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S/T. Maxime Frairot |
Los turistas empezaban a llegar a la catedral gótica;
se les había citado en el exterior, más concretamente en la puerta principal de
la gran fachada. Iban llegando poco a poco, sin prisas, en pequeños grupos, de
cuatro en cuatro, de tres en tres, de dos en dos, de uno en uno, es decir,
éstos últimos: solos. No había aceleración en ser puntuales porque
inconscientemente sabían que lo que iban a visitar carecía de tiempo y esa
atemporalidad se despertaba en ellos por medio de un magnetismo invisible que
desprendían aquellas piedras que, colocadas con maestría, se elevaban hacia el
cielo absorbiendo toda una energía cronológica y atmosférica. Se les podía
observar desde distintos ángulos: desde la plaza que se extendía ante la
fachada principal, se les veía que acudían hacia un punto de reunión, como esos
colegiales que abandonan cualquier actividad física ante el sonido del timbre
que marca el final de una tarea y se les exige una formación en grupo rápida,
contundente; ahora bien, hay que aclarar que rapidez y contundencia no
imperaban entre los turistas, más bien era lentitud; se diría que la subrayaban
arrastrando suavemente los pies sobre la piedra de la plaza y en el momento en
que elevaban sus cabezas para contemplar estupefactos la magnificencia de aquel
edificio que, a través de los siglos, había abatido todos los estilos
arquitectónicos posteriores. Sus cabezas se echaban hacia atrás, hasta el
límite en el que la nuca no cedía más, parecían soportar sobre sus frentes la
altura y ese enorme esfuerzo de cientos de hombres que colaboraron sufridamente
a que la tierra estuviese un poco más cerca del cielo. Pasados esos instantes
de “estupefakción” y de entumecimiento del cuello, los turistas volvían a su
marcha más completos, mejor dicho, más cargados. Otro ángulo privilegiado era
desde lo alto de una de las torres. Contemplados desde aquella altura sus
características físicas se diluían en una perpendicularidad distante,
convirtiéndose en diminutos puntos movibles hacia uno más estático. La
panorámica de la plaza era asombrosa y completa, se les podía observar desde la
lejanía como por las calles adyacentes confluir hacia su cita, una cita con un
tiempo pasado. Si se extendía la mirada
hacia el horizonte, ésta se quedaba atrapada en un mare- magnum de edificios
incontrolados que impedían atisbar la más mínima línea horizontal y no
permitían contemplar los límites de la ciudad. Pero la catedral gótica tenía
otras perspectivas, no era necesario mirar solamente hacia abajo o hacia el
horizonte, también uno era libre de mirar hacia arriba y mirando hacia arriba
uno se topaba con la infinitud del cielo. La modernidad se permitía el lujo de
robar espacio al terreno y delimitarlo, podía cavar hasta las entrañas de la
tierra y desde allí dispararse como un cohete en forma de moles de hormigón,
pero siempre se llegaría a un punto de gravedad, a un punto en el que el muelle
retornaría a su matriz para adquirir de nuevo su posición primigenia. La
modernidad no se atreve a robar espacio al espacio, es buena conocedora de sus
limitaciones, no se apoya sobre bases etéreas, sabe que sus fundamentos se
encuentran en la materialidad de las cosas. Contemplada la catedral gótica
desde un plano inferior y otro superior, queda un plano intermedio que es a
través de las vidrieras. Al situarse delante del gran rosetón en el exterior
observando cómo los turistas llegaban, se adquiría un vértigo para querer
saltar e incorporarse a ellos; se diferenciaba su físico claramente, ya no eran
sólo unos puntos, éstos poseían cierto colorido y había un movimiento
procedente de unas extremidades, se diría que el punto, abstracción en la
distancia, había derivado hacia un realismo plástico debido a una aproximación
al objeto. Era agradable verles con su lentitud, portaban una parsimonia
semejante a los preparativos de una ceremonia religiosa, y en el fondo lo que
aquella visita iba a ser era la ceremonia de la contemplación de un tiempo
puesta de manifiesto en unas piedras sabiamente ordenadas y labradas. Situarse
detrás del gran rosetón en el interior sería otro capricho, un capricho lleno
de colorido debido a la gran variedad de tonalidades de color que, mediante la
luz que entraba por las vidrieras, desprendían éstas. Las vidrieras eran una de
las atracciones de la catedral gótica ante el gris cenizo de la piedra. Los
visitantes a veces se preguntaban cómo un edificio de pilares y de construcción
tan robustos dejaba perforar en sus muros unas ventanas compuestas por la
