miércoles, 10 de octubre de 2018

MORS ET VITA



           
                                                     
Árboles en invierno 29- M. Velasco

                                                         
                                                                    MORS
  Loio de Sisoi era la sencillez personificada, la vejez personificada, la bondad personificada..., todas esas cualidades positivas que ennoblecen al ser humano las poseía ese hombre enjuto, lento de movimientos, torpe en las labores cotidianas del campo debido a su avanzada edad, con una mente y sus cinco sentidos lúcidos aunque no tan agudizados a causa de los años, dócil y respetuoso con las normas sociales con las que le había tocado vivir y que había acatado sin la más mínima vacilación, viudo por el destino y padre y abuelo en la distancia; Loio vivía solo o solo vivía Loio, también podía decirse ¡qué solo vivía Loio!, pero esa especie de lamento que surge de la exclamación es injustificado; a primera vista estaba solo, sin embargo, Loio no se sentía solo; durante toda su vida y desde su primera infancia, él se había criado en el campo, lo había trabajado y de la tierra había extraído su fruto, que le había proporcionado manutención y medios para criar a sus hijos. La naturaleza: los árboles, las plantas, el arbusto más insignificante y esa tierra a la cual todos estaban sujetos, inclusive él, enraizado en ella, eran su hábitat. La vida fuera de aquel entorno era impensable. Muchas veces se había preguntado por qué sus hijos no habían sentido ese apego hacia su tierra habiendo crecido en ella, tampoco le parecía mal que se hubiesen ido a la gran ciudad, la juventud siempre está dispuesta a conocer mundo y allí se quedaron. Loio de Sisoi nunca sintió curiosidad por lo que había más allá de su pequeño mundo, se diría que nació para encajar en él y así fue. Su tierra lo absorbió y se dejó conscientemente, hasta podía camuflarse con ella. Cuando trabajaba en el campo el sol quemaba su piel, el color que ésta adquiría era el mismo que el de aquella tierra que removía su sacho y si tocaba la piel se incrustaba en sus porosidades y pliegues formando un tacto áspero que ni el mejor jabón era capaz de quitar. Loio era muy mayor, muy anciano, así lo sentía, la vida le pesaba como una fuerte carga, caminaba tambaleándose, si aceleraba el paso tenía que pararse para recobrar aliento. Aunque se ayudaba de un cayado para no caerse, a veces su equilibrio peligraba y tanto podía desplomarse hacia la izquierda como la derecha hacia delante como hacia atrás. Reconocía que la vejez estaba llena de impedimentos, pero continuaba con su rutina si bien a un ritmo mucho más moderado: daba de comer a sus animales, trabajaba algo la tierra. Se había quedado con un huerto pequeño, el resto de las propiedades estaban a monte, en algún tiempo las había arado y sacado fruto de ellas, ahora su capacidad física le impedía realizar semejante esfuerzo; aun le costaba mucho atender aquel rectángulo de tierra con el que se había quedado, a duras penas sacaba adelante aquellas patatas, lechugas, tomates...que a pesar de su pequeña cantidad requerían energía y trabajo para que su fruto abasteciese su consumo personal. ¿Y sus animales? ¿sus gallinas, cerdos y conejos, su vaca y su perro? Todos contribuían con su producto a su sustento; podía decirse que Loio estaba bien alimentado, al menos todo lo que ingería era natural, la palabra artificial allí no encajaba. Pero aparte de todo esto, los animales le proporcionaban una gran compañía; a la aldea en la que vivía apenas le quedaban habitantes; hacía tiempo que había enviudado, sus hijos se habían ido a la gran ciudad y venían a visitarle casi todos los veranos, se alegraba de verlos porque sabía que eran parte de él, sin embargo, se daba cuenta de que, pasados unos días, eran auténticos desconocidos, que irrumpían en su vida con sus costumbres cosmopolitas y de que su tranquilidad se resentía, pues el bullicio se imponía a lo cotidiano, él estaba acostumbrado al silencio de su hogar, como mucho éste sólo era alterado por el mugido de la vaca, un ladrido, el cacareo de alguna gallina y poco más, sonidos que matizaban aún más ese silencio. De golpe la llegada de sus nietos pequeños y de algún biznieto trastocaban su paz. Loio de Sisoi se había vuelto un hombre silencioso, como su entorno; el paisaje que le rodeaba era muy frondoso: los castaños y robles pululaban en todas partes, algunos de ellos hasta eran centenarios, había dos o tres huecos, le gustaba meterse en aquel vacío que había dejado el tronco, era como meterse en las entrañas de la naturaleza, permanecía allí durante algún tiempo, al cobijo, al calorcillo y deseaba pensar no como un hombre sino como un árbol; le entraban unas terribles ganas de hablar, eran frases inconexas, sin sentido, pero en la forma de pronunciarlas había cierta armonía y ternura, se dejaba llevar por el tacto y en toda la naturaleza que tocaba transmitía una caricia. Loio hablaba con los animales, con sus animales, todos tenían un nombre, les soltaba largas parrafadas que nunca llegaban a nada concreto, se miraban perplejos y al comprobar que nadie había entendido nada, él intentaba de nuevo ponerse en comunicación con ellos emitiendo unos vocablos onomatopéyicos según el animal