Árboles en invierno 29- M. Velasco |
MORS
Loio de Sisoi era la sencillez personificada, la
vejez personificada, la bondad personificada..., todas esas cualidades
positivas que ennoblecen al ser humano las poseía ese hombre enjuto, lento de
movimientos, torpe en las labores cotidianas del campo debido a su avanzada
edad, con una mente y sus cinco sentidos lúcidos aunque no tan agudizados a
causa de los años, dócil y respetuoso con las normas sociales con las que le
había tocado vivir y que había acatado sin la más mínima vacilación, viudo por
el destino y padre y abuelo en la distancia; Loio vivía solo o solo vivía Loio,
también podía decirse ¡qué solo vivía Loio!, pero esa especie de lamento que
surge de la exclamación es injustificado; a primera vista estaba solo, sin
embargo, Loio no se sentía solo; durante toda su vida y desde su primera
infancia, él se había criado en el campo, lo había trabajado y de la tierra
había extraído su fruto, que le había proporcionado manutención y medios para
criar a sus hijos. La naturaleza: los árboles, las plantas, el arbusto más
insignificante y esa tierra a la cual todos estaban sujetos, inclusive él,
enraizado en ella, eran su hábitat. La vida fuera de aquel entorno era
impensable. Muchas veces se había preguntado por qué sus hijos no habían
sentido ese apego hacia su tierra habiendo crecido en ella, tampoco le parecía
mal que se hubiesen ido a la gran ciudad, la juventud siempre está dispuesta a
conocer mundo y allí se quedaron. Loio de Sisoi nunca sintió curiosidad por lo
que había más allá de su pequeño mundo, se diría que nació para encajar en él y
así fue. Su tierra lo absorbió y se dejó conscientemente, hasta podía
camuflarse con ella. Cuando trabajaba en el campo el sol quemaba su piel, el
color que ésta adquiría era el mismo que el de aquella tierra que removía su
sacho y si tocaba la piel se incrustaba en sus porosidades y pliegues formando
un tacto áspero que ni el mejor jabón era capaz de quitar. Loio era muy mayor,
muy anciano, así lo sentía, la vida le pesaba como una fuerte carga, caminaba
tambaleándose, si aceleraba el paso tenía que pararse para recobrar aliento. Aunque
se ayudaba de un cayado para no caerse, a veces su equilibrio peligraba y tanto
podía desplomarse hacia la izquierda como la derecha hacia delante como hacia
atrás. Reconocía que la vejez estaba llena de impedimentos, pero continuaba con
su rutina si bien a un ritmo mucho más moderado: daba de comer a sus animales,
trabajaba algo la tierra. Se había quedado con un huerto pequeño, el resto de
las propiedades estaban a monte, en algún tiempo las había arado y sacado fruto
de ellas, ahora su capacidad física le impedía realizar semejante esfuerzo; aun
le costaba mucho atender aquel rectángulo de tierra con el que se había
quedado, a duras penas sacaba adelante aquellas patatas, lechugas,
tomates...que a pesar de su pequeña cantidad requerían energía y trabajo para
que su fruto abasteciese su consumo personal. ¿Y sus animales? ¿sus gallinas,
cerdos y conejos, su vaca y su perro? Todos contribuían con su producto a su
sustento; podía decirse que Loio estaba bien alimentado, al menos todo lo que
ingería era natural, la palabra artificial allí no encajaba. Pero aparte de
todo esto, los animales le proporcionaban una gran compañía; a la aldea en la
que vivía apenas le quedaban habitantes; hacía tiempo que había enviudado, sus
hijos se habían ido a la gran ciudad y venían a visitarle casi todos los
veranos, se alegraba de verlos porque sabía que eran parte de él, sin embargo,
se daba cuenta de que, pasados unos días, eran auténticos desconocidos, que
irrumpían en su vida con sus costumbres cosmopolitas y de que su tranquilidad
se resentía, pues el bullicio se imponía a lo cotidiano, él estaba acostumbrado
al silencio de su hogar, como mucho éste sólo era alterado por el mugido de la
vaca, un ladrido, el cacareo de alguna gallina y poco más, sonidos que
matizaban aún más ese silencio. De golpe la llegada de sus nietos pequeños y de
algún biznieto trastocaban su paz. Loio de Sisoi se había vuelto un hombre
silencioso, como su entorno; el paisaje que le rodeaba era muy frondoso: los
castaños y robles pululaban en todas partes, algunos de ellos hasta eran
centenarios, había dos o tres huecos, le gustaba meterse en aquel vacío que había
dejado el tronco, era como meterse en las entrañas de la naturaleza, permanecía
allí durante algún tiempo, al cobijo, al calorcillo y deseaba pensar no como un
hombre sino como un árbol; le entraban unas terribles ganas de hablar, eran
frases inconexas, sin sentido, pero en la forma de pronunciarlas había cierta
armonía y ternura, se dejaba llevar por el tacto y en toda la naturaleza que
tocaba transmitía una caricia. Loio hablaba con los animales, con sus animales,
todos tenían un nombre, les soltaba largas parrafadas que nunca llegaban a nada
concreto, se miraban perplejos y al comprobar que nadie había entendido nada,
él intentaba de nuevo ponerse en comunicación con ellos emitiendo unos vocablos
onomatopéyicos según el animal a quien se dirigiera, al verse correspondido se
alargaba la conversación desgañitándose en ladridos y mugidos, en cacareos no,
porque sus cuerdas vocales no daban para más. De tanto empeño hasta enronquecía
a veces. Siempre llegaba a la conclusión que el comunicarse con los seres
humanos le había resultado “dificilillo”,
sin embargo, con los animales, a pesar del esfuerzo, ambas partes
experimentaban una corriente positiva, o sea, una corriente más animal, o sea,
