Se llamó, se llama y se llamará Urdilde d’Enalapril. Fue, es y será una mujer
sin edad. Las vicisitudes de su vida absorbieron cualquier huella dejada por el
paso del tiempo en todo su cuerpo; su rostro, que era el que podía delatar su
deterioro, siempre mostraba unos rasgos atemporales; sólo la luz fiel aliada de
sus estados de ánimo insinuaba si en aquellos instantes pertenecía a un pasado,
a un presente o a un futuro. La luz mimaba su rostro, sabía disimular sus
luchas internas y realzaba sus pocas y pequeñas alegrías. De no observarla
fijamente, se diría que podía pasar desapercibida: su estatura era mediana, no
era gruesa, tendía más bien hacia la delgadez, lo que la aproximaba a un
quebrantamiento de sus gestos; su nariz era muy recta, muy perfilada y de sus
orejas, casi siempre ocultas por su cabello, sobresalían unos lóbulos
alargados, como forzados por unos pendientes de oro y diamantes debido al peso
de la opulencia; su piel era pálida, siempre pálida, nunca lograba adquirir ese
bronceado suave y saludable que le proporcionaba su aliada: la luz, ésta
solamente se limitaba a interpretar no a incrustar; el color de sus ojos era…el
color de sus ojos era…el color de sus ojos era indefinible, a veces cualquiera
hubiera dicho que era azul cielo o gris perla, otras negro azabache, azul
cobalto o verde hierba, pero siempre, el color que fuera, ligado a un soporte
natural; a decir verdad, aquellos ojos carecían de color, no eran más que una
pantalla para tapar dos huecos que ocultaban el paso hacia un abismo personal;
su boca se proyectaba al exterior rebordeada por unos labios carnosos, casi
siempre herméticos, dispuestos a esbozar una mueca fingida, eran rojos, rojos
pasión, quizá por lo mucho que había besado; sus dientes eran tan blancos como
la nieve y fríos como ella porque las palabras no habían sabido derretir esa
frialdad; su cuello era largo y frágil y lo parecía aún más cuando se
malpensaba que su intención era separar cada vez más aquel cuerpo de aquella
cabeza, para que cada uno funcionase por sí solo, como si cada batalla que
tenía lugar en aquel cerebro no implicara al cuerpo, o como si cada desarreglo
que acontecía en aquel cuerpo no implicara un sufrimiento al cerebro. Alrededor
de aquella cabeza se enroscaba una larga trenza; estaba entretejida con
firmeza, fijada al cráneo por unas horquillas que, a veces y según estuvieran
colocadas, parecían espinas, todo en conjunto sería una corona de espinas; su
cabellera era negra, de un negro azabache, un negro falso porque ocultaba
infinidad de canas, aquel negro también delataba los residuos de cierta coquetería
y ésta, a su vez, una vaga ilusión por la vida. Urdilde vivía sola, en una casa
de un piso, semidestartalada, no era de su propiedad, en la planta baja había
un pequeño rótulo donde se podía leer: “se vende” y daba un número de teléfono:
3x-5=9-4x. Nunca nadie había llamado a aquel número. Nunca nadie habría
respondido a una información porque lo que estaba escrito en letra desigual en
aquel letrero era una mentira, una falacia urdida por un dueño con ánimo de
expulsar a aquella mujer de su lugar de reposo; pero ya nunca nadie se atrevió,
se atreve ni se atreverá a comprar esa casa ya que el instinto del supuesto
comprador le revelaría que mercar aquella morada era mercar a aquella mujer,
sería algo parecido a morada=mujer, mujer=morada, las dos se incluían en el
mismo lote, serían inseparables. La casa era un caparazón que protegía la
fragilidad de un cuerpo y al mismo tiempo aquel cuerpo insuflaba vida a un
material a punto de desmoronarse. La gente que pasaba por allí delante ignoraba
la existencia del edificio, el tiempo lo había cubierto con una pátina en donde
la discreción sobresalía por su opacidad; estaba a las afueras de la ciudad,
era un barrio decadente, en algún tiempo había gozado de cierto prestigio, pero
ahora era el punto de mira, la carnaza de constructores en busca de espacio
para erigir colmenas y especular con la necesidad innata de cobijo del ser
humano. Los moradores de aquellas casas eran gente mayor o matrimonios jóvenes
cuyos recursos económicos era limitados, los alquileres eran prudentes y podían
pagarse sin hacer grandes estiramientos del presupuesto familiar. Urdilde
trabajaba, todos los días se levantaba temprano, se arreglaba y cogía un
autobús que la dejaba en el centro de la ciudad. No amaba su trabajo, para ella
era como un suplicio que había que soportar. Aparte de la remuneración que
conseguía por él también era una forma de mantenerse en contacto con la
civilización, siempre y cuando se entienda como civilización el toparse cada
mañana con la misma gente en el autobús y sobre todo con sus compañeros de
oficina; su relación con éstos era distante, muy distante, kilométrica; ella se
limitaba simplemente a cumplir, a realizar una serie de labores que tenía
asumidas, más allá de eso ya nada le incumbía, no se entrometía en las
conversaciones de sus compañeros, ni en las bromas que muchas veces torpemente
disfrazadas iban dirigidas hacia ella; todo lo que estaba impregnado de
vulgaridad o de hirientes intenciones le resbalaba, había como un rechazo
interno proveniente de una riqueza de espíritu que hacía que lo que no
contuviese una cierta bondad de acercamiento automáticamente era despedido,
apartado; externamente ella no lo manifestaba ni con muecas ni con ademanes
despreciativos; era muy comedida, era un especie de irradiación que lanzaba
hacia todos aquéllos que intentaban mofarse de ella. Urdilde era una presencia
turbadora, su discreción albergaba un silencio en el que retumbaban las
frustraciones de los que la consideraban una víctima, su víctima y no la veían
como una mujer de una enorme vida interior; aquéllos que reconocían su valía
comulgaban con ella en silencio, pero eran muy pocos los que la sabían valorar
