Sinfonía Nº 3 con órgano de C. Saint-Saéns
Jugaba con
los números, hacía infinidad de combinaciones, siempre resultaban cantidades
exorbitantes, nunca los utilizaba de dos en dos o de tres en tres, eran cinco o
seis, pero nunca los leía como una
unidad, los pronunciaba en voz baja de uno en uno como si cada cifra tuviera
una característica propia, a veces, sin querer, surgían en otra lengua y
trataba de vocalizar y pronunciar correctamente como si de un escolar
principiante de idiomas se tratara, sin embargo, él los había oído con acentos
muy diferentes y en circunstancias que nada tenían que ver con un aula. Según
el resultado se sonreía, si por eso se entiende una mueca de los labios más o
menos agraciada, pero fingida, o se quedaba serio, con amargura en la mirada
observaba un número de cinco cifras tatuado en el antebrazo y cualquier señal
de emoción humana desaparecía de todo su ser; intentar descifrar en su rostro
alguna sensación era como enfrentarse ante un libro en blanco, como si de él
hubiera desaparecido toda señal de conocimiento o cualquier indicio que pudiera
conducir a un experto a una interpretación del sentimiento humano. Él, por
supuesto, había renegado de su lengua y de cualquier otra para poder
manifestarse; las palabras quedaban muy limitadas, carecían de la fuerza
necesaria para expresar la magnitud de sus experiencias en el campo de
concentración. Lo que allí había sucedido, ninguna lengua por muy rica en
léxico que ésta fuera, alcanzaría a describir lo acontecido; por eso lo mejor
era aceptar el silencio, no tratar de aclarar nada al menos verbalmente,
solamente gestos, actitudes, decisiones... lo que fuera, pero todo llevado a
cabo en silencio, cualquier palabra o frase aclaratoria sería estéril. Había
renegado de su nombre e identidad, excepto en un momento muy puntual, en “ese” momento, él recuperaba la dignidad
perdida, en “ese” momento él recuperaba
las fuerzas para seguir existiendo, en “ese” momento él se reencarnaba en la
persona que había sido y superaba las bajezas y sufrimientos que había
padecido. Durante el resto del tiempo, divídase éste como se divida, él era un
número, uno entre miles; un nombre y unos apellidos situaban a un individuo
dentro de un contexto familiar, de un origen, en lugares en donde unos
antepasados habían ido procreando llegando hasta él, entregándole el relevo y
diciéndole: “a ti te toca ahora la
sucesión”. Pero todo se cortó repentinamente, de un tajo. Hubo un antes y un
después, nada que ver un tiempo con el otro, nada que ver una vida con la otra,
¿había surgido un nuevo ser? No, había surgido un número, uno entre miles o
millones, combinados marcaban a un individuo, más bien una ficha para ser
archivada en un cajón; quizá en el fondo no era más que una cartulina con
números y algunos datos que ya no tenían nada que ver con lo que él era. El
mundo le molestaba, estar con gente le recordaba lo que podía haber sido y no
era, su lenguaje mal ordenado le hacía daño y huía por miedo a que su
sensibilidad se quebrara. Se había convertido en un hombre quebradizo cuando se
sentía rodeado por seres de su misma especie, acorralado también sería una
palabra que lo definiría perfectamente. En soledad se mantenía firme y hasta le
quedaban fuerzas para subsistir. En sus congéneres había perdido la confianza,
habían sido tantos los engaños y las vejaciones que ya no esperaba nada de
nadie, además él ya no daba motivos para un acercamiento. El tajo había sido
decisivo en el sentido más amplio de la palabra. ¿Cómo había ido a parar allí?
Se dejó arrastrar por los acontecimientos, abrumado por haber vivido con tanta
gente hacinada en los barracones del campo necesitaba sentir un espacio abierto
a su alrededor, que cuando caminara no se tropezara con nadie, y si deseaba
mover los brazos con libertad no encontrara barreras que se lo impidieran;
en el campo había vivido encogido, en
cuclillas; el simple hecho de estar de pie, sin verse rodeado de gente le
facilitaba una respiración más serena y lo alejaba de aquel tan temible agobio.