a quien se dirigiera, al verse correspondido se alargaba la conversación desgañitándose en ladridos y mugidos, en cacareos no, porque sus cuerdas vocales no daban para más. De tanto empeño hasta enronquecía a veces. Siempre llegaba a la conclusión que el comunicarse con los seres humanos le había resultado  “dificilillo”, sin embargo, con los animales, a pesar del esfuerzo, ambas partes experimentaban una corriente positiva, o sea, una corriente más animal, o sea, más animallll, osá, más animaaalllllllllll. Otros con quien se comunicaba muy bien eran sus nietos más pequeños y también tenía algún biznieto cuya corriente era recíproca, o sea, una corriente más infantil, o sea, más infantilllll, osá, más infantiiiilllllllll. Los veía poco, en verano y para eso no todos los veranos, por eso, a nivel de entendimiento tenía más costumbre de estar con sus animales que con sus nietos. Les ladraba, les mugía, les cacareaba con mucha entrega, aunque nunca lo conseguía, les hacía el cerdo, les ponía morritos como los conejos y estos niños se desternillaban de risa porque los niños de ciudad no están habituados a lo “enxebre”, a lo simple. Sisoi ya había perdido aquella madurez de adulto, medio fingida y un poco llevada por los convencionalismos sociales. Si bien antes se dejaba llevar por el cerebro, ahora era su corazón el que imperaba y el que dejaba hablar a la franqueza, rechazando todos aquellos prejuicios que se interponían ante cualquier acción sincera y espontánea ocasionando que ésta fuese fingida y contraria a su voluntad. Ahora daba rienda suelta a una sinceridad propia de la infancia o de una vejez avanzada en donde las facultades mentales gozan de un inocente desatino. Durante sus años de madurez fructífera y coherente se había portado como un padre y esposo ejemplar, nunca había cometido ninguna locura, todo había transcurrido dentro de los cánones de la normalidad; ahora que se encontraba libre de ataduras, sus emociones se desenvolvían más libremente y con el toque de la edad se desinhibían con enorme naturalidad. Loio de Sisoi sabía que era un hombre mayor, vivir cada día suponía un regalo de los dioses y también una prueba de superación en cualquier tarea que llevase a cabo; se encontraba muy limitado, torpe y pesado, cualquier trabajo que realizara, por muy simple que éste fuera, siempre sumaba una pesada carga anímica y se daba cuenta de que su naturaleza fallaba, de que estaba llegando a un límite, a su límite, y, sin embargo, no lo invadía la tristeza, su entorno estaba lleno de vida, las estaciones del año cambiaban renovándose en cada una de ellas la flora y fauna, naciendo y muriendo, pero siempre en un cambio perpetuo; todo esto lo fortalecía y al mismo tiempo lo empujaba a reflexionar sobre un principio y un final; advertía que en cada estación, fuera la que fuese, había como una especie de rebeldía incontrolada por parte de la naturaleza; a él le gustaban todas, todas poseían su encanto, trataba de vivirlas lo más intensamente posible, igual que cualquier joven sus excesos, aunque por su edad se sentía mas vinculado con el otoño y sobre todo con el invierno. Los habitantes de su pueblo, Conforto, habían menguado en cantidad: los más jóvenes habían emigrado hacia la ciudad y los más ancianos ya habían fallecido, los que quedaban, como él, formaban parte de unas reliquias humanas también próximas a la extinción. Apenas había relación entre ellos, los problemas de convivencia habían deteriorado el trato y podía decirse que vivían aislados, ignorándose mutuamente. Ante tanta desolación Loio se reafirmaba en su apellido y repetía muchas veces en voz baja Sí-soi, Sí-soi, Sí-soi, Sí-soi, Sí-soi... se sentía habitante, un ser existente en su pueblo. En verano y un poco en navidades se advertía la presencia de gente nueva, todos descendientes de antiguos moradores, la sorpresa de la novedad durante algunos días, pero los allí residentes se daban cuenta de que estaban sujetos al abandono. A decir verdad a Loio no le importaba, era plenamente consciente de su destino y de su elección al elegir llevar su vida allí, recibía a sus hijos siempre con los brazos abiertos y trataba de hacerles llevar una existencia estival lo más cómoda y feliz posible dentro de sus posibilidades, las comodidades de las que venían eran impensables en la casa del pueblo; indudablemente ellos creían que su padre vivía en unas condiciones si no infrahumanas, algo parecido; en alguna ocasión, mientras charlaban con él, que era pocas veces, ya que los temas de actualidad a tratar con su padre eran nulos, pues el conocimiento del mundo exterior y sus circunstancias le traían sin cuidado, habían dejado caer la posibilidad de llevárselo con ellos a la gran ciudad; las insinuaciones debieron ser una o a lo sumo dos, no hubo nunca una tercera, tan pronto Loio de Sí-soi captaba la indirecta su boca enmudecía quedando sellada, su mirada se llenaba de furia capaz de desprender unos dardos lanzados directamente al alma humana, sus manos se contraían en puños y sus pies se enraizaban al suelo que pisaban, ante aquella actitud el lenguaje perdía su consistencia y el silencio anulaba cualquier indicio de insinuación. El había nacido allí, él quería morir allí. Si bien la palabra morir no se había pronunciado, la muerte hacía acto de presencia