por no decir nadie; si a alguno de sus compañeros se le preguntara qué opinión
tenían de ella, ninguno sabría responder, sus sentimientos nunca afloraban,
sabía que si los expresaba no iba a ser comprendida, solamente a ciertas horas
de la noche ella se manifestaba tal y como era, pero ésas eran unas horas
secretas para los demás, la luz que tanto la mimaba iluminaba su abismo
interior y evidenciaba las luces y sombras de una vida, de su vida. A Urdilde
también se la rechazaba por no cumplir unas normas establecidas con su
indumentaria; la ropa que solía llevar era un poco “démodée”; entre sus compañeros y compañeras había una rivalidad
por quién iba más a la última moda; ella no entraba en ese juego, sus vestidos
pertenecían a temporadas pasadas, se notaba que eran de buena calidad y estaban
bien confeccionados aunque el paso del tiempo los había deformado y deslustrado
la brillantez de lo nuevo; no la dejaban pertenecer a la actualidad, a esa
actualidad rabiosa por la que sus compañeros luchaban; a ella, por ejemplo, un
traje de chaqueta no la situaba en el momento presente sino que la retrotraía a
un tiempo pasado de juventud y flirteos amorosos cuando a cualquier prenda el
cuerpo le transmitía una alegre coquetería, pero, lo que más exacerbaba a los
que la rodeaban era aquella trenza que rodeaba su cráneo; a mucha gente le
hubiese gustado agarrarla y tirar de ella, deshacerla y en esa rabia manifiesta
personificar una ira primaria hacia todo aquello que no sigue unas normas
establecidas; sin embargo, aquella trenza contenía un misterio que confería a
su dueña una aureola de personaje mítico, enclavado en un tiempo remoto y
reencarnado en aquella discreta mujer. En la oficina, en el pequeño espacio que
se le concedía dentro de una enorme sala, a veces y cuando el trabajo no la
agobiaba, se quedaba en silencio, en aquel silencio que ella conocía a la
perfección y al cual ella estaba habituada, no le extrañaba porque lo había
asumido nombrándolo posesivamente como “su silencio”; prestaba atención a
cualquier ruido o murmullo y se pasmaba ante la novedad; en su silencio sólo
retumbaban los ecos de su propio interior, ni se parecían en lo más mínimo a
los que pululaban por un espacio tan ajeno a su voluntad; los analizaba y
reconocía, los ruidos desprendidos por las máquinas eran distintos a los que
ella estaba acostumbrada, los que pertenecían a su mundo sonaban a nimiedad, a
imperceptibilidad: la caída del agua al abrir un grifo, el giro de una llave al
abrir o cerrar una puerta, sus propios pasos al subir o bajar las escaleras de
su casa, el clic que producía el interruptor de
aquella bombilla al encenderse e iluminar su rostro o el sonido a
sorpresa al verse delatada por aquella amarillenta claridad. Todo lo que se
producía fuera del ámbito más íntimo y restringido de su ser, le parecía que
estaba asistiendo a la creación de un nuevo lenguaje por parte de los objetos o
de aquellas máquinas infernales que cohabitaban con ellos en la oficina. En
cuanto a las voces de sus compañeros las diferenciaba todas, su oído se había
vuelto muy sensible a la voz humana, muchas veces no le importaba el contenido
de la conversación sino los distintos niveles de entonación de las frases y en
lo que éstas podían acabar: temblaba ante una voz autoritaria, se enternecía
ante una voz melosa, carraspeaba como
acto reflejo ante una voz ronca y se desmoronaba ante una voz suplicante. La
voz humana se había convertido en su punto débil; desfallecía ante cualquiera
que le hablase con ternura, se infantilizaba hasta tal punto que hubiese
deseado que la acariciasen; para Urdilde d’Enalapril una voz lo podía
significar todo, desde un suspiro hasta una declaración de principios para
seguir viviendo y así lo era, así lo será, así lo fue, así lo está siendo, así
lo habría sido, así lo habrá sido, así lo sería, así lo había sido y cualquier
capricho de tiempo verbal porque así lo es. Desde su pequeño hábitat, ella
observaba toda una jerarquización, unas luchas internas por trepar a un puesto
más alto, allí la traición se había enmascarado de sutileza apenas perceptible,
nada afloraba al exterior, pero los espíritus se debatían por subir un peldaño
en una escalera infinita en donde no había una meta, cada cual se la imponía
según su grado de codicia. Urdilde ni por un momento había pensado en
incorporarse a aquel torbellino, para ella no era más que un espectáculo al
cual asistía; si en algún momento rondó por su cabeza aquella idea, unos
principios de humildad la retenían y un espíritu de confraternidad para con los
demás la alejaban de unas posibles fuentes de sometimiento para sí y para sus
semejantes; el hecho de no entrar en aquella vorágine significaba no estar de
acuerdo con ella, por eso trataba de hacerse invisible por miedo a ser
despedida, aunque tampoco hubiese sido una gran pérdida, lo que la motivaba a
estar allí era el contacto con otros seres humanos y el poder ser útil en la
medida de sus posibilidades; se podía decir que solamente había tres lugares en
donde existía una aproximación hacia sus orígenes y eran: la oficina, el
autobús y las tiendas donde hacía sus compras. En la oficina era donde más
tiempo pasaba, por lo tanto tenía más oportunidades para experimentar una
ligera convivencia; tanto en el autobús como en las tiendas eran unas fórmulas
de cortesía muy desgastadas y la típica frase que surgía motivada por la
finalidad a la cual la llevaba allí. Económicamente lo que ganaba le era
suficiente, se sorprendía al oír comentar a sus compañeros que a duras penas
llegaban a fin de mes debido a un exceso de gastos incontrolados; a ella le
hubiese gustado darles algún dinero y no prestárselo, pero reconocía que una
generosidad tan manifiesta con gente allegada nunca es prudente porque crearía
unas expectativas a las cuales ella no siempre estaría dispuesta a ceder.