¿Por qué había ido a parar allí? Era como el resto de un naufragio, las olas lo
habían depositado en una playa, para ser más exactos en aquella playa. Había
llegado allí por casualidad, después de atravesar países, de recorrer las
calles de sus ciudades, de caminar por carreteras y senderos en un peregrinar
sin sentido, sin una meta, se paró allí; en un principio creyó que era un alto
más en su huida, necesitaba caminar y caminar y caminar y caminar y caminar y
caminar y ca-minar y ca-minar y ca-minar y ka-minar y ka-minar y ka-minar y
minar y minar y minar y minar un futuro,
necesitaba alejarse de aquel campo de concentración; aunque sus fuerzas
decayesen muchas veces, casi nunca cogía un medio de trasporte, el movimiento de
sus piernas y el paso firme y adhesivo al suelo de sus pies, no exento de
desgarro sobre superficies terrosas, convertían cada vez más a la lejanía en un
espacio distante y minado, éste quedaba labrado sobre un suelo en el que el
olvido trataba de imponer su presencia. Más tarde se dio cuenta del motivo por
el cual había recalado allí, había intentado proseguir su ruta, varias veces
había cogido su ligero equipaje de mano para emprender la marcha, pero algo lo
retenía; sí, sí, sí, tenía equipaje de mano, una maleta de madera, pequeña,
ligera, que contenía “ cosas”, algo indefinido: “algo”, un secreto, secretos y
que siempre llevaba con él, si se agitaba se oían ruidos de “cosas” que se golpeaban unas contra otras;
necesitaba llevarla, contribuía a darle un aspecto de procedencia y destino, de
ir de un punto a otro, procedencia: sí, ¿destino? De andar sin rumbo fijo. Y
sin embargo, en el fondo sabía que su apariencia era muy distinta a su
realidad, el rumbo se lo daba su día a día, el saber si podría comer o dónde
podría dormir, adónde sus pasos lo encaminarían
esa jornada, de quién huiría, en dónde se escondería como actos reflejos
a situaciones pasadas que todavía no asumía como irreales en su realidad. El
terror aún lo poseía, por eso aquel caminar y caminar por terrenos lisos o
pedregosos, era como si se fuese despojando, entre tumbos, tropezones, caídas y
el volverse a levantar, de todo aquel lastre acumulado en su alma y en su
cuerpo. En la marcha se maravillaba con la contemplación de los paisajes, la
naturaleza se le ofrecía en todo el esplendor de las estaciones; había sido una
gran acogedora, a medida que caminaba, muchas veces cabizbajo, no dejaba de
contemplar los múltiples paisajes que tanto a un lado como a otro del camino se
extendían; buscaba descanso a la sombra de un árbol y también cobijo, muchas
veces había dormido a la intemperie teniendo como cabezal el tronco de algún
árbol que se elevaba con todo su follaje hacia el lejano cielo. En el campo no
había tenido tiempo de añorar la sencillez de la cotidianidad y en su caso, el
trabajo exhausto y una lucha por la supervivencia hacían que los instantes de
descanso y de ensoñaciones se sumieran en un sueño espeso y corto. En aquel
espacio concentracionario se había consumido, menguado, empequeñecido,
cualquier participio tendente a la aniquilación sería bien acogido. Necesitaba
espacios abiertos; el simple hecho de caminar por rutas despobladas, rodeado de
baja vegetación o de extensiones inmensas sin que ningún obstáculo entorpeciera
la mirada en busca del horizonte, eso producía un enderezamiento de su cuerpo
tonificando su ánimo, apartando la dejadez para otros momentos inconscientes de
abandono. ¿Qué destino lo había llevado a aquella playa? ¿Qué o quién lo había
encaminado hasta allí? No sabría dar una explicación, lo que sí podría decir es
que cuando pisó por primera vez la arena de la playa, algo se hundió en ella,
había algo de él en aquel entorno, aunque nunca estuviera allí antes, algo le
resultaba conocido, familiar. Él había estado en playas anteriormente al
estallido de la guerra, a su ingreso en el campo de C.(le asustaba la
pronunciación completa de aquella palabra), pero todo lo anterior a..., pero
todo lo anterior a..., pero todo lo anterior a aquella brecha había intentado
olvidarlo, arrinconarlo en su mente, guardarlo en un cofre cerrado con llave y
hundirlo en lo más profundo de la memoria. Sus familiares y amigos más
allegados habían desaparecido, se habían desplomado por aquella brecha,
evocarlos sería revivir una felicidad que no encajaba en su realidad, en su
persona. Y sin embargo, en aquella playa había algo de su vida precedente;