más animallll, osá, más animaaalllllllllll. Otros con quien se comunicaba muy
bien eran sus nietos más pequeños y también tenía algún biznieto cuya corriente
era recíproca, o sea, una corriente más infantil, o sea, más infantilllll, osá,
más infantiiiilllllllll. Los veía poco, en verano y para eso no todos los
veranos, por eso, a nivel de entendimiento tenía más costumbre de estar con sus
animales que con sus nietos. Les ladraba, les mugía, les cacareaba con mucha
entrega, aunque nunca lo conseguía, les hacía el cerdo, les ponía morritos como
los conejos y estos niños se desternillaban de risa porque los niños de ciudad
no están habituados a lo “enxebre”, a
lo simple. Sisoi ya había perdido aquella madurez de adulto, medio fingida y un
poco llevada por los convencionalismos sociales. Si bien antes se dejaba llevar
por el cerebro, ahora era su corazón el que imperaba y el que dejaba hablar a
la franqueza, rechazando todos aquellos prejuicios que se interponían ante
cualquier acción sincera y espontánea ocasionando que ésta fuese fingida y
contraria a su voluntad. Ahora daba rienda suelta a una sinceridad propia de la
infancia o de una vejez avanzada en donde las facultades mentales gozan de un
inocente desatino. Durante sus años de madurez fructífera y coherente se había
portado como un padre y esposo ejemplar, nunca había cometido ninguna locura,
todo había transcurrido dentro de los cánones de la normalidad; ahora que se
encontraba libre de ataduras, sus emociones se desenvolvían más libremente y
con el toque de la edad se desinhibían con enorme naturalidad. Loio de Sisoi sabía
que era un hombre mayor, vivir cada día suponía un regalo de los dioses y
también una prueba de superación en cualquier tarea que llevase a cabo; se
encontraba muy limitado, torpe y pesado, cualquier trabajo que realizara, por
muy simple que éste fuera, siempre sumaba una pesada carga anímica y se daba
cuenta de que su naturaleza fallaba, de que estaba llegando a un límite, a su
límite, y, sin embargo, no lo invadía la tristeza, su entorno estaba lleno de
vida, las estaciones del año cambiaban renovándose en cada una de ellas la
flora y fauna, naciendo y muriendo, pero siempre en un cambio perpetuo; todo
esto lo fortalecía y al mismo tiempo lo empujaba a reflexionar sobre un
principio y un final; advertía que en cada estación, fuera la que fuese, había
como una especie de rebeldía incontrolada por parte de la naturaleza; a él le
gustaban todas, todas poseían su encanto, trataba de vivirlas lo más
intensamente posible, igual que cualquier joven sus excesos, aunque por su edad
se sentía mas vinculado con el otoño y sobre todo con el invierno. Los
habitantes de su pueblo, Conforto, habían menguado en cantidad: los más jóvenes
habían emigrado hacia la ciudad y los más ancianos ya habían fallecido, los que
quedaban, como él, formaban parte de unas reliquias humanas también próximas a
la extinción. Apenas había relación entre ellos, los problemas de convivencia
habían deteriorado el trato y podía decirse que vivían aislados, ignorándose
mutuamente. Ante tanta desolación Loio se reafirmaba en su apellido y repetía
muchas veces en voz baja Sí-soi, Sí-soi, Sí-soi, Sí-soi, Sí-soi... se sentía
habitante, un ser existente en su pueblo. En verano y un poco en navidades se
advertía la presencia de gente nueva, todos descendientes de antiguos
moradores, la sorpresa de la novedad durante algunos días, pero los allí
residentes se daban cuenta de que estaban sujetos al abandono. A decir verdad a
Loio no le importaba, era plenamente consciente de su destino y de su elección
al elegir llevar su vida allí, recibía a sus hijos siempre con los brazos
abiertos y trataba de hacerles llevar una existencia estival lo más cómoda y
feliz posible dentro de sus posibilidades, las comodidades de las que venían
eran impensables en la casa del pueblo; indudablemente ellos creían que su
padre vivía en unas condiciones si no infrahumanas, algo parecido; en alguna
ocasión, mientras charlaban con él, que era pocas veces, ya que los temas de
actualidad a tratar con su padre eran nulos, pues el conocimiento del mundo
exterior y sus circunstancias le traían sin cuidado, habían dejado caer la
posibilidad de llevárselo con ellos a la gran ciudad; las insinuaciones
debieron ser una o a lo sumo dos, no hubo nunca una tercera, tan pronto Loio de
Sí-soi captaba la indirecta su boca enmudecía quedando sellada, su mirada se
llenaba de furia capaz de desprender unos dardos lanzados directamente al alma
humana, sus manos se contraían en puños y sus pies se enraizaban al suelo que
pisaban, ante aquella actitud el lenguaje perdía su consistencia y el silencio
anulaba cualquier indicio de insinuación. El había nacido allí, él quería morir
allí. Si bien la palabra morir no se había pronunciado, la muerte hacía acto de
presencia en el cuerpo de aquel hombre. Sus hijos nunca entenderían su actitud,
aquel apego hacia la tierra, aquel cariño hacia toda la naturaleza; ellos eran
gente de asfalto y el mundo y la vida la interpretaban de forma distinta. Una
vez finalizadas las vacaciones regresaban a su hogar y Loio se sentía más
relajado, aunque en él afloraban sentimientos contradictorios: por una parte la
ternura que sentía hacia ellos y sobre todo hacia la gente menuda y por otra
aquella amenaza remota a apartarlo de su tierra; esperaba que su posición
hubiese quedado clara, pero debido a su edad y a la merma de sus facultades
temía ser engañado. Hiciese buen o mal tiempo Sisoi siempre salía a dar una