Urdilde era una mujer muy austera tanto en sus comidas como en sus costumbres;
a media mañana disfrutaba de un pequeño descanso en el trabajo, bajaba a una
cafetería a tomarse un café con leche y un dulce, los saboreaba con tanto gusto
que se convertían en una opípara comida llevada a cabo en un lujoso
restaurante. En su casa apenas cocinaba, se alimentaba a base de frutas,
verduras y productos lácteos ya que ella no podía perder el tiempo delante de
un fogón; necesitaba vivir, respirar cada instante de vida conscientemente,
analíticamente; consideraba que su cuerpo podía subsistir con cualquier cosa,
pero que su mente estaba hecha para las exquisiteces de las vivencias, de los
sueños, de las locuras y era en las abstracciones de ese mundo en las que ella
quería detenerse, recrearse, anclarse, formar parte de esa irrealidad y
simbolizarlas como la realidad que en algún tiempo fueron. Bebía mucha agua,
tenía la convicción de que la limpiaba por dentro y de que a aquello que tocaba
le transmitía una sensación de pureza o de saciedad. No tomaba bebidas
alcohólicas, nublaban la percepción sensorial; decía que la vida había que
captarla tal y como se presentaba en ese momento, con su crudeza o liviandad,
pero siempre consciente de su aceptación. De sus costumbres, a simple vista,
poco habría que decir, era mujer de horarios, a simple vista, muy normales; a
simple vista se la podría juzgar como una mujer anodina, escurridiza, una
persona más del montón de una gran ciudad, de una avalancha en un paso de peatones
arrastrados por la fiebre de cruzar. A simple vista, en un gran espacio ese era
posiblemente el juicio que se podía obtener, en un gran espacio a la velocidad
de un instante; a vista fija y en pequeño espacio, con la lentitud del
transcurso de un siglo el juicio cambiaba por completo; por ejemplo, lo ya
dicho, su presencia en la oficina causaba perturbación, ¿cuáles eran los
motivos de ese malestar? Nadie se había puesto a reflexionar sobre ellos, bien
por falta de tiempo o bien porque ella podía ser el reflejo de unos
desasosiegos que era mejor no tocar, dejar flotar en el apacible subconsciente.
Cuando la jornada de trabajo se daba por terminada, sobre su mesa dejaba todo
ordenado para el día siguiente, cogía sus bártulos, se despedía de sus compañeros
escuetamente y se dirigía a la calle; aquéllos eran unos instantes de una gran
ansiedad, lo que causaba una aceleración en su paso y en el contoneo de su
cuerpo, temía que algo la retuviera y le impidiera salir; deseaba con todas sus
fuerzas superar aquella línea que delimitaba claramente trabajo y libertad;
Urdilde tenía el presentimiento de que cada vez que traspasaba aquella línea,
tanto a la entrada por la mañana como a la salida por la tarde, algo se
transformaba en ella y de que la auténtica Urdilde existía fuera de aquel
edificio, una vez allí adentro era como adquirir una personalidad distinta, era
una suplantación. Una vez en la calle miraba el cielo, no le importaba si
estaba despejado o cubierto; el cielo, para ella, siempre había sido una inmensidad,
una infinitud hacia donde exhalar el último suspiro residual de una jornada de
trabajo, con él se iban unas obligaciones impuestas y al mismo tiempo fingidas,
una forma de pensar moldeada por la empresa para su propio beneficio, una
esclavitud velada que sólo aquéllos dados a la reflexión se daban cuenta de las
artimañas; Urdilde era una privilegiada, todo lo captaba, sabía que la vida
exigía una servidumbre para con las personas o bien para con las cosas y ella
respondía inmolándose en un profundo silencio; cuando sus superiores tomaban
ciertas medidas barriobajeras con los clientes o incluso con los mismos
empleados, su mutismo se sumergía en el dolor de una especie en donde el engaño
no tenía cabida y ella huía, huía, huía, huía, huía, huía, huía, huía, fuía,
fuía, fuía, fuía, fuía, fuía, fuía, fuyait, fuyait, fuyait, fuyait, fuyait,
fuyait, fuyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait, auyait,
auyait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait, aullait,
aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba, aullaba,
aullaba…y caminaba, caminaba, caminaba, caminaba, caminaba, caminaba, regresaba
a casa caminando, de vuelta nunca cogía el autobús, a cada paso que daba creía
que recuperaba el auténtico yo, a medida que recobraba su confianza daba
pequeños saltos de alegría y se paraba delante de los escaparates para ver los
últimos dictados de la moda aunque a ella aquellos modelos no le iban, se
alegraba de que a otras mujeres les quedaran bien y manifestaran su coquetería
mediante aquellos estampados fantásticos y chillones, y de paso ella miraba de
soslayo su reflejo en el cristal del escaparate, se ajustaba su trenza y se
sentía hermosa, muy hermosa, una hermosura que solamente ella percibía porque
era la exteriorización de su vida interior. Conforme consigo misma, volvía a
ser Urdilde d’Enalapril, con nombre y apellido, durante su jornada laboral era
Urdilde a secas, una vez afuera no sólo recuperaba su identidad completa sino
también sus atributos físicos y espirituales. Entraba en un supermercado para
comprar el sustento de cada día, le agobiaba aquella deslumbrante claridad, los
rótulos de los productos en oferta y aquella música de fondo a veces
interrumpida por una voz femenina reclamando la presencia de alguien u
ofertando unos servicios a los que nadie hacía caso; ella sabía a la perfección
adónde dirigirse, no se dejaba seducir ni por los bajos precios ni por el
atractivo envoltorio de los alimentos; en su cesto de la compra ponía lo que en
realidad necesitaba, pagaba y salía a cajas destempladas; había días en que se
sentía burlada y ridícula como si ella no supiera qué comprar sin que nadie
dirigiera sus gustos o poner de manifiesto su ignorancia en materia
alimenticia; siempre compraba poca cantidad, se entristecía, por ejemplo,
