jueves, 28 de noviembre de 2024

AMAS POR LA BELLEZA...


                                                           
                                                

S/T. Maxime Frairot

 


Los turistas empezaban a llegar a la catedral gótica; se les había citado en el exterior, más concretamente en la puerta principal de la gran fachada. Iban llegando poco a poco, sin prisas, en pequeños grupos, de cuatro en cuatro, de tres en tres, de dos en dos, de uno en uno, es decir, éstos últimos: solos. No había aceleración en ser puntuales porque inconscientemente sabían que lo que iban a visitar carecía de tiempo y esa atemporalidad se despertaba en ellos por medio de un magnetismo invisible que desprendían aquellas piedras que, colocadas con maestría, se elevaban hacia el cielo absorbiendo toda una energía cronológica y atmosférica. Se les podía observar desde distintos ángulos: desde la plaza que se extendía ante la fachada principal, se les veía que acudían hacia un punto de reunión, como esos colegiales que abandonan cualquier actividad física ante el sonido del timbre que marca el final de una tarea y se les exige una formación en grupo rápida, contundente; ahora bien, hay que aclarar que rapidez y contundencia no imperaban entre los turistas, más bien era lentitud; se diría que la subrayaban arrastrando suavemente los pies sobre la piedra de la plaza y en el momento en que elevaban sus cabezas para contemplar estupefactos la magnificencia de aquel edificio que, a través de los siglos, había abatido todos los estilos arquitectónicos posteriores. Sus cabezas se echaban hacia atrás, hasta el límite en el que la nuca no cedía más, parecían soportar sobre sus frentes la altura y ese enorme esfuerzo de cientos de hombres que colaboraron sufridamente a que la tierra estuviese un poco más cerca del cielo. Pasados esos instantes de “estupefakción” y de entumecimiento del cuello, los turistas volvían a su marcha más completos, mejor dicho, más cargados. Otro ángulo privilegiado era desde lo alto de una de las torres. Contemplados desde aquella altura sus características físicas se diluían en una perpendicularidad distante, convirtiéndose en diminutos puntos movibles hacia uno más estático. La panorámica de la plaza era asombrosa y completa, se les podía observar desde la lejanía como por las calles adyacentes confluir hacia su cita, una cita con un tiempo pasado. Si se extendía  la mirada hacia el horizonte, ésta se quedaba atrapada en un mare- magnum de edificios incontrolados que impedían atisbar la más mínima línea horizontal y no permitían contemplar los límites de la ciudad. Pero la catedral gótica tenía otras perspectivas, no era necesario mirar solamente hacia abajo o hacia el horizonte, también uno era libre de mirar hacia arriba y mirando hacia arriba uno se topaba con la infinitud del cielo. La modernidad se permitía el lujo de robar espacio al terreno y delimitarlo, podía cavar hasta las entrañas de la tierra y desde allí dispararse como un cohete en forma de moles de hormigón, pero siempre se llegaría a un punto de gravedad, a un punto en el que el muelle retornaría a su matriz para adquirir de nuevo su posición primigenia. La modernidad no se atreve a robar espacio al espacio, es buena conocedora de sus limitaciones, no se apoya sobre bases etéreas, sabe que sus fundamentos se encuentran en la materialidad de las cosas. Contemplada la catedral gótica desde un plano inferior y otro superior, queda un plano intermedio que es a través de las vidrieras. Al situarse delante del gran rosetón en el exterior observando cómo los turistas llegaban, se adquiría un vértigo para querer saltar e incorporarse a ellos; se diferenciaba su físico claramente, ya no eran sólo unos puntos, éstos poseían cierto colorido y había un movimiento procedente de unas extremidades, se diría que el punto, abstracción en la distancia, había derivado hacia un realismo plástico debido a una aproximación al objeto. Era agradable verles con su lentitud, portaban una parsimonia semejante a los preparativos de una ceremonia religiosa, y en el fondo lo que aquella visita iba a ser era la ceremonia de la contemplación de un tiempo puesta de manifiesto en unas piedras sabiamente ordenadas y labradas. Situarse detrás del gran rosetón en el interior sería otro capricho, un capricho lleno de colorido debido a la gran variedad de tonalidades de color que, mediante la luz que entraba por las vidrieras, desprendían éstas. Las vidrieras eran una de las atracciones de la catedral gótica ante el gris cenizo de la piedra. Los visitantes a veces se preguntaban cómo un edificio de pilares y de construcción tan robustos