vuelta por el bosque acompañado por su perro fiel Vedró; los dos experimentaban
los cambios de estación mejor que nadie, se paraban a contemplar cualquier
nimiedad en la vegetación, cualquier animalillo o pájaro llamaba su atención y
él se daba cuenta de los infinitos cambios de los que estaba rodeado, lo
importante que eran en la evolución y la discreción con que se llevaban a
efecto; Loio también advertía la cantidad de metamorfosis que había
experimentado a lo largo de los años, desde su nacimiento hasta el momento
actual, mirando atrás casi ni se reconocía y sin embargo, siempre había sido
él: Si-soi había florecido, madurado y se había marchitado, todo un ciclo, el
ciclo de la vida, el ciclo de la vida, vida, vida, vida, vita, vita, vita, vie,
vie, vie, vía, vía, vía, vía, vía, vía... una vía entre la vida y la muerte. La
muerte daba paso a la vida. La vida daba paso a la muerte. Loio de Sisoi estaba
inmerso en aquel universo, por lo tanto ante cualquier persona que tratase de
apartarlo de ese hábitat, él se declararía en “rebeldía”; en un principio
cuando aquel vocablo surgió en su mente le pareció algo ajeno a sí mismo,
siempre tan dócil y cumplidor de las normas establecidas, con el tiempo y a
base de repetirlo lo asumió no sólo como sonido sino como hecho y estaba
decidido a llevarlo a la práctica, a veces temía que le faltase el arrojo
suficiente y sin embargo confiaba plenamente en que llegado el momento
aquella “rebeldía” sería absoluta. Loio
hacía tiempo que se sentía muy cansado, levantarse cada mañana suponía un
esfuerzo sobrehumano más bien en lo físico, en lo anímico, pensar en toda
aquella belleza que le rodeaba lo impulsaba a salir al bosque con su perro a
vivir la estación en curso y disfrutar de ella, pero aquellas ganas de vivir
estaban presas en un cuerpo torpe, falto de energías; aunque en su mente todo
aún seguía floreciendo, en su cuerpo todo se iba apagando. Cuando se
despertaba, aparecía con las manos cubriendo el rostro, era como si de una
forma inconsciente se negara a ver el mundo, una vez que abandonaba la torpeza
del despertar, se daba cuenta y se afanaba a retirarlas, abría los ojos y la conciencia le indicaba que estaba ante un
nuevo día. Hacía ya tiempo que observaba su forma de enfrentarse a la vida y si
bien ganas no le faltaban sabía que todo se estaba acabando, era ya algo
asumido y algo que diariamente le estaban recordando aquella flora y fauna
circundantes. Era algo justo, sabía que se tenía que morir, pero ¿de qué?; para
la edad avanzada que tenía Loio gozaba de una salud aceptable, pocas veces
había ido al médico, y no por iniciativa propia, siempre habían sido sus hijos
quienes lo habían empujado; a regañadientes había pasado por varias consultas
consiguiendo en ellas prohibiciones y recetas médicas en abundancia que ni unas
ni otras cumplía, unas porque le parecía que atacaban su libertad y otras
porque al cabo de varios días se descontrolaba y no sabía qué pastilla o
cápsula correspondía, si antes o después de las comidas, por la mañana, por la
tarde o por la noche y también había alguna para antes de dormir. Cortaba por
lo sano, los consejos médicos los olvidaba y los medicamentos los dejaba de
lado ante tanto mareo. Cuando su cuerpo desvariaba en alguna parte, se iba al
bosque y recogía ciertas hierbas que conocía, se preparaba un brebaje, le abría
la boca y se lo tragaba; si surtía efecto sólo él lo sabía. En ese aspecto Loio
de Sisoi siempre había sido muy, muy primitivo. Uno de sus pasatiempos
preferidos, que consideraba un lujo, era caminar por el bosque con su perro
Vedró, contemplar aquellos castaños centenarios con toda la vegetación a su
alrededor y después de aquella pequeña caminata sentarse a descansar sobre una
roca o tronco de árbol; todas esas vivencias insignificantes lo empujaban a
pensar, a reflexionar; sentado acariciaba a Vedró y le hablaba en voz baja,
éste lo escuchaba atentamente, lo mismo que todas aquellas plantas y árboles
que poblaban el bosque, eran confesiones íntimas que ya no tenían cabida en su
corazón y necesitaban exteriorizarse; sus testigos eran mudos, no le importaba,
al menos tenía con quién compartir sus inquietudes, aunque fuera en silencio.
Loio hacía tiempo que no se encontraba bien, existía un inconformismo en su
interior, una especie de rebeldía contra la vida, contra su vida; nunca le
había dicho nada a nadie, es decir, a sus hijos ni una palabra, dirían que papá
estaba chocheando y nunca más lejos de una chochez, estaba claro que nunca lo
entenderían, se lo llevarían, lo ingresarían en una residencia de ancianos y
allí se consumiría, pero eso nunca ocurriría. JAMAIS,
JAMAIS, JAMAIS. En el bosque hablaba claro y no era porque sus
testigos fuesen mudos, allí le hablaba a la vida, con un principio y un final y
esa vida lo comprendía porque ambos se expresaban en un mismo leguaje. Loio de
Sí-soi quería morirse. Ante sí no había futuro, podían quedarle días, algunos
meses y tal vez un año, o dos..., pero no muchos más, ¿qué iba a esperar de su
avanzada edad?. Esperaría a que un día tomase la decisión de apartarse del
mundo, abandonaría su casa, le abriría la puerta a todos sus animales, se
llevaría a Vedró con él y se adentraría en el bosque, no soportaría la soledad
sin su fiel amigo. Loio iba madurando la idea en su mente como cualquier fruta
en el árbol, sabía que una vez llegada su plenitud se desprendería de él, sabía
que cuando su idea se hubiese completado, habría que llevarla a cabo. Y él
seguía disfrutando de cada instante, de cada momento con sus tareas cotidianas.
