"Baby". M. Sesow |
Ich bebe, tiemblo al pensar qué va a ser de mi hijo; lo quiero
tanto, tal vez no debería ser así, pero no puedo evitarlo. Su concepción fue
tan deseada y todos estos años han sido de una entrega tan absoluta que no
puedo dejar de valorarme, aunque parezca presuntuosa; y pensar que me merezco
una recompensa por tantos sacrificios. Sé que todas las madres dirán lo
mismo, que yo no soy una excepción y que
mi puesto en un pedestal lo tengo más que justificado, qué le voy a hacer, no
puedo evitarlo ¿Será genético? ¿Será instinto maternal? ¡Qué más da! el caso es
que ese sentimiento conforma mi ser como cualquier otra función humana. Monsieur le professeur, ¿cuántas veces
habrá oído estas palabras de boca de una madre y si no, las habrá intuido al
mirarla a los ojos, a unos ojos desorbitados y anhelantes ante la espera a una
respuesta esperanzadora? Discúlpeme por haberlo importunado en su tarea diaria,
pero a veces me entran unas ansias terribles que me corroen en el estómago y
necesito que alguien me oriente y me diga qué debo hacer. Sé que pueden ser
histerismos de madre desbocada y que usted no está aquí para devolverme la
cordura, pero créame, no puedo evitarlo. Usted tiene muchos años de experiencia
y sabe cómo manejar a los jóvenes. En el fondo vengo buscando una solución,
pero sé que no es posible, ni usted ni nadie tienen la panacea para edificar
una vida, más bien serán ésta junto con el tiempo los encargados de modelar a
mi futuro hombre; entonces, ya que no hay solución, concédame unas palabras de
aliento para seguir con mi ardua labor, monsieur
le professeur. Ustedes, los profesores, saben tantas cosas sobre el
comportamiento de nuestros hijos que por mucho empeño que pongamos los padres
nunca llegaremos a saberlo del todo; me atrevería a decir que casi conviven más
tiempo con ustedes que con nosotros; con esto no quiero decir que deleguemos en
sus manos su educación; sé que la familia es primordial en la formación de un
hijo, pero discúlpeme, monsieur le
professeur, los padres tenemos tanta confianza en ustedes que tampoco
podemos evitarlo. A veces me encuentro sola en mi tarea; mi marido está tan
entregado a su trabajo que apenas participa en la educación de su hijo,
disimuladamente se lava las manos y me deja a mí la toma de decisiones; me
enfado en silencio pues tanto es hijo de él como mío. Yo también estoy ocupada,
tengo un trabajo y tengo que responder y defenderlo. Intento hablar con él al
final del día, cuando nos quedamos a solas, cuando el tiempo parece aminorar su
aceleración y cede paso a la confidencialidad, pero el cansancio acumulado de
la jornada se presenta en forma de dejadez y abandono y cualquier opinión
compartida se pospone para un momento mejor. Discúlpeme, monsieur le professeur, no me he presentado, soy la madre de Till
de Tormes, alumno suyo, me he puesto a hablar sin aclararle por quién le estaba
preguntando, ¿cómo se porta? ¿Estudia? Ich
bebe, tiemblo al pensar en su respuesta; me gustaría que lo ensalzara, que
lo pusiera por las nubes, que me dijera maravillas de él, de mi hijo, de mon enfant, de mon petit enfant, pero
también me gustaría que me dijera la verdad, buena o mala, la buena la
asimilaría con rapidez, con orgullo y la mala me llevaría más tiempo aunque
admitiéndola con humildad. Si me dice algo bueno, dígamelo con palabras
rimbombantes que me hagan estremecer, si me va a decir algo malo, dígamelo con
mesura, con una comedida selección de adjetivos para no causar una profunda
herida en mi alma. Pero no, no me responda aún, hay tiempo. Admiro su silencio
y la atención que me está prestando; claro, ya está acostumbrado, serán tantas
las madres que vendrán a pedirle consejo que una más se aguanta estoicamente. ¿Sabe
lo que le digo? Que el exceso de paciencia a veces puede rozar la santidad o la
estupidez, éste último no es su caso, ya que usted es un santo varón. No sé si
le gusta que le llame así, pero me ha salido de dentro; siempre que lo he visto
y más tarde he hablado con usted me ha parecido un hombre asequible al diálogo
y a la comprensión; algunos de sus compañeros profesores me resultan huidizos,
esquivan el acercamiento de los padres y sobre todo el de las madres; debe de
ser que somos más pesadas, no lo pongo en duda, pero no podemos evitarlo. Creo
que se deberían mostrar más corteses hacia esos seres que por un exceso de
cariño incontrolado no saben lo que hacen: “Pater,
dimitte illis non enim sciunt quid faciunt”. Ich liebe, lo quiero tanto, monsieur
le professeur, desde que era un niño pequeño lo he seguido paso a paso; desde el parto, una masa compacta de carne, con unas