dejaba perforar en sus muros unas ventanas compuestas por la fragilidad de unos cristales de color, pero el secreto de la belleza radica en su espontaneidad, así los turistas podían ser vistos bajo múltiples colores, bajo múltiples puntos abstractos o reales. Y llegaban y llegaban y llegaban y llegaban dos y llegaban cuatro y llegaba uno y llegaban cinco y llegaban tres y llegaban seis y llegaba uno y llegaban y llegaban y llegaban. La catedral gótica era su punto de encuentro. Estaba situada en el corazón de la nación, estaba situada en el corazón de un continente llamado Europa; se alzaba orgullosa y se dejaba ver desde cualquier lugar a pesar de los enormes edificios que pululaban por la ciudad; mostraba su antigüedad y nobleza adquiridas por las luchas que la habían rodeado y por los acontecimientos y ceremonias que allí adentro habían tenido lugar; era la representación de un tiempo pasado y todos los ciudadanos se sentían orgullosos de haber nacido en esa ciudad porque así demostraban que no pertenecían a una generación espontánea sino que provenían de unas ancestrales que habían colaborado en su construcción; se abría al mundo como el corazón palpitante de un continente milenario rico en sabiduría y maestro en las bellas artes; sus torres eran las más altas de su estilo, hasta tal punto que casi rozaban las nubes y podían codearse con el vuelo de los pájaros y queriendo exagerar aún más con el de los aviones, ¡ ahí queda eso! El mundo representado por sus turistas la admiraba y de esta admiración siempre surgía una unión de hermandad que se echaba de menos una vez vueltos a sus respectivos países, pero en el recuerdo quedaba aquella cita, aquellos momentos compartidos con gentes de otros lugares que en un templo y a una hora sagrada cruzaron sus destinos. Los turistas ya casi estaban al completo, aunque siempre se esperaba la llegada de un rezagado que algún despiste había demorado. La guía aún no había aparecido, pero ellos eran conscientes de que la cita era allí: en la puerta principal de la gran fachada y había que esperar. Se miraban, pero no se hablaban, había temor a expresarse en un idioma ininteligible para aquél a quien el mensaje fuese dirigido; sólo hablaban entre ellos quienes se conocían con anterioridad, es decir, los que ya venían juntos; sin embargo, en el ambiente reinaban unas ansias de acercamiento e intimidad que, dadas las circunstancias, solamente las miradas inquisitivas podían saciar; se miraban unos a otros, se clavaba la vista en los rasgos del otro, en el color del pelo y de la tez con la ilusión de adivinar la procedencia, pero siempre quedaban dudas; en lo que sí había cierta lógica era en que los rubios provenían del norte y los morenos del sur; una vez escudriñados los orígenes, se aguardaba con impaciencia la llegada de la guía, sin ella había un sensación de rebaño abandonado, de no saber si aguardar o darse media vuelta…y de repente surge el milagro: voici le guide. En los rostros aflora una sonrisa de alivio, se exhalan suspiros que ponen fin a la espera; la guía derrocha encanto y amabilidad no solamente en el rostro, su cuerpo se mueve graciosillo y posee la prestancia de un cascabel, ella transmite sus cualidades y los turistas se sienten como corderillos saltarines y amorosos. Todo el mundo queda en silencio, ya que ella empieza a hablar, da instrucciones y proyecta la voz de forma que la oigan los componentes del grupo, que cada vez se hace más “compákato” para una mejor “kapatación” de las explicaciones. Se expresa en un idioma en el que todos la entienden; parece raro, pero es cierto; parece un milagro, pero es cierto y nada mejor que éste pues es el lugar idóneo para que ocurran tales proezas; pues sí, sí, parece un milagro, pero es cierto. La gente, a primera vista, creería que iba a darse una situación babélica, a crearse un batiburrillo donde todos se volverían medio locos por entender y por hacerse entender; pues no, porque ellos entienden perfectamente a la guía y el hacerse entender aún no ha llegado, pero puede que llegue. In short, it seems a miracle, but it is true. En resumen, parece un milagro, pero es cierto. La guía encabeza el grupo, abre la puerta y entra el rebaño y con él la luz exterior que por unos instantes proyecta el rectángulo de la puerta sobre el suelo empedrado; se cierra la puerta: adiós pérfido mundo, bienvenidos al mundo del frío y del silencio; tan pronto se adentran en el recinto sagrado los cuerpos de los turistas se ven sacudidos por un escalofrío, se reajustan sus prendas de abrigo y la oscuridad despierta su espiritualidad; aquel frío y aquella oscuridad secular retroceden a