La habían paseado por todo el mundo. Desde muy pequeña
había sido un continuo ir y venir, una procesión interminable de clínicas
privadas a hospitales públicos en busca de una solución a su problema: sus
piernas no funcionaban, carecían de movimiento, no había coordinación entre su
cerebro y sus extremidades inferiores. Al ver que la ciencia no resolvía nada,
habían decidido, como último intento, recurrir a la religión; se dirigieron a
los grandes centros de peregrinación empujándola en una silla de ruedas, ofertándola
con la esperanza de que su súplica fuera atendida, de que la conmiseración de
unas deidades bajase hacia ellos, hacia aquella hija única en la que habían
depositado el sentido de sus vidas. Si en las manos de los médicos de aquellas
clínicas especializadas habían entregado a su hija y parte de su capital, a la
religión habían entregado toda la esperanza de curación que los humanos no le
habían sabido dar. Monetariamente hablando, era una familia de recursos, pero
los desplazamientos de un país a otro, el alojamiento en hoteles y el elevado
coste de las intervenciones quirúrgicas habían hecho tambalear su economía
aunque su solidez permanecía estable. En cuanto a su fe, ésta ya no estaba
cimentada sobre unas bases firmes de entereza y credulidad; habían echado mano
de ella como último recurso, como recuerdo a una educación que les habían
inculcado y que en un momento determinado, más bien por desesperación, habían
sacado a flote. Cuando la esperanza se diluía siempre quedaba la resignación.
Se había acostumbrado desde muy pequeña a mantener en su rostro una sonrisa
expectante en sus viajes de ida; cada vez que la citaban para una nueva
intervención, un ánimo renovado surgía en ella, se convencía a sí misma de que
aquel intento iba a ser el definitivo y que abandonaría de una vez por todas
aquella silla de ruedas, una silla anormal para su anormalidad; su movimiento,
su desenvolvimiento diario reposaba en la tracción que le proporcionaba aquel
artilugio, ya formaba parte de ella; fuera donde fuese siempre estaría pegado a
ella, a no ser que la benevolencia de algún alma caritativa decidiera portarla
en brazos, intento que a medida que crecía iba cejando paulatinamente. A la
salida de la clínica y ya de vuelta a casa una terrible ansiedad la acongojaba,
el postoperatorio era una época en la que las suposiciones la asediaban y
presentaban un futuro incierto, lleno de luces y sombras. A medida que pasaban
los días, el tiempo dividido en múltiples y diminutas cronologías confirmaba lo
fallido de la intervención quirúrgica. Las ilusiones se desplomaban y para dar
ánimos a aquéllos que la rodeaban y también para animarse a sí misma, aquella
sonrisa expectante que en un principio cubría su rostro, era sustituida por una
resignación enmascarada por otra sonrisa, pero esta vez ficticia. Su mirada se
dirigía hacia sus piernas, las causantes de su malestar, de sus preocupaciones,
de su incertidumbre, de la negación de su futuro, de la imposibilidad a llevar
una vida normal... las causantes de ser el eje en torno al cual giraban ella y
los suyos. Durante sus primeros años consideraba sus extremidades como algo
suyo, algo que se había quedado rezagado y que había que forzar para ponerlo al
ritmo lógico de su desarrollo; por una parte su interés en progresar y por otra
la ayuda externa que recibía de los médicos, ambas voluntades la conducirían a
un final exitoso. Sin embargo, al llegar a su madurez, harta de albergar
esperanzas, el tiempo la convenció de que en él no podía confiar, un
falso amigo con el cual era inútil contar. Los animales a lo largo de su
evolución siempre han ido mejorando su especie, se han ido adaptando al medio
ambiente: su aspecto, sus extremidades, su organismo han ido cambiando según
surgían sus necesidades. En ella, lo inservible, lo muerto, no tendría cambio
posible, como mucho tendería hacia la degradación. Físicamente creció con
normalidad, pasó de la infancia a la juventud y de la juventud a la
madurez con unas facciones de niña a adolescente y de adolescente a mujer sin
que éstas se vieran afectadas por el dolor, pero sí por una resignación
endurecida, lo que proporcionaba a los músculos del rostro cierta flexibilidad
hacia una sonrisa desganada. Siempre había sabido estar en cualquier situación:
con el talle erguido y un cruce de brazos reposado en el regazo aguantaba
conversaciones, comentarios, chismorreos (que dejaba pasar con una caída
de párpados y la mirada clavada en el vacío) siempre participando en ellos muy
superficialmente, más bien por obligación que por devoción. En la parte de su
físico donde más se había ensañado la vida era en sus piernas; el bisturí se
había deslizado a lo largo de ellas irrefrenablemente, como en una pendiente de
esquí, atraído por el vértigo hacia unos pies independientes, abandonados cada
uno a sí mismo y en donde encontraría el término a un incisivo corte. ¿Qué
esperarían encontrar allí los médicos? ¿Reavivar lo irreavivable? ¿Reanimar lo
irreanimable? ¿Reparar lo irreparable? ¿Regular lo irregulable? ... ir a, ir a,
ir a, ir a, ira, ira, ira, ira y solamente ira lo que de allí se desprendía
hacia aquella iranía de la existencia. Una vez que los médicos habían
creído que su misión había finalizado, que su ciencia había servido para algo,
zurcían aquella cicatriz para que las enmiendas que en su interior se habían
llevado a cabo fructificasen. El tiempo sería el encargado de dar el veredicto
final. La perspectiva que ella tenía de sus miembros inferiores siempre era en
picado, los contemplaba con interés antes y después de una operación, con la
ilusión inocente de insuflarles aquel movimiento tan esperado; cuando el
resultado era negativo, que siempre fue negativo y que siempre será negativo,
el desaliento la corroía y despreciaba sus piernas con todas sus fuerzas;
deseaba que aquella parte de su cuerpo no existiese, que aquellas extremidades
no formasen parte de su ser, desearía apartarlas de su vista y enterrarlas en
el olvido; pero aquellos colgajos humanos siempre le pertenecerían. Asimilada
su discapacidad tanto por su parte como por la de sus padres y no abandonando
un último rayo de esperanza en el futuro de la ciencia ya que la religión sólo
albergaba verborrea, la vida debía tomar nuevos cauces, enfoques diferentes.