cuando unas manzanas se estropeaban por sobreabundancia; se podía decir que
comía como un pajarito, cualquier cosita la hartaba y su estómago era también
como el de un pajarito, su alimento ideal sería el alpiste y no hablaba, piaba.
Con su compra hecha y una vez en la calle, contemplaba el bullicio de la gente,
para ella aquello era un espectáculo: las prisas, los coches que circulaban en
procesión, aquel ruido de fondo de la ciudad que, fuera donde fuese, se
enquistaba en los cerebros y ni siquiera de noche los abandonaba; la mezcla de
colores, luces de neón y rótulos que hacían de algunas fachadas la portada
ideal de cualquier libro de texto dirigido a jóvenes; para Urdilde era asistir
a un espectáculo “in situ”, como si
fuese un personaje más de la trama, con la salvedad de que a ella le gustaba
esa colaboración, no estaba allí obligada, estaba por su propia apetencia;
aunque su personaje no tenía diálogo, era una figurante más en aquel decorado
que a no ser por esos mudos personajes la ciudad se convertiría en una ciudad
muerta; su papel era el de una espía que observa en silencio todo lo que la
rodea; como ella, también hay niños espías que al ser rechazados por sus
compañeros a participar en el juego, desde un rincón, éstos se limitan a
observarlos prometiéndose que algún día ellos también serán los personajes
principales de algún espectáculo. Urdilde sabía que era la única protagonista
importante en su teatro, no asistían espectadores, ella era a la vez actriz y
espectadora en la tragicomedia de su vida. Asumido su papel de figurante, sabía
el tiempo que debía estar en escena y cuando se retiraba hacia bambalinas,
entonces era el momento de proseguir su marcha encaminándose hacia un lugar que
ella adoraba, era un pequeño templo donde compraba las ofrendas que llevaría a
casa, era una floristería. Su amor por las flores era tal que se había
convertido en un vicio, en un vicio sano y hermoso; gastaba casi todo lo que
ganaba en flores, no le importaba en absoluto si lo que obtenía con el sudor de
su frente lo empleaba en conseguir belleza ¡bendito sea el despilfarro!; estaba
convencida de que la sublimación del derroche era cuando éste ayudaba a uno a
adueñarse de la hermosura y ella podía permitirse ese lujo; cada quince días de
esa floristería partía una furgoneta cargada de toda clase de rosas y de todos
los colores con que la naturaleza las dotó, exceptuando las blancas, en
dirección a su casa; las marchitas las reemplazaba por las nuevas, frescas y
olorosas y entonces aquella casa semidestartalada, con el rótulo de “se vende”
adquiría una revalorización, pues contenía la generosidad de una naturaleza
evidenciada en aquellas flores; como la casa no era muy grande y la cantidad de
rosas era excesiva, apenas se circulaba por el pasillo y el comedor que eran
las partes de la casa por donde más se transitaba. A Urdilde le encantaba que
los pétalos de las rosas rozasen su cuerpo, era como si los dedos de sus
amantes la acariciasen y la reclamasen para sí; a veces aquellas flores se
deshojaban y sus pétalos caían al suelo, ella, descalza, los pisaba y se dejaba
deslizar, ocasionándose con frecuencia algún resbalón, pero también le gustaba
poner a prueba su equilibrio para que éste se tambalease; nunca se caía
manteniéndose erguida y orgullosa. Cada vez que entraba en aquella floristería
era como entrar en un paraíso de vegetación, observaba las plantas con extremo
cuidado y fijaba la mirada en todos sus brotes, le parecía pura magia la
renovación constante de la vida y después de esa euforia se entristecía al ver
unos pasos más allá a unos pájaros enjaulados privados de libertad. Cuando la
dueña de la tienda captaba su figura nunca le preguntaba qué era lo que
deseaba; su presencia allí, sin ninguna clase de intercambio verbal, era lo
suficientemente explícita para saber lo que ella quería. A ella no le daban un
ramo de rosas blancas y las cogía, no, no y no; a ella le ofertaban un ramo de
rosas blancas y ella las abrazaba y las apoyaba contra su pecho, a pesar de sus
bártulos cruzaba los brazos y las cobijaba entre ellos, como si fuera la
portadora de un tesoro inconfesable. A la salida del trabajo, hiciera el tiempo
que hiciese, se dirigía a aquella tienda como una niña obediente a por el
sustento espiritual de cada día: eran rosas especiales, del color de la nieve,
cegadoras como ella, frías, más bien heladas, pero ella las templaría, las
derretiría. Nunca pagaba diariamente, al final de mes, una vez que ella cobraba
su salario y no queriendo tener entre sus manos ni monedas ni billetes, no le
agradaba su tacto, le parecía malsano y enfermizo, pagaba religiosamente y
transacción rematada hasta el próximo mes. Había alguna época del año en que
era difícil conseguir las rosas especiales que ella deseaba, pero en ese
aspecto nunca quería hablar de impedimentos, se volvía exigente y era capaz de
morder; eran su capricho, y los caprichos se consiguen si hace falta pateando.
Salía de la floristería y se encaminaba hacia su casa, cada paso que daba
sentía que se alejaba de un mundo que le era ajeno y que se acercaba un poco
más hacia sí misma. Miraba sus rosas con tanto primor y ternura que se diría
que portaba entre sus brazos a un recién nacido ¿sería aquel ramo de flores lo
que realmente apreciaba en la vida? Ella sabía que no, que su vida estaba llena
de pequeños y grandes amores y que aquellas rosas eran un punto de partida, la
materialización de unas vivencias, de unos sueños a los cuales recurría para
seguir respirando. Al encontrarse ya próxima a su casa, muy disimuladamente
cogía una de las rosas, la besaba y la dejaba caer al asfalto, deseaba que
alguien desconocido la cogiera, no le importaba quién fuera, era su recuerdo
diario a aquel mundo que ella abandonaba por unas horas y del cual no
conservaba ningún rencor, era su señal de agradecimiento. Abrió la puerta de su
