( LA BAYADÈRE )
Era viernes. Para ella todos los viernes tenían un
significado especial y no por la aproximación del fin de semana, no necesitaba
sentirse especialmente dispuesta a la alegría o al disfrute de aquellos dos
días de descanso que completaban la semana laboral. Freitag era el día en el
que recapitulaba todo lo sucedido durante la semana; como su nombre indica, era
un día de libertad, libertad para romper con las ataduras de la ciencia médica
y poder unificar sus experiencias clínicas con el cosmos, es decir, conectar a
sus pacientes al movimiento del universo. Hermunde de Vilargondurfe y de
Reguntille era psiquiatra, el nombre de su profesión no le agradaba mucho,
fonéticamente lo encontraba fuerte, imponente; le gustaba el de alienista por
aproximación sonora a aliento o a alienar; si al susodicho nombre se le añadían
el de pila y los apellidos hacían de ella una mujer extraña y hermética, rara.
Pero Hermunde era una mujer exquisita de sentimientos, muy comedida a la hora
de expresarlos y siempre sumida en silencio, no era dada a la palabra fácil;
cuando tenía que hablar medía sus frases construyéndolas con las palabras
exactas para transmitir su intencionalidad. Podría decirse que si bien era
parca en la expresión oral, su gestualidad era lo bastante expresiva como para
dar a entender lo que deseaba con unos simples movimientos de manos, éstos
siempre dotados de elegancia y musicalidad. De muchos de sus pacientes había
aprendido el silencio y el grito desgarrador que, sin saber su origen, se
desprendía de alguna de sus gargantas haciendo tambalearse la estabilidad
ambiental. Físicamente Hermunde era una mujer de mediana edad, delgada, alta,
morena, de pelo muy corto, esculpida por horas de estudio y disciplina,
impuestas desde pequeña y aceptadas de buen grado. Estaba casada y tenía dos
hijos pequeños: Vilavedelle y Vilarbetote, su marido se llamaba Piorno. La
relación familiar era armoniosa, la pareja estaba muy unida a sus hijos
formando un grupo compacto. Gracias a una compenetración y a un orden medidos,
la vida familiar y la profesional eran llevadas equilibradamente y se compenetraban
con lo que ella llamaba “el movimiento universal”, una mezcla de normalidad y
conjunción con el ritmo progresivo impuesto por el cosmos. Todo siempre era un
constante cambio, cuya finalidad era alcanzar un equilibrio entre la propia
vida y el mundo. Hermunde lo intentaba, pero lo conseguía con esfuerzo, al
menos en el terreno profesional no lograba que sus pacientes se incorporaran a
ese “movimiento universal”, médicamente hablando eran pocos los avances de
mejora que experimentaban aquellas mentes alteradas, ausentes del mundo. Pero
Vendredi era un día especial dentro de la semana; al terminar su jornada
laboral se esforzaba por unificar a “ ses malades”, así era como llamaba
cariñosamente a sus pacientes, con “ le monde”. Aquella media hora
aproximada a la caída de la tarde le servía para encontrar el aliento y continuar
entre mentes alienados en donde la alineación era difícil de hallar. Siempre se
levantaba temprano, se preparaba y una vez consideraba que estaba dispuesta a
entregarse a la vida diaria, despertaba a los niños; su marido pronto se
movilizaba también y la ayudaba a poner en orden los dormitorios y a preparar
los desayunos; el desayuno y la cena eran las comidas que hacían juntos, la del
mediodía era por separado, cada uno en sus respectivos lugares de trabajo y los
niños en la escuela. Era agradable aquella primera reunión del día, Hermunde
discretamente pasaba revisión a la indumentaria de sus hijos y de su marido; si
había algo que no estaba en su sitio, como una corbata mal colocada o un
flequillo mal peinado, la expresividad de sus manos era la encargada de señalar
y poner en orden una estética despistada. Piorno se encargaba de llevar a los