contempló sus huellas en la arena, la línea acuosa del horizonte y las rocas,
los acantilados y las cuevas que en su base se abrían. Su primer contacto lo
recordaba perfectamente: había sido en invierno, el mar estaba agitado, la
marea subía ligeramente hasta que advirtió que tenía los pies mojados y fríos,
fue una sensación de despertar, como si estuviera atontado y de repente una
lucidez lo concitase con el pasado. Aquel frío recorrió su cuerpo y su mente,
el agua que llegaba hasta sus tobillos le molestó en un principio, después le
agradó, chapoteó los pies, quiso expulsar el agua de sus zapatos desgastados,
pero ésta ya se salía sin mucho esfuerzo, le gustó, dejó que la marea subiese
hasta sus rodillas y por supuesto, sus pantalones también se mojaron y su
abrigo largo medio andrajoso también se mojó, los “secretos” de su interior
también se mojaron; huyó de la marea
hacia lo alto de las rocas para estar en zona seca, pero en el fondo, en lo más
profundo de su caverna interior aquello le encantó. Hacía muchísimo tiempo que
no empleaba el verbo “encantar”, para él había caído en desuso, hubo momentos
en que sí abundaba en su vocabulario, en el sentido más amplio del término,
cuando algo le maravillaba quedaba bajo un encantamiento; en el presente todo
era distinto, mejor era no entrar en él, y sin embargo, aquella mojadura de sus
raíces le había encantado; en aquel momento verbalmente no lo habría manifestado,
entraría en un estado de zorrería y mutismo absolutos, eso lo chinchaba. Desde
las rocas fue accediendo a lo alto del acantilado y desde allí contempló el mar
y su convulsión; el color natural, que sería el azul en un día de sol, le había
llegado la hora a la gama de los grises; una bruma hacía que la línea del
horizonte se hubiese difuminado y en planos de diferentes intensidades el gris
se adueñaba de cielo y mar. Miró hacia abajo y los acantilados formaban arcos,
como los de las catedrales góticas...como los de las catedrales góticas... como
los de las catedrales góticas... Y aquella comparación le sonó, le sonó, le
sonó, le sonó, le sonó, le sonó, le sonó, le sonó, le sonó. Miró rápidamente
hacia el mar y éste sonaba, sonaba, sonaba, sonaba, sonaba, sonaba, sonaba,
sonaba, sonaba y recordó, recordó, recordó, recordó, recordó, recordó, recordó,
recordó, recordó, recordó y recordó su sinfonía. Quedó paralizado y en
silencio, como si después de una tempestad viniese la calma, como si hubiese descubierto
un secreto y alguien lo hubiese pillado con las manos en la masa. De repente
supo que allí tenía que quedarse, en aquel lugar había algo que lo unía a su
pasado, allí encontraba una vinculación con aquel otro yo positivo anterior al
campo de C.; su pesimismo, su
autoanulación después de las
experiencias vividas parecía que quedaban relegadas ante aquella otra brecha
que se abría esperanzadora o al menos que aportaba cierta luz a su mundo, que
había estado sumido en tinieblas. El hecho de asentarse en aquel lugar, la
decisión, no fue fácil de tomar. Después de su liberación se le había metido en
la cabeza que su misión, en caso de que tuviera alguna, era caminar, caminar,
caminar, caminar, caminar, caminar, ca-minar, ca-minar, ca-minar, animar, animar,
animar, animar ¿ a quién o a qué?...minar, minar, minar, minar sin fin. Creía
que al caminar, poco a poco se iba desprendiendo de todo aquel lastre de
humillaciones acumulado durante sus años de cautiverio, de igual manera el
tiempo y el alejamiento del campo de C. contribuirían a la anulación de la
experiencia. Allí, por un instante experimentó con aquella sensación una
bocanada de aire fresco; en su ánimo hubo una ligera sacudida, recorrió con la
mirada lo que le rodeaba y recordó su sinfonía, durante algún tiempo se
quedaría allí: un año, dos años, tres años, cuatro años, cinco años... contó
por los dedos, éstos se movían con torpeza, como entumecidos y a cada uno le
asignó un año, como un niño. Tomar una decisión repentina a largo plazo le
asustó, no estaba para decisiones solemnes y definitivas, sencillamente se
quedaría allí durante algún tiempo who knew?. ¿Dónde viviría y de qué
viviría? Había aprendido a subsistir con poca cosa, con muy poca cosa; con lo
más ínfimo, casi del aire; había dormido en un camastro, en cuanto cabía el
cuerpo, cualquier estiramiento era un despropósito, hacinado con cientos de
cuerpos en un barracón, por lo tanto un simple cobertizo sería suficiente.
