La máquina la observaba, la observaba día y
noche, tratando de descubrir algún cambio, alguna manifestación interna o
externa de cambio, pero aquello nunca se producía, los vocablos: cambio,
mutación, metamorfosis, transformación, transfiguración…y muchos otros que
implicasen una alteración en su físico no existían. La presencia de aquella
mujer yacente envuelta en una manta de lana blanca, impertérrita, inmune al
deterioro, enfrentándose con mutismo e inmovilidad a todo aquél o aquello que
anulase su ser, era una afrenta para la máquina, descaradamente era burlarse de
aquel mundo hecho de inteligencia mecánica y eso... la máquina, no lo
soportaba. El aspecto de aquella mujer era frágil, quebradizo, es decir, algo
que se podía coger y en el intento romperse en mil pedazos, y todos aquellos
trocitos tirarlos a un contenedor de basura. Sería tan fácil deshacerse de
ella; sin embargo, en aquel rostro blanquecino, en cada uno de sus rasgos
afilados había una intención de cortar el espacio, de encontrar un hueco en él.
Toda su figura reclamaba un lugar en aquel mundo de máquinas, en el que todo
funcionaba a un ritmo metálico. Aquel cuerpo albergaba a un ser humano que se
había detenido entre la vida y la muerte, a partes iguales. Si bien toda
actividad física o manifestación de vida latente habían desaparecido, la
máquina sabía que en su interior había “algo” que vibraba y al no poder
averiguarlo, eso la descomponía. Habían pasado años haciéndole pruebas,
experimentos, intentando descubrir el misterio de aquel cuerpo y al no poder
llegar a ninguna conclusión, las máquinas decidieron que pasara a un estado de
observación permanente. A aquella mujer la trasladaron a un hangar inmenso en
donde se almacenaba una gran cantidad de desechos de otras máquinas ya
inservibles, pero a ella le hicieron un hueco especial, un espacio en el medio
y medio de aquella nave, todo su entorno quedó libre, los despojos mecánicos
fueron retirados hacia los lados y su cuerpo yacente fue iluminado por focos
que desprendían una potente luz blanca. Una máquina, las veinticuatro horas del
día, la observaba continuamente; entre tanta oscuridad ella era un pozo de luz;
entre tanto desguace de metal ella era un cuerpo de carne y hueso. La máquina
siempre la contemplaba a cierta distancia, pero a veces la curiosidad la
corroía y se aproximaba, primero observaba su rostro blanquecino, en donde el
color a vida había desaparecido, sus ojos y cejas, su nariz y boca se marcaban con
el trazo fino de un lápiz componiendo el dibujo de un retrato entre gris y
blanco, en donde el tiempo se había parado y la frialdad del hielo se mostraba
en todo su esplendor. Después continuaba su recorrido y la miraba de perfil: la
frente, la nariz, los labios y el mentón que se curvaba armónicamente dando
paso a un cuello largo y frágil. Todo este conjunto de facciones se perfilaba
con extrema agudeza en el espacio, dando una conjunción perfecta entre espacio
y volumen. La máquina enloquecía. De su cuerpo no se desprendía sombra alguna
de extremidades o partes diferenciadas de su anatomía; la manta la cubría, la
abrigaba, marcaba simplemente el contorno de su figura, los brazos pegados al
tronco, las extremidades inferiores juntas, todo su cuerpo formaba un triángulo
isósceles invertido, una figura arcaica, momificada, eterna. La máquina bufaba.