niños a la escuela, salían primero, se despedían con un beso y ella se quedaba
un poco más en casa para que todo estuviese organizado a la vuelta, lo último
que hacía antes de salir era calzarse, una labor fácil, aunque para ella
resultase difícil. Desde hacía algún tiempo, sus pies estaban muy delicados,
había llegado a la convicción de que aquel malestar provenía de su juventud,
aquella rebeldía adolescente se había arrastrado a lo largo de su vida
manifestándose ya definitivamente en la edad adulta; a veces, cuando su
razonamiento era claro le parecía una especie de manía, pero cuando se
obsesionaba con el tema juraría que aquella idea fija que tenía con sus pies
era una realidad. Podía decirse que el momento más “delicado” del día era
cuando tenía que calzarse; en realidad sus pies carecían de cualquier
deformación, un experto hubiese afirmado que eran normales. Antes de salir,
calzarse y descalzarse era algo rutinario, se probaba varios pares de zapatos,
en invierno sumaba también botas y en verano sandalias, todos la oprimían, si
un día con algún par se encontraba cómoda, al día siguiente con el mismo notaba
molestias, siempre tenía que acertar con los zapatos adecuados en ese momento y
para esa jornada. Muchas veces se cansaba de probar y al no encontrar un
calzado cómodo se enfadaba y entraba en un estado de aceleración al pensar en
la hora de salir para su trabajo; en ese caso recurría a la imagen de sus
zapatillas de ballet y la situación se aliviaba, sabía que calzarse era
alzarse, era k-alzarse, sabía que aquellos centímetros que la elevaban del
suelo le daban una visión del mundo completamente diferente, sabía que al final
del día, que a la caída de la tarde iba a poder k-alzarse; sabía que se
aproximaba la hora de partir y que debía decidirse ya. Escogió unos zapatos
planos, anchos, de punta cuadrada, se sugestionó y se autoengaño diciéndose que
aquel par no le hacía daño, se lo puso, dio aún algunas vueltas por la casa
poniendo orden, miró el reloj y se dio cuenta de que tenía que marcharse; antes
de cerrar la puerta cogió el abrigo, el bolso y un maletín, no cogió el
ascensor, bajó por las escaleras a pasos acelerados, cuando llegó al portal se
había olvidado de sus pies y su fragilidad, de las indecisiones del momento
anterior, y la prisa afianzó el concepto de manía mediante el olvido. Cogió su
coche y se puso en marcha hacia el trabajo, al sanatorio, todos los días hacía
el mismo recorrido, muchas veces se cruzaba o adelantaba coches que le
resultaban familiares, se preguntaba quiénes eran sus conductores, adónde iban,
dónde trabajaban; sentía curiosidad por sus vidas, una curiosidad que pronto se
aplacaba por la atención que requería el llevar un volante entre las manos; sin
embargo, el deseo de averiguar orígenes y destinos de aquella gente no lo
olvidaba, más bien se dejaba vapulear por los adelantamientos, frenazos y
acelerones y en un momento determinado: al día siguiente o en el plazo de dos o
cuatro días surgían de nuevo las mismas preguntas con las mismas respuestas
silenciadas e irresolutas. El sanatorio psiquiátrico se encontraba a las
afueras de la ciudad, una vez que abandonaba el intríngulis de sus calles se
adentraba en una autovía que con un ligero desvío la llevaba a la misma puerta
de la institución. El paisaje semidespoblado era indicio de que abandonaba su
vida privada y se encaminaba hacia su vida profesional; para Hermunde los
edificios altos, el bullicio de las calles, el tráfico, el asfalto eran signos
de sociabilidad y comunicación; la aridez y la despoblación que rodeaban
aquellas afueras eran signos de aislamiento e incomunicación. Estas
comparaciones la hacían reflexionar en su profesión, y lo único que se le
ocurría era algo tan simple como autoafirmarse en que le gustaba lo que hacía
sin llegar a pensar en resultados médicos o en casos solucionados con éxito.