Buscó por las cercanías de la playa y encontró una cabaña abandonada, la
adecentó, tiró con todo lo superfluo de su interior, y la hizo habitable con
poca cosa; a su alrededor había un pequeño terreno y lo convirtió en huerto,
allí cultivaba verduras y poco más, solamente para cubrir las necesidades
personales. Para ganar algún dinero hacía trabajos esporádicos: tanto podía
ayudar a los campesinos del contorno como bajaba al pequeño puerto pesquero y
echaba una mano a los pescadores; le faltaba la constancia para tener un
trabajo fijo, además, éste impediría su libertad; había días que se levantaba
sin ánimo, desfallecido, las fuerzas le abandonaban y era incapaz de llevar a
cabo cualquier tarea física; se sentaba fuera de su cabaña y contemplaba su
huerta, siempre con mirada gacha, si la marea estaba baja iba hacia la playa y
allí se sentaba también con mirada gacha, como si su espíritu bajo aquellas
circunstancias no le permitiera tener unas miras más amplias; quedaba pensativo
observando sus manos, a veces, sus dedos tomaban posiciones verdaderamente
expresivas como queriendo extraer sensaciones, distribuyendo órdenes y era
entonces cuando experimentaba la necesidad de tener una rama entre sus manos,
se levantaba y hacía gestos como si estuviera dirigiendo una orquesta.
Recordaba su sinfonía. Recordaba su pasado. Recordaba aquel gran éxito que le
abriría las puertas de todas las salas de conciertos. Esa evocación le
insuflaba ganas de vivir, sabía que no era el mismo, pero aunque nada más fuera
por unos instantes eso le ayudaba a seguir tirando de su existencia; después se
volvía a sentar con el ánimo reconfortado y con la voluntad de reconstruir su
sinfonía en la memoria. Sabía que allí no se había quedado en vano. Aquel
lugar, aquella playa habían encendido una chispa y por muy pequeña que ésta
fuera llevaría a algo. Con sus diversos trabajos ejercitaba las manos, las
desentumecía, poco a poco iban recobrando ligereza, si bien en un principio su
agarrotamiento era un símbolo externo de sufrimiento e impotencia, más tarde
fueron aflojando para dar paso a la
búsqueda de su sinfonía. Mientras ayudaba a los campesinos o pescadores en sus
labores se daba cuenta de que aquél no era su trabajo, había torpeza en la
ejecución y alejaba esta sensación tarareando para sí algunas notas de su
catedral sonora, su sinfonía. Todos sus pensamientos se centraban en el
presente, nunca iban más allá del día a día, el futuro no le preocupaba, se
conformaba con existir en el instante de la reflexión; del pasado para qué
hablar, ni del más reciente ni del más pretérito, había borrado cualquier
huella a excepción hecha de esa pequeña brecha que había surgido en la memoria
y que le proporcionaba una bocanada de aire fresco a su vida. Siempre tenía
algún momento al día o por la noche para pasear por la playa; desde allí
contemplaba los grandes arcos formados entre las rocas que el mar había
erosionado; entraba en alguna de aquellas cuevas rocosas y le gustaba su
oscuridad, pero siempre mirando hacia la salida, aquel contraste de sombra y
luz lo relajaba porque allá, a lo lejos, siempre veía el mar, enmarcado por la
forma desigual de la entrada; entraba y salía deprisa varias veces y el
contraste le parecía algo mágico: ver y no ver, luz y oscuridad y de fondo el
sonido suave de la proximidad de las olas. De noche dormía mal, le era difícil
conciliar el sueño y cuando lo conseguía siempre se despertaba de un sobresalto
y con convulsiones; no recordaba lo que soñaba, entonces, antes de quedarse
echado prefería levantarse e irse a caminar por la playa, allí a la luz de la
luna si la había y si no en plena oscuridad arrastraba los pies buscando la
línea divisoria entre las olas y la arena, arrastrando, arrastrando,
arrastrando, arrastrando, arrastrando, arrastrando, arrastrando, arrastrando,