Desde muy pequeña se la había educado con exquisitez; como la asistencia a
clase muchas veces fallaba debido a los períodos de convalecencia, se la
reforzaba con profesores particulares para que mantuviese el ritmo que el curso
escolar exigía. Como alumna siempre trataba de cumplir con sus tareas, pronto
recuperaba los períodos que sus ingresos clínicos exigían poniéndose al día con
facilidad. Mientras fue pequeña nunca se cuestionó el porqué del estudio,
asumía que era una obligación propia de su edad, no había otra cosa que hacer,
por lo tanto el tiempo lo había que ocupar en algo y ese algo era la ampliación
de conocimientos por medio de los libros. Siempre había tenido tiempo para
jugar, siempre había sabido distribuirlo equitativamente; después de hacer sus
deberes dedicaba alguna hora a jugar evadiéndose de unas responsabilidades que,
aunque aceptadas, la privaban del disfrute de su infancia. A medida que crecía
aumentaba su interés por ciertas asignaturas con las que experimentaba un
enriquecimiento espiritual, un sentido del mundo más amplio y enriquecedor que
muchas veces se veía menguado por una atmósfera hospitalaria agobiante y
deprimente. Las notas se disparaban en las materias que le hacían tilín, en las
que le hacían tolón el interés decrecía a medida que profundizaba en ellas, las
soportaba gracias a un estado de alelamiento justo en el instante en el que
entraba el profesor, era presentir su presencia, era caer en el abandono. Por
supuesto, en la asignatura de educación física hacía acto de presencia, se
limitaba a contemplar a sus compañeros en la ejecución de ejercicios físicos,
si bien en un principio había sentido cierta envidia al no poder participar en
ellos, más tarde la impotencia se encargaría de amainar aquella tendencia a la
ecuanimidad. La agilidad que conlleva el movimiento le parecía un don selectivo
de unos cuantos seres humanos, cuando en realidad pertenecía a una gran
mayoría. Le gustaba contemplar a sus compañeros de clase ir de un lado a otro,
dar volteretas, doblarse, girar, saltar, correr, trasladarse con la agitación
de sus propias piernas y no por medios mecánicos, es decir, para ella una
normalidad convertida en imposibilidad. Siempre había oído decir a sus padres
que se tenía que preparar para el futuro, que debería gozar de una
independencia profesional que sólo proporcionaba el estudio, la economía correspondería
legársela ellos, pero ésta podía no ser duradera, por lo tanto su devenir había
que afianzarlo de alguna manera y qué mejor que el estudio que era algo
intransferible y propio de cada individuo. A medida que transcurría el tiempo
aquellas leves insinuaciones que, por norma, se dejaban caer a la hora de la
comida se habían convertido en insistencias que rallaban la pesadez, lo
que demostraba una preocupación velada por su futuro, lo que demostraba una
preocupación velada por su incapacidad, lo que demostraba una preocupación
velada por sus limitaciones, lo que demostraba una preocupación velada por su
mundo circundante, lo que demostraba una preocupación velada por un posible
rechazo de la sociedad...Discapacidad, f.= Calidad de discapacitado; discapacitado,
da. Adj.= minusválido; minusválido, da. Adj.= Dícese de la persona
incapacitada, por lesión congénita o adquirida para ciertos trabajos,
movimientos, deportes etc.; incapacidad, f. = Falta de capacidad para hacer,
recibir o aprender una cosa...Dis, in; dis, in; dis, in; disín, disín, disín;
in, dis; in dis; in dis; indís, indís, indís. Ella nunca se había sentido
discriminada por nadie, las relaciones que había tenido con sus compañeros y
amigos de clase, sus familiares y allegados siempre le habían demostrado un
afecto comedido, nunca movidos por la lástima y siempre movidos por la
afabilidad de su persona. Pero ella era consciente de que vivía en un mundo
cambiante, en constante movimiento y eso era de lo que carecía: su propio
movimiento, éste para incorporarlo a aquél. Ya que la naturaleza la había
privado de algo, esperaba encontrar otro algo en algo o alguien indefinidos;
para que su vida adquiriese un equilibrio necesitaba suplir aquella carencia de
movimiento por lo indefinido. Nunca había tenido amigos íntimos, con dos o tres
compañeros de clase mantenía cierta relación, pero no dejaba de ser superficial
o de cooperación con las tareas escolares; lo que se dice profundizar en
sentimientos de amistad lo desconocía; sus padres habían sido sus confidentes,
en realidad eran quienes estaban entregados a ella, la ayudaban en todo lo que
podían no sólo monetaria sino anímicamente también. Ellos tres habían creado
un microcosmos en el que era difícil penetrar, estaba formado por una
serie de ideas fijas, inalterables y siempre en constante superación, una de
ellas eran las operaciones: el encontrar una mejoría en su sucesión, si en una
se atisbaba el más mínimo indicio de movimiento, eso indicaba que había
que pasar a la siguiente; el sacrificio de aquel cuerpo no importaba siempre y
cuando respondiera a la inutilidad de unas exigencias. Una vez que los médicos
se convencieron de que la experimentación en aquellas piernas mórbidas carecía
de sentido, se lo dejaron saber muy disimuladamente a base de conjeturas
esperanzadoras en futuras y quizá remotas intervenciones quirúrgicas. A sus
padres los podían engañar, a ella ya no. Con el convencimiento llegó el
silencio, como si en la última operación la vaciasen, le extirparan la poca
esperanza que le quedaba y dejaran un cuerpo hueco, un templo de vacío. Por
supuesto, ella seguiría manifestándose ante sus padres como siempre: amable y
cordial; la armonía estaba presente en sus relaciones aunque sustentada en un
quebrantamiento que, por temor, no cedía. Externamente su comportamiento era
normal si bien se había quedado parca en palabras, hablaba lo justo evitando
atributos que dieran “coloratura” a unos forzados sustantivos; sus frases eran
escuetas, a veces contundentes, su estructura era de lo más simple: un sujeto,
un verbo y unos complementos, éstos ordenados con rigor, como si una gramática
inconsciente imperara sobre cada uno de sus elementos. Las palabras la habían
decepcionado, aportaban significados falsos, esperanzas incumplidas; por eso,
de ellas sólo quería conservar lo justo, lo imprescindible, la expresión de las
ideas en toda su sobriedad. Vació de la mente lo superfluo ocupando su espacio
el silencio; ¿cómo llenarlo? ¿con qué llenarlo? Temía encontrar una
solución a base de palabras, podían traicionarla; mejor sería dejarlo para lo
indefinido. Aquel silencio había creado un vacío en aquel templo que había que
llenar con un eco, pero un eco de ¿ qué? o de ¿quién?. Vivían en la ciudad de
Navehondo (con hache aspirada); adoraba pronunciar el nombre de su
ciudad, experimentaba un gran alivio en su pecho, era como si la angustia
abandonara su cuerpo en aquella hache alada: primero inspiraba y después
espiraba, inspiraba, espiraba, inspiraba, espiraba, inspiraba, espiraba,
inspiraba, espiraba, inspiraba, espiraba, se inspiraba, expiraba, se inspiraba,
expiraba, se inspiraba, expiraba, se inspiraba, expiraba, se piraba, se piraba,
se piraba y terminaba pirada. Era una ciudad moderna, cosmopolita, en donde la
agitación tanto del tráfico como de sus gentes desafiaba las normas de la
tranquilidad, aquella ebullición ponía de manifiesto un empeño por explotar la
vida, por extaer de ella el máximo rendimiento y disfrute. Ella veía aquello y
se convencía de que por mucho interés que pusiera nunca estaría a la altura de
las circunstancias, podría participar en aquel movimiento, pero nunca formaría
parte de él. Desde su piso, una vivienda cómoda y grande, tendente al lujo,
situado en uno de los edificios más altos de Navehondo ( con hache aspirada),
podía divisar la ciudad en toda su extensión, descaradamente se ofrecía a ella,
la retaba a participar en sus múltiples facetas: desde una vida laboral hasta
un inocente desenfreno oculto en una oscura promiscuidad. No tenía motivos para
negarse, ¿su silla de ruedas? No era una excusa, sabía manejarse en ella
perfectamente y de hecho se paseaba por las calles con normalidad, eso sí,
siempre motivada por alguna compra, no por el placer de distracción que podían
proporcionarle sus gentes y tiendas. La aceptación a no alcanzar la normalidad
de movimientos que deseaba la retraía, no solamente a nivel verbal sino también
gestual; si sus palabras escaseaban al expresar sus ideas y deseos, sus gestos
de manos habían empobrecido, sus brazos habían adquirido una torpeza propia de
un incipiente entumecimiento, ¿sus piernas? Ya no se citaban porque
formaban parte de lo innombrable. Había veces que estaba más próxima a una
momia que a un ser de carne y hueso. Vista desde la lejanía y sentada en su
silla de ruedas, en aquella galería que daba a la ciudad podía decirse que era
la antítesis del movimiento, la contemplación acusadora de lo inalcanzable, el
espectro del deseo imposible del ser humano. Sin embargo, la posición de su
cuerpo en aquella silla era de espera, esperaba lo indefinido. Se puede esperar
de pie o sentado, pero cuando la espera es larga se toma asiento, no se puede
estar cansado cuando lo esperado llega; ¿a quién aguardaba? ¿qué aguardaba?