Se retiraba inmediatamente y volvía a tomar su posición, a mantener aquella
distancia, como si en la proximidad “algo” la acechara. Aquel hangar ocupaba un
gran terreno en las afueras de la gran ciudad, sólo las máquinas tenían acceso
a él, podía calificarse de una especie de cementerio propio, cuando cualquier
aparato mecánico no funcionaba bien o no cumplía con una misión específica era
desechado y abandonado allí. Entonces ¿Qué pintaba aquella mujer en aquel
lugar? ¿Qué hacía un humano entre tanto metal? ¿Era en realidad un cementerio o
un espacio en donde se ocultaba el fracaso? ¿Lo que causaba problemas o lo que
no se entendía se quitaba de en medio y
se lo ignoraba? Entonces, a aquel ser indefenso, a aquel cuerpo momificado ¿
por qué motivo lo habían llevado allí? Evidentemente poco le exigía a la
máquina, él mismo se conservaba, se mantenía, como mucho ocupaba un espacio,
nada más; pero guardaba un secreto que nadie había conseguido desvelar en aquel
mundo maquinal; las máquinas habían raptado a aquel ser y lo habían apartado de
entre sus congéneres para estudiarlo, para averiguar más sobre el ser humano y
sus reacciones; al no lograrlo, solamente les quedaba el consuelo de
contemplarlo segundo a segundo, con la esperanza de que en esa fracción de
tiempo pudieran descubrir el misterio que albergaba aquella mujer. Durante el
día todo transcurría con normalidad: un lugar de reposo y olvido, llegada la
noche, siempre en un momento determinado algo ocurría. Lo que pasaba en ese
tiempo era algo indescifrable e indescriptible. La máquina al presenciar
aquello loqueaba, trataba de mantener cierta compostura en su raciocinio, por
calificarlo de alguna manera. Sus tuercas, ensamblajes, chips y demás
componentes sufrían un shock
traumático que sólo los muy entendidos en máquinas llamarían: desencajamiento.
Permanecía durante aquel tiempo bajo un estado de alucinación y pasado todo el
trance volvía a recobrar la normalidad, es decir, un montón de chatarra
ordenada. De la mujer no se sabía nada, origen, familia, profesión… carecían de
importancia, era un ser humano y eso era lo relevante. Su edad era atemporal,
dependiendo de la luz, su rostro podía aparentar una medianía o como adentrada
en años, lo que sí reflejaba era serenidad. Lo que se almacenaba en aquel
hangar nadie lo reclamaba, era puro desecho. De la chatarra no se esperaba
ningún reciclaje y de aquella mujer, descubrir el misterio que la envolvía, con
seguridad eso nunca se llevaría a cabo. La máquina también estaba sujeta a
observación, al estudio de sus reacciones ante aquel ser, ¿ quién se encargaba
de eso? Otra máquina. Siempre máquina, máquina, máquina, máquina…mana, mana,
mana, maná, maná, maná, quina, quina, quina, maqui, maqui, maqui…má-qui-na.
Repitamos todos a coro: má-qui-na, otra vez má-qui-na, y una tercera vez
má-qui-na. Y sin embargo, aquel reposo que reinaba durante el día, al llegar la
noche se convulsionaba, podía decirse que el día mantenía la cordura, la noche
inducía a aquel combate imposible. El sol que iluminaba la tierra hacía su
presencia en el hangar a través de unos ventanales superiores de las paredes
laterales, aunque ese medio proporcionaba luz suficiente al interior, éste
nunca adquiría una visibilidad nítida ya que la mugre, los aceites que
desprendían las máquinas y ellas mismas malcriaban al color negro, con una
excepción el haz de luz blanca que iluminaba a la mujer, acotaba un espacio
circular amplio e impoluto, en donde el blanco nieve contrastaba con el negro
carbón del entorno. Si durante el día aquella nave se hacía eco de algún ruido,
al llegar la noche era el silencio el que se imponía; no era un silencio
normal, arrastraba con él una estela premonitoria de algo a suceder, una
introspección muda creando un vacío el cual, llegado el momento, se llenaría de
sonoridades armónicas. Cuando el crepúsculo se hacía notar por su escasez de
luz y el día perdía su magnetismo, la máquina presentía la hora del combate;
cada día desde hacía años, a una hora marcada, sabía que debía enfrentarse a
aquella mujer, se había o le habían impuesto aquella ardua tarea para demostrar
una superioridad, pero aquel combate no era al uso, no iba a ser cruento, era
un combate de sentimientos, de conceptos. Esas horas antes del enfrentamiento
observaba detalladamente a la mujer para detectar algún indicio de
intranquilidad, de ansiedad. Ni rastro de alteración; ella se manifestaba tal y
como era, como un ser humano, haciendo alarde de unos atributos propios de su
especie, conservados en un silencio heredado desde su origen, amparado por los
siglos y transferido al futuro. La máquina, de aquel combate, no entendía nada.