Para eso, si la medicina no encontraba remedio, ella sabría buscar alivio en el
campo del arte. Todos esos propósitos Hermunde los manifestaba acelerando,
asiendo el volante con fuerza, como queriendo dejarse llevar por la ansiedad
que le causaba una solución rápida. Se apartó de la autovía y cogió el desvío,
aparcó en un lugar que le habían asignado; cogió el abrigo, el bolso y un
maletín y se dirigió a la puerta principal, antes de entrar se recompuso
anímicamente y pensó en aquel día; Friday era un día especial. Saludó a los
compañeros que encontraba a su paso en dirección a la consulta, una vez allí se
ponía una bata blanca, señal de la pérdida de su individualidad como mujer
anónima para convertirse en la psiquiatra Hermunde de Vilargondurfe y de
Reguntille; se sentaba y antes de hacer revisión general a sus pacientes,
repasaba informes y preparaba el plan médico para Venerdì, ese día de la semana
de características tan particulares. Cuando dejaba todo dispuesto visitaba los
dormitorios y las salas donde se hallaban “ses
malades”, allí podía contemplarlos en su pequeño mundo, externamente un
mundo formado de espacios limitados por paredes que marcaban ambientes, muebles
sencillos que únicamente cumplían su funcionalidad, la pintura que cubría
techos y paredes era blanca, pero sin lustre, como si sus moradores lo hubiesen
absorbido y siempre aquellas superficies tan desnudas, tan exentas del más
mínimo toque decorativo; así externamente la simplicidad se mostraba en su
máximo apogeo; sin embargo, el mundo interno de aquellos seres estaba poseído
por la complicación, por la destrucción, por el deterioro de sus facultades
psíquicas y físicas también. Cuando caminaba ante ellos, notaba cierta
incomodidad en sus pies, no los posaba bien sobre el suelo, la torpeza se
adueñaba del movimiento ligero y desenvuelto y deseaba desk-alzarse, como
cuando se ponía sus zapatillas de ballet que la alzaban aquellos centímetros
del suelo, de la tierra, del mundo. Cuando contemplaba a “ses malades” su mirada se impregnaba del dulzura, las facciones de
su rostro se distendían y de Hermunde emanaba una comunión espiritual hacia
ellos, pero pronto aquel estado de ánimo se nublaba al pensar que de sus manos
aquellos seres solamente podían esperar una ayuda efímera; hecha esta reflexión,
de su mente se disparaba una carga hacia sus pies, éstos se tensaban y
empezaban a caminar con firmeza, desenvolviendo unos pasos ligeros y decididos,
así ella se daba media vuelta y se dirigía a su consulta no sin dejar de pensar
en su trayecto pensamientos derrotistas. Allí se sentaba en su escritorio y
repasaba las fichas de los pacientes que le tocaban en consulta aquel día. El
historial clínico de algunos parecía ir mejorando, el de otros permanecía
inamovible o su recuperación era muy lenta; a lo largo de la semana todos
desfilaban por su consulta, un desfile de sombras, sombras humanas, sombras de
hombres y mujeres en busca de coherencia, de sentido a su existencia, habían
perdido la rotación del mundo, a ella le tocaba incorporarlos a ese movimiento
perpetuo mediante su ayuda, pero ésta era limitada, otras veces sin solución.