Cuando la monotonía se adueña de la vida cotidiana sólo queda aguardar la sorpresa
de lo inesperado para hacer que el día a día sea más soportable. Era consciente
de que, para que su vida adquiriese un rumbo, debía ser ella misma la que se
obligara a buscarlo, ir a su encuentro; por muy bien que se encontrara allí, en
aquel piso o en la casa de la montaña donde confluían aquellos dos ríos nadie
iba a orientarla en la dirección a tomar, nadie iba a ir allí a su encuentro, a
ella le tocaba salir al exterior en busca de ... en busca de ... en busca de
...en busca de lo indefinido, por llamarlo de algún modo. Sabía que si quería
ser una mujer de su tiempo tendría que buscar su propio sustento, su propio
medio de vida, un trabajo naturalmente sería lo más apropiado, aparte de
proporcionarle una independencia económica también la pondría en contacto con
el resto de la civilización, y esto último era casi lo más importante,
apartarla de aquel aislamiento al que estaba sometida debido a las
circunstancias. Era cómodo apoyarse en la economía familiar, tampoco la iba a
rechazar, la suerte se había presentado de ese modo, pues ¡bienvenida
sea!. Estaba decidida, pero tendría que empezar poco a poco; temía que su
incorporación a una vida laboral no fuera lo bastante eficiente; la lentitud,
la casi incapacidad para realizar muchas tareas podían ser impedimento en
un momento dado en aquel mundo en el que el movimiento desaforado por
unas ansias de cambio constantes hacía perecedero cualquier valor humano que en
otro tiempo hubiese sido perdurable. De pequeña había sido muy querida, eso la
había llevado a desarrollar una sensibilidad casi enfermiza, cualquier
desarreglo por pequeño que fuera en una conducta lo advertía; por eso, siempre
había sido muy exigente consigo misma, deseaba que los demás supieran responder
de igual modo que ella lo hacía, aunque la época que le había tocado vivir
carecía de tales miramientos. Incorporar aquella sensibilidad a un mundo tan
exigente no iba a ser fácil, pero tenía que proponérselo. Empezó a salir, casi
siempre con sus padres o con alguno de los dos; las amistades escolares que
conservaba no participaban de sus gustos ni de su estilo de vida, habían tomado
otros derroteros más acordes con sus edades; habían dejado para más adelante un
clasicismo de costumbres y vivían su juventud con desenfreno y en loco
despropósito. Ella había intentado unirse a ellos, pero se había dado cuenta de
que ni los alcanzaba y de que era un impedimento, retrayéndolos en aquella
marcha desaforada por la deglución de la existencia. Se tenía que amoldar al
ritmo de los mayores, un ritmo lento y pausado como el de sus movimientos. Sin
embargo, en aquel templo de vacío conservaba espacio para llenarlo con la
energía propia de su malograda juventud; ¿cómo lo llenaría? Había dos
soluciones: con la desesperación por no alcanzar lo deseado o con la
resignación depositada en una esperanza desconocida e insegura. Medida a tomar:
el silencio. Una vez por semana salía a degustar los paladares del mundo.
Navehondo ( con hache aspirada) ofrecía la posibilidad de visitar muchos
restaurantes internacionales donde se podían degustar los variados platos de
las cocinas de países exóticos; era una forma de ampliar conceptos y motivo de
conversación, la parquedad de palabras se veía incitada por la opinión de la
novedad. Comentaban y trataban de adivinar los diferentes ingredientes que
componían los platos tradicionales, se asombraban al verificar que algunos
países, a pesar de su lejanía, coincidían usando los mismos componentes,
logrando sabores distintos. Ella manifestaba su parecer escuetamente, aunque el
plato le resultase delicioso, éste nunca influía en su acritud; lo que sí le
alegraba el ánimo era el colorido y la presentación. A veces, se asemejaban a
composiciones pictóricas. Yendo de unos platos a otros no solamente se viajaba
por el mundo sino que también se hacía un recorrido por la historia del arte
contemporáneo: en el primero se podía encontrar un cubismo y en el segundo un
expresionismo abstracto para terminar en un postre con un informalismo
descarado; claro que todos estos “ismos” dependían de la maestría de un buen
cocinero y muchos de aquellos restaurantes presumían de tenerlo. También le
gustaba la ambientación, en algunos era como estar en la selva por la
abundancia de vegetación, en otros era como estar en el desierto por la
sobriedad y escasez de mobiliario; fuera donde fuese parecía que lo circundante
aportaba un sabor diferente a cada comida. Todo ayudaba a romper con una
monotonía, a poner de manifiesto que el mundo no era las cuatro paredes de una
casa protectora, éste pululaba de un lado a otro y ella debía formar parte de
él. Si la comida en lugar de ser al mediodía era por la noche, una vez rematada
iban al cine o al teatro, esto era lo que más le ilusionaba; nunca se hubiera
atrevido a decir a sus padres que por ella podían prescindir de la cena, que lo
que realmente le importaba era adentrarse en la oscuridad de aquellas salas. El
cine era acción, las imágenes sobre la pantalla la absorbían, le transmitían su
ritmo, insuflaban en el estatismo de su cuerpo impulso hacia la movilidad. La
oscuridad la protegía empujándola a dar rienda suelta a sus más íntimos
anhelos, a contemplar magnificados sobre la pantalla unos primeros pasos, sus
primeros pasos ejecutados por actores. El silencio de la sala acallaba su
propio silencio, el silencio de la sala acallaba sus deseos, el silencio de la
sala la enmudecía y la hacía volver a la realidad. Cuando salían tenía la
sensación de haber despertado de un sueño; el choque no era tan fuerte porque
estaba acompañada. Nunca hablaban de la película por temor a la disparidad de
pareceres, nunca hablaban de la película por temor a dañar la intimidad de lo
inconfesable. Si en el cine un proyector lanzaba sobre la pantalla unas
imágenes, en el teatro ella se proyectaba sobre los personajes. Si tuviera que
elegir entre las dos artes, aun dudándolo, se quedaría con el escenario. El