arrastrando, arrrassssstrannnndooooooo,
arrrraaaassstrannnndddooo........los pieeeeesssssss. Caminaba con los ojos
cerrados, solamente lo guiaba la percepción de la planta del pie con la
suavidad de la ola al extinguirse en la arena, aquella suavidad y su frío
parecían amainar aquel cuerpo convulso de hacía unos momentos; después
regresaba a la cabaña y se echaba en otro camastro, pero éste mucho más amplio
y mullido y aunque no durmiera descansaba, descansaba de aquella fatiga crónica
que había adquirido durante aquel período de internamiento en el campo de C.;
ya no volvería a quedarse dormido, no pensaba en nada, y si su sinfonía surgía
en su mente no era una sonrisa sino una claridad lo que iluminaba aquel rostro
opaco. Poco a poco y en momentos inesperados su catedral sonora iba tomando
cuerpo. Una vez que ya la había recreado en su memoria, cada movimiento
aparecía intacto, no había lagunas, el primero se componía de un adagio-allegro
moderato-poco adagio, el segundo de un allegro moderato-presto y
el tercero de un maestoso-allegro, su sinfonía estaba completa y él se
sintió completo también. Como persona lo habían aniquilado, pero aún quedaba
algo de él, de aquel otro yo, por lo tanto su mente no estaba tan destruida,
destrucción, destrucción, destrucción, des-truc-ción, des-truc-ción,
des-truc-ción y miró su número en el antebrazo, apartó la mirada y ésta quedó
suspendida en el vacío, intentó pronunciar su nombre y no pudo, lo intentó una
segunda vez junto con sus apellidos y le pareció tan difícil como mover una
montaña, un nudo en su garganta se lo impedía; reconoció que si algo tenía de
positivo en él, al menos hasta aquel entonces, era su sinfonía. En momentos de
ocio bajaba a la playa, se había hecho un bastón con una rama de árbol y aparte
de servirle de apoyo, que eso era lo de menos, escribía notas sobre la arena con
él, luego las borraba y volvía de nuevo; ¿por qué se encontraba tan bien allí?
Aquella podía ser una playa como otra cualquiera, pero tenía algo muy especial
y eran sus rocas, sus arcos, sus cuevas, en sí el entorno proporcionaba una
perpendicularidad, una altura, un vértigo desde lo alto de los acantilados. Y
fue una vez que hubo completado su sinfonía cuando se dio cuenta de su
atracción. La situó en un momento y en un lugar. Viajó al pasado en una máquina
del tiempo y recordó aquella tarde de invierno en aquella catedral: …lo
esperaba un coche para llevarlo allí, tenía que dirigir la sinfonía nº3 con
órgano de C. Saint-Saëns; en el último momento cambió de opinión y decidió
caminar, aún era temprano, el concierto era a las ocho, hacía bastante frío y
se abrigó; sabía que su interpretación sería decisiva para su futura carrera como director de
orquesta, y en el fondo no estaba nervioso como requería la ocasión, se sentía
henchido de amor hacia aquella música que adoraba, se decía que nada saldría
mal, y efectivamente nada salió mal, todo salió perfecto, parfait, perfect,
perfekkkktttt, perfettttttoooo. Caminaba ensimismado, envuelto en un abrigo
negro y sombrero, miraba a la gente irradiando amabilidad, hizo un alto y entró
en una cafetería, se tomó un café con leche y eso lo reconfortó; salió, miró el
reloj y comprobó que aún le quedaba tiempo, siguió caminando, en su paso por
las calles más céntricas de la ciudad su atención no recaía sobre nada o nadie
en particular, iba como en una nube, su mente estaba imbuida por la música que
aquella noche iba a dirigir; la fachada de la catedral estaba iluminada y su
interior lleno a rebosar, entró por una puerta lateral y se dirigió a la
sacristía, allí se despojó de su abrigo y sombrero, recompuso el traje que parecía
algo desaliñado por el peso del abrigo y esperó con los componentes de la