Hablaba con ellos, modulaba la voz y sus gestos eran auténticas caricias en el
aire, se aproximaba y tocaba sus manos, cuando sus miradas se perdían en el
vacío recorría con la yema de sus dedos las facciones de aquellos rostros
ausentes, inexpresivos, tratando de crear sensaciones y agilizar los músculos
faciales, si por azar alguno de “ses
malades” mostraba resistencia o se veía molesto, Hermunde retrocedía y
pulsaba una tecla, pronto su consulta se inundaba de música, de su música, la
música de sus sombras, como solía llamarla. Se sentaba y miraba fijamente a “son malade”, lo contemplaba; en aquel
momento profesionalmente era incapaz de hacer algo, humanamente lo entregaba
todo, se desk-alzaba debajo de su escritorio; cuando sus miradas se
entrecruzaban , sus pies se ponían de puntillas y daban unos pasitos siguiendo
el ritmo . Se contenía, pero sabía que Viernes era el día de su realización.
Llamó a la enfermera para avisarla de que ya podía pasar el primer paciente,
pasó un segundo y un tercero y un cuarto y un quinto y un sexto, y no le gustó
este número ordinal y lo cambió, y dijo: un sextus y un septimus
y un octavus y un novènus y un decimus...pronto llegó el
mediodía; miró la hora y sintió la
necesidad de hacer un alto, de desconectar, y por un momento dejó sus sombras;
llamó al móvil, a su marido y a sus hijos; no tenía nada que decirles,
solamente quería oír sus voces, éstas la traerían a la realidad; la
significación y el desgaste de las preguntas y respuestas eran lo de menos, lo
importante era su sonido familiar. Aprovechaba aquel descanso para comer algo
frugal, también escuchaba las noticias del día en un pequeño transistor que
tenía en la consulta, allí a solas, cotejaba los dos mundos que le tocaba vivir;
la palabra locura siempre surgía y cuando su presencia se manifestaba en letras
mayúsculas pulsaba aquella tecla y la música de sus sombras borraba de un trazo
una ortografía, una significación, e impregnaba el ambiente con su coherencia.
Hermunde aceptaba su tiempo, la época de su existencia; sin embargo, los
juicios que tenía acerca de ella eran muy claros: en su balanza pesaban por
igual tanto los positivos como los negativos, tal vez éstos últimos eran
condenados por ella más tajantemente. Miró el reloj y apagó el transistor, la
voz que transmitía las noticias se calló, el bombardeo cesó, su mente quedó
aliviada, su único consuelo: la música que había llenado aquella estancia, su
espacio y el de “ses malades”. La
tarde transcurrió con alguna consulta más y el repaso de tratamientos, las
últimas horas las pasó haciendo una visita general, contemplando a “ses malades” paseando o sentados en la
sala de estar, pensó de nuevo en Vendredi, Samedi y Dimanche, descartó dos y se
quedó con Vendredi; su preferido. La jornada de trabajo estaba a punto de
rematar y como siempre, aquel día especial, su despedida era un esfuerzo nemotécnico
de aquellos rostros, un esfuerzo por llevarlos a todos en una pequeña parcela
de su memoria; una vez que creía poder memorizarlos, con un ademán casi
imperceptible de su mano derecha, ésta iba de su frente a su corazón, en señal
de unión entre intelecto y sentimientos, como queriendo santiguarse. Sale del
sanatorio sin ser vista, temiendo ser retenida por algún compañero y perder las
imágenes que en su mente había guardado, se mete en su coche y allí respira
profundamente; le molestaba estar en contacto con otras personas, salvo su
marido y sus hijos; a esas horas de la tarde, a la caída de la tarde de ese día
tan especial, podía llamarle crepúsculo, lo intentó varias veces, pero el
sentido de desplome conquistó la elección. Se sintió segura en su vehículo, no
quería que nadie interrumpiese la realización de aquella tarea; telefoneó a su
marido, éste le dijo que ya había recogido a los chicos en el colegio; eso la
tranquilizó, más bien fue la voz sosegada de Piorno, hablaba despacio, con voz
varonil, cada frase que pronunciaba la marcaba con una entonación adecuada al
momento y circunstancia. A Hermunde no se le ocurrió preguntar ni decir nada
más, sencillamente había oído su voz, la voz que en esos momentos representaba
su realidad; ella no dio explicaciones de la hora a la que llegaría, él tampoco
preguntó nada; era sabido que ese día de la semana llegaba un poco más tarde,
eso era todo. Apagó su móvil y con esa acción cortó el cordón umbilical que la
unía a su familia y al resto del mundo. Había anochecido y debía cumplir con la
tarea que se había propuesto algún tiempo atrás, más o menos a aquella hora y
día de la semana. Puso el coche en marcha e hizo el mismo recorrido que el de
la mañana, con una pequeña excepción, al entrar en la ciudad se desvió en
dirección opuesta a su hogar. Sus padres eran dueños de un local situado en una
planta baja, estaba completamente vacío, era grande y espacioso, estaba pintado
de blanco, allí Hermunde podía girar y girar y girar y girar y girar y girar y
girar y girar...hasta la extenuación. Le había preguntado a sus padres si lo
podía usar y éstos, al no tener la
intención de alquilarlo, cedieron a su petición. Para acondicionarlo según la
finalidad a la que quería destinarlo no se necesitaba gran cosa: un equipo de
música, muchas fotos, un pequeño armario, una silla, una mesa y poco más.