en el cuerpo de aquel hombre. Sus hijos nunca entenderían su actitud, aquel apego hacia la tierra, aquel cariño hacia toda la naturaleza; ellos eran gente de asfalto y el mundo y la vida la interpretaban de forma distinta. Una vez finalizadas las vacaciones regresaban a su hogar y Loio se sentía más relajado, aunque en él afloraban sentimientos contradictorios: por una parte la ternura que sentía hacia ellos y sobre todo hacia la gente menuda y por otra aquella amenaza remota a apartarlo de su tierra; esperaba que su posición hubiese quedado clara, pero debido a su edad y a la merma de sus facultades temía ser engañado. Hiciese buen o mal tiempo Sisoi siempre salía a dar una vuelta por el bosque acompañado por su perro fiel Vedró; los dos experimentaban los cambios de estación mejor que nadie, se paraban a contemplar cualquier nimiedad en la vegetación, cualquier animalillo o pájaro llamaba su atención y él se daba cuenta de los infinitos cambios de los que estaba rodeado, lo importante que eran en la evolución y la discreción con que se llevaban a efecto; Loio también advertía la cantidad de metamorfosis que había experimentado a lo largo de los años, desde su nacimiento hasta el momento actual, mirando atrás casi ni se reconocía y sin embargo, siempre había sido él: Si-soi había florecido, madurado y se había marchitado, todo un ciclo, el ciclo de la vida, el ciclo de la vida, vida, vida, vida, vita, vita, vita, vie, vie, vie, vía, vía, vía, vía, vía, vía... una vía entre la vida y la muerte. La muerte daba paso a la vida. La vida daba paso a la muerte. Loio de Sisoi estaba inmerso en aquel universo, por lo tanto ante cualquier persona que tratase de apartarlo de ese hábitat, él se declararía en “rebeldía”; en un principio cuando aquel vocablo surgió en su mente le pareció algo ajeno a sí mismo, siempre tan dócil y cumplidor de las normas establecidas, con el tiempo y a base de repetirlo lo asumió no sólo como sonido sino como hecho y estaba decidido a llevarlo a la práctica, a veces temía que le faltase el arrojo suficiente y sin embargo confiaba plenamente en que llegado el momento aquella  “rebeldía” sería absoluta. Loio hacía tiempo que se sentía muy cansado, levantarse cada mañana suponía un esfuerzo sobrehumano más bien en lo físico, en lo anímico, pensar en toda aquella belleza que le rodeaba lo impulsaba a salir al bosque con su perro a vivir la estación en curso y disfrutar de ella, pero aquellas ganas de vivir estaban presas en un cuerpo torpe, falto de energías; aunque en su mente todo aún seguía floreciendo, en su cuerpo todo se iba apagando. Cuando se despertaba, aparecía con las manos cubriendo el rostro, era como si de una forma inconsciente se negara a ver el mundo, una vez que abandonaba la torpeza del despertar, se daba cuenta y se afanaba a retirarlas, abría los ojos y  la conciencia le indicaba que estaba ante un nuevo día. Hacía ya tiempo que observaba su forma de enfrentarse a la vida y si bien ganas no le faltaban sabía que todo se estaba acabando, era ya algo asumido y algo que diariamente le estaban recordando aquella flora y fauna circundantes. Era algo justo, sabía que se tenía que morir, pero ¿de qué?; para la edad avanzada que tenía Loio gozaba de una salud aceptable, pocas veces había ido al médico, y no por iniciativa propia, siempre habían sido sus hijos quienes lo habían empujado; a regañadientes había pasado por varias consultas consiguiendo en ellas prohibiciones y recetas médicas en abundancia que ni unas ni otras cumplía, unas porque le parecía que atacaban su libertad y otras porque al cabo de varios días se descontrolaba y no sabía qué pastilla o cápsula correspondía, si antes o después de las comidas, por la mañana, por la tarde o por la noche y también había alguna para antes de dormir. Cortaba por lo sano, los consejos médicos los olvidaba y los medicamentos los dejaba de lado ante tanto mareo. Cuando su cuerpo desvariaba en alguna parte, se iba al bosque y recogía ciertas hierbas que conocía, se preparaba un brebaje, le abría la boca y se lo tragaba; si surtía efecto sólo él lo sabía. En ese aspecto Loio de Sisoi siempre había sido muy, muy primitivo. Uno de sus pasatiempos preferidos, que consideraba un lujo, era caminar por el bosque con su perro Vedró, contemplar aquellos castaños centenarios con toda la vegetación a su alrededor y después de aquella pequeña caminata sentarse a descansar sobre una roca o tronco de árbol; todas esas vivencias insignificantes lo empujaban a pensar, a reflexionar; sentado acariciaba a Vedró y le hablaba en voz baja, éste lo escuchaba atentamente, lo mismo que todas aquellas plantas y árboles que poblaban el bosque, eran confesiones íntimas que ya no tenían cabida en su corazón y necesitaban exteriorizarse; sus testigos eran mudos, no le importaba, al menos tenía con quién compartir sus inquietudes, aunque fuera en silencio. Loio hacía tiempo que no se encontraba bien, existía un inconformismo en su interior, una especie de rebeldía contra la vida, contra su vida; nunca le había dicho nada a nadie, es decir, a sus hijos ni una palabra, dirían que papá estaba chocheando y nunca más lejos de una chochez, estaba claro que nunca lo entenderían, se lo llevarían, lo ingresarían en una residencia de ancianos y allí se consumiría, pero