orquesta a que fuese la hora de comenzar el concierto; hablaban entre ellos de
banalidades, de todos dependía el éxito del programa, intentó entrar en la
conversación, pero aquella realidad del momento parecía lejana, y su mente
estaba completamente ausente; entonces decidió salir de la sacristía sin que
nadie lo viera y desde un rincón oscuro echó una visual a la nave central,
tanto ésta como las laterales estaban llenas público, también había mucha gente
de pie; la iluminación era tenue, intimista; las vidrieras no transparentaban
el día, sus colores se adormecían durante la noche. Aquella contemplación le
pareció mágica y deseó ya salir, no hacer esperar más al público porque la
música podía perder parte de su energía; retrocedió unos pasos y tocó la piedra
de la pared, estaba helada, el contraste con las palmas de sus manos, que
estaban hirviendo, hizo que entrase en contacto directo con aquel edificio;
recordó el órgano y su entrada en el tercer movimiento, era la voz de la
catedral bramando, inmediatamente se dio cuenta de que la catedral y él se
habían unido para siempre en el tiempo. Empezaron a salir los músicos y a
sentarse en sus sillas, pronto la orquesta estaba al completo con sus dos
pianos y órgano. Miró hacia lo alto y el organista estaba ya en su puesto; el
interior enmudeció, el silencio reinaba en el espacio y en las mentes de los
oyentes, el frío que la piedra conservaba desde hacía siglos calaba los cuerpos
abrigados de los allí presentes; el tiempo se paralizó, las piedras, aunque
quisiesen hablar de su historia, enmudecerían a la espera de lo que iban a oír.
Salió de su rincón oscuro como si se tratase de la cueva de los tiempos; el
público aplaudió, pero sus ovaciones quedaban lejanas, todo su yo estaba a
punto de estallar, también sabía que una vez comenzado el concierto, con la
primera nota, su equilibrio estaba asegurado; ignoró todo ser viviente que le
rodeaba, solamente la catedral y la música creaban un conjunto perfecto; dudó
en coger la batuta, descartó la idea, sus dedos eran lo suficientemente ágiles
para dirigir la sinfonía; cerró los ojos y se lanzó al vacío, al ensueño,
estuvo flotando durante toda la ejecución, se transportó por el tiempo, éste,
que se albergaba en aquellas naves, en los altares con su pátina de antigüedad
y plegarias, lo llevó en volandas al pasado y al futuro; cuando llegó el
instante de acometer el tercer movimiento, la entrada del órgano lo asentó en
la tierra, sintió como si aterrizara, sus bramidos lo fijaban al suelo
señalándole que aquél era su hábitat, la lucha entre órgano y orquesta dio al
último “ allegro” el final esperado. A pesar del frío los cuerpos allí
presentes habían entrado en calor, el comprobante del hecho fue la inmensa
ovación recibida. Desde entonces su fama fue en aumento, pero pronto llegaron
los años oscuros y ocurrió la hecatombe y ocurrió lo que nunca habría debido
ocurrir, pero ocurrió, ocurrió, ocurrió, ocurrió, ocurrió, ocurrió, ocurrió,
ocurrió, ocurrió, ocurrió, ocur-rió, ocur-rió, ocur-rió, ocur-rió, ocur-rió,
ocur-rió, ocur-rió el dios Ocur se rio de la humanidad. Y después de aquellos
años la paz volvió, volvió a aquella playa, pero no a su alma, aún estaba
herida, únicamente cuando recordaba su sinfonía, su catedral sonora, era cuando
cierto equilibrio nivelaba su espíritu. Siempre le había gustado compartir sus
inquietudes, ahora no tenía con quién, aquella música no podía ser sólo para
él, necesitaba un público, allí no había público, pero había el mar inmenso, el
inmenso mar, no tenía ni orquesta ni público, pero tenía su mente y en ella su
catedral sonora reconstruida y el mar, siempre su sinfonía y el mar, y la
playa, y las rocas de la playa, y la arena de la playa, y aquellos acantilados
con sus arcos y altura, y sus cuevas, y el espacio; todo ayudaba a la