cualquier ser humano en el tiempo y le hacen sentir una aproximación cronológica hacia unos semejantes que vivieron en otra época y en los cuales, a pesar del abismo temporal en hábitos de vida y evolución del pensamiento, su esencia pasada y presente permanece “intákata”. El olor es también muy característico, es el de a antigüedad; el frío allí albergado y la oscuridad que todo lo cubre traspasan las piedras y madera y de ellas se desprende lo rancio del tiempo que se extiende por los lugares más recónditos de la catedral y sólo es suavizado por el tufo a cera que desprenden los cirios, y es cuando algo arde, también algo se purifica y en este caso es el ambiente. A ambos lados laterales de la nave central se alinean pequeñas capillas que se perfilan en la densa penumbra gracias a unas cuantas velas encendidas que al desprender su luz débil y parpadeante clarean lo negro y surge un gris en el contorno de los altares. Las candelas encendidas proporcionan un ambiente espacial, una especie de cielo estrellado al nivel del visitante que se acerca a ellas y clava su mirada en señal de respuesta a una pregunta misteriosa que no ha sido formulada; si quiere las puede apagar de un soplo, pero no se extinguirían porque representan agradecimientos, deseos cumplidos, pequeñas parcelas del alma humana sin las cuales ésta no sería tal. A los santos que habitan en estos altares los protege la penumbra, sólo están visibles para aquéllos cuyos ojos pueden atravesar la barrera de la incredulidad, impulsados por la fe; para los otros, para el resto, los santos forman parte del entorno, seres de yeso o madera en actitudes patéticas o conciliadoras; también hay mujeres arrodilladas que miran hacia lo alto en busca de una telepatía entre ellas y su santo de devoción, pero la espiritualidad no reside en estas imágenes, está en el frío, en esos escalofríos que sacuden los cuerpos. Los turistas están parados a la entrada, aún no se han puesto en marcha, cada vez se agrupan más, el brusco cambio de temperatura los une aparte de que la guía se dirige a ellos en un tono de voz más bajo para no molestar a aquéllos ajenos a la visita. El recinto, por su gravedad, incita al susurro, a un fraseo hilado que suavemente entra en el oído transmitiendo al cerebro una sensación de equilibrio ambiental que desecha cualquier atonalidad. Los turistas están muy próximos unos a otros porque la guía, en su idioma inteligible para todo el mundo, comienza a explicar los orígenes de la catedral, quiénes fueron sus constructores, el tiempo empleado and so on and on and on and on and on and on and on and on and on……. Todos prestan gran interés ante la información suministrada por ella, pero cuando el bombardeo de datos y de hechos acaecidos se extralimita, hay “cabecitas” que no pueden con tanto y entonces optan por evadirse hacia otros mundos donde impera la sencillez de los sentidos; mirándoles al rostro se diría que la mayoría estaban entregados en cuerpo y mente a la historia allí contada, había otros que estaban entregados en cuerpo, pero su mente andaba a su aire; unos pocos, los menos, estaban entregados en mente, pero su cuerpo andaba libre, andaba free, andaba libre, andaba frei, andaba libero, es decir, andaba de un “liber” muy subido y había dos seres que no estaban entregados ni en cuerpo ni en mente, sencillamente estaban…sencillamente estaban solos, estaban alone, estaban seuls, estaban allein, estaban soli; estaban solos, es decir estaban de un “solus” muy subido. Aquellas dos criaturas eran: un hombre solo y una mujer sola. ¿Cuáles serían sus nombres? ¿Por qué esa urgente curiosidad de saber la identidad de alguien que está solo? ¿Falta la compañía de alguna persona a su lado para dar un punto de referencia a la especie a la cual pertenece? ¿No hay especies de un único individuo? Ellos dos pertenecen a la especie universal, lo que ocurre es que se han refugiado en sí mismos. Él era alto, moreno y llevaba puesto…mejor dicho, envolvía su cuerpo en una gabardina amplia, muy amplia y larga, muy larga que hacía resaltar una delgadez exagerada e impulsaba su altura hacia un nivel que sobrepasaba la media de los allí reunidos. Ella era alta, rubia y llevaba puesto…mejor dicho, envolvía su cuerpo en una gabardina amplia, muy amplia y larga, muy larga que hacía resaltar su delgadez exagerada e impulsaba su altura hacia un nivel que sobrepasaba la media de los allí reunidos. Detalles y observaciones sueltos a destacar: las gabardinas eran oscuras, de un gris muy oscuro casi tirando a negro, el pelo de él era muy, muy corto y el de ella era una media melena rubia. Orígenes: por el color de la tez y rasgos se diría