del bullicio de la calle, se sintió un punto solitario
en un espacio indeterminado, se dio cuenta de que estaba perdido, abandonado a
la intemperie, en su mente busco un árbol para cobijarse, no lo encontró.
Aquella imposibilidad lo reavivó y miró hacia un lado y hacia otro, como si
estuviera buscando a alguien advirtiendo la realidad de un país ajeno, de una
ciudad ajena. Miró el reloj y aún quedaban algunas horas para la hora de la
función, decidió caminar, recorrió lentamente las calles del casco antiguo de
la ciudad, de vez en cuando se paraba delante de algún monumento, lo
contemplaba sin prestar una atención especial, más bien como descanso y
proseguía su camino, oyó unas campanadas que le sobresaltaron, venían de muy cerca, el sonido lo guió y se
encontró con la catedral, o al menos eso supuso por lo importante de su fachada
y torres; no lo dudó, entró y se sentó en uno de los bancos, lo heló el
silencio, apenas había luz en el interior, a través de los ventanales poca
claridad se dejaba pasar, unas cuantas velas diseminadas por algunos altares
marcaban pequeños focos de luz, se sentó con los brazos cruzados y las piernas
juntas, después un poco más separadas, con ellas hacia la izquierda y hacia la
derecha, apoyó las manos en el regazo y sintió que no se sentaba bien, que no
encontraba la posición correcta de su cuerpo, se sintió incómodo, hacía tiempo
que no entraba en un lugar sagrado, podía ser la falta de costumbre también, se
tranquilizó y permaneció en silencio durante un buen rato; con la cabeza
inclinada reflexionó sobre su vida, nada en especial, muchos de ellos eran
pasajes sin importancia, anécdotas que algunas lo llevaban a esbozar una
sonrisa, y sin embargo, no se sentía bien, o mejor dicho, no se sentaba bien;
miró a su alrededor y vio a una mujer arrodillada absorta en un profundo rezo,
le entraron ganas de hacer lo mismo y la imitó, se arrodilló, junto las manos
en señal de oración e inclinó la cabeza tanto que en vez de dar muestras de
recogimiento más bien parecía que se había quedado dormido; permaneció así un
buen rato, aquella posición le pareció cómoda, o si bien no era tan cómoda, al
menos su cuerpo había encontrado sosiego. En consonancia con las circunstancias
trató de orar, pero en su mente no encontró ninguna plegaria u oración y se
quedó en silencio, con su silencio, con su conocido silencio, dejó que el frío
del recinto lo calara hasta los huesos; aquél no era un frío normal, era un
frío de siglos, se quedó inmóvil, quería sentir que el tiempo afectase a su
cuerpo, cualquier movimiento brusco podía alterar aquella percepción, el estar
de rodillas le aportaba una sensación de paz, de perdón, aunque ésta última no
sabía el porqué; con las manos unidas a imitación de la mujer, levantó el
rostro y lanzó una mirada global a aquel espacio interior, una vez concluida se
levantó y salió, en su mente no se había formulado ninguna frase acorde con la
intencionalidad del lugar: ni una súplica, ni un arrepentimiento, ni un deseo,
ni una plegaria, ni un agradecimiento estaban en sus intenciones. Al salir a la
calle se despabiló sacudiendo los pies y ajustándose el chaquetón y siguió
caminando, caminando, caminando, caminando, caminando, caminando, caminando,
cavilando, cavilando, cavilando, cavilando, cavilando, cavilando, ca-minando,
ca-minando, ca-minando, ca-minando, ca-minando, ca-minando, minando las
distancias y se paró a contemplar un escaparate, era de ropa, no se fijó en
nada en concreto, no tenía intención de comprar nada, tampoco creía que fuera
el momento ideal, interrumpiría la finalidad de la caminata, perdería
continuidad; reanudó la marcha, la marcha, la marcha, la marcha, la marcha, la
marcha, la mata, la mata, la mata, la mata, la macha, la macha, la macha, la macha...De
repente oyó unos sollozos, miró a su alrededor, a la gente que pasaba junto a
él y no vio indicios de ningún lamento, bajó la vista y halló la causa: un niño
se había perdido, se enterneció con él y se puso a su misma altura, trató de
consolarlo y con un pañuelo le secó las lágrimas; no le dijo nada, quizá por un
momento hubiese roto la promesa de no hablar, pero en realidad no se le ocurría
nada, tampoco le entendería, hablaría otro idioma, se ayudaría de la mirada y
los gestos; el niño dejó de sollozar, sus ojos seguían llenos de lágrimas, a él
también le pasó lo mismo, al contemplar aquel rostro infantil lo percibió a
través del agua, como adulto se supo contener y el cauce de lágrimas no
desbordó sus ojos, le dio la mano para que con el tacto la condición de
extravío perdiera en intensidad, ambos sintieron una sensación recíproca, por
unos instantes, él, aquella “su perdición” estaba a buen recaudo, se sintió tan
niño como él. A su lado apareció un adulto, él lo miró, por la edad aparentaba