Y llegó el invierno, frío, sin lluvias, con abundantes nieblas, espesas,
uniendo cielo y tierra, adentrándose en el bosque, haciendo la visibilidad casi
imposible; era como estar flotando en una nube, daba la sensación de que
aquella niebla lo envolvía y lo hacía invisible, él y su perro, tan pronto se
captaban sus siluetas en el espacio como desaparecían, y pronto se dio cuenta
de que su transfiguración estaba próxima; sabía que tenía que dejar paso a
nueva vida, su rebeldía ante lo convencional se haría sin ruidos, en silencio,
como la naturaleza en sus múltiples cambios: aparecer y desaparecer, aparecer y
desaparecer, aparecer y desaparecer, aparecer y desaparecer, aparecer y
desaparecer...parecer. ¿Adónde iría Loio? No lo sabía, la pregunta le
aterrorizaba, se llevaría con él a su fiel amigo Vedró, cada uno por sí solo no
funcionaría, ambos se harían compañía en su marcha, en una marcha infinita, sin
retorno. Como en un juego de magia desaparecerían, sus hijos se peguntarían
adónde se ha ido papá, papá había dejado un espacio libre para una nueva vida,
papá había dejado un hueco en uno de aquellos castaños centenarios, papá había
vuelto al útero de la creación, de allí saldría otra vida renovada. Loio de
Sí-soi había oído hablar de los vigilantes de la noche, sabía que pasarían por
el bosque cantando con voces profundas, proclamando la llegada de un recién
nacido, tanto él como Vedró se unirían a ellos, en su marcha, también él
cantaría, bien o mal, pero lo haría; se dio cuenta de que ante el dolor de la
despedida surgía aquella ilusión por cantar, este hecho contrarrestaba su
pesadumbre y lo animaba a emprender aquella marcha infinita. Un día de
invierno, un día cualquiera, pero de niebla densa, tan densa que impedía la
llegada de los rayos de sol a la tierra, privando a todo ser vivo que pisara
sobre la tierra, de su luz intensa, Loio se dio cuenta de que pertenecía ya al
mundo de las tinieblas, aquella niebla lo atravesaba, hacía de su cuerpo una
masa incorpórea y se convenció de que había llegado el momento de partir, se lo
comunicó a Vedró y éste arrimó su cuerpo contra su pierna, lo acarició y supo
que estaba de acuerdo. Estaba seguro de que su muerte no estaría dentro de lo
convencional, sus miedos a que lo apartasen de su entorno, a terminar sus
últimos días en un hospital rodeado de máquinas y cables se habían disipado; y
sin embargo, el miedo continuaba, ese miedo ante lo desconocido, éste había
mutado, era otro distinto; esa zozobra se apoderaba de todo su ser, confiaba en
la compañía de su perro y en las voces de los vigilantes de la noche cantando
su canción para que ese tránsito fuese lo más leve posible. El día de la marcha
ordenó lo mejor que pudo su casa, abrió ventanas y puertas y la niebla entró,
abrió también las puertas de los cobertizos donde estaban los animales y los
dejó en libertad, llegada la noche se puso un traje sastre que hacía tiempo se
había mandado hacer para ocasiones muy determinadas: bodas, bautizos,
entierros...era negro, por lo tanto el camuflaje estaba conseguido, cogió un
farol, encendió la vela en su interior y se hizo la luz, un pequeño espacio de
claridad surgió en la noche y en la densa niebla, así marcaba Loio su presencia
en las tinieblas; llamó a Vedró y con éste a su lado emprendió camino hacia el
bosque, como dos almas en pena, uno junto a otro con el farol en la mano;
contemplar aquella escena a cierta distancia era como contemplar una estrella
en la infinitud de la noche. Y Sí-soi llegó a su árbol, aquél que albergaba en
su tronco un enorme hueco, se introdujo en aquel vacío y se acomodó en él, a su
lado derecho fuera del tronco, se situó su perro, a la izquierda el farol. Loio
aguardaba la llegada de los vigilantes de la noche,
aguardaba...aguardaba...aguardaba, guardaba...guardaba...guardaba...guardaba la
esperanza de que en alguna parte dos enamorados se entregasen y que de aquella
unión surgiera una nueva vida. Acurrucado en aquellas entrañas de la naturaleza
Loio de Sisoi esperaba la señal para ponerse en marcha. Vedró ladró, ladró
Vedró. Simultáneamente, en la lejanía se oyó una canción y se vieron luces...
Los vigilantes de la noche se acercaban con sus faroles encendidos y su canción
se captaba a la perfección, él se unió a ellos, cantaría con ellos. L-o-i-o de
N-o-s-o-i sabía que había llegado su hora........
Ihr
Gatten,
die
ihr liebend euch in Armen liegt,
ihr
seid die Brücke,
überm
Abgrund ausgespannt,
auf
der die Toten wiederum
ins
Leben gehn!
Geheiligt
sei eurer Liebe Werk!
La mujer sin sombra (R. Strauss)
¡Vosotros esposos y esposas,
que yacéis cariñosamente abrazados,
sois el puente,
a través del abismo,
sobre el cual los muertos
regresan a la vida!
¡sagrada sea vuestra obra de amor!
VITA
Lea de
Aguada era una mujer joven, de unos veinte años, guapa si se cuidara,
desconocía la coquetería, con un toque de ésta, sus encantos aflorarían, pero
lo malo es que se dejaba llevar por la dejadez; cualquier persona que la
tratara por primera vez se daba cuenta inmediatamente de que era un poco
atolondrada, este atolondramiento influía en cualquier acción o iniciativa que
tomara, no importaba lo que hiciera, ese algo de locura irreflexiva siempre
aparecía en el más mínimo detalle. Según el diccionario: atolondrar. (De a- y
tolondro) tr. aturdir, causar aturdimiento. Según el diccionario: tolondro-dra.
(De torondo)adj. aturdido, desatinado//2.m. Bulto o chichón que se levanta en
alguna parte del cuerpo, especialmente en la cabeza, de resultas de un
golpe.//a topa tolondro. Loc. Adv. Sin reflexión, reparo o advertencia. ¿Que
el aturdimiento que poseía Lea fuera a causa de un golpe en la cabeza a un edad
temprana? Podía ser, ¿Que tenía algún chichón en la cabeza? Era posible que sí
y más de uno también, aunque tampoco era algo obligado para ella fuera así.
Dejando conjeturas aparte, todos aquellos que la conocían desde siempre sabían
que su desatino era innato, genético, natural en una persona que desbordaba
vida y esa energía copiosa, rebosante en una mente joven hacía tambalear la
cordura. Lea gozaba de ingenuidad, algo tardía, eso sí, dándole una alegría y
un positivismo a todo lo que hacía. ¿Algo infantil? Pues también. ¿Buena? Pues
también. ¿Pícara? Pues también. ¿Gamberrilla? Yes, of course.