fragilidad de unos cristales de color, pero el secreto de la belleza radica en su
espontaneidad, así los turistas podían ser vistos bajo múltiples colores, bajo
múltiples puntos abstractos o reales. Y llegaban y llegaban y llegaban y
llegaban dos y llegaban cuatro y llegaba uno y llegaban cinco y llegaban tres y
llegaban seis y llegaba uno y llegaban y llegaban y llegaban. La catedral
gótica era su punto de encuentro. Estaba situada en el corazón de la nación,
estaba situada en el corazón de un continente llamado Europa; se alzaba
orgullosa y se dejaba ver desde cualquier lugar a pesar de los enormes
edificios que pululaban por la ciudad; mostraba su antigüedad y nobleza
adquiridas por las luchas que la habían rodeado y por los acontecimientos y
ceremonias que allí adentro habían tenido lugar; era la representación de un
tiempo pasado y todos los ciudadanos se sentían orgullosos de haber nacido en
esa ciudad porque así demostraban que no pertenecían a una generación
espontánea sino que provenían de unas ancestrales que habían colaborado en su
construcción; se abría al mundo como el corazón palpitante de un continente
milenario rico en sabiduría y maestro en las bellas artes; sus torres eran las
más altas de su estilo, hasta tal punto que casi rozaban las nubes y podían
codearse con el vuelo de los pájaros y queriendo exagerar aún más con el de los
aviones, ¡ ahí queda eso! El mundo representado por sus turistas la admiraba y
de esta admiración siempre surgía una unión de hermandad que se echaba de menos
una vez vueltos a sus respectivos países, pero en el recuerdo quedaba aquella
cita, aquellos momentos compartidos con gentes de otros lugares que en un
templo y a una hora sagrada cruzaron sus destinos. Los turistas ya casi estaban
al completo, aunque siempre se esperaba la llegada de un rezagado que algún
despiste había demorado. La guía aún no había aparecido, pero ellos eran conscientes
de que la cita era allí: en la puerta principal de la gran fachada y había que
esperar. Se miraban, pero no se hablaban, había temor a expresarse en un idioma
ininteligible para aquél a quien el mensaje fuese dirigido; sólo hablaban entre
ellos quienes se conocían con anterioridad, es decir, los que ya venían juntos;
sin embargo, en el ambiente reinaban unas ansias de acercamiento e intimidad
que, dadas las circunstancias, solamente las miradas inquisitivas podían
saciar; se miraban unos a otros, se clavaba la vista en los rasgos del otro, en
el color del pelo y de la tez con la ilusión de adivinar la procedencia, pero
siempre quedaban dudas; en lo que sí había cierta lógica era en que los rubios
provenían del norte y los morenos del sur; una vez escudriñados los orígenes,
se aguardaba con impaciencia la llegada de la guía, sin ella había un sensación
de rebaño abandonado, de no saber si aguardar o darse media vuelta…y de repente
surge el milagro: voici le guide. En
los rostros aflora una sonrisa de alivio, se exhalan suspiros que ponen fin a
la espera; la guía derrocha encanto y amabilidad no solamente en el rostro, su
cuerpo se mueve graciosillo y posee la prestancia de un cascabel, ella
transmite sus cualidades y los turistas se sienten como corderillos saltarines
y amorosos. Todo el mundo queda en silencio, ya que ella empieza a hablar, da
instrucciones y proyecta la voz de forma que la oigan los componentes del grupo,
que cada vez se hace más “compákato” para una mejor “kapatación” de las explicaciones.
Se expresa en un idioma en el que todos la entienden; parece raro, pero es
cierto; parece un milagro, pero es cierto y nada mejor que éste pues es el
lugar idóneo para que ocurran tales proezas; pues sí, sí, parece un milagro,
pero es cierto. La gente, a primera vista, creería que iba a darse una
situación babélica, a crearse un batiburrillo donde todos se volverían medio
locos por entender y por hacerse entender; pues no, porque ellos entienden
perfectamente a la guía y el hacerse entender aún no ha llegado, pero puede que
llegue. In short, it seems a miracle, but
it is true. En resumen, parece un milagro, pero es cierto. La guía encabeza
el grupo, abre la puerta y entra el rebaño y con él la luz exterior que por
unos instantes proyecta el rectángulo de la puerta sobre el suelo empedrado; se
cierra la puerta: adiós pérfido mundo, bienvenidos al mundo del frío y del
silencio; tan pronto se adentran en el recinto sagrado los cuerpos de los
turistas se ven sacudidos por un escalofrío, se reajustan sus prendas de abrigo
y la oscuridad despierta su espiritualidad; aquel frío y aquella oscuridad
secular retroceden a cualquier ser humano en el tiempo y le hacen sentir una