reconstrucción sonora, a la reconstrucción de una vida partiendo de unos
cimientos sólidos. La vida allí durante el tiempo transcurrido desde su llegada
había sido tranquila; las experiencias vividas en el campo de C. le impedían
intimar con los lugareños. La relación con ellos era cordial aunque exenta de
confidencias, cuando colaboraba en algún trabajo, en las conversaciones
surgidas con el trato. Él nunca entraba en ellas, procuraba mantenerse apartado
de comentarios por miedo a que pudieran hacerle preguntas relacionadas con el
pasado; era un hombre callado y se limitaba a cumplir con su tarea. Las
remuneraciones que recibía por su labor le eran suficientes para subsistir,
muchas de ellas las realizaba maquinalmente, como había hecho en el campo de
C., pero sabía que aquello no era una vida,
su vida; lo que lo mantenía vivo, lo que le inyectaba ganas de continuar
su existencia era aquella música, el resto era un aderezo. No siempre se sentía
con fuerzas para ir a la playa y ejecutar su sinfonía, el mar también tenía que
ayudar; cuando subía la marea era el momento más propicio, lo abandonaba todo,
cualquier trabajo que estuviese haciendo quedaba pospuesto para otro momento,
la subida de la marea era como una llamada del más allá. En la playa nunca se
presentaba con la ropa que llevaba puesta, tenía que cambiarse como lo hacía y
lo hizo aquella noche cuando dirigió en la catedral; no podía ir vestido de
cualquier manera, entonces iba elegante, con el traje que le confería dignidad
y con unos buenos zapatos negros que conjuntaban con su atuendo. Ahora se
dirigía a su cabaña y abría la maleta, aquella maleta de madera, aquella maleta
de madera donde guardaba “secretos”, de ella sacaba un uniforme a rayas... o era un hábito a
rayas...o era una camisa de fuerza y un pantalón a rayas... o era un sudario a
rayas o una mortaja a rayas confeccionados para cubrir un cuerpo humano, de
cualquier talla...o era sencillamente algo para cubrir cuerpos famélicos,
desangelados, descangallados, descompuestos, des...des...des...Lo extendía
sobre el camastro para estirarlo, para contemplarlo; los recuerdos acechaban y
por un momento sintió como si tuviese ganas de sollozar, pero en su interior ya
no le quedaba agua sobrante para despilfarrar, la restante formaba parte de su
complexión física y no psíquica; se desnudaba por completo y se lo ponía, podía
creerse que se encontraba incómodo con él, pues no, porque llevar aquel
uniforme significaba enfrentar el horror y la belleza. Cuando era sabedor de
que subía la marea cumplía ordenadamente con los ritos de vestirse, cogía una
silla y se dirigía a la playa, allí la colocaba en medio y trataba de
asegurarla enterrando en la arena un poco sus patas, se sentaba, alejaba sus
ojos y dejaba que la mirada fuese llevada por el movimiento de las olas, a
medida que se acercaban ésta era arrastrada por ellas, entonces su mente
empezaba a trabajar y la sinfonía tomaba cuerpo. Cuando el agua llegaba a sus
pies descalzos, entonces era el inicio, el primer movimiento con su adagio-allegro
moderato-poco adagio y el segundo con su allegro moderato-presto,
observaba poco a poco como el agua iba cubriendo sus pies, sus piernas ....y la
música crecía en intensidad a medida que las olas helaban su cuerpo, se sentía
como renovado, como si el agua lo lavase y arrastrara las impurezas dejándolo
limpio; bajaba la cabeza y se miraba con la sorpresa de no reconocerse y fuera
la primera vez que tenía conocimiento de sí mismo. Parecía increíble, no se
movía, sólo su mente se hallaba en plena ebullición; se dejaba calar hasta los
huesos, aquéllos que aún marcaban a través de la piel la hambruna padecida. El
tercer movimiento lo reservaba para otra ocasión; esperaba las tormentas como
agua de mayo, únicamente lo llevaba a cabo si había tempestad en el mar; tan