Daba la sensación
de que tanto sus cualidades positivas como negativas no hubiesen llegado en el
momento adecuado, lo que hacía alterar un poco su comportamiento, pero todo se le
disculpaba. Era atolondrada, era a-to-lon-dra-da, era a-to-lon-dra-to-da, era
to-da-a-lon-dra, era toda alondra, era toda una alondra. Según el diccionario:
alondra. (Del lat. alaudula, d. de alaudula) f. Pájaro de 12 a 20 centímetros
de largo, de cola ahorquillada, con cabeza y dorso de color pardo terroso y
vientre blanco sucio. Es abundante en toda España, anida en los campos de
cereales y come insectos y granos. Se le suele cazar con espejuelo.
Según el diccionario: espejuelo: Trozo curvo de madera de unos dos centímetros
de largo, con pedacitos de espejo y generalmente pintado de rojo, que se hace
guiar para que, a los reflejos de la luz, acudan las alondras, que así se
cazan fácilmente. Lea era una joven de campo, es decir, que su corta vida
la había pasado en el campo rodeada de animales; sus padres poseían una pequeña
granja y ella se había acostumbrado a tratar con ellos desde su más tierna
infancia; aparte del conocimiento que había adquirido con el contacto diario,
también sabía sobre plantas ya que aquella granja estaba rodeada de una
naturaleza rica en variedades; desde muy pequeña y asesorada por su abuela las
mezclaba resultando unos remedios caseros para cualquier achaque. Su abuela
había sido el vínculo con todo aquel contorno; sus padres, dedicados en su
totalidad al trabajo agrícola y ganadero, la habían dejado en sus primeros años
al cuidado de la abuela, fue entonces cuando supo lo que era andar libre,
“suelta”, el desconocimiento de unas ataduras, de un comportamiento sujeto a
normas que más tarde influiría en su rendimiento escolar. La escuela a la que
asistió Lea quedaba un poco lejos de su hogar, su abuela era la encargada de
llevarla a una parada del camino y allí un autobús la recogía transportándola
al centro educativo. Su vida escolar fue muy corta, ingresó a los siete años y
abandonó los estudios a la edad de dieciséis. Durante este periodo de tiempo
pasó de todo, y pasó de todo en el sentido más amplio del término, la guerra
encarnizada que sostuvo Lea con los libros y los libros con Lea fue atroz: estar
sujeta delante de uno de ellos le producía desasosiego, un sarpullido en el
alma que hacía que le picara todo, tener que memorizar algo y lograrlo era como
vencer una batalla, pero bueno lo de memorizar aún lo llevaba dentro de lo que
cabe bastante bien, sentía curiosidad por la historia, cuando en literatura
tenía que leer algo le atraían las vidas de los personajes, lo que les
acontecía, tan pronto como tenía que entrar en análisis semánticos la
desesperación se presentaba en forma de baile de San Vito, cuando se topaba con
los números la guerra era total, los odiaba a muerte, por lo tanto, se propuso
acabar con ellos, su relación con éstos: sumar, restar, multiplicar y dividir;
todo lo que saliera de las cuatro reglas era una condenación. Sin embargo, muy
en secreto y aunque pareciese mentira debido a esa demostración de aversión
ante cualquier manifestación numérica, sentía cierto regustillo hacia las sumas
(dentro de su relación con las cuatro reglas, que podía calificarse de pasable,
a fin de cuentas no dejaban de ser números que frente a cualquier complicación ella
mostraba las uñas y rechinaba los dientes), éstas le gustaban siempre que no
fueran muy complicadas; contaba por los dedos, esto le encantaba, podía decirse
que este hecho era como un oasis de respiro en su limitado mundo numérico, era
como estar tocando el piano, a veces hasta aceleraba y sus dedos se
desenvolvían con agilidad. Las cuentas de casa las llevaba ella. Cuando sus
padres la observaban, se quedaban pasmados ante el movimiento de los dedos, el
farfullar de cifras y el dominio que parecía tener con las matemáticas. Pero la
realidad era otra, aunque parezca duro de decir, Lea de Aguada no valía para
los libros, en otras palabras, era muy dura de mollera. Su periplo escolar
terminó como tenía que terminar: escocida por los libros. Si bien las cualidades
intelectuales de Lea no eran mucho de ensalzar, como trabajadora poseía una
desenvoltura para realizar las tareas del campo muy loable, en cualquier
trabajo agrícola o ganadero que se llevaba a cabo en la granja, una vez que
hubo abandonado la escuela, ella colaboraba y ayudaba a sus padres que la
dejaban un poco tomar las riendas, comprobando al mismo tiempo lo bien que lo
hacía. Pronto llegaron a la conclusión de que su hija estaba hecha para la
acción y no para la reflexión. En un principio su idea era enviar a Lea a la
ciudad, creían que allí podría labrarse un futuro, tendría más oportunidades de
trabajo..., pero vistos sus escasos estudios, su atolondramiento, que en la
ciudad y por falta de costumbre se vería aumentado, les pareció más oportuno
que ésta se quedara en la granja y ya que se le daban bien las tareas del campo
no había más que hablar. Lea de Aguada podía decirse que era feliz en su
entorno, abandonar la escuela para ella había sido una auténtica liberación,
aquella sujeción a los libros era superior a sus fuerzas, sabía que el trabajo
agrícola exigía también unas obligaciones, pero ella decía que “eso era otra
cosa”; estar en espacios abiertos rodeada de toda aquella vegetación e incluso
de animales le daba más libertad de acción que estar sentada, mejor dicho atada
a un pupitre. Le encantaba pasear sola por el bosque, sobre todo al alba y a la
hora del crepúsculo, tenía la sensación de que aquellos árboles: castaños,
chopos, robles... cobraban vida. Los años que habían pasado por ellos le
transmitían un tiempo pasado, que si bien se contemplaba con respeto la ubicaba
también en su momento actual. Recogía hierbas y cuando llegaba a casa las
clasificaba en un orden y en una categoría que solamente su abuela y ella
sabían y mantenían en secreto. Lea casi no había hecho amistades en el colegio,
si había hecho alguna, poco tiempo había durado, el abandonar la escuela había
interpuesto un distanciamiento y un cambio de vida que hubiese sido difícil