aproximación cronológica hacia unos semejantes que vivieron en otra época y en
los cuales, a pesar del abismo temporal en hábitos de vida y evolución del
pensamiento, su esencia pasada y presente permanece “intákata”. El olor es
también muy característico, es el de a antigüedad; el frío allí albergado y la
oscuridad que todo lo cubre traspasan las piedras y madera y de ellas se
desprende lo rancio del tiempo que se extiende por los lugares más recónditos
de la catedral y sólo es suavizado por el tufo a cera que desprenden los
cirios, y es cuando algo arde, también algo se purifica y en este caso es el
ambiente. A ambos lados laterales de la nave central se alinean pequeñas
capillas que se perfilan en la densa penumbra gracias a unas cuantas velas
encendidas que al desprender su luz débil y parpadeante clarean lo negro y
surge un gris en el contorno de los altares. Las candelas encendidas
proporcionan un ambiente espacial, una especie de cielo estrellado al nivel del
visitante que se acerca a ellas y clava su mirada en señal de respuesta a una
pregunta misteriosa que no ha sido formulada; si quiere las puede apagar de un
soplo, pero no se extinguirían porque representan agradecimientos, deseos
cumplidos, pequeñas parcelas del alma humana sin las cuales ésta no sería tal. A
los santos que habitan en estos altares los protege la penumbra, sólo están
visibles para aquéllos cuyos ojos pueden atravesar la barrera de la
incredulidad, impulsados por la fe; para los otros, para el resto, los santos
forman parte del entorno, seres de yeso o madera en actitudes patéticas o
conciliadoras; también hay mujeres arrodilladas que miran hacia lo alto en
busca de una telepatía entre ellas y su santo de devoción, pero la
espiritualidad no reside en estas imágenes, está en el frío, en esos escalofríos
que sacuden los cuerpos. Los turistas están parados a la entrada, aún no se han
puesto en marcha, cada vez se agrupan más, el brusco cambio de temperatura los
une aparte de que la guía se dirige a ellos en un tono de voz más bajo para no
molestar a aquéllos ajenos a la visita. El recinto, por su gravedad, incita al
susurro, a un fraseo hilado que suavemente entra en el oído transmitiendo al
cerebro una sensación de equilibrio ambiental que desecha cualquier atonalidad.
Los turistas están muy próximos unos a otros porque la guía, en su idioma
inteligible para todo el mundo, comienza a explicar los orígenes de la
catedral, quiénes fueron sus constructores, el tiempo empleado and so on and on and on and on and on and on
and on and on and on……. Todos prestan gran interés ante la información
suministrada por ella, pero cuando el bombardeo de datos y de hechos acaecidos
se extralimita, hay “cabecitas” que no pueden con tanto y entonces optan por
evadirse hacia otros mundos donde impera la sencillez de los sentidos;
mirándoles al rostro se diría que la mayoría estaban entregados en cuerpo y
mente a la historia allí contada, había otros que estaban entregados en cuerpo,
pero su mente andaba a su aire; unos pocos, los menos, estaban entregados en
mente, pero su cuerpo andaba libre, andaba free,
andaba libre, andaba frei, andaba libero, es decir, andaba de un “liber”
muy subido y había dos seres que no estaban entregados ni en cuerpo ni en
mente, sencillamente estaban…sencillamente estaban solos, estaban alone, estaban seuls, estaban allein, estaban
soli; estaban solos, es decir estaban
de un “solus” muy subido. Aquellas
dos criaturas eran: un hombre solo y una mujer sola. ¿Cuáles serían sus
nombres? ¿Por qué esa urgente curiosidad de saber la identidad de alguien que
está solo? ¿Falta la compañía de alguna persona a su lado para dar un punto de
referencia a la especie a la cual pertenece? ¿No hay especies de un único
individuo? Ellos dos pertenecen a la especie universal, lo que ocurre es que se
han refugiado en sí mismos. Él era alto, moreno y llevaba puesto…mejor dicho,
envolvía su cuerpo en una gabardina amplia, muy amplia y larga, muy larga que
hacía resaltar una delgadez exagerada e impulsaba su altura hacia un nivel que
sobrepasaba la media de los allí reunidos. Ella era alta, rubia y llevaba
puesto…mejor dicho, envolvía su cuerpo en una gabardina amplia, muy amplia y
larga, muy larga que hacía resaltar su delgadez exagerada e impulsaba su altura
hacia un nivel que sobrepasaba la media de los allí reunidos. Detalles y
observaciones sueltos a destacar: las gabardinas eran oscuras, de un gris muy oscuro
casi tirando a negro, el pelo de él era muy, muy corto y el de ella era una
media melena rubia. Orígenes: por el color de la tez y rasgos se diría que él
provenía del sur y ella del norte. El sur: sol, claridad, calidez, alegría; el