extremidades y una cabeza desproporcionada, un ser más perteneciente al mundo
animal que al racional, ha ido poco a poco convirtiéndose en humano, perfilando
sus rasgos y cualidades y despertando
ternura y cariño en sus más allegados. Pero ahora a sus quince años advierto un
alejamiento, un desprendimiento de una vida y de un tiempo pasado, al cual no
estoy llamada; me quedo sola y no me puedo mover ni hacia delante ni hacia
atrás, y sin embargo, a él lo veo decidido a dar un enorme salto, a
convulsionarse con su mundo futuro. Está rebelde y hay momentos en que protesta por todo, muchas
veces sin motivo; se desquicia y nos desquicia. Si alguien nos viera también se
desquiciaría, usted también se desquiciaría. Lo hilarante de la situación no
nos conduce más que al desinterés por lo absurdo. La actitud de mi marido es
más serena, su silencio demuestra un dominio y un entendimiento hacia nuestro
hijo; nos contempla como si fuéramos un espectáculo cómico. Till con su
inconformidad ante todo, con su tendencia hacia la huida y yo con esta
resignación que tengo que acatar ante la impotencia por no poderlo agarrar y
hacerle entrar en juicio; alguna vez he cogido berrinches, pero he sabido
mantener la compostura, aunque no me han faltado ganas de tirarme de los pelos
para despertar de una vez de esta ceguera mía ante lo inevitable. De pequeño,
mi marido y yo, lo observábamos en silencio maravillados ante los progresos que
cada día iba logrando: cuando empezó a hablar nuestro hogar se llenó de nuevos
sonidos a los cuales no estábamos acostumbrados; si el descubrimiento del
lenguaje, con su irrupción torpe, chirriante y tartamuda, nos parecía cómica en
boca de los hijos de nuestros amigos, en la del nuestro era como descubrir una
eclosión de milagrosas sonoridades; confieso que nos parecía imposible que
nosotros hubiésemos sido su origen. Cuando empezó a dar sus primeros pasos
creíamos que el mundo se tambaleaba e intentábamos evitar su caída, más tarde
aprendimos que la torpeza exigía un esfuerzo para superarse. No sólo Till se
superaba cada día, nosotros también, al observarle, ampliábamos nuestro
concepto de infancia dormida, pero no extinguida de nuestro subconsciente. Esa
época fue de tranquilidad, la vida familiar transcurría sin altibajos,
formábamos un solo cuerpo y una sola mente; mi marido y yo siempre nos hemos
llevado bien, si ha habido alguna disparidad ha sido a causa de la orientación
educativa de nuestro hijo, pero siempre hemos llegado a un mutuo entendimiento
y nunca ha visto un mal ejemplo en casa. Ich
lebe, vivo para él, mejor dicho, hemos vivido para él, hemos cumplido sus
gustos en la medida de lo posible, algunas veces hasta más; económicamente
estamos bien,¡ para qué engañarnos! por lo tanto los caprichos se cumplen con
más prontitud y el ansia del deseo nunca deja de aflorar. Monsieur le professeur ¿Qué
debo hacer ante lo que se me avecina? Porque mi Till está muy rebelde, muy
desasosegado. Basta con que yo diga A para que él diga B, basta con que yo diga
C para que él diga D y así sucesivamente hasta marear el abecedario, ¿qué me
aconseja que haga? Si es que hay consejos para estos casos que las mamás calificamos de
desesperados, yo estoy dispuesta a hacer lo indecible. Por ahora no me diga
nada aún, quiero seguir hablando de él, de mi Till, es como si lo retuviera a
mi lado al rememorar cosas suyas. Sé que se me va, lo sé, monsieur le professeur, se me va y no puedo evitarlo. ¿Qué pensará
usted de mí? Le estoy dando una paliza con mis miedos, con los desatinos de una
madre entregada que ha llegado a un punto que no sabe qué hacer. El mundo
adulto me lo absorbe, me lo envuelve en su torbellino, con sus atractivos y
peligros, con sus triunfos y fracasos y soy consciente de que yo no voy a poder
estar con él; en los momentos álgidos seguro que siempre encontrara compañía
para celebrarlo, pero en los momentos oscuros, cuando la sombra del fracaso
parece obstaculizar cualquier salida, ahí es donde me gustaría estar para
insuflarle un aliento de ánimo y ayudarle a admitir el error, a hacerle
comprender que éste es tan edificativo como el éxito y también a que sea
consciente de sus propias limitaciones, asumiéndolas habrá dado un gran paso en
el conocimiento de sí mismo. Ahora lo voy llevando bien, monsieur le professeur, pero me ha costado mucho superar lo que a
continuación le voy a contar: cuando Till necesitaba comprar ropa siempre le
acompañaba para aconsejarle, para que no le engañaran, en una palabra, al ir
conmigo, pero hubo un día en que muy diplomáticamente me dijo que yo podía
darle el dinero y que él era lo bastante mayor para comprar su propia ropa.