hogar y echó un último vistazo a la luz del día, desde aquel momento la luz
artificial la iluminaría en la penumbra; cerró la puerta con gran estruendo y
el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbó,
y el mundo entero retumbó, y el mundo entero retumbá, y el mundo entero retumbá,
y el mundo entero retumbá, y el mundo entero retomba, y el mundo entero
retomba, y el mundo entero retomba, y el mundo entero tomba, y el mundo entero
tomba, y el mundo entero tumba, y el mundo entero tumba, y el mundo entero es
una tumba. Subió las escaleras a oscuras, sonorizando sus pasos mediante el
roce de la suela de sus zapatos con los peldaños, como si quisiera advertir a
alguien de su presencia, pero ella sabía y el mundo entero sabía también que
aquella casa siempre estaba vacía de cualquier persona física, exceptuándola a
ella; lo que trataba era de advertirse a sí misma de que su vida interior
comenzaba en aquel momento. Encendía las luces de toda la casa muy deprisa para
que aquella sinfonía de color le diera la bienvenida, observaba sus rosas con
la sorpresa de ver siempre algo nuevo, si había alguna hoja o algún pétalo
marchito lo apartaba, era como una nota discordante en aquella inmensidad
musical del color, exhalaba un suspiro y ya se sentía integrada en su ambiente;
sus rosas se extendía por toda la casa, en todas las habitaciones e incluso en
la cocina y en el cuarto de baño; cuando hacía verduras o ensaladas siempre les
echaba un pétalo porque creía que sus platos carecían de magia si no les
incorporaba algo de lo que ella amaba. Comulgaba con esos pétalos. De repente
apagaba las luces a excepción de una bombilla que era la que la iluminaba;
temía que el exceso de luz pudiera afectar al colorido de sus flores, después
se dirigía a su cuarto y en la oscuridad se desnudaba y se ponía una túnica,
medio bata, medio camisón: era blanca, de un blanco fosforescente, la había
confeccionado ella; a pesar de su torpeza para esos menesteres, se las había
ingeniado para hacer unas cortinas también, para ambas cosas había comprado una
tela volátil, casi transparente, de visillo; su primera intención había sido
confeccionar las cortinas, pero al ver que le quedaba tela sobrante decidió
aprovecharla y ponerse un reto al llevar a cabo la hechura de dicha prenda; mal
que pudo llevó a buen término su tarea aunque siempre con la duda a poder
superarla en futuros intentos; había llegado a la conclusión de que le gustaba
estar en consonancia con su casa y de qué mejor modo que vistiendo ambas la
misma tela. ¡Se sentía tan cómoda con su túnica!; la ropa que se ponía para ir
a la oficina la oprimía, marcaba su cuerpo y eso a veces la ponía nerviosa, se
sentía objeto de reclamo, su única intención era reclamar sus recuerdos y con
ellos su vida auténtica. Se paseaba descalza por su casa y recorría las
habitaciones observando sus rosas que descansaban en hermosos floreros de fino
cristal; había zonas de penumbra y aunque no llegaba a verlas con toda claridad
extendía su brazo, las rozaba y así comprobaba que seguían embelleciendo aún en
la oscuridad. Urdilde había creado su mundo, un mundo hecho a base de
experiencias vividas y de reminiscencias pasadas; quien lo viera desde fuera
podría considerarlo irreal, al límite de la locura, pero para ella todo aquello
era tan real como que respiraba y siempre al límite de la cordura. En su hogar
perdía la noción de tiempo, era estar en armonía consigo misma y con lo que le
rodeaba; en su lugar de trabajo había momentos en que le embargaba una gran
pesadez y no apartaba la vista de las agujas del reloj, las miraba fijamente
queriendo hipnotizarlas y manejarlas a su libre albedrío; allí el tiempo se
arrastraba lentamente y con él a sus incondicionales seguidores; sólo la luz
del día le marcaba unas pautas de conducta a seguir y eso influía en su estado
de ánimo; a la hora del crepúsculo advertía que su sensibilidad se agudizaba,
que era mucho más vulnerable a ciertas vibraciones que iban a extenderse a lo
largo de la noche; con el último rayo de sol Urdilde sabía que debía coger
aquellas rosas blancas a las cuales había venido abrazada y depositarlas en el
florero de cristal más fino que ella poseía, si a éste se le acariciaba
suavemente desprendía una sonata, si la caricia era un poco más intensa una
sinfonía llegando a alcanzar cotas impensables como puede ser una ópera; se diría que aquel florero poseía cualidades
mágicas, pero no, eran cualidades sensoriales, todo en aquella casa eran
sensaciones; cuando terminaba de colocarlas las observaba a cierta distancia y
con la observación venía el recuerdo: a los hombres que amó nunca les había
exigido nada material, si por voluntad propia y sin insinuaciones por parte de
ella deseaban obsequiarla, lo mejor que podían hacer era regalarle un ramo de
rosas blancas, el colorido ya se lo daría ella según su estado de ánimo; muy
pocos se habían percatado de sus gustos, pero aquéllos que la supieron entender
siempre se los habían cumplido muy inconscientemente. Solía cenar muy poca
cosa, los alimentos copiosos le producían un entorpecimiento de mente y su
sensibilidad se atrofiaba hasta el punto de caer en la dejadez; tomaba fruta,
un yogur y para rematar una pastilla de chocolate del negro, del más puro en
cacao, bebía un vaso de leche y éste servía de colofón a una merienda-cena que
siempre tenía lugar a la hora del abandono del día por la noche, después se
dirigía al cuarto de baño y con mucho cuidado desprendía su corona, es decir su
trenza, y la deshacía para cepillarla y la cepillaba y la cepillaba y la
cepillaba y la zipillaba y la zipillaba y la zipillaba y la zarandeaba y la
zarandeaba y la zarandeaba y la zarandeaba hasta convertirla en un zipizape;
con ella extendida se contemplaba en el espejo y se identificaba con aquella
imagen: la de una María Magdalena, la de una M. Magdalena, la de una M.