norte: escasez de sol, oscuridad, frialdad, tristeza. Dentro del grupo se
situaban en lados opuestos y a veces donde cuadraba, no se conocían, pero
presentían que algo en el ambiente había sacudido su soledad, tal vez aquel
frío que poseía cualidades para atravesar cualquier cuerpo; de hecho, ellos
dos, inconscientemente fueron los primeros en ajustarse sus prendas. Estaba
visto que el frío y el silencio que se extendían por las capas superiores del
templo habían contribuido a una manifestación externa de “leur solitude”, hacia
una manifestación externa de “l’homme
solitude” y de “la femme solitude”. El grupo marchaba lentamente, las cabezas no
daban abasto en sus giros de derecha a izquierda y de arriba abajo, tan pronto
se encontraban contemplando una bóveda como de repente a su derecha aparecía
una tumba de un personaje destacado enterrado allí. Los cuellos ya no podían
más, las vértebras cervicales, haciendo gala de amor al arte, resistían
pacientemente y no acusaban fatiga alguna. “L’homme
solitude” y “la femme solitude” se
dejaban llevar, prestaban atención a las indicaciones de la guía, pero era una
atención sin interés, desganada, anémica; en aquel dejarse arrastrar había una
especie de flotación involuntaria que conducía a la dejadez, hacia un cruce de
destinos que ellos ignoraban y que pronto se produciría. Los turistas
proseguían haciendo de vez en cuando comentarios entre ellos siempre en voz
baja, sobre todo cuando se trataba de algún caso anecdótico originado por la
sorpresa. Llegaron a una zona apartada donde había varias tumbas a ras de suelo
cubiertas con sus lápidas y sus respectivas inscripciones, el grupo se diseminó
un poco para ver y descifrar unas letras jeroglíficas; a no ser por la ayuda de
la guía y la buena voluntad de cada uno, aquello era ininteligible; todos
creyeron en lo que ella les decía, pero la voluntad mantenía una interrogante
no cerrando la puerta ante la duda; una vez que todo el mundo cejó en el empeño
de la lectura, la guía les invitó a pisar sobre la tumbas ya que la piedra que
las cubría, a no ser por las inscripciones, pertenecía más al suelo empedrado
de la catedral que a un auténtico reposo eterno; como niños ante el cese de una
prohibición, no dudaron en caminar sobre ellas creyendo experimentar alguna
sensación nueva, algo que proviniera de aquella fosa hermética, que les
sirviera de acontecimiento insólito para contar en su vida rutinaria; todos
pisaron por encima agudizando las sensaciones a lo que podía acontecer, no
aconteció nada; una vez superada la tentación, nadie comentó que hubiese
percibido una vibración que se apartase de lo normal; el noventa y ocho por
ciento de los turistas no estaban hechos para vibrar; la cotidianidad había
moldeado sus mentes hasta tal punto que sus experiencias sensoriales no
sobrepasaban la barrera de lo habitual, de lo anodino, del vivir por vivir.
Aquello que había podido llegar a cotas de experimentación sensorial
sobrehumanas se había quedado en agua de borrajas ¡¡¡aaajjj!!!. Como ha quedado
claro el noventa y ocho por ciento no se había enterado de nada. Rien de rien. Na de na. Pero había un
dos por ciento, “dos aguilillas” que se había enterado de todo, experimentado
todo; abierta la veda, a la guía le fue imposible controlar los impulsos de los
guiados a pisar, hubo que aguadar unos momentos para que se despejase la zona y
el interés trasvasado a otro lugar. Aquel hombre solo y aquella mujer sola,
aunque se habían adivinado, todavía no se habían encontrado frente a frente,
cada uno sobre una tumba diferente, con los pies muy fijos sobre las lápidas,
se cruzaron las miradas, se clavaron con la mirada y se traspasaron con la
mirada; la mirada se había convertido en el testigo fiel y mudo de aquel
encuentro; desde aquel reposo eterno sellado por los siglos, desde aquel
silencio conservado intacto, desde aquella soledad de muerte y desde aquel frío que la tierra mima
para la germinación, aquellos dos cuerpos lejanos, apartados por una enorme
distancia, existentes en un espacio distinto y convergentes en un mismo punto
tremaron. El mundo propio de cada uno se desplomó y de aquella mirada punzante
advirtieron que emergía uno nuevo para los dos. No se dijeron nada, nada había
que decirse porque la palabra se había expresado en la mirada, tampoco se
aproximaron uno a otro porque los mundos deben contemplarse a cierta distancia.
Sus compañeros de visita ya se habían reagrupado para proseguir y los
aguardaban sin prisa como haciendo un receso en la sucesión de descubrimientos
históricos y artísticos pasados y de aquellos otros futuros que se avecinaban.