Estaba encantada con aquel espacio, lo llamaba “son espace”, junto con “ses malades” y “la musique de ses ombres” formaban su mundo privado al que
únicamente ella podía poner en movimiento y darle su rotación. Había colocado
aquel escaso mobiliario en una esquina, creaba un pequeño ambiente, así que se
podía mover con toda amplitud y comodidad en el local. También había probado la
acústica y el estado del suelo, la única palabra que se le ocurrió era
perfecto. Llegó, bajó del coche y entró, en la calle casi no había gente, creyó
que sería tarde, pero miró el reloj y comprobó que era la hora de siempre, la
hora acostumbrada de aquel día, su hora de llegada. Encendió las luces,
contempló el espacio que la aguardaba y todas aquellas fotos que mostraban
rostros tan familiares. De las fichas de la consulta había hecho pequeñas
ampliaciones de “ses malades”, las
había colocado alineadas en la pared, como un anillo, como una formación
celeste que circunda algunos planetas, exhaló un suspiro y en él la esperanza;
hacía algo de frío, pero era siempre una temperatura constante, le agradaba,
creía que el espacio exterior tendría el mismo ambiente, caminó despacio hacia
el pequeño armario no sin perder de vista aquellos rostros, algunos la miraban,
otros ojos vagaban en el vacío, ella se sonrió como queriendo saludarlos. Se
desvistió y se puso el traje de ceremonias que guardaba en el armario pequeño,
era negro azabache, ajustado a su cuerpo, una falda amplia hasta la rodilla, de
tela muy volátil, unas medias tupidas también del mismo color; lo único que
sobresalía al exterior de su figura era el rostro y las manos; eran las partes
de su cuerpo que estaban en contacto con el espacio; para rematar aquel rito de
investidura se calzaba sus zapatillas de ballet, blancas, tan blancas como la
nieve o más; le sentaban a la perfección, jamás había sentido molestias con
ellas puestas, hubiera deseado usarlas de la mañana a la noche. Dio los
retoques preliminares a su vestimenta, a su pelo, agilizó sus brazos y piernas
y se alzó en sus zapatillas de ballet, el desprender la planta del pie de la
superficie del suelo, de la tierra, la hizo sentirse una sombra más y se dio
cuenta de que estaba dispuesta a hacer girar su mundo, a incorporar a “ses malades” a la rotación del universo.