Magdalena, la de una M. Majadena, la de una M. Majadena, la de una M. Majadena,
la de una M. Majadera, la de una M. Majadera, la de una M. Majadera; había visto
a aquella mujer en infinidad de cuadros y era su misma representación; el
cabello le llegaba hasta la cintura, una vez cepillado le gustaba zarandearlo
de un lado a otro como si fuera una cortina, cuando se cansaba y se mareaba
paraba, más sosegada y con el nervio relajado la melena la recogía en una
trenza más ligera y la dejaba caer sobre su pecho izquierdo; se observaba el
rostro también y paseaba las yemas de los dedos con un suave movimiento sobre
cada una de sus facciones como si de un piano se tratase y supiera extraer de
cada uno de aquellos toques una nota musical; se sonreía, la luz que proyectaba
una bombilla situada en la parte superior del espejo la iluminaba
perfectamente, comprobaba que no estaba sola, un rostro atemporal la miraba,
quizá podía ser el suyo o tal vez el de otra persona de mucho tiempo atrás reencarnada en ella, eso
la perturbaba y se preguntaba por su edad; por su mente pasaban unos planos
analíticos que tanto podían retrotraerla a unos años infantiles como
proyectarla a miles de años luz; su edad era un número que se trataba de
pronunciar en una milésima de segundo, es decir nada, o es decir todo. Le
encantaba hacer muecas, su rostro pasaba de lo trágico a lo cómico, de la
angustia al miedo, del placer al dolor, del extravío al encuentro y ella se
reconocía en cada una de aquellas máscaras sin tiempo porque esos estados de
ánimo eran innatos y propios de su especie, no la sorprendían para nada. Daba
un último paseo por la casa para comprobar si todo quedaba bien y se dirigía a
su dormitorio para echarse sobre su cama, sobre unas sábanas de un blanco
fosforescente, sobre un colchón rígido que mantenía su cuerpo en línea recta,
sobre un suelo de madera en ciertos lugares carcomida, sobre unos cimientos de
una casa frágiles debido ya a la antigüedad y sobre una tierra perteneciente a
un mundo. Aunque todavía no eran horas de descansar, de quedarse dormida ni de
hacer su llamada telefónica, todos esos momentos previos ella los empleaba para
reflexionar, se exigía pensar en sí misma y en los acontecimientos que la
rodeaban, bien aquéllos que la implicaban o bien aquéllos otros que no le
incumbían por ser externos y por no afectarla directamente. Durante el día no
había tenido tiempo para pensar, su vida la había entregado a los demás, a su
trabajo, pero no de forma altruista, trabajaba porque creía en aquello de:
ganarás el pan con el sudor de tu frente; lo creía con toda sus fuerzas ya que
nunca nada se le había concedido gratuitamente ni en el terreno material ni en
el emocional; en ambos había luchado como una auténtica leona, sobre todo en
éste último. Tenía joyas que habían marcado logros importantes en su vida,
pasiones llegadas al límite que lo que quedaba de ellas eran el recuerdo y un
símbolo; no tenía muchas, las suficientes como para reavivar ilusiones, pero
nunca se las ponía, las contemplaba, rememoraba hechos lo suficientemente
analizados que hacían que se enfrentase al mundo con un orgullo y una valentía
por lo vivido. A veces en voz muy baja se llamaba “gastadora”, le gustaba esa
palabra, le parecía un exceso, ¡como siempre había sido tan comedida en sus
gastos!, entonces miraba sus rosas y cualquier calificativo perdía su valor,
cualquier adjetivo peyorativo dirigido hacia la belleza que simbolizaban
aquellas rosas se autoanulaba. ¿Posesiones? Cuatro prendas de vestir y un
sueldo mensual que le servía para pagar el alquiler de aquella casa y eso era
todo y suficiente. Echada boca arriba sobre su cama era como estar acostada en
un campo de hierba percibiendo las vibraciones de un submundo animal y vegetal
y al mismo tiempo reposando la mirada en un cielo perteneciente a un
macrocosmos en el que Urdilde flotaba apaciblemente. Los días de fuerte viento