Se incorporaron al grupo por separado, pero entretejidos por un fino hilo
invisible y elástico que mantenía sus presencias accesibles ante el temor a una
soledad molesta. El grupo emprendió la marcha encabezada por la guía, ésta
seguía gesticulando y hablando en su idioma inteligible para todos, pasaron al
coro y admiraron la sillería por su belleza y estado de conservación, algunos
tomaron asiento para descansar, otros para comprobar si desde aquellos acomodos
el mundo se veía de distinta manera llegando a la conclusión de que éste se
hacía más duro. La guía seguía embalada: parole,
parole, parole, parole, parole, parole hasta que exhaló las últimas
palabras e hizo la promesa callada y solemne de que por un momento ella había
cumplido con la historia. Enmudeció. Se tomó un respiro y dejó a los turistas a
su libre albedrío pasear y contemplar el coro; sobre éste se elevaba un órgano
disparando sus tubos hacia las alturas infinitas de la catedral; algunos se
dieron cuenta de que eran los pulmones que exhalaban el aliento sagrado de
plegarias y oraciones que allí tenían lugar; diez de entre ellos tocados por el
frío espiritual empezaron a canturrear; cualquiera diría que de repente se
había adueñado de ellos una locura o embrujo; pues no, la penumbra ambiental y
la impregnación que poseía la madera tallada del coro por tantos siglos de
cánticos impulsaban a las almas sensibles a cantar. Como el vuelo de un pájaro
en un lugar cerrado se extendió el primer susurro: “Liebst du um Schönheit, o
nicht mich liebe” Amas por la belleza, entonces no me ames. Esta primera
frase lanzada al vacío resonó contra las carnes de los allí presentes y se
quedaron helados, pero “l’homme solitude”
y “la femme solitude” sintieron que
se les rasgaban sus carnes y que un desmedido calor fundía sus cuerpos en uno,
se miraron cada uno desde donde se encontraban y asintieron. Siguió un segundo
susurro: “Liebe die Sonne, sie trägt ein
goldnes Haar” Ama al sol por sus cabellos dorados; cuando ella oyó esto
último llevó la mano hacia su pelo y lo acarició, lo puso en orden y advirtió
que se sentía hermosa ya que nunca había observado que su media melena rubia pudiera
compararse con los cabellos dorados del sol. La guía, al ver que la situación
se empezaba a desfasar llamó al orden y volvió a tener reunidos a todos los
turistas a su alrededor, como si fueran una familia bien avenida; Había que
convencerse de que ya no lo eran; de entre ellos había surgido una pareja y,
por supuesto, un coro. Los destinos de ambos eran incontrolados, impredecibles;
si se dice que el amor es un pájaro rebelde que nadie puede amaestrar y que la
música es la vibración del universo ¿qué se podría esperar? Una explosión:
¡¡¡bbbooommm!!!. Por mucho que se esforzase la guía, el grupo ya no era el
mismo, habían surgido disidentes; no obstante, la marcha proseguía y en aquel
momento todos elevaron la mirada hacia las vidrieras; habían llegado a un punto
en que las divisaban al completo; el contraste entre penumbra y luz era
demoledor. La catedral, por ley natural, poseía y albergaba a perpetuidad
aquella penumbra que había adquirido con el tiempo, nadie ni nada podían
usurpársela; el frío allí conservado gozaba de los mismos derechos ¿por qué
aquella luz intensa tamizada por el color del cristal irrumpía en el oscuro
sosiego de aquella morada sagrada? La belleza allí no tenía parangón: haces de
luz atravesaban las naves y la admiración de los contempladores, el pasmo ante
lo insólito, ante una especie de belleza que se apartaba de los cánones de lo
cotidiano, hacía pensar que aquel fenómeno de contrastes poseía una
espiritualidad que sólo y exclusivamente se daba entre aquellas piedras. Si
bien esa penumbra representaba la noche oscura del alma, aquella luz
proveniente de las alturas aportaba claridad a esa noche que ya no sería tan
oscura desde entonces. Aquellos turistas llegados de todos los confines de
aquel continente, sin querer, habían descubierto la belleza espiritual; en su
interior sintieron como una renovación de algo indefinible y aquel día
reconocieron que eran mucho mejores que el día anterior, es decir, que la
víspera, es decir, que antes. En aquel punto permanecieron un buen rato
tratando de grabar en la memoria todo el arco iris de colores, figuras, animales
y vegetación que se dejaban transparentar con el paso de la luz; sería inútil
expresarlo con palabras o gestos, hay sensaciones que no bastan con los propios
sentidos aguzados a tope, hay que implicar a todo el mundo. No hubo respuesta
verbal por parte de nadie a excepción del coro que susurró: “Liebst du um Jungend, o nicht mich liebe!”