mantener, allí había intimado con dos amigas que habían sido su paño de
lágrimas en sus vicisitudes escolares y que, en ciertas situaciones, la habían
ayudado a salir de varios entuertos que por sí sola le habría sido difícil
solventar. Mantuvo el contacto esporádicamente, después ellas marcharon a la ciudad
a continuar sus estudios y la amistad se fue diluyendo en un buen recuerdo. Sus
padres y su abuela eran los únicos seres con los que ella mantenía una relación
directa; a veces sentía que caía en unos pozos de soledad, cuando llegaba ese
momento se dirigía al corral y prestaba oído al gorjeo, cacareo que pollos y
gallinas mantenían entre sí; eso la extraía de aquel pozo y la situaba en un
mundo interrelacionado, cuando permanecían en silencio ella los tentaba y tanto
los gallos como las gallinas se espantaban empezando a cacarear, había algún
gallo que se desgañitaba llegando a la ronquera. No sabía el porqué, pero a
veces sentía ganas de chinchar a alguien que casi siempre era el gallo; entonces
se quedaba aliviada. Lea nunca había madurado como persona, a sus veinte años
aún conservaba un infantilismo que le proporcionaba su atolondramiento, su
dinamismo era un derroche de vitalidad, de ganas de vivir, de transmitir vida;
sus acciones a pesar de cierta torpeza estaban llenas de entrega, de buscar en
algo o en alguien una realización, una cooperación en donde poner en práctica
aquel exceso de vida. Vagaba por los bosques y campos y se dejaba arrastrar por
su belleza, admiraba sus múltiples cambios a través de las estaciones del año;
sentía que ella también tenía que colaborar en aquella transformación, que su
cuerpo diera vida, y desde entonces Lea decidió cambiar, mejor dicho
transformarse y nada mejor para empezar que modificar su nombre y apellido,
evolucionarían según sus estados de ánimo. Y llegó la primavera y el verano, y
en estas estaciones ocurren cosas que no ocurren en las otras dos: cosas
propias, casas propias, casos propios, ascos propios, sacos propios, oscas
propias...una alteración de los sentidos en su “sentío” más amplio. Lea de
Aguada, Lea de Alauda: Agauda, Aluada. Aduaga, Adaula...Y a Lea le llegó el
amor, sin querer, sin tener que irlo a buscar, entró en su pequeño mundo, en
aquel mundo reducido a sus padres y abuela, a los animales de la granja y a la
inmensa naturaleza que la rodeaba; un día de primavera radiante de luz,
temperatura cálida y sombra acogedora, porque fue en el bosque donde se topó
con Chorente de Berbetoros, su otra mitad: ½, caminando de repente se lo
encuentra y su corazón se convierte en cazador solitario, su soledad se ve
inundada por su presencia, un vacío se llena, un simple puzzle de dos piezas se
completa con la que faltaba, con la pieza que no aparecía, que estaba
extraviada. Lea vio agrandarse el mundo, vio que aquel bosque se expandía hasta
alcanzar límites insospechados y en el centro ellos dos, él y ella, ella y él,
Eliella, Ellaiel. Entre castaños centenarios sujetos a aquella tierra por
raíces posesivas, ellos dos, libres, se fueron aproximando hasta mirarse de
cerca, tocarse, encajaban.¿De dónde era Chorente? ¿Quién era? Ésas eran las
preguntas que cualquier curioso se podía formular. Eran dos respuestas muy
sencillas: provenía de un pueblo cercano y se dedicaba a la agricultura, tenía
aproximadamente la misma edad que Lea, su rasgo de carácter más destacable era
su bondad, se dejaba ir con facilidad, desprendía una paz interior que hacía cualquiera que estuviese junto a él se hallara
a gusto, era incapaz de hacer una mala ofensa; por eso, ante cualquier agravio
hacia su persona, era incapaz de reaccionar con agresividad, se quedaba
apocado, y ante este comportamiento la palabra “tonto” podía aflorar con
facilidad. En cuanto a su vida escolar, sus padres lo habían llevado interno a
un colegio de la ciudad creyendo que allí, alejado de las distracciones del
campo, iba a concentrarse en los libros; nunca estuvieron más equivocados,
igual que Lea, la guerra contra éstos pronto empezó, si bien ella aún sentía
cierta atracción hacia algunas asignaturas, él las detestaba todas, cuando se
ponía delante de un libro para estudiar algo, su mente instantáneamente se
bloqueaba y surgía un rechazo ante el papel blanco y su contenido. Por si esto
fuera poco, el estar interno le parecía como estar en una cárcel, no soportaba
encerrarse en su habitación fingiendo estudiar, era como estar en una celda.
Sus padres insistieron, pero al comprobar que durante un curso escolar Chorente
no había conseguido nada positivo, no había aprobado ninguna asignatura,
decidieron acabar con aquel calvario y se lo trajeron para el pueblo. Empezó a
ayudar a sus padres en las tareas del campo y con los animales, al ver que se
le daban bien y a pesar de su juventud, delegaron en él muchos trabajos y
responsabilidades quedando en parte aliviados de ciertas exigencias agrícolas y
ganaderas. Podría decirse que tanto la vida de Lea como la de Chorente eran
paralelas, Chorente también obligado por el aislamiento en que se hallaba la
granja de sus padres, había encontrado en la soledad de los bosques un refugio
y una evasión al mismo tiempo, pocas veces se reunía con unos amigos que tenía
en el pueblo, unos porque estudiaban fuera, otros porque trabajaban... los
horarios casi nunca coincidían y aquellas reuniones y partidos de fútbol que
celebraban se fueron distanciando y con ellos la amistad. La pareja formada por
Lea de Aguada y Chorente de Berbetoros situada en su contexto: en la inmensidad
del bosque, entre aquella vegetación exuberante era como una afrenta a la
soledad, cuando paseaban por aquel entorno se agarraban la mano fuertemente
como temiendo que aquella riqueza desbordante de la naturaleza pudiera
separarlos, apenas se hablaban, no sentían la necesidad de comunicarse; el roce
de las hojas de los árboles sensibles ante cualquier vientecillo o el gorjeo de
los pájaros les era suficiente para cubrir su silencio; se miraban, advertían
su mutua presencia por medio de la vista y el tacto y no se sentían perdidos.