Enmudecí, me quedé helada y las palabras
“lo bastante mayor” y “propia” me dieron dos bofetadas: “lo bastante
mayor” en la mejilla derecha y “propia”
en la izquierda. Le di el dinero y desde entonces él se encarga de comprar sus
“ propios disfraces” porque usted podrá comprobar que está más cerca en
apariencia a un espantapájaros que a un joven de quince años, pero es la moda y
todos los chavales la huelen a distancia, por mi parte la asumo a
regañadientes. Sé que no debería dar
tanta importancia a estos detalles, al fin y al cabo son nimiedades carentes de
mala fe, pero muy significativas, hay que reconocer. Soy tan susceptible a
cualquier acción que venga de su parte que analizo todo, hasta el más mínimo
detalle, y a veces, sin que nadie lo sepa, cojo unas lloreras que de pensar en
lo aliviada que me quedo después, valoro el berrinche como algo positivo.
Ich liebe, lo quiero tanto, monsieur le professeur, que no puedo
evitarlo. Reconozco que se está haciendo adulto y que poco a poco llegará a ser
un hombre independiente, prescindirá de nosotros y nos visitará cuando le venga
en gana; lo de no poder verle también lo llevaré mal, lo sé; mi marido me dice
que todos hicimos lo mismo, que es ley de vida, que él tiene que hacer la suya
y yo asiento con la cabeza, con la conformidad de una loca bajo los efectos de
una sobredosis de tranquilizante y me regodeo en mi papel de víctima,
desorbitando unos ojos de cordero degollado, convirtiéndome en un icono del
dolor. Me parece arcaica esta posición mía, ya no se lleva lo de la madre
sufridora, capaz de comerse el mundo por defender a su hijo; debería ser una
madre despreocupada, tipo año dos mil ciento cincuenta, que pariría a su hijo
diciéndole: ahí te quedas, ahí te las apañes. No valdría, monsieur le
professeur, me sería imposible, el concepto de madre lo tengo demasiado
sublimado para convertirlo en un acontecimiento trivial. Pertenezco al grupo de
las madres despechadas, de las de teta en ristre que se enfrentan ante
cualquier peligro con tal de sacar a sus hijos adelante. Discúlpeme de nuevo,
monsieur le professeur, pero es que me ciego hablando de Till, me embalo de
tal forma que ignoro el límite de paciencia que mi interlocutor pueda alcanzar.
Cambiando de tema, ¿le gusta el nombre de Till? A mí me suena a campanita. Bueno, para qué hablar
de nombres si usted habrá conocido tantos, las listas de clase están llenas de
apellidos y nombres tan originales. Y los celillos, ¿qué me dice de los
celillos?; cuando lo veo acompañado por alguna de sus amigas siento celillos y no puedo evitarlo;
me gusta comprobar que se me está haciendo un hombre y al mismo tiempo
constato, porque no soy tonta, de que me lo llevan, monsieur le professeur,
es que me lo llevan y yo sin poder hacer nada, sencillamente soy un cerillo,
una insignificancia, un cero a la izquierda. Celos, ceros, ceros, celos, celos,
ceros, ceros, celos, celos, ceros, ceros, celos, cerdos celos, celos cerdos, cerdos
ceros, ceros cerdos. Ich bebe, tiemblo al pensar que dentro de unos años
me quedaré sola; sé que tengo el cariño de mi marido, pero no es lo mismo, son
amores basados en principios distintos y
sin embargo, sin ellos, siempre subyace el fantasma de la soledad, el
único punto en común. Quisiera para mi Till todo lo mejor, quisiera que
triunfara en la vida, que fuera insuperable en cualquier cosa que hiciera, en
una palabra, que se comiera el mundo, ¿lo estoy haciendo bien, monsieur le
professeur? ¿Cree usted que la educación que le estoy dando es suficiente,
es la mejor? ¿Lo estoy encaminando correctamente o me falta algo? No me diga
nada. Tengo miedo a que me recrimine algo mal hecho y aún no estoy preparada
para recibir reproches; creo ciegamente en lo que hago, creo que hago lo
correcto y creo también en el silencio del tiempo, que será el encargado de
calificar mi actuación; cualquiera que sea su veredicto lo aceptaré, pero tiene
que ser en silencio, sin palabras, éstas pueden ser hirientes y aceptar su
significación sería muy duro. ¿Qué tal se porta mi hijo? ¿Trae sus tareas
hechas? ¿Qué opinan de él el resto de los profesores? ¿Participa en clase? ¿Es
buen compañero? y ¿Canta? ¿Le gusta cantar? ¡Es tan importante que un hombre
sepa cantar! Sé que usted es su profesor de música; permítame que le diga que