Amas por la juventud, entonces ¡no me ames!. El hombre y la mujer, la pareja,
tremaron; se sintieron heridos en su juventud, dudaron por un momento si
aquella muda atracción correspondía solamente a su edad, pero pronto cayeron en
la cuenta de que el tiempo era un elemento más de aquel incipiente amor; la
fuerza que trataba de unirlos se basaba en una soledad secular que arrastraba
cada uno individualmente como un lastre de sus antepasados y al llegar a aquel
lugar eclosionó; en su silencio tanto el hombre como la mujer reflexionaron en el
hecho de que, hasta que sus miradas no se cruzaran, se creían portadores de una
carga innata a una especie y que mientras no se encontraran con otro congénere
para compartirla, cada uno tendría que soportarla con resignación; ellos
parecían los elegidos para ayudarse recíprocamente a portar la suya propia. No
se vieron, pero exhalaron un soplo de vida que el frío heló uniendo a los dos.
Después de haber contemplado aquel despliegue de luz y de la exaltación de
ánimos ante tanta belleza, las almas se sosegaron y encontraron su paz en unas
plegarias que provenían de una capilla lateral; el grupo permanecía inmóvil
y no parecía tener ganas de proseguir su
marcha, se sentía paralizado; prestaron oídos para intentar descifrar aquel idioma
que no era el mismo que la guía empleaba para dirigirse a ellos, les era
ininteligible y, sin embargo, había palabras que conservaban cierta similitud
con el que ellos hablaban; conclusión: la catedral hablaba también, tenía
su propio lenguaje, muy personal, eso
sí, el propio de sus comienzos y que apenas había evolucionado, pese a la gran
afluencia de visitantes que allí entraban. La guía dio unas ligeras palmaditas
para movilizar al grupo y agilizarlo de su parálisis; no se movían, habían
llegado a un punto de desorientación; las palabras habían hecho mella en sus
mentes; pasado y presente se entrelazaban, había algo de extraño en la
comunicación oral que les dejaba levitando en un espacio atemporal. Al
comprobar el estado de alelamiento en el que habían entrado, la guía dio otra
vez unas palmaditas, éstas un poco más estruendosas para ver si salían de su
letargo…no había manera; descartó las palmaditas y decidió entregarse de lleno
a un zapateado: tacatacatacatacatááá…tacatacatacatacatááá…otra vez:
tacatacatacatacatacatacatacatacatacatááááááááá´…otra vez:
tacatacatacatacatacatacatacatacatacatacáááááááááááááááááááááááááááááááá…; al
fin había conseguido que esa “a” larga los hiciese volver en sí. Era consciente
de que el “tacataca” no había servido para nada, el secreto se encontraba en la
“a” larga. Se reprochó el haber recurrido a semejante artimaña, tal vez su
comportamiento no había sido el más adecuado para tan sagrado lugar, pero hay
momentos en que la razón se ve cubierta por una ceguera que impide analizar los
acontecimientos con la suficiente claridad, ¡quién no ha perdido alguna vez los
papeles!. El coro susurró: “Liebe den
Frühling der jung ist jedes Jahr!” Ama a la primavera que rejuvenece cada
año. Al oír el verbo rejuvenecer, todos los turistas se pusieron en marcha, la
primavera les había dado energías para continuar. La pareja que se hallaba un
poco distante, sin querer, se aproximó y se unió al cortejo, casi caminaban uno
junto a otro. Se acercaban al altar mayor poco a poco, poco a poco, poco a
poco, peco a pocu, peco a pocu, peco a pocu, peu a pocu, peu a pocu, peu a
pocu, peu à peu, peu à peu, peu à peu…y llegaron. El altar mayor se ofrecía
ante sus ojos imponente, era una labor encomiable lo que allí había llevado a
cabo el artista: se representaba un juicio final y la guía con todo el esmero
del mundo se explayaba a sus anchas dando detalles de cómo el artista había
hecho tal o cual figura relevante y lo que cada una de sus secuencias mostraba
con relación al conjunto en general; después de tan detallada explicación y de
haber entendido por completo su significado, sus almas se encogieron y en sus
oídos retumbaba un sonido acusador de trompetas, era como si fuesen llamados a
asistir a un juicio parecido e instintivamente se reagruparon para sentirse más
protegidos. “L’homme solitude” y “la femme solitude” habían llegado a un punto
de contigüidad, no se tocaban, los separaba un centímetro, aquella distancia
era abismal, equivalía a la distancia que cada uno había recorrido desde su
origen hasta aquel lugar, estaban a punto de rozarse, pero aún no había llegado
el momento; se miraron y se defendieron de la amenaza de aquellas trompetas, su
proximidad los protegía ante cualquier peligro y contemplaron el retablo como
obra de arte libre de cualquier otro significado. Un grupo de estudiantes