que él provenía del sur y ella del norte. El sur: sol, claridad, calidez, alegría; el norte: escasez de sol, oscuridad, frialdad, tristeza. Dentro del grupo se situaban en lados opuestos y a veces donde cuadraba, no se conocían, pero presentían que algo en el ambiente había sacudido su soledad, tal vez aquel frío que poseía cualidades para atravesar cualquier cuerpo; de hecho, ellos dos, inconscientemente fueron los primeros en ajustarse sus prendas. Estaba visto que el frío y el silencio que se extendían por las capas superiores del templo habían contribuido a una manifestación externa de “leur solitude”, hacia una manifestación externa de “l’homme solitude” y de “la femme solitude”. El grupo marchaba lentamente, las cabezas no daban abasto en sus giros de derecha a izquierda y de arriba abajo, tan pronto se encontraban contemplando una bóveda como de repente a su derecha aparecía una tumba de un personaje destacado enterrado allí. Los cuellos ya no podían más, las vértebras cervicales, haciendo gala de amor al arte, resistían pacientemente y no acusaban fatiga alguna. “L’homme solitude” y “la femme solitude” se dejaban llevar, prestaban atención a las indicaciones de la guía, pero era una atención sin interés, desganada, anémica; en aquel dejarse arrastrar había una especie de flotación involuntaria que conducía a la dejadez, hacia un cruce de destinos que ellos ignoraban y que pronto se produciría. Los turistas proseguían haciendo de vez en cuando comentarios entre ellos siempre en voz baja, sobre todo cuando se trataba de algún caso anecdótico originado por la sorpresa. Llegaron a una zona apartada donde había varias tumbas a ras de suelo cubiertas con sus lápidas y sus respectivas inscripciones, el grupo se diseminó un poco para ver y descifrar unas letras jeroglíficas; a no ser por la ayuda de la guía y la buena voluntad de cada uno, aquello era ininteligible; todos creyeron en lo que ella les decía, pero la voluntad mantenía una interrogante no cerrando la puerta ante la duda; una vez que todo el mundo cejó en el empeño de la lectura, la guía les invitó a pisar sobre la tumbas ya que la piedra que las cubría, a no ser por las inscripciones, pertenecía más al suelo empedrado de la catedral que a un auténtico reposo eterno; como niños ante el cese de una prohibición, no dudaron en caminar sobre ellas creyendo experimentar alguna sensación nueva, algo que proviniera de aquella fosa hermética, que les sirviera de acontecimiento insólito para contar en su vida rutinaria; todos pisaron por encima agudizando las sensaciones a lo que podía acontecer, no aconteció nada; una vez superada la tentación, nadie comentó que hubiese percibido una vibración que se apartase de lo normal; el noventa y ocho por ciento de los turistas no estaban hechos para vibrar; la cotidianidad había moldeado sus mentes hasta tal punto que sus experiencias sensoriales no sobrepasaban la barrera de lo habitual, de lo anodino, del vivir por vivir. Aquello que había podido llegar a cotas de experimentación sensorial sobrehumanas se había quedado en agua de borrajas ¡¡¡aaajjj!!!. Como ha quedado claro el noventa y ocho por ciento no se había enterado de nada. Rien de rien. Na de na. Pero había un dos por ciento, “dos aguilillas” que se había enterado de todo, experimentado todo; abierta la veda, a la guía le fue imposible controlar los impulsos de los guiados a pisar, hubo que aguadar unos momentos para que se despejase la zona y el interés trasvasado a otro lugar. Aquel hombre solo y aquella mujer sola, aunque se habían adivinado, todavía no se habían encontrado frente a frente, cada uno sobre una tumba diferente, con los pies muy fijos sobre las lápidas, se cruzaron las miradas, se clavaron con la mirada y se traspasaron con la mirada; la mirada se había convertido en el testigo fiel y mudo de aquel encuentro; desde aquel reposo eterno sellado por los siglos, desde aquel silencio conservado intacto, desde aquella soledad de  muerte y desde aquel frío que la tierra mima para la germinación, aquellos dos cuerpos lejanos, apartados por una enorme distancia, existentes en un espacio distinto y convergentes en un mismo punto tremaron. El mundo propio de cada uno se desplomó y de aquella mirada punzante advirtieron que emergía uno nuevo para los dos. No se dijeron nada, nada había que decirse porque la palabra se había expresado en la mirada, tampoco se aproximaron uno a otro porque los mundos deben contemplarse a cierta distancia. Sus compañeros de visita ya se habían reagrupado para proseguir y los aguardaban sin prisa como haciendo un receso en la sucesión de descubrimientos históricos y artísticos