o lluvia se levantaba de un salto para abrir las ventanas, media turbada, como
si el dios Eolo la reclamara, las abría de par en par y aquel aire y aquella
lluvia provenientes de las profundidades del cielo se adentraba con el ímpetu
de una guerra en aquella casa; se asomaba y dejaba que el viento la envolviera,
su túnica y las cortinas se convertían en torbellinos, había momentos en que
adquirían el potencial de unas alas y Urdilde era como un ave funesta sin rumbo
luchando contra los elementos; si el viento era muy frío, éste la traspasaba
dejando su cuerpo insensible, inexistente creyendo que sólo su mente era el
único residuo que quedaba de su ser; si había lluvia, ésta la calaba hasta la
médula, empapaba su túnica y ciento de pliegues se pegaban a su figura
adquiriendo el clasicismo de una estatua. Aquella unión con las fuerzas de una
naturaleza desbocada la tonificaba, era como recibir una energía de unos dioses
que entre los humanos ella no encontraba. Echada sobre su cama, seguía
reflexionando y la reflexión dirigía sus gestos, muchas veces llevaba sus dedos
hacia su boca y perfilaba cientos de veces sus labios, pensando en aquellos
hombres que la habían amado, que la habían tenido entre sus brazos y la habían
estrujado queriendo así demostrar su cariño al quebrarla. Urdilde había sentido
el aliento y una entrega pasional en la unión de aquellos labios con el hombre,
pero nunca había conseguido de ninguno de ellos una palabra o una frase, esto
último sería pedir demasiado, solamente se expresaría por medio de la mirada,
por medio de esos rayos de luz que desprendería el alma humana a través de los
ojos; cuando ella los besaba pasionalmente buscaba en su mirada algún rayo,
pero esas miradas se esquivaban y si por suerte captaba alguna la conducía a la
oscuridad abismal de un origen y hacía de aquella pasión momentánea una
amargura de una procedencia y de un destino desconocidos; y Urdilde se hundía y
se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se hundía y se fundía
y se fundía y se fundía y se fundía y se fundía y se fundía en la miseria, en
la nada. Su mano descendía hasta su cuello y descansaba un instante como
queriendo incubar el recuerdo de un beso, torcía la cabeza hacia un lado y un
cosquilleo sacudía su cuerpo y su mano continuaba bajando hasta sus pechos,
hasta sus pezones que en un instante de ilusión se habían puesto turgentes y
pensó en las bocas que los habían succionado, ninguna había sido infantil,
inocente; todas había sido devoradoras, egoístas al querer extraer el placer,
quizá, sin el beneficio del otro. Y su mano continuaba su viaje a lo largo de
un cuerpo que en ciertos momentos le parecía ajeno a su persona, como si su
mente y él tuviesen una relación extraña, algo semejante al rechazo, pero ella
se obligaba a que esta compenetración fuera lo más llevadera posible. Llegó a
su ombligo y con el dedo índice empezó a hacer círculos a su alrededor formando
una gran espiral teniendo a éste como punto de origen, origen de un vientre,
origen de la vida. Huyendo rápidamente de aquel pensamiento causante de un
incipiente temor, posó la mano sobre su pubis y con ella extendida lo cubrió no
por vergüenza sino por misterio; sabía que allí se conservaba el misterio de
sus entregas, los hombres la habían penetrado y ella se había entregado a ellos
sin saber el porqué: ¿quizá por amor? Tal vez, pero no lo tenía tan seguro, de
lo que sí respondía era de que algo misterioso la inducía a aquel abandono de
sí misma, como si al entregarse la alejara de una gélida soledad que habitaba
en su interior desde tiempos remotos y encontrara en los brazos de lo ajeno un
soporte para no desplomarse, para no derretirse. Los fluidos viscosos que a sus
entrañas se adentraban portaban vida, pero no respuestas y esa carencia malograba
cualquier idea remota de germinación, y aquella parte íntima de su cuerpo era
su meta; ahora le tocaba el turno a su mente dirigirse por sí sola.