Les echó una última mirada a todos, sabía exactamente dónde estaba cada una de
las fotos y las imágenes que contenían, las impregnó a todas de ternura, con un
gesto envolvente de su mano derecha hizo como si las atrapara en el espacio y
las llevó hacia su corazón. Estaba preparada. Pulsó una tecla y la luz se
apagó, se hizo de noche, solamente sus zapatillas de ballet blancas como la nieve
o más resplandecían en la oscuridad, pulsó otra tecla y sonó su música,un arpa
marcaba el comienzo del desfile de sus sombras, se desk-alzó y se dejó llevar
por el fluido envolvente de aquel sonido, se fue dirigiendo a cada una de
aquellas imágenes fijadas en la pared y en aquella noche cósmica de su mundo, a
tientas, ciega, acertaba a dar un beso en la frente de “ses malades”; su intención era insuflar algo, tal vez cordura a sus
mentes o cariño o vida o sencillamente reafirmarse como una sombra más entre
ellos. Después llegó el vals de las sombras y su cuerpo comenzó a girar y girar
y girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar y girar flotando con
suavidad, su mente se quedaba en blanco contrastando con la noche exterior,
cuando de aquella música se desprendió
el lirismo de un violín, un flujo de sentimientos quebró su cuerpo,
contorsionándolo y expulsándolos para que fueran poseídos por el arrebato de la
cuerda. Y siguió girando y girando y girando y girando y girando y girando y
girando y girando y girando hasta la coda final, la noche pulsó una tecla y se
hizo de día, todo aquel espacio se iluminó de una intensa luz blanca, cegadora;
Hermunde de Vilargondurfe y de Reguntille se convirtió en una mancha negra que
pronto se descompondría en su movimiento de rotación y la coda llegó y
“Hermundo” rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó y rotó
y rotó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó y rodó como una
loca y de su garganta surgió un grito, el mismo que había oído tantas veces en
el sanatorio psiquiátrico.
Hermunde de Vilargondurfe y Reguntille, una auténtica aristócrata de sus sentimientos, como a ti te gusta calificar a tus personajes principales. Una bonita historia de soledad teñida, no obstante, de amor a los demás. Una reflexión también sobre la locura que acecha cuando la sociedad nos escinde como personas, obligándonos a escoger entre nuestros gustos y nuestro trabajo como medio de vida, por más vocacional que sea.Los pies maltrechos de Hermunde son la metáfora perfecta de su inadaptación social. Enhorabuena, Karlos, por estos estupendos "Kuentos" tuyos que tanto hacen pensar.
ResponderEliminarMe parece un relato revelador. El narrador parte de un personaje perfectamente real-actual y nos va descubriendo lo que subyace a esa común apariencia; indaga sutilmente en el mundo interior de la doctora hasta revelarnos su última esencia, eso que le permite seguir siendo y la salva de las limitaciones y frustraciones que padece su existencia; y por último y por siempre (eternamente), la batalla contra esas limitaciones permite, en el movimiento final del relato, poner en comunicación y equilibrio a humanidad y universo, ambos solidarios... Revelador y tranquilizador.
ResponderEliminar"La insoportable levedad del ser...Hermunde representa esa condición
ResponderEliminarineludible del ser humano de individualidad, por lo tanto de soledad, y
esa dualidad q nos confronta entre el ser y el querer ser, entre lo q
se debe y lo que se quiere hacer...pero que al encontrar su equilibrio
nos da sentido, nos da paz. Hermunde nos habla de la dulzura, de la
comprensión del otro en su màs amplio sentido, del amor de un personaje
que se sabe limitada en sus recursos profesionales, y que, a través del
arte, de lo q a ella le apasiona hacer, intenta conciliar esos dos
mundos incomunicados de "ses malades", incorporarlos a la "rotación del
universo", a la armonía, a través de lo q a ella misma le da ese
equilibrio, ese sentido a su vida".
Mira, Karlos, este sentido comentario aparece en el blog Mujeres salvando el mundo, y su autora es Mavis González, como referencia de la Universidad de Regiomontana. Como en ese blog desaparecen los comentarios a los pocos días de realizados, he pensado que a la autora no le importará esta labor de rescate, que adornará muy adecuadamente tu trabajo con más vocación de continuidad.