teatro siempre le había parecido un misterio, seres de carne y hueso inmolando
su vida para hacer creíble la tragedia o la comedia de unos semejantes. Cuando
empezaba la representación observaba atentamente a cada uno de los personajes
y, sin querer, al cabo de unos veinte o treinta minutos ya se sentía
identificada con alguno de ellos, se olvidaba de sí misma y se adentraba en su
piel, sufría o reía, amaba u odiaba, vivía o moría, vestía o desnudaba su alma
a capricho de la ficción, pero eso sí, en silencio; externamente se diría que
estaba interesada por la obra, pero nada más, su cuerpo permanecía sentado
mientras que su interior ya no le pertenecía, vivía en el escenario. Esta entrega
se entiende por la falta de emociones para llenar su existencia, aquellas
sensaciones eran la esencia del ser humano, eran su propia esencia y nunca las
había experimentado, sus días habían transcurrido... sus días habían
transcurrido... sus días habían transcurrido... sus días habían transcurrido en
busca de… en busca de remedio para ¿su cuerpo o para su alma? La
búsqueda de remedio para su cuerpo había fracasado, ahora quedaba solamente
buscar un remedio para su espíritu herido ¿dónde encontrarlo? En lo
indefinido. La experiencia de interpretar mudamente aquellos personajes había
despertado en ella las ganas de manifestar estruendosamente aquellas emociones,
propias y no ajenas, vividas y no interpretadas; y una vez más volvía a caer en
el silencio porque no hallaba solución a sus tan necesitados deseos. Salía del
teatro con la idea de haber vivido un poco más; de regreso a casa miraba a la
gente esperando vislumbrar en su rostro las vivencias que el espectáculo le
había ofrecido, pero todo el mundo caminaba en silencio ocultando sus emociones
en la sala oscura de su propio teatro interior… Pero hubo un día, un día
cualquiera, un día de un mes cualquiera, un día de un mes de un año cualquiera,
un día que se debería escribir con mayúsculas o se debería decir: “ Érase un
día...” en lugar de “ Érase una vez...”, un día en el que algo pasó, en el que
un pronombre indefinido lo generalizó todo, ese “ algo” incluía a seres y
cosas, a todo lo que puede estar relacionado con una vida, a su sentido. Hubo
un día en que su madre decidió no salir, no le apetecía, alegó que se sentía
indispuesta, que le dolía la cabeza, estaba rara, le pesaba la existencia y
nada mejor en estos casos que dejar al sujeto solo, consigo mismo para
equilibrar su existir; entonces su padre y ella salieron a cenar, aquel día
escogieron un restaurante normal, un restaurante típico que servían comidas de
la zona, Navehondo ( con hache aspirada) era la capital de una región famosa
por su gastronomía; a decir verdad ni uno ni otro tenían mucho apetito,
pidieron verdura y eso fue todo, estarían más ligeros, más ligeros ¿ para qué?
Ellos también estaban raros; el final del día, de aquel día se presentaba
sórdido. Durante la cena hubo enormes lagunas de silencio, apenas hablaron; de
repente su padre sugirió cambiar de espectáculo; aquella irrupción tan súbita
la asustó; no supo qué responder, si se guiaba por las ganas se iría para casa,
pero para complacer a su padre asintió ¿qué señal externa confirmaba
aquella aceptación? Sencillamente se dejó llevar. Su padre propuso que en vez
de ir al cine o al teatro irían a otra clase de espectáculo; a ella aquellas
últimas palabras le sonaban a experimentación, le sonaban a operaciones
fracasadas, por lo tanto había que buscar otra clase de remedios o había que
probar otra clase de soluciones. Permanecía callada. Su padre disparó: “Iremos
al ballet”. Ella se estremeció. Los vasos que se encontraban sobre la mesa
acusaron la sacudida, sus dos silencios amplificaron el tintineo. En aquel
momento no supo el porqué de aquella alteración, la palabra “ballet” formaba
parte de un diccionario, no de su propio vocabulario. La distancia que había
entre el restaurante y el teatro no era mucha, aquel paseo les vendría de
perlas; pagada la cuenta, su padre se levantó y la ayudó a desenvolverse en su
silla de ruedas, a aquella hora había bastante gente y las mesas estaban
ocupadas, el espacio era muy pequeño y había inconveniente en deslizarse entre
las sillas, muy disimuladamente esquivó su ayuda, se las arreglaría sola para
llegar a la salida. Se sentía irritada y no sabía por qué, quizá por la idea de
la novedad, pero no, eso no era. Una vez en la calle, se intercambiaron miradas
y su padre marcó el camino, no podían ir a la misma altura, ella se adelantó,
él un poco más rezagado. Le molestaba su presencia, le molestaba su vínculo,
quería estar sola, quería llevar su vida como en una “procesión del
silencio”. La gente llenaba las calles y se abría paso como si algo tirase de
ella, como hipnotizada por “la forza del destino”.https://www.youtube.com/watch?v=GHk1RmPzA5E
En aquellos momentos todo le molestaba, deseó encontrarse en una autopista a
solas, en su silla de ruedas y sin ningún obstáculo ponerse en marcha hacía un
punto de destino, no un lugar físico sino abstracto. Era tan ciega aquella
obsesión carente de perspectivas que sintió miedo; éste era nuevo, desconocido,
era diferente al que había sentido antes de cada operación, a pesar de la
experiencia. Pavor, sería la palabra más correcta; se sentía tan desprotegida,
tan desangelada que repentinamente recordó aquellos lugares de peregrinaje
donde solían llevarla en busca de remedio, recordó también las súplicas de los
peregrinos, que ella nunca había formulado porque nunca había tenido fe en
ellas; y sin embargo, ahora, ya que no hallaba consuelo en nadie, al menos
encontrarlo en unas fórmulas mágicas. Sin saber de dónde provenían aquellas
palabras, si del hielo o del fuego, dijo para sí: Non mi lasciar, socorrimi,
pietà, Signor, pietà! Deh! non m’abbandonar, pieta di me, Signor…https://www.youtube.com/watch?v=cut_2iSOEtMSólo
ella las oyó, sus entrañas y las entrañas de la tierra, los cielos no acusaron
respuesta. Llegaron al teatro y se paró en seco, se había quedado sin fuerzas
para entrar, o quizá le faltaba aquel empuje que la había conducido hasta allí.