eso nunca ocurriría. JAMAIS, JAMAIS, JAMAIS. En el bosque hablaba claro y no era porque sus testigos fuesen mudos, allí le hablaba a la vida, con un principio y un final y esa vida lo comprendía porque ambos se expresaban en un mismo leguaje. Loio de Sí-soi quería morirse. Ante sí no había futuro, podían quedarle días, algunos meses y tal vez un año, o dos..., pero no muchos más, ¿qué iba a esperar de su avanzada edad?. Esperaría a que un día tomase la decisión de apartarse del mundo, abandonaría su casa, le abriría la puerta a todos sus animales, se llevaría a Vedró con él y se adentraría en el bosque, no soportaría la soledad sin su fiel amigo. Loio iba madurando la idea en su mente como cualquier fruta en el árbol, sabía que una vez llegada su plenitud se desprendería de él, sabía que cuando su idea se hubiese completado, habría que llevarla a cabo. Y él seguía disfrutando de cada instante, de cada momento con sus tareas cotidianas. Y llegó el invierno, frío, sin lluvias, con abundantes nieblas, espesas, uniendo cielo y tierra, adentrándose en el bosque, haciendo la visibilidad casi imposible; era como estar flotando en una nube, daba la sensación de que aquella niebla lo envolvía y lo hacía invisible, él y su perro, tan pronto se captaban sus siluetas en el espacio como desaparecían, y pronto se dio cuenta de que su transfiguración estaba próxima; sabía que tenía que dejar paso a nueva vida, su rebeldía ante lo convencional se haría sin ruidos, en silencio, como la naturaleza en sus múltiples cambios: aparecer y desaparecer, aparecer y desaparecer, aparecer y desaparecer, aparecer y desaparecer, aparecer y desaparecer...parecer. ¿Adónde iría Loio? No lo sabía, la pregunta le aterrorizaba, se llevaría con él a su fiel amigo Vedró, cada uno por sí solo no funcionaría, ambos se harían compañía en su marcha, en una marcha infinita, sin retorno. Como en un juego de magia desaparecerían, sus hijos se peguntarían adónde se ha ido papá, papá había dejado un espacio libre para una nueva vida, papá había dejado un hueco en uno de aquellos castaños centenarios, papá había vuelto al útero de la creación, de allí saldría otra vida renovada. Loio de Sí-soi había oído hablar de los vigilantes de la noche, sabía que pasarían por el bosque cantando con voces profundas, proclamando la llegada de un recién nacido, tanto él como Vedró se unirían a ellos, en su marcha, también él cantaría, bien o mal, pero lo haría; se dio cuenta de que ante el dolor de la despedida surgía aquella ilusión por cantar, este hecho contrarrestaba su pesadumbre y lo animaba a emprender aquella marcha infinita. Un día de invierno, un día cualquiera, pero de niebla densa, tan densa que impedía la llegada de los rayos de sol a la tierra, privando a todo ser vivo que pisara sobre la tierra, de su luz intensa, Loio se dio cuenta de que pertenecía ya al mundo de las tinieblas, aquella niebla lo atravesaba, hacía de su cuerpo una masa incorpórea y se convenció de que había llegado el momento de partir, se lo comunicó a Vedró y éste arrimó su cuerpo contra su pierna, lo acarició y supo que estaba de acuerdo. Estaba seguro de que su muerte no estaría dentro de lo convencional, sus miedos a que lo apartasen de su entorno, a terminar sus últimos días en un hospital rodeado de máquinas y cables se habían disipado; y sin embargo, el miedo continuaba, ese miedo ante lo desconocido, éste había mutado, era otro distinto; esa zozobra se apoderaba de todo su ser, confiaba en la compañía de su perro y en las voces de los vigilantes de la noche cantando su canción para que ese tránsito fuese lo más leve posible. El día de la marcha ordenó lo mejor que pudo su casa, abrió ventanas y puertas y la niebla entró, abrió también las puertas de los cobertizos donde estaban los animales y los dejó en libertad, llegada la noche se puso un traje sastre que hacía tiempo se había mandado hacer para ocasiones muy determinadas: bodas, bautizos, entierros...era negro, por lo tanto el camuflaje estaba conseguido, cogió un farol, encendió la vela en su interior y se hizo la luz, un pequeño espacio de claridad surgió en la noche y en la densa niebla, así marcaba Loio su presencia en las tinieblas; llamó a Vedró y con éste a su lado emprendió camino hacia el bosque, como dos almas en pena, uno junto a otro con el farol en la mano; contemplar aquella escena a cierta distancia era como contemplar una estrella en la infinitud de la noche. Y Sí-soi llegó a su árbol, aquél que albergaba en su tronco un enorme hueco, se introdujo en aquel vacío y se acomodó en él, a su lado derecho fuera del tronco, se situó su perro, a la izquierda el farol. Loio aguardaba la llegada de los vigilantes de la noche, aguardaba...aguardaba...aguardaba, guardaba...guardaba...guardaba...guardaba la esperanza de que en alguna parte dos enamorados se entregasen y que de aquella unión surgiera una nueva vida. Acurrucado en aquellas entrañas de la naturaleza Loio de Sisoi esperaba la señal para ponerse en marcha. Vedró ladró, ladró Vedró. Simultáneamente, en la lejanía se oyó una canción y se vieron luces... Los vigilantes de la noche se acercaban con sus faroles encendidos y su canción se captaba a la perfección, él se unió a ellos, cantaría con ellos. L-o-i-o de N-o-s-o-i sabía que había llegado su hora........