ser su abuelo, tan pronto como el niño lo vio se le acercó, se dijeron algo, no
los entendió y se alejaron como abuelo y nieto confraternizando como tales; su
mano quedó vacía, agachado durante unos instantes esperó que aquel hueco se
llenase con algo, desistió y se levantó, en medio de la calle permaneció
desorientado mirando para todas partes, después de un rato volvió en sí, es
decir, se reestructuró y se dio cuenta de que posiblemente podía ser la hora de
la función; había anochecido y enfriado la temperatura, la calle parecía
distinta, con todas las luces ya encendidas y la claridad que desprendían los
escaparates se creaba un ambiente acogedor; miró el reloj y advirtió que aún le
sobraba tiempo, decidió seguir caminando y dirigirse al recinto a pie, no sabía
exactamente dónde estaba, pero tenía la sensación de que el teatro de la ópera
no se encontraba lejos; se dejó orientar por un flujo de personas que iban
hacia una misma dirección, efectivamente todas aquellas almas confluían en una
gran plaza; en calles contiguas también se daban las mismas circunstancias,
todos se dirigían a la entrada del teatro, contempló por última vez la gran
pancarta donde se exponía aquella ecuación, dentro, por fin, descubriría la
gran incógnita; todas aquellas almas empezaron a entrar a través de varias
puertas, él enseñó su entrada, algo le dijo el hombre que verificó su tique, no
lo entendió, tampoco le había prestado mucha atención, pero por lo que en él se
indicaba, su asiento era fácil de encontrar; antes de subir unas escaleras
cogió un folleto, el programa de mano, no lo miró, quería estar sentado en el
palco del rey para descubrir la sorpresa de lo que le deparaba. Dejó el
chaquetón en el guardarropa, se cercioró del palco que le correspondía y antes
de entrar, se quedó inmóvil delante de la cortina que separaba el acceso al
interior o al exterior de su palco; dependía de cómo se mirara, en su mente
hubo una confusión entre interior y exterior, entre izquierda y derecha, entre
arriba y abajo, entre adelante y atrás. Se dejó de pamplinas, cogió la cortina,
respiró profundamente, irguió la cabeza y por primera vez fue rey de sí mismo; había
más gente en el palco, la ignoró, agarró su cetro, su programa de mano
enrollado y se sentó. El público empezaba a llenar los palcos, la vista del
escenario era magnífica y sintió silencio, su propio silencio; con su voz en
reposo tuvo la sensación de que su oído se agudizaba, como si todos sus
sentidos se centraran en él; su percepción auditiva estaba dispuesta a captar
sus sentimientos más íntimos, en un instante por su mente pasaron
acontecimientos de su vida en ráfaga queriéndose concentrar y preparar para los
próximos momentos, algo se iba a resolver, algo iba a dar sentido, a
sincronizar con su existencia, se despojó de banalidades y se centró en su
futuro inmediato; el aforo estaba al completo, los palcos estaban abarrotados
de público, se asomó por encima del balcón y sintió el vacío y con él el
vértigo, se retiró y se sentó correctamente, erguido, pero cómodo; los músicos
ya habían ocupado sus asientos y el escenario empezaba a llenarse con los
miembros del coro, eran cientos de personas que se concentraban en el escenario
de la vida; con una seguridad matemática apostó que serían mil, no los había
contado, pero sí, estaba seguro de que serían mil, cogió su cetro desenrollado,
su programa de mano y leyó la primera página: Mahler sinfonía n. 8 en mi bemol
mayor, “Sinfonía de los 1000”, volvió a leer: Symphony n. 8 in E flat major “Symphony
of a Thousand”, volvió a leer: Symphonie n. 8 en mi bémol majeur “Symphonie des Mille” , volvió a leer: 8
Sinfonie in Es-Dur “Sinfonie der
Tausand”, volvió a leer: Sinfonia n.8in mi bemolle Maggiore “Sinfonia dei
mille”...Dirigió la vista al director, estaba a punto de dar la entrada a la
orquesta, pronto entró el coro irrumpiendo con un: “Veni, creator spiritus, mentes tuorum
visita...” Ven espíritu del creador, visita las mentes de tu gente...Al oír
aquello supo que la ecuación era perfecta. No deseó nada, ni vivir ni morir, al
llegar al coro final, al coro místico, se agarró con todas sus fuerzas a un
dulce susurro que se fue ampliando hasta culminar en una explosión de sonido;
entonces el tiempo se paró y él “se perdió” en el tiempo.
Ewig= eternamente,última palabra y final de la “Canción de la tierra” de G. Mahler. En este blog aparecerán flujos de conciencia de personajes de ficción que harán un viaje de introspección, en un tiempo ínfimo de esa eternidad, acompañados por la música o su propio silencio; un viaje de descubrimiento de sí mismos ampliando así aspectos desconocidos de un ser humano.
jueves, 31 de mayo de 2018
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