Sin energías para manejar su silla de ruedas se dejó llevar por su padre, no le
importaban nada las localidades que había elegido, solamente estaba a la
expectativa de cómo él obraba. La llevó hasta la primera fila, la visión del
escenario era completa pues éste aún quedaba a unos cuantos metros de donde
ella se hallaba, le entregó el programa de mano y su padre retrocedió,
retrocedió, retrocedió, retrocedió, retrocedió, retro-cedió, retro-cedió,
retro-cedió, cedió, cedió, cedió, cedió, cedió, cedió su tutela y la entregaba
a lo indefinido. El se sentó alejado, en la penumbra de la sala, se había convertido
en una sombra del pasado y ella se volvió para mirarlo, sólo captó una silueta
gris, remota, que ya formaba parte de los recuerdos de su infancia. Antes de la
representación, el escenario se iluminaba con una luz tenue y mortecina; el
padre contempló a su hija en aquel contraluz y se sintió orgulloso. Aunque los
dos estaban distantes a ambos los unía aquel preludio de silencio; el teatro se
había llenado y nunca se habían sentido tan solos porque una espera en soledad
se hace eterna. Cogió el programa de mano para entretener su inquietud y leer
el contenido, no pudo, en la portada aparecía escrita una palabra en caligrafía
ondulada, de letras enlazadas: “Giselle”. Fue incapaz de seguir leyendo,
aquella palabra y la imagen que allí se presentaba la conmocionaron. Aquella
mujer de blanco y de puntillas más aquel nombre que coronaba su imagen le
parecieron la entrada hacia una nueva dimensión. Dejó el programa sobre su
regazo, al alcance de la vista y muy suavemente palpó sus piernas, no
transmitían nada a sus pies, sus pies eran diferentes a los de aquella mujer,
ella era diferente a aquella mujer, no tenían nada en común o tal vez
¿tenían más en común de lo que en un principio se pensaba?. Nunca había estado
tan cerca de un escenario, le pareció estar en el límite de dos mundos, ¿a cuál
pertenecía? Sin lugar a dudas al del misterio; el real le sonaba a algo pasado,
caduco, a una época que se había quedado atrás, a una imposición; el de ahora
era un deseo incubado quizá mucho tiempo atrás. Las luces de la sala se
apagaron y el misterio comenzó. Las luces del escenario se encendieron y el
misterio comenzó. La música comenzó y desde los primeros compases el misterio
la absorbió. Lo que oía y lo que veía concordaban a la perfección, ya estaba
poseída por lo indefinido. Calificar aquello de música y de danza, de danza y
música le parecía de una ignorancia supina, aquello era mucho más, no sólo
afectaba a su espíritu sino también a su cuerpo, no sólo lo había percibido con
los sentidos sino su cuerpo también se había sentido vapuleado. Aquel impacto
lo había experimentado en todo su ser, aquel “impakto” lo había
experimentado en sus carnes, aquel “impakto” lo había experimentado en su
alma. Si en el teatro vivía la vida de aquellos personajes, en el espectáculo de
lo indefinido además de vivir su vida compartía sus movimientos que eran la
sublimación de su deseo. La música arropaba aquel mundo y se sintió aniquilada
por ella, en su persona había algo que moría, pero renacía otra nueva. Por sus
brazos y manos notó una energía como queriendo brotar de ellos unos
sentimientos exclusivos del lenguaje oral y que ahora podía expresar mediante
gestos. Si antes sus piernas eran la inutilidad de su cuerpo, además, por pleno
convencimiento, ahora éstas adquirían protagonismo en un plano diferente.
Contemplar su rostro durante la representación era contemplar la fascinación,
era como encontrar el tesoro, era como encontrar el tesoro que ilusiona al niño
en su infancia. Con sus manos, una colocada sobre la otra en su pecho, representaba
una de esas imágenes místicas poseída por una visión celestial y en sus ojos un
diluvio de lágrimas. Durante el tiempo de la representación no vivió, soñó. Su
corazón no latía con normalidad o como en realidad debería latir en la vida
diaria, se sobresaltaba, brincaba, se apaciguaba según la emociones del
momento. En dos horas aproximadamente había nacido, amado y había muerto, una
vida condensada en tan poco tiempo le pareció la esencia de una existencia.
Cuando la representación terminó el público enfervorizado se puso de pie y
aplaudió hasta el agotamiento; se volvió para mirar a su padre que también
estaba arrebatado por la emoción y en un hilo de sospecha advirtió que sus
aplausos no iban dirigidos hacia el escenario sino hacia ella. Miró a la
primera bailarina y se miró a sí misma, no había diferencia, no eran dos
personas, era una y en el estruendo de la sala dijo en voz muy baja: “Giselle”.
Inclinó la cabeza varias veces para dar las gracias a su público y se quedó en
silencio, de su boca nunca más volvería a brotar una palabra, pero sí, más
tarde, una frase definitiva. A la salida del teatro la gente bullía, se notaba
que la vorágine que se había desencadenado en el escenario se había transmitido
a los allí presentes; de vuelta a casa y como de costumbre no expresaron
opiniones sobre el espectáculo, pero era evidente que algo había cambiado: ella
ya no era la misma y su padre la miraba con ojos diferentes; si antes portaba
un nombre y unos apellidos que hacían patente la pertenencia a una familia y a
unos orígenes, llegado aquel momento y experimentada la transfiguración, su
pasado carecía de valor como tal, sencillamente había sido una vigilia, una
antesala al momento crucial. Le gustaba que su padre fuese a su misma altura,
todo lo contrario que antes de entrar, estaba a su alcance para hacerle una
pregunta clave, aquella pregunta que había surgido justo a la salida del
teatro: “¿Por qué me has traído aquí?” Pero aquella duda había brotado en
silencio y en silencio permanecería. Ya no importaba si él lo había hecho a
propósito o no, “la forza del destino” se había apoderado de ella y eso
era lo que contaba. ¿Por qué ciertas preguntas transcendentales nunca tienen
respuestas? O si la tienen ¿siempre acaban en mutismo? Deseaba terminar su
recorrido lo antes posible y llegar a casa, aquella distancia se le hacía
penosa, era como un “via crucis” con paradas en cada semáforo,
miraba la luz roja con el embrujo de un cambio repentino, el verde la
hechizaba. La gente que se topaba al cruzar la calle le parecía perteneciente a
un mundo anterior, su nuevo mundo aportaba seres diferentes, de ensueño. Antes,
a los habitantes de Navehondo (con hache aspirada) los había contemplado
con admiración, con el orgullo de sentirse una más de ellos, ahora formaban
parte de una ilusión perdida. Quizá sería la última vez que estuviese en
contacto con una multitud de seres reales, de carne y hueso; quizá sus próximos
contactos serían con seres volátiles, incorpóreos, fantásticos. Llegaron al
portal de la casa, su padre con aliento entrecortado por la marcha que habían
llevado, ella no se había dado cuenta. Cogieron el ascensor que los impulsó a
las alturas, los números que marcaban los pisos nunca se habían sucedido con
tanta rapidez, al llegar a su planta las puertas se abrieron y el vacío de
aquella caja los expulsó. La madre aguardaba en la sala de estar ya recuperada
de aquella cuentista indisposición. Los recibió con una sonrisa en el rostro
que pronto se tornó macilento al ver que su “niña” venía cambiada. La “ñiña” ya
no era la misma “ñiña” de antes, se había vuelto ñoña, “la ñiña boñita” había
dado paso a una mujer poseída por un sueño, por su sueño; por una ilusión, por
su ilusión. No era... no era... no era... ¿Cómo se llamaba antes?...Ahora se
llamaba Giselle. Su madre no se atrevió a decir nada, sabía que cualquier frase
que pronunciara iba a caer en la ignorancia, cualquier intención que llevasen
sus palabras para su hija iban a carecer de valor, iban a pertenecer a un
tiempo pasado, a un antiguo país en donde el idioma aún no había evolucionado.