pasados y de aquellos otros futuros que se avecinaban. Se incorporaron al grupo por separado, pero entretejidos por un fino hilo invisible y elástico que mantenía sus presencias accesibles ante el temor a una soledad molesta. El grupo emprendió la marcha encabezada por la guía, ésta seguía gesticulando y hablando en su idioma inteligible para todos, pasaron al coro y admiraron la sillería por su belleza y estado de conservación, algunos tomaron asiento para descansar, otros para comprobar si desde aquellos acomodos el mundo se veía de distinta manera llegando a la conclusión de que éste se hacía más duro. La guía seguía embalada: parole, parole, parole, parole, parole, parole hasta que exhaló las últimas palabras e hizo la promesa callada y solemne de que por un momento ella había cumplido con la historia. Enmudeció. Se tomó un respiro y dejó a los turistas a su libre albedrío pasear y contemplar el coro; sobre éste se elevaba un órgano disparando sus tubos hacia las alturas infinitas de la catedral; algunos se dieron cuenta de que eran los pulmones que exhalaban el aliento sagrado de plegarias y oraciones que allí tenían lugar; diez de entre ellos tocados por el frío espiritual empezaron a canturrear; cualquiera diría que de repente se había adueñado de ellos una locura o embrujo; pues no, la penumbra ambiental y la impregnación que poseía la madera tallada del coro por tantos siglos de cánticos impulsaban a las almas sensibles a cantar. Como el vuelo de un pájaro en un lugar cerrado se extendió el primer susurro: “Liebst du um Schönheit, o nicht mich liebe” Amas por la belleza, entonces no me ames. Esta primera frase lanzada al vacío resonó contra las carnes de los allí presentes y se quedaron helados, pero “l’homme solitude” y “la femme solitude” sintieron que se les rasgaban sus carnes y que un desmedido calor fundía sus cuerpos en uno, se miraron cada uno desde donde se encontraban y asintieron. Siguió un segundo susurro: “Liebe die Sonne, sie trägt ein goldnes Haar” Ama al sol por sus cabellos dorados; cuando ella oyó esto último llevó la mano hacia su pelo y lo acarició, lo puso en orden y advirtió que se sentía hermosa ya que nunca había observado que su media melena rubia pudiera compararse con los cabellos dorados del sol. La guía, al ver que la situación se empezaba a desfasar llamó al orden y volvió a tener reunidos a todos los turistas a su alrededor, como si fueran una familia bien avenida; Había que convencerse de que ya no lo eran; de entre ellos había surgido una pareja y, por supuesto, un coro. Los destinos de ambos eran incontrolados, impredecibles; si se dice que el amor es un pájaro rebelde que nadie puede amaestrar y que la música es la vibración del universo ¿qué se podría esperar? Una explosión: ¡¡¡bbbooommm!!!. Por mucho que se esforzase la guía, el grupo ya no era el mismo, habían surgido disidentes; no obstante, la marcha proseguía y en aquel momento todos elevaron la mirada hacia las vidrieras; habían llegado a un punto en que las divisaban al completo; el contraste entre penumbra y luz era demoledor. La catedral, por ley natural, poseía y albergaba a perpetuidad aquella penumbra que había adquirido con el tiempo, nadie ni nada podían usurpársela; el frío allí conservado gozaba de los mismos derechos ¿por qué aquella luz intensa tamizada por el color del cristal irrumpía en el oscuro sosiego de aquella morada sagrada? La belleza allí no tenía parangón: haces de luz atravesaban las naves y la admiración de los contempladores, el pasmo ante lo insólito, ante una especie de belleza que se apartaba de los cánones de lo cotidiano, hacía pensar que aquel fenómeno de contrastes poseía una espiritualidad que sólo y exclusivamente se daba entre aquellas piedras. Si bien esa penumbra representaba la noche oscura del alma, aquella luz proveniente de las alturas aportaba claridad a esa noche que ya no sería tan oscura desde entonces. Aquellos turistas llegados de todos los confines de aquel continente, sin querer, habían descubierto la belleza espiritual; en su interior sintieron como una renovación de algo indefinible y aquel día reconocieron que eran mucho mejores que el día anterior, es decir, que la víspera, es decir, que antes. En aquel punto permanecieron un buen rato tratando de grabar en la memoria todo el arco iris de colores, figuras, animales y vegetación que se dejaban transparentar con el paso de la luz; sería inútil expresarlo con palabras o gestos, hay sensaciones que no bastan con los propios sentidos aguzados a tope, hay que implicar a todo el mundo. No hubo respuesta verbal por parte de nadie a excepción del coro que susurró: “Liebst