Ihr Gatten,

die ihr liebend euch in Armen liegt,

ihr seid die Brücke,

überm Abgrund ausgespannt,

auf der die Toten wiederum

ins Leben gehn!

Geheiligt sei eurer Liebe Werk!

                                                     La mujer sin sombra (R. Strauss)





¡Vosotros esposos y esposas,

que yacéis cariñosamente abrazados,

sois el puente,

a través del abismo,

sobre el cual los muertos

regresan a la vida!

¡sagrada sea vuestra obra de amor!




                                                             VITA

       Lea de Aguada era una mujer joven, de unos veinte años, guapa si se cuidara, desconocía la coquetería, con un toque de ésta, sus encantos aflorarían, pero lo malo es que se dejaba llevar por la dejadez; cualquier persona que la tratara por primera vez se daba cuenta inmediatamente de que era un poco atolondrada, este atolondramiento influía en cualquier acción o iniciativa que tomara, no importaba lo que hiciera, ese algo de locura irreflexiva siempre aparecía en el más mínimo detalle. Según el diccionario: atolondrar. (De a- y tolondro) tr. aturdir, causar aturdimiento. Según el diccionario: tolondro-dra. (De torondo)adj. aturdido, desatinado//2.m. Bulto o chichón que se levanta en alguna parte del cuerpo, especialmente en la cabeza, de resultas de un golpe.//a topa tolondro. Loc. Adv. Sin reflexión, reparo o advertencia. ¿Que el aturdimiento que poseía Lea fuera a causa de un golpe en la cabeza a un edad temprana? Podía ser, ¿Que tenía algún chichón en la cabeza? Era posible que sí y más de uno también, aunque tampoco era algo obligado para ella fuera así. Dejando conjeturas aparte, todos aquellos que la conocían desde siempre sabían que su desatino era innato, genético, natural en una persona que desbordaba vida y esa energía copiosa, rebosante en una mente joven hacía tambalear la cordura. Lea gozaba de ingenuidad, algo tardía, eso sí, dándole una alegría y un positivismo a todo lo que hacía. ¿Algo infantil? Pues también. ¿Buena? Pues también. ¿Pícara? Pues también. ¿Gamberrilla? Yes, of course. Daba la sensación de que tanto sus cualidades positivas como negativas no hubiesen llegado en el momento adecuado, lo que hacía alterar un poco su comportamiento, pero todo se le disculpaba. Era atolondrada, era a-to-lon-dra-da, era a-to-lon-dra-to-da, era to-da-a-lon-dra, era toda alondra, era toda una alondra. Según el diccionario: alondra. (Del lat. alaudula, d. de alaudula) f. Pájaro de 12 a 20 centímetros de largo, de cola ahorquillada, con cabeza y dorso de color pardo terroso y vientre blanco sucio. Es abundante en toda España, anida en los campos de cereales y come insectos y granos. Se le suele cazar con espejuelo. Según el diccionario: espejuelo: Trozo curvo de madera de unos dos centímetros de largo, con pedacitos de espejo y generalmente pintado de rojo, que se hace guiar para que, a los reflejos de la luz, acudan las alondras, que así se cazan fácilmente. Lea era una joven de campo, es decir, que su corta vida la había pasado en el campo rodeada de animales; sus padres poseían una pequeña granja y ella se había acostumbrado a tratar con ellos desde su más tierna infancia; aparte del conocimiento que había adquirido con el contacto diario, también sabía sobre plantas ya que aquella granja estaba rodeada de una naturaleza rica en variedades; desde muy pequeña y asesorada por su abuela las mezclaba resultando unos remedios caseros para cualquier achaque. Su abuela había sido el vínculo con todo aquel contorno; sus padres, dedicados en su totalidad al trabajo agrícola y ganadero, la habían dejado en sus primeros años al cuidado de la abuela, fue entonces cuando supo lo que era andar libre, “suelta”, el desconocimiento de unas ataduras, de un comportamiento sujeto a normas que más tarde influiría en su rendimiento escolar. La escuela a la que asistió Lea quedaba un poco lejos de su hogar, su abuela era la encargada de llevarla a una parada del camino y allí un autobús la recogía transportándola al centro educativo. Su vida escolar fue muy corta, ingresó a los siete años y abandonó los estudios a la edad de dieciséis. Durante este periodo de tiempo pasó de todo, y pasó de todo en el sentido más amplio del término, la guerra encarnizada que sostuvo Lea con los libros y los libros con Lea fue atroz: estar sujeta delante de uno de ellos le producía desasosiego, un sarpullido en el alma que hacía que le picara todo, tener que memorizar algo y lograrlo era como vencer una batalla, pero bueno lo de memorizar aún lo llevaba dentro de lo que cabe bastante bien, sentía curiosidad por la historia, cuando en literatura tenía que leer algo le atraían las vidas de los personajes, lo que les acontecía, tan pronto como tenía que entrar en análisis semánticos la desesperación se presentaba en forma de baile de San Vito, cuando se topaba con los números la guerra era total, los odiaba a muerte, por lo tanto, se propuso acabar con ellos, su relación con éstos: sumar, restar, multiplicar y dividir; todo lo que saliera de las cuatro reglas era una condenación. Sin embargo, muy en secreto y aunque pareciese mentira debido a esa demostración de aversión ante cualquier manifestación numérica, sentía cierto regustillo hacia las sumas (dentro de su relación con las cuatro reglas, que podía calificarse de pasable, a fin de cuentas no dejaban de ser números que frente a cualquier complicación ella mostraba las uñas y rechinaba los dientes), éstas le gustaban siempre que no fueran muy complicadas; contaba por los dedos, esto le encantaba, podía decirse que este hecho era como un oasis de respiro en su limitado mundo numérico, era como estar tocando el piano, a veces hasta aceleraba y sus dedos se desenvolvían con agilidad. Las cuentas de casa las llevaba ella. Cuando sus padres la observaban, se quedaban pasmados ante el movimiento de los dedos, el farfullar de cifras y el dominio que parecía tener con las matemáticas. Pero la realidad era otra, aunque parezca duro de decir, Lea de Aguada no valía para los libros, en otras palabras, era muy dura de mollera. Su periplo escolar terminó como tenía que terminar: escocida por los libros. Si bien las cualidades intelectuales de Lea no eran mucho de ensalzar, como trabajadora poseía una desenvoltura para realizar las tareas del campo muy loable, en cualquier trabajo