¿Sus padres se habrían confabulado para urdir aquella trama? No le importaba,
aunque la duda alternase con la incógnita, no estaba resentida hacia ellos, se
sentía poseída por un destino al que se dirigía ciegamente y por plena
voluntad. Se dieron las buenas noches mediante gestos, todo muy convencional,
como si nada hubiese pasado y se fue hacia su dormitorio, cerró la puerta y
echó una mirada global a su habitación, aquélla había sido su morada durante
los años de su existencia, que no eran muchos, pero que no iban a ser muchos
más; aquella atmósfera la agobiaba, le parecía respirar aire impuro,
contaminado por las falsas ilusiones, decepciones y pequeñas alegrías que allí
se habían gastado, necesitaba aire fresco para que sus sueños tomasen forma.
Abrió la puerta de su armario ropero y contempló los vestidos, camisas,
jerséis, pantalones que la habían cubierto y adornado, a veces la habían
disfrazado también. Abundaban los colores oscuros y las hechuras amplias, todo
para camuflar defectos, todo para que a la superficie no afloraran las
deformidades. Desde aquel momento decidió vestir de blanco, como Giselle,
Giselle siempre vestía de blanco, ella se vestiría como Giselle puesto que
Giselle era ella. De todas las prendas que allí colgaban escogió un vestido
blanco que nunca se había puesto, había sido un regalo de sus padres para
cuando se presentase “una ocasión”, nunca se había presentado tal ambigua
ocasión y aquel era el momento de usarlo. Con sus limitaciones y resignación de
costumbre se lo puso, apartó de su vista la ropa que había estado llevando y la
arrinconó, la borró. Era un vestido blanco como la nieve, vaporoso, en donde el
significado sustituía a la materia; se miró al espejo y en él vio reflejada la
serenidad, una serenidad de espíritu que antes nunca había experimentado,
sonrió con complicidad a aquella imagen y agitó los brazos en el aire como
había visto en el teatro y por un instante creyó elevarse, los bajó y se volvió
a posar sobre su silla. Se tiró al suelo. En su caída sintió la atracción del
abismo, un vacío espacial; echada sobre la alfombra, se arrastró, reptó igual
que las serpientes y desde aquella horizontalidad el mundo le pareció
diferente. Lo que había visto y oído había cambiado la percepción de su pequeño
universo. Aquella música y aquel movimiento se habían adueñado de ella, las
notas de la sección de cuerda le habían transmitido una energía que estimulaba
tanto su mente como su cuerpo; su sistema nervioso estaba electrizado, impulsada
por sus brazos reptó y reptó y reptó y reptó y reptó y reptó y reptó y repató y
repató y repató y repató y repató y repató y repateó y repateó y repateó y
repateó y repateó de rabia... Le hubiera gustado patear con los pies o bien
patear las calles, pero tendría que conformarse con reptar, reptar, reptar,
reptar, reptar, repetar, repetar, repetar, repetar, repitar, repitar, repitar,
repitar, repetir, repetir, repetir, repetir, repetir su reptar. Reptó por toda
la habitación, se adentró en sus rincones más recónditos y se dio cuenta de que
las cosas desde allí abajo adquirían una nueva significación. La visión que
ella tenía de su dormitorio desde su silla de ruedas no concordaba con el
espacio completo que le ofrecía su nueva posición, le agradaba estar echada y
captar un mundo tan tridimensionado; había que tener en cuenta que en su nueva
vida se abrirían espacios insólitos que habría que aceptar como una dimensión
más de aquel futuro. Se arrastró hasta su silla agotada, nunca había hecho un
esfuerzo físico tan encomiable y aquello era solamente el principio. Había sido
un día lleno de emociones y de decisiones también. Nunca lo hubiera imaginado,
pero de ahora en adelante podía imaginar cualquier cosa. Era tarde y debería
acostarse, echada sobre la cama analizaba con minuciosidad el nuevo rumbo que
tomaría su vida en el futuro; con ayuda de la penumbra y la bienvenida del
sueño se abandonaría a sí misma vaciándose de preocupaciones y sobresaltos.
Cuando se despertó al día siguiente le pareció como si hubiera renacido, sus
ideas se habían clarificado y en sueños había tomado sus decisiones. Aquella
mañana a la hora del desayuno sus padres la encontraron radiante, no sabrían
explicarlo, pero advertían que de ella emanaba un equilibrio que solamente se
posee cuando existe una armonía entre el propio interior y el mundo
circundante. Se sentían conformes con aquella nueva decisión, la contemplaron y
no se atrevieron a decir nada, desayunaron en silencio intercambiando miradas,
no pronunciaron ni una palabra, la gran ausente: la música de la víspera.
Tomaron líquidos, ayudarían a limpiar asperezas y preocupaciones pasadas. Una
vez que hubieron terminado, Giselle cogió un papel y una pluma y escribió con
una caligrafía distinta a la suya; si antes las palabras las escribía
entrecortadamente, ahora era una línea continua modulada por unas curvas que
formaban un grafismo concertado. Expresó sus deseos en tinta negra sobre la
extensión de una cuartilla en blanco, le pareció un desierto donde podían
formularse, con ayuda de su dedo y sobre la arena, infinidad de anhelos.
Constató por escrito que le gustaría irse a vivir a la casa de la
montaña; no dijo los motivos, tampoco se los preguntaron, haría una serie de
compras y le pidió a sus padres que la llevasen, éstos no se opusieron. Se
miraron entre ellos y reconocieron que no era una hija quien se lo pedía sino
un destino. Aquella misma mañana Giselle salió a comprar lo que deseaba, podía
haberse llevado infinidad de cosas, pero para ella sólo contaban: aquella
música y un vestido blanco. Lo primero que hizo fue ir a una tienda y comprar
“su” música; cuando el dependiente le entregó el disco se reconoció en la
carátula, allí estaba ella y coronando el rostro su nombre escrito de
“aquella manera”. Se sonrió y con el dedo índice acarició aquella
circunferencia absorbiendo la grabación con el tacto, haciéndola suya. Su
cuerpo vibró como un padre con su hijo pequeño en brazos. Se dirigió a su
tienda habitual de ropa y buscó la blancura, sólo le importaba el color y la
volatilidad de la materia, la hechura era lo de menos y lo encontró; entre
infinidad de modelos, entre infinidad de colores, entre infinidad de telas allí
estaba su uniforme; entre infinidad de hombres, entre infinidad de mujeres,
entre infinidad de seres humanos allí estaba ella; al cogerlo lo acarició y con
la suavidad de la palma de su mano lo mimó. Sentada en su silla de ruedas se
exhibió con el vestido ante un espejo, la transfiguración se había llevado a
cabo, si interiormente ya era Giselle, su aspecto externo confirmaba la
absoluta aceptación. Ordenó que se lo envolviesen con extremo cuidado temiendo
su deterioro, se lo entregaron, pagó y desapareció. Al llegar a casa mostró sus
compras, las desempaquetó con el ritual del misterio y con una radiante
sorpresa en su rostro, ella misma no daba crédito a sus posesiones, le parecían
tanto y al mismo tiempo tan poco. Sus padres la observaron y con la resignación
del lo inalcanzable contemplaron el futuro de su hija: dos objetos que
materialmente carecían de valor, pero de profunda significación para ella.