du um Jungend, o nicht mich liebe!” Amas por la juventud, entonces ¡no me ames!. El hombre y la mujer, la pareja, tremaron; se sintieron heridos en su juventud, dudaron por un momento si aquella muda atracción correspondía solamente a su edad, pero pronto cayeron en la cuenta de que el tiempo era un elemento más de aquel incipiente amor; la fuerza que trataba de unirlos se basaba en una soledad secular que arrastraba cada uno individualmente como un lastre de sus antepasados y al llegar a aquel lugar eclosionó; en su silencio tanto el hombre como la mujer reflexionaron en el hecho de que, hasta que sus miradas no se cruzaran, se creían portadores de una carga innata a una especie y que mientras no se encontraran con otro congénere para compartirla, cada uno tendría que soportarla con resignación; ellos parecían los elegidos para ayudarse recíprocamente a portar la suya propia. No se vieron, pero exhalaron un soplo de vida que el frío heló uniendo a los dos. Después de haber contemplado aquel despliegue de luz y de la exaltación de ánimos ante tanta belleza, las almas se sosegaron y encontraron su paz en unas plegarias que provenían de una capilla lateral; el grupo permanecía inmóvil y  no parecía tener ganas de proseguir su marcha, se sentía paralizado; prestaron oídos para intentar descifrar aquel idioma que no era el mismo que la guía empleaba para dirigirse a ellos, les era ininteligible y, sin embargo, había palabras que conservaban cierta similitud con el que ellos hablaban; conclusión: la catedral hablaba también, tenía su  propio lenguaje, muy personal, eso sí, el propio de sus comienzos y que apenas había evolucionado, pese a la gran afluencia de visitantes que allí entraban. La guía dio unas ligeras palmaditas para movilizar al grupo y agilizarlo de su parálisis; no se movían, habían llegado a un punto de desorientación; las palabras habían hecho mella en sus mentes; pasado y presente se entrelazaban, había algo de extraño en la comunicación oral que les dejaba levitando en un espacio atemporal. Al comprobar el estado de alelamiento en el que habían entrado, la guía dio otra vez unas palmaditas, éstas un poco más estruendosas para ver si salían de su letargo…no había manera; descartó las palmaditas y decidió entregarse de lleno a un zapateado: tacatacatacatacatááá…tacatacatacatacatááá…otra vez: tacatacatacatacatacatacatacatacatacatááááááááá´…otra vez: tacatacatacatacatacatacatacatacatacatacáááááááááááááááááááááááááááááááá…; al fin había conseguido que esa “a” larga los hiciese volver en sí. Era consciente de que el “tacataca” no había servido para nada, el secreto se encontraba en la “a” larga. Se reprochó el haber recurrido a semejante artimaña, tal vez su comportamiento no había sido el más adecuado para tan sagrado lugar, pero hay momentos en que la razón se ve cubierta por una ceguera que impide analizar los acontecimientos con la suficiente claridad, ¡quién no ha perdido alguna vez los papeles!. El coro susurró: “Liebe den Frühling der jung ist jedes Jahr!” Ama a la primavera que rejuvenece cada año. Al oír el verbo rejuvenecer, todos los turistas se pusieron en marcha, la primavera les había dado energías para continuar. La pareja que se hallaba un poco distante, sin querer, se aproximó y se unió al cortejo, casi caminaban uno junto a otro. Se acercaban al altar mayor poco a poco, poco a poco, poco a poco, peco a pocu, peco a pocu, peco a pocu, peu a pocu, peu a pocu, peu a pocu, peu à peu, peu à peu, peu à peu…y llegaron. El altar mayor se ofrecía ante sus ojos imponente, era una labor encomiable lo que allí había llevado a cabo el artista: se representaba un juicio final y la guía con todo el esmero del mundo se explayaba a sus anchas dando detalles de cómo el artista había hecho tal o cual figura relevante y lo que cada una de sus secuencias mostraba con relación al conjunto en general; después de tan detallada explicación y de haber entendido por completo su significado, sus almas se encogieron y en sus oídos retumbaba un sonido acusador de trompetas, era como si fuesen llamados a asistir a un juicio parecido e instintivamente se reagruparon para sentirse más protegidos. “L’homme solitude” y “la femme solitude” habían llegado a un punto de contigüidad, no se tocaban, los separaba un centímetro, aquella distancia era abismal, equivalía a la distancia que cada uno había recorrido desde su origen hasta aquel lugar, estaban a punto de rozarse, pero aún no había llegado el momento; se miraron y se defendieron de la amenaza de aquellas trompetas, su proximidad los protegía ante cualquier peligro y contemplaron el retablo como obra de arte libre de cualquier