agrícola o ganadero que se llevaba a cabo en la granja, una vez que hubo abandonado la escuela, ella colaboraba y ayudaba a sus padres que la dejaban un poco tomar las riendas, comprobando al mismo tiempo lo bien que lo hacía. Pronto llegaron a la conclusión de que su hija estaba hecha para la acción y no para la reflexión. En un principio su idea era enviar a Lea a la ciudad, creían que allí podría labrarse un futuro, tendría más oportunidades de trabajo..., pero vistos sus escasos estudios, su atolondramiento, que en la ciudad y por falta de costumbre se vería aumentado, les pareció más oportuno que ésta se quedara en la granja y ya que se le daban bien las tareas del campo no había más que hablar. Lea de Aguada podía decirse que era feliz en su entorno, abandonar la escuela para ella había sido una auténtica liberación, aquella sujeción a los libros era superior a sus fuerzas, sabía que el trabajo agrícola exigía también unas obligaciones, pero ella decía que “eso era otra cosa”; estar en espacios abiertos rodeada de toda aquella vegetación e incluso de animales le daba más libertad de acción que estar sentada, mejor dicho atada a un pupitre. Le encantaba pasear sola por el bosque, sobre todo al alba y a la hora del crepúsculo, tenía la sensación de que aquellos árboles: castaños, chopos, robles... cobraban vida. Los años que habían pasado por ellos le transmitían un tiempo pasado, que si bien se contemplaba con respeto la ubicaba también en su momento actual. Recogía hierbas y cuando llegaba a casa las clasificaba en un orden y en una categoría que solamente su abuela y ella sabían y mantenían en secreto. Lea casi no había hecho amistades en el colegio, si había hecho alguna, poco tiempo había durado, el abandonar la escuela había interpuesto un distanciamiento y un cambio de vida que hubiese sido difícil mantener, allí había intimado con dos amigas que habían sido su paño de lágrimas en sus vicisitudes escolares y que, en ciertas situaciones, la habían ayudado a salir de varios entuertos que por sí sola le habría sido difícil solventar. Mantuvo el contacto esporádicamente, después ellas marcharon a la ciudad a continuar sus estudios y la amistad se fue diluyendo en un buen recuerdo. Sus padres y su abuela eran los únicos seres con los que ella mantenía una relación directa; a veces sentía que caía en unos pozos de soledad, cuando llegaba ese momento se dirigía al corral y prestaba oído al gorjeo, cacareo que pollos y gallinas mantenían entre sí; eso la extraía de aquel pozo y la situaba en un mundo interrelacionado, cuando permanecían en silencio ella los tentaba y tanto los gallos como las gallinas se espantaban empezando a cacarear, había algún gallo que se desgañitaba llegando a la ronquera. No sabía el porqué, pero a veces sentía ganas de chinchar a alguien que casi siempre era el gallo; entonces se quedaba aliviada. Lea nunca había madurado como persona, a sus veinte años aún conservaba un infantilismo que le proporcionaba su atolondramiento, su dinamismo era un derroche de vitalidad, de ganas de vivir, de transmitir vida; sus acciones a pesar de cierta torpeza estaban llenas de entrega, de buscar en algo o en alguien una realización, una cooperación en donde poner en práctica aquel exceso de vida. Vagaba por los bosques y campos y se dejaba arrastrar por su belleza, admiraba sus múltiples cambios a través de las estaciones del año; sentía que ella también tenía que colaborar en aquella transformación, que su cuerpo diera vida, y desde entonces Lea decidió cambiar, mejor dicho transformarse y nada mejor para empezar que modificar su nombre y apellido, evolucionarían según sus estados de ánimo. Y llegó la primavera y el verano, y en estas estaciones ocurren cosas que no ocurren en las otras dos: cosas propias, casas propias, casos propios, ascos propios, sacos propios, oscas propias...una alteración de los sentidos en su “sentío” más amplio. Lea de Aguada, Lea de Alauda: Agauda, Aluada. Aduaga, Adaula...Y a Lea le llegó el amor, sin querer, sin tener que irlo a buscar, entró en su pequeño mundo, en aquel mundo reducido a sus padres y abuela, a los animales de la granja y a la inmensa naturaleza que la rodeaba; un día de primavera radiante de luz, temperatura cálida y sombra acogedora, porque fue en el bosque donde se topó con Chorente de Berbetoros, su otra mitad: ½, caminando de repente se lo encuentra y su corazón se convierte en cazador solitario, su soledad se ve inundada por su presencia, un vacío se llena, un simple puzzle de dos piezas se completa con la que faltaba, con la pieza que no aparecía, que estaba extraviada. Lea vio agrandarse el mundo, vio que aquel bosque se expandía hasta alcanzar límites insospechados y en el centro ellos dos, él y ella, ella y él, Eliella, Ellaiel. Entre castaños centenarios sujetos a aquella tierra por raíces posesivas, ellos dos, libres, se fueron aproximando hasta mirarse de cerca, tocarse, encajaban.¿De dónde era Chorente? ¿Quién era? Ésas eran las preguntas que cualquier curioso se podía formular. Eran dos respuestas muy sencillas: provenía de un pueblo cercano y se dedicaba a la agricultura, tenía aproximadamente la misma edad que Lea, su rasgo de carácter más destacable era su bondad, se dejaba ir con facilidad, desprendía una paz interior que hacía  cualquiera que estuviese junto a él se hallara a gusto, era incapaz de hacer una mala ofensa; por eso, ante cualquier agravio hacia su persona, era incapaz de reaccionar con agresividad, se quedaba apocado, y ante este comportamiento la palabra “tonto” podía aflorar con facilidad. En cuanto a su vida escolar, sus padres lo habían llevado interno a un colegio de la ciudad creyendo que allí, alejado de las distracciones del campo, iba a concentrarse en los libros; nunca estuvieron más equivocados, igual que Lea, la guerra contra éstos pronto empezó, si bien ella aún sentía cierta atracción hacia algunas asignaturas, él las detestaba todas, cuando se ponía delante de un libro para estudiar algo, su mente instantáneamente se bloqueaba y surgía un rechazo ante el papel blanco y su contenido. Por si esto fuera poco, el estar interno le parecía como estar en una cárcel, no soportaba encerrarse en su habitación fingiendo estudiar, era como estar en una celda. Sus padres insistieron, pero al comprobar que durante un curso