Su mundo personal estaba reducido al trato con sus padres y a unos pocos
conocidos, allí ellos se encontraban en el centro del universo, un universo muy
personal y sólo de los dos; cuando se separaban, que solía ser por poco tiempo,
experimentaban una pérdida de identidad, como si esa unidad que habían creado
entre ellos, al estar alejados uno del otro perdiese cohesión. En las rutinas
diarias, en las exigencias que el trabajo conllevaba, cada uno en su lugar, la
mente del uno existía en la del otro, cualquier tarea que llevaran a cabo se
veía impregnada por la imagen del ausente transmitiendo seguridad y coherencia
a lo realizado. Si una de las características a destacar en la descripción de
Lea d’Alauda era su atolondramiento, en la de Llorente de Berbetoros era la de
una carencia de algo, la falta de un hervor, una falta de luces, no de muchas,
pero de alguna sí en su madurez como adulto. Si bien su bondad era destacable,
había acciones, situaciones que no encajaban dentro de lo que se entiende como
“normalidad”, es decir, “anormalidad”. Diccionario: a-. (Del gr. A priv.)
Prefijo que denota privación o negación. Pero el amor que todo lo subsana, supo
compensar las carencias de uno con las virtudes del otro y viceversa y como
resultado Lea in Chorente y Chorente in Lea “in
love”. Pocas veces iban a la ciudad y cuando iban era por motivos
burocráticos o médicos: al banco o llevaban a sus respectivos padres al médico;
algún sábado también habían ido, pero en otro plan, en plan de diversión. A
decir verdad ni a uno ni a otro les gustaba ir a pubs o discotecas. Si bien la
música les agradaba, encontraban demasiado ruidosos esos lugares. Acostumbrados
a vivir en espacios abiertos y silenciosos en donde los sonidos provenían
únicamente de la naturaleza, entrar en ellos significaba volverse locos y sin
contar las bebidas alcohólicas que podían tomar, eso ya los volvía locos de
remate. Había que reconocer que eran una pareja atípica, no representaban a los
jóvenes enamorados de su tiempo, no les importaba, estaban bien uno con otro,
era un mundo de dos, dos soledades en compañía. Lea era muy aficionada a los
brebajes, cuando paseaban por el bosque aprovechaba para recoger hierbas y
flores que mezcladas, según la orientación de su abuela, podían causar
cualquier efecto desde placentero hasta alucinógeno, también las había
medicinales, pero éstas las reservaba para casos concretos y más bien para
achaques leves en los que no había la necesidad de recurrir al médico. Al
principio Torente no era muy dado a esa clase de bebidas, pero Lae poco a poco
lo fue introduciendo en ese mundo de las hierbas encontrándole un gustillo
agradable, sobre todo cuando les echaba azúcar porque a él lo del dulce siempre
le había atraído, si no llega a ser por su añadido, algunos brebajes eran
intragables, su amargor revolvía el estómago…Dada la época: un verano
incipiente, la sed aparece con facilidad en cualquier momento, Ela siempre
llevaba consigo una botella con uno de sus preparados cuando iba al encuentro
de Cheronte en el bosque; aunque era un tiempo muy ocupado en las tareas del
campo, por la tarde encontraban un momento para juntarse, el calor arreciaba y
la sangre hervía, la carne se cocía, había que refregarse, aquella bebida venía
a aliviar aquel ardor desbordante que solamente una timidez y un pudor
inhibidos podían retener. Pero la “karne”
se descomponía con el calor del estío y Ale sintió un instinto natural de procrear,
toda la naturaleza rebosaba exuberancia y todo aquel exceso de vitalidad se
transmitía en el ambiente, a veces experimentaba sofocos, notaba en su interior
que algo la oprimía y necesitaba sacar al exterior aquello que no sabía
nombrar, aquel instinto feroz de tragarse el mundo. Los bosques han sabido
conservar cierto halo de misterio, el lugar donde se pueden ocultar espíritus
malignos y sobre todo de noche, al acecho de las gentes que transitan por
ellos, ésta es quizá la idea de cualquier persona que no conozca la vida
interior que acontece en un bosque; el bosque de Lea y Chorente era un bosque
normal, pero para ellos dos era, aparte de ser un bosque normal, un lugar mágico: lo conocían a la perfección,
conocían sus entresijos, allí pasaban sus momentos de distracción, en una
palabra, aquel era su mundo y éste no estaba poblado ni por espíritus malignos
ni por fieras salvajes que quisieran hacer daño a la gente. Para ellos no
existía el miedo, obraban con naturalidad y de buen corazón, por lo tanto no
esperaban recibir ni de nadie ni de nada una animadversión. Y llegó el momento
esperado, el momento anunciado, el momento en el que tanto el ambiente
circundante, es decir, la naturaleza en pleno como sus propias voluntades
clamaban su unión. Todo fue muy sencillo, como tenía que ser, las
circunstancias colaboraron perfectamente a que tanto Lea como Chorente se
entregasen en cuerpo y alma: fue un día de semana, no un fin de semana, eso sí,
en verano y en una noche estrellada, con luna de plata, brillante, que
proyectaba su luz sobre la oscuridad del bosque llenándolo de las sombras
alargadas de los árboles, la temperatura era la ideal para la estación, más
bien tirando a tórrida, el hielo se derretiría...la cera se ablandaría...habría
un cambio de estado en ciertas materias llegando incluso a su descomposición.