otro significado. Un grupo de estudiantes pululaba por allí también, atentos a las explicaciones que les daba un profesor; en sus rostros se adivinaba una ausencia mental absoluta, su presencia representaba el significado de una obligación, nada más; el interés se manifestaba en el empeño del profesor con sus explicaciones, pero éstas caían en saco roto y ellos por respeto o por miedo ante una reprimenda, no se atrevían a comunicarle que todo aquello les resbalaba y arrastraban los pies que soportaban un cuerpo cargado de una indiferencia e ignorancia absolutas. El coro se recuperó después de tan patética y apocalíptica visión y susurró: “Liebst du um Schätze, o nicht mich liebe!” Amas por tesoros, entonces no me ames. Aquel hombre y aquella mujer juguetearon con sus dedos y se tocaron, buscaban tesoros entre ellos y no los hallaron, sus dedos estaban libres de anillos o de ataduras que eran lo que podían significar; las gabardinas que cubrían sus cuerpos habían perdido ese aspecto hermético y ligeramente desabrochadas caían en perpendicular de lo alto a lo bajo de sus cuerpos dándoles un aire a dos columnas semejantes a las de la catedral; sintieron frío y tremaron, se miraron y descubrieron que “los tesoros estaban en el destello de sus ojos”…¡cursi, muy cursi! Desde el altar mayor se percibía una panorámica completa de la catedral: su altura, sus vidrieras, sus naves tan espaciosas, todo un mundo se conservaba intacto allí, un mundo ancestral completamente diferente al de donde ellos provenían; se recrearon en aquella contemplación y cada uno de los miembros de aquel grupo se apartó unos pasos de su compañero de visita, había que aislarse, refugiarse en sí mismo y reflexionar; había que comparar el mundo propio con el que allí se ofrecía y la conclusión era que nada tenía que ver uno con otro; se diría que eran opuestos; todos eran conscientes de que no podían abandonar el mundo al que pertenecían porque era abandonar su yo presente, su realidad, su justificante de existencia, y sin embargo, en el fondo anhelaban una parte de aquél en el que estaban, sobre todo, aquel frío que tan hondamente les había calado; aquel frío poseía esa espiritualidad que muchos de ellos nunca habían experimentado, algo nuevo que les hacía ver las cosas desde otra perspectiva y creaba una armonía entre el mundo externo y el propio, y todos tuvieron esa misma sensación, aunque sin confesarlo, porque sentían esa vergüenza adulta a exteriorizar los impulsos del alma. Era ridícula su actitud: se lanzaban miradas esquivas y cada uno se despistaba con un movimiento de cabeza tendente a la indiferencia, miraban para todos lados porque sabían que si fijaban sus ojos en los de cualquier compañero descubrirían sus secretos y se desnudarían ante un desconocido; se encontraban perdidos ante aquella nueva faceta y al mismo tiempo orgullosos de comprobar que eran receptivos ante los caprichos misteriosos de la existencia. De la pareja se diría que existía en un plano vegetativo, o sea, vegetaba porque tanto él como ella estaban en Babia, en Babia, en Babia, en Babia, en Babio, en Babio, en Babio, en Babio, en Bobio, en Bobio, en Bobio, en Bobio, en Bobo, en Bobo, e Bobo n, e Bobo n, e Bobo n, e Bobo n, e Bobos, Bobos, Bobos, Bobos, Bobos, en dos palabras: ¡estaban bobos! Y el coro al unísono susurró: “Liebe der Meerfrau, sie hat viel Perlen klar!” Ama a la sirena con sus muchas perlas luminosas. Todos salieron de su reflexión, todos miraron hacia atrás sin saber el motivo viéndose reflejados en un espejo imaginario, no se reconocieron en él, aunque su yo físico era el mismo, su yo interno había cambiado, su yo=hoy, era distinto de su yo=ayer. Sobre el ara del altar y sin tocar la superficie, flotaba la figura de un hombre con los brazos extendidos en forma de cruz; penetrando en su contemplación se percibía el origen del material al cual había recurrido el artista para tallar aquella imagen: sencillamente habían sido dos maderas, dos pequeños troncos, troncos procedentes de unos árboles, tal vez crecidos en un bosque y muy enraizados en la tierra; en las profundidades del subsuelo yacía el origen primario de aquel material que gracias a un don de un artista desconocido había sabiamente esculpido aquella figura: cabeza, cuerpo y extremidades inferiores eran de una misma pieza: un tronco; una rigidez grisácea era la nota predominante de aquel cuerpo o intento de cuerpo; pequeñas incisiones y angulosidades se adentraban en la madera para diferenciar las partes corpóreas de aquel “hombre palo”; de su rostro sobresalían unos enormes ojos almendrados como si quisiesen hipnotizar al mundo; en su cuerpo se