honra su profesión, sabe escuchar a la gente, sabe escucharme y eso dice mucho
a su favor. Los profesores de música tienen un algo especial; perciben la vida
de forma distinta, la impregnan de una armonía que hace partícipes de ella a
los demás. No le digo esto para darle coba, soy sincera. A veces creo que
transmitimos a nuestros hijos una aridez y una lucha por la vida que hacemos
que la consideren como un campo de batalla, siempre guerreando, sin un momento
de respiro para recrearnos en lo hermosa que puede ser. Monsieur le professeur,
creo que sólo tengo derecho a pedirle una cosa: enséñele a vivir, enséñele a
ver el mundo bajo la varita mágica de su batuta y si lo consigue seré la madre
más feliz del mundo. Piense que soy una madre que: ich bebe, ich
liebe, ich lebe tiemblo, amo y vivo por
mi hijo. Bebe, liebe, lebe; liebe, lebe, bebe; lebe, bebe, liebe;
liebe, bebe, lebe, ya no sé, estoy perdida entre tanto bebe,
liebe, lebe, que necesito que alguien me diga algo. Monsieur le
professeur, creo que ha llegado su hora; antes casi le prohibía que me
hablara, y ahora le toca a usted; me queda tanto por decirle que ni la
eternidad me bastaría, pero no, no tema, no
quiero abusar más de su paciencia. Sólo le ruego que me diga algo, nada
más y si puede ser cantando mucho mejor.
Entonces, señora, cantemos:
Ah! Sweet mystery of life, at last I’ve found thee
Ah! I know at last the secret of it all;
All the longing, seeking, striving, waiting,
Yearning,
The burning hopes, the joy and idle tears
That fall!
For ‘tis love, and love alone, the world is
Seeking;
And ‘tis love, and love alone, that can
Repay
‘tis the answer, ‘tis the end and all of
living,
for it love alone that rules for ago!
Victor
Herbert: Naughty Marietta
Ah!
Sweet mystery of life
¡Ah! Dulce misterio de
la vida, al fin te he encontrado
¡Ah! Al fin sé todos los secretos;
Todos los deseos, búsquedas, luchas, esperas,
Suspiros,
Esperanzas frustradas, alegría y lágrimas vanas que
Caen!
Pues, es el amor, y sólo el amor lo que el mundo
Busca
Y es el amor, y
sólo el amor, quien puede
Recompensar,
Es la respuesta, el fin último hacia donde
Toda vida tiende
Pues es sólo el amor quien todo determina!
Preciosa la música, maravillosa la letra y estupenda la interpretación. Gracias por conjugar siempre la historia con un correlato musical. Me parece otro de los rasgos más originales de KFK. La historia esta vez es muy entrañable. Como madre de un hijo adolescente en fase crisálida aguda, me siento muy identificada con la protagonista. Me imagino que, como profesor de chavales, con todo el bagaje de observaciones y experiencias que ello supone, el autor llevaba años macerando esta preciosa narración, que es tierna y divertida por partes iguales. Pero tiene también, como siempre, un sentido trágico: el abandono del pedestal en que está la madre hasta el momento en que empieza la metamorfosis, el miedo terrible de no saber si estás conduciendo bien el proceso, esa expectación ansiosa por lo que resultará cuando el capullo, en más de un sentido, se transforme en mariposa...En fin, que Karl parece tener un don especial para empatizar con los y las dolientes del mundo y, por eso luego, le salen estos relatos tan redondos. Enhorabuena, una vez más.
ResponderEliminarPreciosa la música, maravillosa la letra y estupenda la interpretación. Gracias por conjugar siempre la historia con un correlato musical. Me parece otro de los rasgos más originales de KFK. La historia esta vez es muy entrañable. Como madre de un hijo adolescente en fase crisálida aguda, me siento muy identificada con la protagonista. Me imagino que, como profesor de chavales, con todo el bagaje de observaciones y experiencias que ello supone, el autor llevaba años macerando esta preciosa narración, que es tierna y divertida por partes iguales. Pero tiene también, como siempre, un sentido trágico: el abandono del pedestal en que está la madre hasta el momento en que empieza la metamorfosis, el miedo terrible de no saber si estás conduciendo bien el proceso, esa expectación ansiosa por lo que resultará cuando el capullo, en más de un sentido, se transforme en mariposa...En fin, que Karl parece tener un don especial para empatizar con los y las dolientes del mundo y, por eso luego, le salen estos relatos tan redondos. Enhorabuena, una vez más.
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