Ael preparó uno de sus brebajes, no se limitó a echar dos o tres hierbas, echó
un montón de ellas, todas recogidas del
bosque en sus diversos paseos, deseaba que aquella pócima contuviese la esencia
y vitalidad del lugar; y salieron como solían hacerlo en la época estival
aprovechando la noche y el reposo de un día de trabajo, se dieron la mano y
caminaron juntos por la profunda penumbra del bosque, la luna los iluminaba,
las estrellas les hacían guiños, se fueron arrimando, Renchote la cogió por el
talle y ella extendió el brazo para abrazar su hombro, notaron algo especial,
notaron que absorbían la vida intensamente, sus cuerpos empezaron a tremer, no
a temer, sus cuerpos empezaron a tremar, no a frenar, temblaron y se
desplomaron, necesitaban cobijo, una sábana o un sudario para cubrir su
intimidad y se arrimaron a uno de aquellos castaños centenarios, a uno que les
brindaba en su tronco una gran oquedad, éste creaba el cabezal de un gran lecho
formado de hierbas y hojas, para cubrirse ya estaban las ramas con su tupido
follaje. Eal le dio a beber su pócima a Terencho, él inocentemente la bebió,
tragó el germen del bosque, de su naturaleza, a continuación ella también
bebió, inocentemente pues en la composición no había empleado ninguna artimaña,
sencillamente se había limitado a echar hierbas al azar, eso sí, todas eran del
bosque. Los dos se tumbaron y los dos se perdieron. Pernoctaron hasta el alba y
los dos se separaron. Sus cuerpos que habían encajado como un puzzle, debían
despojarse de su cohesión, se alejaron uno del otro, lo único que los
distanciaba era el espacio, pero no el vínculo. A partir de aquel momento los
dos se sintieron muy unidos, cada uno había creado un hueco en su cuerpo para que
el otro tuviera su propia cabida. Y pasaron días y semanas y el verano se iba,
Lea de Aluada sintió molestias, no se sorprendió; su cuerpo ya no era el mismo,
ya no era un cuerpo en soledad, solitario, ya era un cuerpo compartido. Se lo
dijo a Ronchete, le dijo que esperaba un niño o una niña, no empleó la palabra
hijo o hija, tampoco emplearon la palabra padres, aún no habían asimilado esas
funciones, de lo que sí estaban orgullosos era de procrear. A medida que
transcurría el tiempo el vientre de Lea de Ulaada se hacía más voluminoso,
Rentecho insistió en ir a un médico, ella no era de la misma opinión, pero al
final cedió y los dos fueron a la ciudad. Era un niño, venía en perfecto
estado, así el médico se lo comunicó, podían estar tranquilos, todo seguía las
normas de la naturaleza, Lae se alegró de haber oído aquello, pues tenía la
plena seguridad de que su embarazo tenía que cumplir unas leyes naturales,
aquéllas a las que ella estaba acostumbrada a contemplar todos los días en el
bosque según las estaciones del año. Sin decirle nada a él, se prometió no
volver a ninguna otra consulta, ni a ingresar en un hospital llegado el momento
de dar a luz, no porque le tuviera fobia a la medicina convencional o sus
practicantes, más bien eran los lugares en los que ésta se llevaba a cabo,
aquellos artilugios y aparatos le daban pavor, experimentaba las mismas
sensaciones que cuando era pequeña y estaba ante los libros: aquel desasosiego,
el sarpullido en el alma que hacía que le picara todo, aquella batalla...No, no
y no; non, non et non; nein, nein und
nein; no, no and no; no, no e no.
Non, nein, no. Nonneinno, nononnein, neinnonno. Pirulí que te vi. Confiaba en que llegada la hora
del alumbramiento todo seguiría los cauces normales. El verano terminó, el
otoño y el invierno fueron recibidos en estado de pasmo, los dos tórtolos
pasaban ratos enteros contemplando aquel vientre y adivinando el misterio que
se gestaba en su interior, no hacían planes, ni buscaban nombres, no compraban
“ropita” para el recién nacido, sencillamente estaban atónitos ante un proceso
de creación, su creación; nunca el atolondramiento y la falta de luces habían
cuajado tan bien. Eran como dos “ñiños” en espera de otro “ñiño”. “Toc, toc;
toc, toc; toc, toc” la primavera llamó y a aquel vientre le llegó el momento de
su eclosión. Calculó por las lunas cuándo aproximadamente iba a dar a luz y se
le metió en la cabeza que al despuntar el día, un día concreto su hijo iba a
venir al mundo. Por la noche, sin decir nada a nadie, envuelto su cuerpo en una
manta blanca y envuelta su alma en una manta de silencio, Lea partió hacia la
oscuridad, pronto en lo profundo del bosque encontró aquel árbol hueco
centenario, hacía fresco, se abrigó, cubrió la cabeza y parte del rostro con la
manta, ésta era grande y se dejaba arrastrar, el terreno estaba sembrado de
hierbas y hojas que delataban sus pasos; la dama de blanco se adentraba en sus
dominios, allí al amparo de aquel árbol gritó en el hueco del tronco y su voz
resonó en las entrañas de la tierra, se tocó el vientre y alguien en él se
revolcó, se echó en el suelo y se envolvió en la manta blanca, la noche se dio
cuenta de que había perdido la pureza de su color, a lo lejos se oía el canto
de los vigilantes de la noche, poco a poco se fueron acercando, rodeándola,
creando un círculo perfecto con la luz de sus faroles, y sus voces la
arrullaron. Cuando vieron que Lea de Aguada se había dormido, empezaron a
alejarse quedando en el bosque la reverberación de su canto. Lo que hubo a
continuación fue silencio, el silencio en su estado más puro. El cambio de la
noche al día, ese instante de transmutación fue el que despertó a Lea, el alba
despuntaba y ella se dio cuenta de que había llegado el momento de dar vida,
gritó fuertemente y su hijo nació, también gritó, los dos gritaron y sus dos
voces retumbaron en el bosque, abriéndose paso, reclamando su derecho a vivir,
y retumbaron, retumbaron, retumbaron, tumbaron, tumbaron, tumbaron, tumba-ron,
tumba-ron, tumba-ron...tumba.