escolar Chorente no había conseguido nada positivo, no había aprobado ninguna asignatura, decidieron acabar con aquel calvario y se lo trajeron para el pueblo. Empezó a ayudar a sus padres en las tareas del campo y con los animales, al ver que se le daban bien y a pesar de su juventud, delegaron en él muchos trabajos y responsabilidades quedando en parte aliviados de ciertas exigencias agrícolas y ganaderas. Podría decirse que tanto la vida de Lea como la de Chorente eran paralelas, Chorente también obligado por el aislamiento en que se hallaba la granja de sus padres, había encontrado en la soledad de los bosques un refugio y una evasión al mismo tiempo, pocas veces se reunía con unos amigos que tenía en el pueblo, unos porque estudiaban fuera, otros porque trabajaban... los horarios casi nunca coincidían y aquellas reuniones y partidos de fútbol que celebraban se fueron distanciando y con ellos la amistad. La pareja formada por Lea de Aguada y Chorente de Berbetoros situada en su contexto: en la inmensidad del bosque, entre aquella vegetación exuberante era como una afrenta a la soledad, cuando paseaban por aquel entorno se agarraban la mano fuertemente como temiendo que aquella riqueza desbordante de la naturaleza pudiera separarlos, apenas se hablaban, no sentían la necesidad de comunicarse; el roce de las hojas de los árboles sensibles ante cualquier vientecillo o el gorjeo de los pájaros les era suficiente para cubrir su silencio; se miraban, advertían su mutua presencia por medio de la vista y el tacto y no se sentían perdidos. Su mundo personal estaba reducido al trato con sus padres y a unos pocos conocidos, allí ellos se encontraban en el centro del universo, un universo muy personal y sólo de los dos; cuando se separaban, que solía ser por poco tiempo, experimentaban una pérdida de identidad, como si esa unidad que habían creado entre ellos, al estar alejados uno del otro perdiese cohesión. En las rutinas diarias, en las exigencias que el trabajo conllevaba, cada uno en su lugar, la mente del uno existía en la del otro, cualquier tarea que llevaran a cabo se veía impregnada por la imagen del ausente transmitiendo seguridad y coherencia a lo realizado. Si una de las características a destacar en la descripción de Lea d’Alauda era su atolondramiento, en la de Llorente de Berbetoros era la de una carencia de algo, la falta de un hervor, una falta de luces, no de muchas, pero de alguna sí en su madurez como adulto. Si bien su bondad era destacable, había acciones, situaciones que no encajaban dentro de lo que se entiende como “normalidad”, es decir, “anormalidad”. Diccionario: a-. (Del gr. A priv.) Prefijo que denota privación o negación. Pero el amor que todo lo subsana, supo compensar las carencias de uno con las virtudes del otro y viceversa y como resultado Lea in Chorente y Chorente in Lea “in love”. Pocas veces iban a la ciudad y cuando iban era por motivos burocráticos o médicos: al banco o llevaban a sus respectivos padres al médico; algún sábado también habían ido, pero en otro plan, en plan de diversión. A decir verdad ni a uno ni a otro les gustaba ir a pubs o discotecas. Si bien la música les agradaba, encontraban demasiado ruidosos esos lugares. Acostumbrados a vivir en espacios abiertos y silenciosos en donde los sonidos provenían únicamente de la naturaleza, entrar en ellos significaba volverse locos y sin contar las bebidas alcohólicas que podían tomar, eso ya los volvía locos de remate. Había que reconocer que eran una pareja atípica, no representaban a los jóvenes enamorados de su tiempo, no les importaba, estaban bien uno con otro, era un mundo de dos, dos soledades en compañía. Lea era muy aficionada a los brebajes, cuando paseaban por el bosque aprovechaba para recoger hierbas y flores que mezcladas, según la orientación de su abuela, podían causar cualquier efecto desde placentero hasta alucinógeno, también las había medicinales, pero éstas las reservaba para casos concretos y más bien para achaques leves en los que no había la necesidad de recurrir al médico. Al principio Torente no era muy dado a esa clase de bebidas, pero Lae poco a poco lo fue introduciendo en ese mundo de las hierbas encontrándole un gustillo agradable, sobre todo cuando les echaba azúcar porque a él lo del dulce siempre le había atraído, si no llega a ser por su añadido, algunos brebajes eran intragables, su amargor revolvía el estómago…Dada la época: un verano incipiente, la sed aparece con facilidad en cualquier momento, Ela siempre llevaba consigo una botella con uno de sus preparados cuando iba al encuentro de Cheronte en el bosque; aunque era un tiempo muy ocupado en las tareas del campo, por la tarde encontraban un momento para juntarse, el calor arreciaba y la sangre hervía, la carne se cocía, había que refregarse, aquella bebida venía a aliviar aquel ardor desbordante que solamente una timidez y un pudor inhibidos podían retener. Pero la  “karne” se descomponía con el calor del estío y Ale sintió un instinto natural de procrear, toda la naturaleza rebosaba exuberancia y todo aquel exceso de vitalidad se transmitía en el ambiente, a veces experimentaba sofocos, notaba en su interior que algo la oprimía y necesitaba sacar al exterior aquello que no sabía nombrar, aquel instinto feroz de tragarse el mundo. Los bosques han sabido conservar cierto halo de misterio, el lugar donde se pueden ocultar espíritus malignos y sobre todo de noche, al acecho de las gentes que transitan por ellos, ésta es quizá la idea de cualquier persona que no conozca la vida interior que acontece en un bosque; el bosque de Lea y Chorente era un bosque normal, pero para ellos dos era, aparte de ser un bosque normal, un  lugar mágico: lo conocían a la perfección, conocían sus entresijos, allí pasaban sus momentos de distracción, en una palabra, aquel era su mundo y éste no estaba poblado ni por espíritus malignos ni por fieras salvajes que quisieran hacer daño a la gente. Para ellos no existía el miedo, obraban con naturalidad y de buen corazón, por lo tanto no esperaban recibir ni de nadie ni de nada una animadversión. Y llegó el momento esperado, el momento anunciado, el momento en el que tanto el ambiente circundante, es decir, la naturaleza en pleno como sus propias voluntades clamaban su unión. Todo fue muy sencillo, como tenía que