insinuaban unas costillas y una pequeña hendidura en el costado derecho; las piernas y pies se dejaban caer llevados por unos dedos desproporcionados y tirantes atraídos por el peso de una perpendicularidad para mantener la rigidez y cierto toque de hieratismo; de las extremidades superiores, se disparaban dos brazos de un tronco con la clara intención de sobrepasar los límites de la cruz a la cual toda la figura estaba sujeta. Huidos de aquel juicio final la vista se posaba obligatoriamente sobre aquel “hombre palo” y surgían unas interrogantes en cuyo interior reinaba el vacío; no había palabras para rellenar aquel hueco. Se miran intentando averiguar en el rostro ajeno alguna interpretación a aquella figura y, al no hallar respuesta para esa supuesta pregunta, se encogen de hombros y ante esta contracción automáticamente sus brazos se van elevando adquiriendo forma de cruz; se vuelven a mirar ante la reacción asombrosa que ha tomado su cuerpo y acto seguido clavan sus ojos en el “hombre palo”. Él está clavado. No habla. No emite palabras. Su mirada hipnotiza al mundo. ¿Por qué ellos están con los brazos extendidos en forma de cruz? Todos han sido empujados por una mano oculta a un cruce de caminos, han portado una cruz invisible a lo largo del tiempo y ahora se han manifestado en la extensión de sus brazos; procedentes de diferentes lugares de aquel continente han cruzado sus destinos allí; debajo de sus pies también existe una gran cruz: la planta de la catedral aún conserva cierto trazado primitivo y todos se encuentran ante aquel “hombre-palo-cruz” ante aquel “ser-materia-forma”. “L’homme solitude” y “la femme solitude”, de repente, y sin querer porque los impulsos humanos desechan los razonamientos, se encontraron frente a frente ante el “hombre palo” con los brazos en forma de cruz como él. Ellos una vez que lo hubieron contemplado y fijado sus ojos en los de él, deslizaron la mirada hacia su costado derecho y movidos por un resorte se dieron media vuelta y se situaron uno frente a otro, con sus brazos en cruz, se aproximaron paso a paso clavándose la mirada, atravesándose el costado con el deseo, saciando su sed de soledad, temblando ante el frío espiritual y sus brazos perdieron rigidez moldeándose para dar un abrazo eterno. Se abrazaron. Comprobaron que encajaban y reconocieron que eran dos piezas de un rompecabezas de un universo infinito, dos palos flotando en un espacio que por una fuerza desconocida se habían cruzado en un camino solitario procedente de la nada y que conducía hacia la nada. Escudriñaron sus respectivos rostros para aprenderse de memoria, para no olvidarse, para amarse en la distancia y al pensar en ésta se besaron y no se dijeron nada, pero el beso contenía palabras de amor y exclamó: “Liebst du um Liebe, o ja mich liebe!” “Liebe mich immer, dich lieb’ ich immer, immerdar!” Amas por amor, entonces ¡ámame! Ámame siempre, pues yo te amaré por toda la eternidad. Había terminado la visita, el destino había cumplido su capricho y con el mismo interés que había promovido aquel encuentro, con el mismo interés lo había desconvocado. Los turistas sabían que había llegado la hora de regresar a sus países de origen; se despidieron de la guía y a continuación cada uno hizo una sinopsis de lo que había vivido: para el recuerdo la catedral y todo su potencial interno, el encuentro con aquellas otras gentes procedentes de aquel continente llamado Europa; para la vista, gusto, olfato y tacto el abrazo y el beso de “l’homme solitude” y de “la femme solitude” y para el oído el susurro del coro. La pareja se dio la mano y se dirigió hasta la salida de la catedral seguida por sus compañeros de visita, una vez en la puerta ambos se despidieron levantando los brazos en forma de cruz y susurrando:

(16) Mahler - Liebst du um Schönheit - YouTube

Liebst du um Schönheit, o nicht mich liebe!

Liebe die Sonne, sie trägt ein goldnes Haar!

Liebst du um Jugend, o nicht mich liebe!

Liebe den Frühling, der jung ist jedes Jahr!

Liebst du um Schätze, o nicht mich liebe!

Liebe der Meerfrau, sie hat viel Perlen klar!

Liebst du um Liebe, o ja mich liebe!

Liebe mich immer, dich lieb’ ich immer, immerdar!

 

Amas por la belleza, entonces ¡no me ames!

Ama al sol con sus cabellos dorados.

Amas por la juventud, entonces ¡no me ames!

Ama a la primavera que rejuvenece cada año.

Amas por tesoros, entonces ¡no me ames!

Ama a la sirena con sus muchas perlas luminosas.

Amas por amor, entonces ¡ámame!

Ámame siempre, pues yo te amaré por toda la eternidad.

 

                               Liebst du um Schönheit

                               Friedrich Rückert-G. Mahler.