Reflexionaba de nuevo sobre los acontecimientos acaecidos durante el día,
ninguno era relevante, pero formaban parte de su vida, de ella misma y no todo
iba a ser convulsión, después de la tempestad siempre viene la calma y es en
esos momentos de serenidad cuando se hace una valoración objetiva de lo
sucedido. Sus logros y sus fracasos la ennoblecían pues los admitía tal y como
habían venido, no se avergonzaba ni se enorgullecía de ellos, la vida tenía un
sonido, una melodía que la maravillaba. Echada sobre aquel blanco de nieve
llevaba las manos hacia su frente como para aplacar sus emociones, sabía que, a
pesar de su lograda serenidad, sus sentimientos se habían pulido muy finamente
y poseían una delicada fragilidad, por eso, de vez en cuando de sus ojos
brotaba alguna lágrima y de no ser así sus ojos se ahogaban en lágrimas, en
lágrimas, en lágrimas, en lágrimas, in lacrimas, in lacrimas, in lacrimas, in
lacrime, in lacrime, in lacrime. Tampoco lloraba o se inundaba sin motivo, a
veces reconocía que era de lágrima fácil. Siempre al llegar la noche y después
de las reflexiones, del recorrido por su cuerpo para equilibrarlo con la vida y
de la valoración de su autoestima, una “furtiva
lacrima” debería brotar de sus ojos; todas las lágrimas llevan un sentido
descendente, el sentido de la gravedad hacia la tierra. Sus lágrimas, al estar
echada, no resbalaban por sus mejillas sino que en su recorrido atravesaban sus
sienes y ancoraban en sus oídos adentrándose hasta el tímpano, entonces era la
hora esperada para hacer la llamada telefónica, una llamada hacia el más allá:
de la mesita de noche cogía un teléfono y a ciegas marcaba un número infinito,
de la infinitud del universo, marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y
marcaba y marcaba y marcaba y marcaba y
marcaba y marcaba números y números y números y números y números y números hasta crear un código que daba
acceso a su alma; llevaba el auricular al oído y de él surgía una voz de las
profundidades del sonido que le cantaba: Breit’über
mein Haupt dein schwarzes Haar, neig’zu mir dein Angesicht, da strömt in die
Seele so hell und klar mir deiner Augen
Licht. Extiende tu negro pelo sobre mi cabeza, inclina tu rostro hacia mí,
entonces derrama en mi alma, tan clara y limpia, la luz de tus ojos. Una vez
oídas las últimas palabras alargaba el brazo y con un tic encendía una bombilla
situada sobre la cabecera de su cama, la luz proyectada transparentaba todo su
cuerpo, nada se veía, de él solamente se desprendía blancura, y la voz
proseguía su canción: Ich will nicht
droben der Sonne Pracht, noch der Sterne leuchtenden Kranz, ich will nur deiner
Locken Nacht und deiner Blicke Glanz. No quiero el esplendor del sol, ni la
guirlanda brillante de las estrellas, solamente deseo la noche de tu pelo y la
luz de tu mirada. El tiempo transcurrido en aquella canción le pareció una vida
al completo, era como si aquella letra condensara su pasado, su presente y su
futuro en una palabra: un deseo.https://www.youtube.com/watch?v=nmb_4pU9wMw
Breit’über mein Haupt dein schwarzes Haar,
neig’zu mir dein Angesicht,
da strömt in die Seele so hell und klar
mir deiner Augen Licht.
Ich will nicht droben der Sonne Pracht,
noch der Sterne leuchtenden Kranz,
ich will nur deiner Locken Nacht
und deiner Blicke Glanz.
Extiende tu negro pelo sobre mi cabeza,
inclina tu rostro hacia mí,
entonces derrama en mi alma, tan clara
y limpia, la luz de tus ojos.
No quiero el esplendor del sol,
ni la guirlanda brillante de las estrellas,
solamente deseo la noche de tu pelo
y la luz de tu mirada.
Richard Strauss-Breit’über mein Haupt dein schwarzes Haar…
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