pululaba por allí también, atentos a las explicaciones que les daba un
profesor; en sus rostros se adivinaba una ausencia mental absoluta, su
presencia representaba el significado de una obligación, nada más; el interés
se manifestaba en el empeño del profesor con sus explicaciones, pero éstas
caían en saco roto y ellos por respeto o por miedo ante una reprimenda, no se
atrevían a comunicarle que todo aquello les resbalaba y arrastraban los pies
que soportaban un cuerpo cargado de una indiferencia e ignorancia absolutas. El
coro se recuperó después de tan patética y apocalíptica visión y susurró:
“Liebst du um Schätze, o nicht mich liebe!” Amas por tesoros, entonces no me
ames. Aquel hombre y aquella mujer juguetearon con sus dedos y se tocaron, buscaban
tesoros entre ellos y no los hallaron, sus dedos estaban libres de anillos o de
ataduras que eran lo que podían significar; las gabardinas que cubrían sus
cuerpos habían perdido ese aspecto hermético y ligeramente desabrochadas caían
en perpendicular de lo alto a lo bajo de sus cuerpos dándoles un aire a dos
columnas semejantes a las de la catedral; sintieron frío y tremaron, se miraron
y descubrieron que “los tesoros estaban en el destello de sus ojos”…¡cursi, muy
cursi! Desde el altar mayor se percibía una panorámica completa de la catedral:
su altura, sus vidrieras, sus naves tan espaciosas, todo un mundo se conservaba
intacto allí, un mundo ancestral completamente diferente al de donde ellos
provenían; se recrearon en aquella contemplación y cada uno de los miembros de
aquel grupo se apartó unos pasos de su compañero de visita, había que aislarse,
refugiarse en sí mismo y reflexionar; había que comparar el mundo propio con el
que allí se ofrecía y la conclusión era que nada tenía que ver uno con otro; se
diría que eran opuestos; todos eran conscientes de que no podían abandonar el
mundo al que pertenecían porque era abandonar su yo presente, su realidad, su
justificante de existencia, y sin embargo, en el fondo anhelaban una parte de
aquél en el que estaban, sobre todo, aquel frío que tan hondamente les había
calado; aquel frío poseía esa espiritualidad que muchos de ellos nunca habían
experimentado, algo nuevo que les hacía ver las cosas desde otra perspectiva y
creaba una armonía entre el mundo externo y el propio, y todos tuvieron esa
misma sensación, aunque sin confesarlo, porque sentían esa vergüenza adulta a
exteriorizar los impulsos del alma. Era ridícula su actitud: se lanzaban
miradas esquivas y cada uno se despistaba con un movimiento de cabeza tendente
a la indiferencia, miraban para todos lados porque sabían que si fijaban sus
ojos en los de cualquier compañero descubrirían sus secretos y se desnudarían
ante un desconocido; se encontraban perdidos ante aquella nueva faceta y al
mismo tiempo orgullosos de comprobar que eran receptivos ante los caprichos
misteriosos de la existencia. De la pareja se diría que existía en un plano
vegetativo, o sea, vegetaba porque tanto él como ella estaban en Babia, en
Babia, en Babia, en Babia, en Babio, en Babio, en Babio, en Babio, en Bobio, en
Bobio, en Bobio, en Bobio, en Bobo, en Bobo, e Bobo n, e Bobo n, e Bobo n, e
Bobo n, e Bobos, Bobos, Bobos, Bobos, Bobos, en dos palabras: ¡estaban bobos! Y
el coro al unísono susurró: “Liebe der
Meerfrau, sie hat viel Perlen klar!” Ama a la sirena con sus muchas perlas
luminosas. Todos salieron de su reflexión, todos miraron hacia atrás sin saber
el motivo viéndose reflejados en un espejo imaginario, no se reconocieron en él,
aunque su yo físico era el mismo, su yo interno había cambiado, su yo=hoy, era
distinto de su yo=ayer. Sobre el ara del altar y sin tocar la superficie,
flotaba la figura de un hombre con los brazos extendidos en forma de cruz;
penetrando en su contemplación se percibía el origen del material al cual había
recurrido el artista para tallar aquella imagen: sencillamente habían sido dos
maderas, dos pequeños troncos, troncos procedentes de unos árboles, tal vez
crecidos en un bosque y muy enraizados en la tierra; en las profundidades del
subsuelo yacía el origen primario de aquel material que gracias a un don de un
artista desconocido había sabiamente esculpido aquella figura: cabeza, cuerpo y
extremidades inferiores eran de una misma pieza: un tronco; una rigidez
grisácea era la nota predominante de aquel cuerpo o intento de cuerpo; pequeñas
incisiones y angulosidades se adentraban en la madera para diferenciar las
partes corpóreas de aquel “hombre palo”; de su rostro sobresalían unos enormes
ojos almendrados como si quisiesen hipnotizar al mundo; en su cuerpo se