Día tras día se enfrentaba a él y día tras día necesitaba la confirmación del
fracaso, necesitaba la desesperación de lo imposible. No admitía como máquina
estar posesa por un sentimiento humano. Se sabía cuándo se aproximaba la hora
del combate en el rostro de la mujer yacente; durante el tiempo del
enfrentamiento podían leerse en él las experiencias que a lo largo de la vida
habían conmovido sus sentimientos, sus facciones no cambiaban, era la luz y su
intensidad las que ayudaban a tal interpretación; ella permanecía serena, con
una presencia que hasta podría calificarse de despótica. Y el silencio tocó
fondo, el silencio del mundo se concentró en aquel espacio y una atmósfera
cargada de predestinación llenó la nave. Casi podía percibirse el paso del
tiempo precipitándose hacia la hora señalada, ¿por qué aquella hora? ¿tenía
algo de especial? Alguien o algo lo habían decidido así: a las once y treinta y
cinco minutos de la noche, todos los días del año, sin excepción, aquella
música enfrentaba a la máquina y a un ser humano con la intención de desvelar
un misterio. Durante once minutos y treinta y cinco segundos, una música
cargada de un enorme potencial atmosférico inundaba aquel espacio y con ella la
voz humana en un coro que se expresaba en un leguaje arcaico y hermético.
Instantes antes de comenzar el combate, antes de que una mano invisible pulsara
un interruptor para desencadenar la guerra, el tiempo caía en un espacio vacío.
Después, el sonido lo era todo. Click.
Click.
Lacrymosa, dies illa qua resurget ex
favilla judicandus homo reus. Y el mundo se concentraba en aquel pequeño campo
de batalla. Era un combate incruento, allí se aunaban dos presencias, sus
armas: el fragor de las voces y la opulencia de un sonido instrumental capaces
de atravesar el alma humana, capaces de extraer de un cuerpo inerte una gota de
su esencia. La música flotaba en aquel ambiente. La máquina, ofuscada, inmóvil,
paralizada, sin saber qué hacer, impotente ante una situación que la
trastornaba, a veces hubiera querido huir, sería un acto de cobardía, y allí se
mantenía firme, aquellas vibraciones no las soportaba. Pie Jesu, Domine, dona eis requiem. El combate se mantenía firme,
pero había un momento en el que la música y el coro alcanzaban tal magnitud y
fuerza, que en su descenso herían de muerte a la máquina; entonces, ésta miraba
a la mujer frente a frente y de la comisura de uno de sus ojos brotaba una
lágrima, un misterio. Lacrymosa, dies
illa qua resurget ex favilla judicandus homo reus. Pie Jesu, Domine,
dona eis requiem. Entonces la máquina se daba cuenta de que se enfrentaba a
un eterno combate imposible.
Lacrymosa,
dies illa
qua
resurget ex favilla
judicandus
homo reus. ( Huic ergo parce, Deus),
Pie
Jesu, Domine,
dona
eis requiem.
Lacrimosa,
gran misa de los muertos, H. Berlioz
Día
de lágrimas será, aquél en el que resurja
del
polvo el hombre para ser juzgado como reo. (A él perdónale, oh, Dios)
Piadoso
Señor Jesús, otórgale el descanso eterno, amén.
Enhorabuena, Karlos. Otra situación límite estupendamente planteada y resuelta. A mí jamás se me hubiera ocurrido explorar la historia de una persona en coma desde el punto de vista de la máquina. Ese es el mérito de los artistas: descentrar las historias para verlas desde otra óptica. Ello ayuda, además, a trasladar el argumento a un escenario de ciencia-ficción y a derivar el relato hacia la inteligencia de las máquinas. Como tú planteas, puede que algún día terminemos estudiados y dominados por ellas. Como en la extraña historia de Angele Lieby ( puede consultarse en el enlace http://esprituycuerpo.blogspot.com.es/2013/03/lagrima-orfica.html ), solo la música es capaz de conmover a esa mujer durmiente, en el gozne entre la muerte y la vida. Pero, para desesperación de la máquina, semejante misterio siempre se le escurrirá entre las tuercas.
ResponderEliminarEstoy deseando ver con qué nos sorprendes en la siguiente edición.¿Cuándo toca?
ResponderEliminar