Quizá no la comprendieron del todo, al menos lo intentaron y en aquel intento
por entender su felicidad demostraron una gran benevolencia. El resto de aquel
día transcurrió anodinamente, el tiempo no volvió a dejar huella hasta llegar a
la noche; en un pequeño bolso de mano metió sus posesiones, era su neceser, lo
indispensable: su disco, redondo como el mundo, redondo como una rueda que
implica movimiento, redondo como un abrazo, redondo como una lágrima que en su
marcha marca un camino descendente y aquel vestido blanco que con su claridad
imitaba al día y en su textura al aire y a la tierra; cerró la cremallera,
cerró el baúl del tesoro, encerró un secreto. Estaba preparada para ir al fin
del mundo. Aquella noche dormiría apaciblemente, en silencio, como el que
existe antes de una tormenta: un silencio atronador. Se levantó sonriente, con
la seguridad de que aquel día era el comienzo de un nuevo existir. Sus padres
estaban preparados para llevarla a la casa de la montaña; los tres estaban
dichosos porque un deseo pronto iba a realizarse y en éste un pasado de
espejismos convertido en una convencida realidad. Se acomodaron en el coche y
su padre se puso en marcha, abandonó Navehondo (con hache aspirada) hasta
que se extinguió en una lejanía rezagada. El día había amanecido luminoso,
cargado de una luz que avivaba los colores de la naturaleza y por lo tanto el
ánimo; Giselle contemplaba el paisaje como algo ya visto, pero no reconocido ni
valorado; le parecía que la velocidad aportaba cierta musicalidad y deformación
cuando observaba los diferentes planos en los que se presentaba el paisaje.
Siempre que sus padres la llevaban a alguna parte en coche, la palabra
“conducción” se presentaba vinculada a las ruedas y a su sentido de rotación,
parecía que en vez de tener piernas tuviese ruedas, en cierto sentido así era.
Los viajes le habían parecido un peregrinar en busca de remedios, pocos habían
hecho por placer, pero éste era diferente, estaba segura de que al final encontraría
la solución y de que además sería el definitivo. En todo el trayecto no se
dijeron nada, su sola presencia bastaba para darse calor y sostener la
convicción de un apoyo mutuo. Desde el asiento trasero observó a sus padres
como si fuera la última vez, forzándose a grabar en la memoria la imagen de
perfil que de los dos captaba. De su corazón brotó el agradecimiento, de el de
ellos la comprensión que habían demostrado respetando su decisión y esos
sentimientos envueltos en silencio, envueltos en su propio lenguaje. El viaje
se aproximaba a su fin y sintió un ligero escalofrío, temía una parada súbita,
un corte de la velocidad que la conducción proporcionaba a su cuerpo y al hecho
de enfrentarse ante el embrujo de su decisión. Llegaron, bajaron, entraron. One,
two, three, stop. One, two, three, down. One, two, three, in. La casa olía
a cerrado, había que airearla. Las veces que venían era como desconectar,
desenchufar sus vidas de una envolvente agitación y hallar la paz, dejar a un
lado el empuje que, sin querer, la vida moderna les infundía. Abrieron todas
las ventanas y la naturaleza irrumpió sin permiso; pronto las habitaciones se
impregnaron del auténtico ambiente a vegetación, los diferentes sonidos de la
fauna autóctona quebraron el silencio sepulcral de aquellas salas en donde el
tiempo, por falta de expansión, había permanecido aletargado, momificado.
Giselle lo primero que hizo fue aproximarse a un gran ventanal que daba a los
dos ríos, desde allí se divisaba una panorámica completa, tanto de las montañas
elevándose hacia el cielo en busca de lo onírico, como de aquellos dos ríos que
minaban las bases de aquellos enormes cíclopes de tierra y roca en una marcha a
ciegas hacia unas entrañas habitadas por seres mitológicos. Contempló en su
globalidad lo que la naturaleza le ofertaba, lo que la tierra, el mundo y el
universo ponían a su alcance y al pensar en éste último elevó los ojos al
cielo, como escudriñando un más allá, y exhaló un suspiro musical. La
percepción de todo aquello ahora le parecía diferente, antes dejaba que su
mirada recorriera lentamente las cumbres de aquellas montañas para deslizarse
por sus laderas, hasta caer en picado y flotar sobre las aguas cristalinas y
misteriosas de los dos ríos. Ahora ya no era su mirada la que se paseaba por
aquellas hondonadas o se adentraba en la umbría frialdad de los bosques, ahora
era ella misma, la que en persona y como parte integrante de aquel cosmos se
deslizaba con todo su ser, reivindicando su digna aportación a la naturaleza.
Desde el ventanal se sonrió y su sonrisa acortó distancias, se sentía en
armonía tanto con el árbol más frondoso como con la brizna de hierba más
insignificante, ya no era un ser extraño al medio, era ya un ser integrado en
el medio. Mientras tanto sus padres habían puesto en orden la casa, habían
reordenado lo ordenado, le habían dado el toque de habitabilidad a lo dormido.
Una vez terminada esta tarea sintieron la necesidad de irse, nada ni nadie los
echaba, pero el espacio que ellos llenaban en aquella casa había sido sustituido
por un volumen indefinido que los llevaba al convencimiento de que su misión
había terminado; claudicaron al asumir que Giselle había encontrado su lugar en
el mundo. En medio de aquel paisaje había un hueco para ella, la naturaleza le
abría sus brazos y ella se entregaba con la inocencia ante la novedad, era la
portadora de una música indefinida que empuja el movimiento de la evolución.
Con mucho sigilo se acercaron e hicieron notar su presencia con el roce suave
de una mano sobre su hombro; Giselle que estaba absorta en su contemplación
apartó la mirada de la inmensidad y se centró en la cercanía, en los ojos
cristalinos y acuosos de sus padres. La besaron y la acariciaron con la
delicadeza suficiente como para no alterar la belleza que desprendía su rostro;
no hubo palabras de despedida ni gestos de adiós, fueron apartándose de ella,
en retroceso, sin darle la espalda, querían contemplarla en aquel contraluz y
que la luz del sol marcase con fuerza su rostro y talle; las puertas no se
cerraron, permanecieron abiertas y desde la entrada Giselle quedó enmarcada en
un cuadro para la eternidad. El ruido del coche señaló la partida, el silencio
su deglución en la distancia. Se había quedado sola, eso era la primera
impresión que se podía tener, pero en realidad ella ya nunca más volvería a
estar sola: tenía su música. Sería su representante en un nuevo mundo. Aquel
día transcurrió carente de realidad espacial y cronológica, fue un día plano
reflejado en las aguas de aquellos dos ríos Rin y Sil, Sil y Rin, Rin-Sil;
Sil-Rin, Ril-Sin, Sin-Ril, fue un día plano reflejado en las aguas de aquel río
SinRil. Desde aquel ventanal y con mirada penetrante trataba de bucear en las
profundas aguas al encuentro de otros seres. Cuando venían a pasar unos días de
asueto durante el verano, en esas noches tórridas y claras propias de la
estación, donde la luna parecía aún más real y viva reflejada en las mansas
aguas que en el cielo, Giselle percibía la presencia de vida humana en aquellas
profundidades. De vez en cuando se desprendían destellos antinaturales
parecidos a los del oro, de la luna no podían ser pues ésta sólo desprendía
plata. Estas observaciones siempre las había hecho desde un punto de vista de
observadora, nunca desde un punto de vista participativo, ahora todo esto había
cambiado; Giselle no se conformaba con contemplar su entorno, formaba ya parte
de él y lo comprendía. Se apartó del ventanal y en su silla de ruedas dio una
vuelta por toda la casa, palpó muebles y objetos de decoración para afianzar la
idea de que lo tocado era real y no imaginario, su nueva percepción ambiental a
veces la engañaba; terminado el pequeño recorrido se acercó al reproductor de
discos y puso su música a gran volumen, tan pronto como escuchó los primeros
compases se tiró, se precipitó, se derrumbó, se despeñó, se arrojó al suelo.