insinuaban unas costillas y una pequeña hendidura en el costado derecho; las
piernas y pies se dejaban caer llevados por unos dedos desproporcionados y
tirantes atraídos por el peso de una perpendicularidad para mantener la rigidez
y cierto toque de hieratismo; de las extremidades superiores, se disparaban dos
brazos de un tronco con la clara intención de sobrepasar los límites de la cruz
a la cual toda la figura estaba sujeta. Huidos de aquel juicio final la vista
se posaba obligatoriamente sobre aquel “hombre palo” y surgían unas
interrogantes en cuyo interior reinaba el vacío; no había palabras para
rellenar aquel hueco. Se miran intentando averiguar en el rostro ajeno alguna
interpretación a aquella figura y, al no hallar respuesta para esa supuesta
pregunta, se encogen de hombros y ante esta contracción automáticamente sus
brazos se van elevando adquiriendo forma de cruz; se vuelven a mirar ante la
reacción asombrosa que ha tomado su cuerpo y acto seguido clavan sus ojos en el
“hombre palo”. Él está clavado. No habla. No emite palabras. Su mirada
hipnotiza al mundo. ¿Por qué ellos están con los brazos extendidos en forma de
cruz? Todos han sido empujados por una mano oculta a un cruce de caminos, han
portado una cruz invisible a lo largo del tiempo y ahora se han manifestado en
la extensión de sus brazos; procedentes de diferentes lugares de aquel
continente han cruzado sus destinos allí; debajo de sus pies también existe una
gran cruz: la planta de la catedral aún conserva cierto trazado primitivo y
todos se encuentran ante aquel “hombre-palo-cruz” ante aquel “ser-materia-forma”.
“L’homme solitude” y “la femme solitude”, de repente, y sin querer porque los
impulsos humanos desechan los razonamientos, se encontraron frente a frente
ante el “hombre palo” con los brazos en forma de cruz como él. Ellos una vez
que lo hubieron contemplado y fijado sus ojos en los de él, deslizaron la
mirada hacia su costado derecho y movidos por un resorte se dieron media vuelta
y se situaron uno frente a otro, con sus brazos en cruz, se aproximaron paso a
paso clavándose la mirada, atravesándose el costado con el deseo, saciando su
sed de soledad, temblando ante el frío espiritual y sus brazos perdieron
rigidez moldeándose para dar un abrazo eterno. Se abrazaron. Comprobaron que
encajaban y reconocieron que eran dos piezas de un rompecabezas de un universo
infinito, dos palos flotando en un espacio que por una fuerza desconocida se
habían cruzado en un camino solitario procedente de la nada y que conducía
hacia la nada. Escudriñaron sus respectivos rostros para aprenderse de memoria,
para no olvidarse, para amarse en la distancia y al pensar en ésta se besaron y
no se dijeron nada, pero el beso contenía palabras de amor y exclamó: “Liebst du um Liebe, o ja mich liebe!”
“Liebe mich immer, dich lieb’ ich immer, immerdar!” Amas por amor, entonces
¡ámame! Ámame siempre, pues yo te amaré por toda la eternidad. Había terminado
la visita, el destino había cumplido su capricho y con el mismo interés que
había promovido aquel encuentro, con el mismo interés lo había desconvocado.
Los turistas sabían que había llegado la hora de regresar a sus países de
origen; se despidieron de la guía y a continuación cada uno hizo una sinopsis
de lo que había vivido: para el recuerdo la catedral y todo su potencial
interno, el encuentro con aquellas otras gentes procedentes de aquel continente
llamado Europa; para la vista, gusto, olfato y tacto el abrazo y el beso de
“l’homme solitude” y de “la femme solitude” y para el oído el susurro del coro.
La pareja se dio la mano y se dirigió hasta la salida de la catedral seguida
por sus compañeros de visita, una vez en la puerta ambos se despidieron
levantando los brazos en forma de cruz y susurrando:
(16) Mahler - Liebst du um Schönheit - YouTube
Liebst du um Schönheit, o nicht mich liebe!
Liebe die Sonne, sie trägt ein goldnes Haar!
Liebst du um Jugend, o nicht mich liebe!
Liebe den Frühling, der jung ist jedes Jahr!
Liebst du um Schätze, o nicht mich liebe!
Liebe der Meerfrau, sie hat viel Perlen klar!
Liebst du um Liebe, o ja mich liebe!
Liebe mich immer, dich lieb’ ich immer, immerdar!
Amas por la belleza, entonces ¡no me ames!
Ama al sol con sus cabellos dorados.
Amas por la juventud, entonces ¡no me ames!
Ama a la primavera que rejuvenece cada año.
Amas por tesoros, entonces ¡no me ames!
Ama a la sirena con sus muchas perlas luminosas.
Amas por amor, entonces ¡ámame!
Ámame siempre, pues yo te amaré por toda la eternidad.
Liebst du um
Schönheit
Friedrich
Rückert-G. Mahler.
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