pronto oía el primer trueno y el oleaje estaba agitado sabía que ése era el
momento; repetía el mismo preámbulo: vestirse para la ocasión, esa vez no
llevaba ninguna silla, iba a la lucha, con su uniforme a rayas, descalzo,
dispuesto a entregarse al último movimiento. Era un gladiador, solo ante el
peligro; era como si todas las energías acumuladas en su cuerpo, muchas o
pocas, lucharan por la existencia, lucharan por el poder decir “aún estoy
vivo”. Entonces, aquel hombre adquiría un nombreEsperante. El bramido del
órgano envuelto en una gran ola lo derribó, lo arrastró hasta las rocas, se
levantó y el cielo escupió rayos, Esperante escupió también, agua marina; de
pie enfrentándose a las olas empezó a dar unos pasitos, titubeando, esperando a
que alguna lo arrastrase de nuevo hacia atrás, eso le gustaba porque se
volvería a levantar y se encararía una vez más con el océano. En su mente el
tercer movimiento de su sinfonía continuaba en sincronía con el mar
embravecido, el agua lo golpeaba, pero él resistía; se decía que cosas peores
le habían sucedido y las había superado. Aquella vorágine de agua lo ponía a
prueba, pero su instinto de supervivencia era superior a todos los océanos;
hubo un momento en que fue arrastrado por las olas hasta el interior de una de
las cuevas, salió triunfante, tambaleándose, eso sí. Había regresado a la
oscuridad y retornaba a la luz; en medio de la playa, solo, con su uniforme a
rayas parecía tan desvalido y al mismo tiempo tan desafiante. En la mente de
Esperante su catedral sonora tocaba a su fin, contempló la playa y sus
acantilados y en la última apoteosis musical se enfrentó a la embestida de una
gran ola y dijo:”J’ai donné ici tout ce que je pouvais donner”. Aquí he dado todo lo que podía dar.
Recomiendo a todos la lectura de este relato. Me ha causado una gran impresión. He intentado condensarla en las siguientes palabras: “Después del desastre. Soledad, silencio e incansable labor de zapa y una huida inconsciente que busca un rastro de vida tras la barbarie desoladora. Tenía que ser en el lugar en el que la Naturaleza construyó con sus herramientas míticas un monumento que serviría de modelo para las obras de los hombres; con sus manos, capaces de lo mejor y de lo peor. Allí resurge de sus cenizas el ser humano y se reproduce la batalla entre lo terrible y lo hermoso; solo que esta vez teñida de la inutilidad de todas las revanchas”.José Losada
ResponderEliminarQuerido KFK: espléndido el relato, touching. Me alegra mucho pensar en que la experiencia estética que está en su origen la compartimos el grupo de amigos en una escapada a la Mariña lucense. La verdad es que todavía me da la risa al recordar la fuga que protagonizasteis Ignacio y tú entusiasmados por el paisaje y sin demasiads ganas de volver a donde estábamos esperándoos.
ResponderEliminarBueno, algo un poco más serio. Esa referencia inicial a los números tatuados me ha trajo a la memoria un recuerdo difícil de olvidar. Tendría 18 años cuando vi en una tienda en Torrevieja a una señora, de unos 60 años o quizá más, con los números despersonalizadores en el antebrazo. No pude evitar que ella se diera cuenta de que me había impresionado. Ahora que todo el mundo se tatúa y destatúa, quizá deberíamos plantearnos qué significa que una persona, tan lejos de Alemania, acarree ese signo de tortura e ignominia para memoria de toda la humanidad. Me gustaría plantear al autor, que tanto ha leído sobre el tema de los supervivientes del holocausto, la pregunta de qué sentían después de salir de ese infierno, en relación al recordatorio corporal de su terrible experiencia. Creo que sería un tema antropológico muy interesante recopilar y analizar sus testimonios. Queda hecha la propuesta para Tinieblas en el corazón .