Reptó por todas las salas de la casa, subió por paredes y techo, circundó
muebles y obstáculos y volvió a reptar hasta su silla. No se sentía fatigada,
aquello había sido una prueba solamente. Si su movimiento cesó, la música
también cesó; aquel cuerpo ya no se comprendía sin su música y aquella música
ya no se comprendía sin su cuerpo. Cuerpo y música, música y cuerpo. Dualidad
inseparable. El silencio se adueñó del crepúsculo, el sonido de la vegetación y
de los pájaros se adormecía lentamente a medida que la noche se abría paso
entre los últimos rescoldos del día. Y en silencio volvió a aquel ventanal, se
centró en él, ya no permanecía a un lado semioculta por la cortina, desde
cualquier punto de aquel paisaje cualquiera podía divisarla, Giselle se
enfrentaba sola al mundo. Desde su silla de ruedas, su cruz hasta entonces,
sintió que la acribillaba una profunda soledad tanto pretérita como futura,
pero había llegado el momento de ahuyentar aquella sensación, de engañarse con
que no estaba sola. Miró fijamente las aguas de sus ríos traspasándolas hasta
sus profundidades y allí en el fondo, como en el fondo de su alma,
contempló “as lavandeiras” que habitaban en el río Sil lavando y puliendo
pepitas de oro y en el Rin: sus hijas conservando el oro que despertaría la
codicia del ser humano. ¿Qué aportaría Giselle? Su música. Al pensar en ésta,
en su interior brotó una voz que cantaba retumbando en todo su cuerpo: “ Ich
komme- ich komme- ich komme- ich komme- ich komme” Ya voy.https://www.youtube.com/watch?v=5GpUHfQTrRA
Se miró reparando que en aquella silla de ruedas se sentaba una mujer diferente
a la que hacía unos momentos ocupaba aquel lugar; su coquetería le susurró que
no estaba vestida para la ocasión y se puso inmediatamente su vestido de un
blanco descarado que afrentaba el negro de la noche incipiente. Se sintió
hermosa, ya sólo le quedaba por poner de nuevo su música y así lo hizo; la
melodía empujó la silla hasta el ventanal, contempló aquel mundo aéreo y el
silencio que éste le proporcionaba, a él le entregaba sus últimas palabras en
voz alta: “ Ich bin Giselle” Yo soy Giselle. Su boca quedó sellada para
siempre, de ahora en adelante sus emociones las expresaría mediante el
movimiento. Reptó hacia aquel mundo acuático. Reptó hacia las profundidades.
Reptó hacia su propio abismo. https://www.youtube.com/watch?v=BbYlMnFgp3c&t=71
Ewig= eternamente,última palabra y final de la “Canción de la tierra” de G. Mahler. En este blog aparecerán flujos de conciencia de personajes de ficción que harán un viaje de introspección, en un tiempo ínfimo de esa eternidad, acompañados por la música o su propio silencio; un viaje de descubrimiento de sí mismos ampliando así aspectos desconocidos de un ser humano.
miércoles, 30 de noviembre de 2016
"REPTARE"
Etiquetas:
"as lavandeiras",
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Verdi
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El relato, lo mismo que el cuadro que lo preside, es muy matérico. El lector casi puede tocar los sentimientos atormentados de la protagonista, sentir las continuas decepciones que han ido forjando su carácter y medir la doliente distancia que la separa de su cuerpo. La ausencia de puntos y aparte transmite la sensación de encierro que el relato describe; y las transformaciones de palabras anuncian la separación de la realidad que enmarca la decisión final. En medio de tanta oscuridad, solamente las ilustraciones musicales aportan un rayo de esperanza, lo mismo que la descripción de la vista de los dos ríos desde la casa a la que acude la protagonista para escenificar su particular mutis por el foro. El autor consigue transportarnos a una dimensión en la que la sensibilidad se erige en la única fuerza capaz de transformar la existencia. José Losada
ResponderEliminarEsplendido este relato. Me gustaría comentar un aspecto que creo que el autor deliberadamente silencia para implicar más a fondo al lector en el trabajo de su escritura, conduciéndolo a completar un punto fundamental: cuál es el motivo por el cual la innominada protagonista de la historia se siente tan identificada con el personaje de Giselle, hasta el punto de que, al final de la narración, se ve a sí misma como transformada en la inmortal bailarina. Ciertamente hay muchos espléndidos y bien conocidos ballets que habrían podido devolver la ilusión a nuestra resignada inválida, mostrándole la perfecta conjunción entre música, movimiento y la expresión corporal de las emociones, como Cascanueces o El lago de los cisnes. Pero el Padre no podía ignorar que un espectáculo de danza habría podido lacerar aún más el alma de su atribulada hija al mostrarle, con toda crudeza, sus limitaciones físicas frente a la prodigiosa elasticidad y gracia de los bailarines en el escenario. Por otro lado, es claro que no se trataba, si más, de reflejar la identificación de la joven con cualquiera de las famosas figuras femeninas en la historia del ballet. De ser así, habría podido tratarse de Raymonda, La Sílfide, La Bayadera o El corsario. Mas no, tenía que ser Giselle y ningún otro ballet, precisamente porque la campesina inicialmente burlada por el príncipe es, como ella, una chica impedida. Su madre le prohíbe bailar por temor a que su débil corazón no resista el más mínimo esfuerzo. Sin embargo, después de conocer el cruel engaño de que ha sido objeto por parte de su amado, a Giselle ya no le importa vivir o morir. Solo en el mundo sobrenatural del bosque, poblado de demonios femeninos, los espíritus vengativos de las mujeres que penan porque fueron engañadas por un hombre o murieron antes de poder casarse, Giselle puede danzar sin temor ya a la muerte y al sufrimiento. Desde un limbo intermedio entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno, Giselle derrama su inmenso amor y compasión, su perdón incondicional por el príncipe ya arrepentido, lo cual le gana el eterno descanso para su alma. La protagonista del relato se viste con el vestido blanco de Giselle, su mortaja, su envoltura como espíritu, y parte hacia las montañas, el territorio donde vivió Giselle, ya sabiendo que solo en otra dimensión, más allá de lo humano, podrá ser feliz. La Giselle del relato mira por la ventana y contempla el mundo aéreo, y repta hacia las profundidades. Ich bin Giselle son las últimas palabras que grita al mundo.
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