ser, las circunstancias colaboraron perfectamente a que tanto Lea como Chorente se entregasen en cuerpo y alma: fue un día de semana, no un fin de semana, eso sí, en verano y en una noche estrellada, con luna de plata, brillante, que proyectaba su luz sobre la oscuridad del bosque llenándolo de las sombras alargadas de los árboles, la temperatura era la ideal para la estación, más bien tirando a tórrida, el hielo se derretiría...la cera se ablandaría...habría un cambio de estado en ciertas materias llegando incluso a su descomposición. Ael preparó uno de sus brebajes, no se limitó a echar dos o tres hierbas, echó un  montón de ellas, todas recogidas del bosque en sus diversos paseos, deseaba que aquella pócima contuviese la esencia y vitalidad del lugar; y salieron como solían hacerlo en la época estival aprovechando la noche y el reposo de un día de trabajo, se dieron la mano y caminaron juntos por la profunda penumbra del bosque, la luna los iluminaba, las estrellas les hacían guiños, se fueron arrimando, Renchote la cogió por el talle y ella extendió el brazo para abrazar su hombro, notaron algo especial, notaron que absorbían la vida intensamente, sus cuerpos empezaron a tremer, no a temer, sus cuerpos empezaron a tremar, no a frenar, temblaron y se desplomaron, necesitaban cobijo, una sábana o un sudario para cubrir su intimidad y se arrimaron a uno de aquellos castaños centenarios, a uno que les brindaba en su tronco una gran oquedad, éste creaba el cabezal de un gran lecho formado de hierbas y hojas, para cubrirse ya estaban las ramas con su tupido follaje. Eal le dio a beber su pócima a Terencho, él inocentemente la bebió, tragó el germen del bosque, de su naturaleza, a continuación ella también bebió, inocentemente pues en la composición no había empleado ninguna artimaña, sencillamente se había limitado a echar hierbas al azar, eso sí, todas eran del bosque. Los dos se tumbaron y los dos se perdieron. Pernoctaron hasta el alba y los dos se separaron. Sus cuerpos que habían encajado como un puzzle, debían despojarse de su cohesión, se alejaron uno del otro, lo único que los distanciaba era el espacio, pero no el vínculo. A partir de aquel momento los dos se sintieron muy unidos, cada uno había creado un hueco en su cuerpo para que el otro tuviera su propia cabida. Y pasaron días y semanas y el verano se iba, Lea de Aluada sintió molestias, no se sorprendió; su cuerpo ya no era el mismo, ya no era un cuerpo en soledad, solitario, ya era un cuerpo compartido. Se lo dijo a Ronchete, le dijo que esperaba un niño o una niña, no empleó la palabra hijo o hija, tampoco emplearon la palabra padres, aún no habían asimilado esas funciones, de lo que sí estaban orgullosos era de procrear. A medida que transcurría el tiempo el vientre de Lea de Ulaada se hacía más voluminoso, Rentecho insistió en ir a un médico, ella no era de la misma opinión, pero al final cedió y los dos fueron a la ciudad. Era un niño, venía en perfecto estado, así el médico se lo comunicó, podían estar tranquilos, todo seguía las normas de la naturaleza, Lae se alegró de haber oído aquello, pues tenía la plena seguridad de que su embarazo tenía que cumplir unas leyes naturales, aquéllas a las que ella estaba acostumbrada a contemplar todos los días en el bosque según las estaciones del año. Sin decirle nada a él, se prometió no volver a ninguna otra consulta, ni a ingresar en un hospital llegado el momento de dar a luz, no porque le tuviera fobia a la medicina convencional o sus practicantes, más bien eran los lugares en los que ésta se llevaba a cabo, aquellos artilugios y aparatos le daban pavor, experimentaba las mismas sensaciones que cuando era pequeña y estaba ante los libros: aquel desasosiego, el sarpullido en el alma que hacía que le picara todo, aquella batalla...No, no y no; non, non et non; nein, nein und nein; no, no and no; no, no e no. Non, nein, no. Nonneinno, nononnein, neinnonno. Pirulí que te vi. Confiaba en que llegada la hora del alumbramiento todo seguiría los cauces normales. El verano terminó, el otoño y el invierno fueron recibidos en estado de pasmo, los dos tórtolos pasaban ratos enteros contemplando aquel vientre y adivinando el misterio que se gestaba en su interior, no hacían planes, ni buscaban nombres, no compraban “ropita” para el recién nacido, sencillamente estaban atónitos ante un proceso de creación, su creación; nunca el atolondramiento y la falta de luces habían cuajado tan bien. Eran como dos “ñiños” en espera de otro “ñiño”. “Toc, toc; toc, toc; toc, toc” la primavera llamó y a aquel vientre le llegó el momento de su eclosión. Calculó por las lunas cuándo aproximadamente iba a dar a luz y se le metió en la cabeza que al despuntar el día, un día concreto su hijo iba a venir al mundo. Por la noche, sin decir nada a nadie, envuelto su cuerpo en una manta blanca y envuelta su alma en una manta de silencio, Lea partió hacia la oscuridad, pronto en lo profundo del bosque encontró aquel árbol hueco centenario, hacía fresco, se abrigó, cubrió la cabeza y parte del rostro con la manta, ésta era grande y se dejaba arrastrar, el terreno estaba sembrado de hierbas y hojas que delataban sus pasos; la dama de blanco se adentraba en sus dominios, allí al amparo de aquel árbol gritó en el hueco del tronco y su voz resonó en las entrañas de la tierra, se tocó el vientre y alguien en él se revolcó, se echó en el suelo y se envolvió en la manta blanca, la noche se dio cuenta de que había perdido la pureza de su color, a lo lejos se oía el canto de los vigilantes de la noche, poco a poco se fueron acercando, rodeándola, creando un círculo perfecto con la luz de sus faroles, y sus voces la arrullaron. Cuando vieron que Lea de Aguada se había dormido, empezaron a alejarse quedando en el bosque la reverberación de su canto. Lo que hubo a continuación fue silencio, el silencio en su estado más puro. El cambio de la noche al día, ese instante de transmutación fue el que despertó a Lea, el alba despuntaba y ella se dio cuenta de que había llegado el momento de dar vida, gritó fuertemente y su hijo nació, también gritó, los dos gritaron y sus dos voces retumbaron en el bosque, abriéndose paso, reclamando su derecho a vivir, y retumbaron, retumbaron, retumbaron, tumbaron, tumbaron, tumbaron, tumba-ron, tumba-ron, tumba-ron...tumba.