martes, 7 de mayo de 2019

BENEDICTUS


                                    
S/T. KFK

Benedictus, Missa Solemnis. Beethoven
 Musulmán: se le llamaba así al prisionero judío que había abandonado cualquier esperanza, y que había sido abandonado por sus compañeros, ya no poseía un estado de conocimiento que le permitiera comparar entre el bien y el mal, nobleza y bajeza, espiritualidad y no espiritualidad. Era un cadáver ambulante. Parecían árabes en oración, hacían los movimientos típicos de los árabes cuando rezan, de esta forma se denominaba a los que estaban muriendo de desnutrición en Auschwitz. En este campo de concentración los judíos no morían como judíos. Los musulmanes se encontraban en la posición extrema de seguir o no siendo seres humanos, ellos marcaban el límite en donde el hombre pasaba a ser no-hombre. Gracias al musulmán se había eliminado para siempre la distinción entre el hombre y no-hombre. 

El musulmán, Giorgio Agamben.





   El musulmán era el lugar de un experimento, en que la moral misma, la humanidad misma, se ponían en duda. Era una figura límite de una especie particular en que pierden todo su sentido, no sólo categorías como dignidad y respeto, sino la idea de un límite ético.

Primo Levi.





   “Musulmán: sobre todo usado en Auschwitz, el término parece provenir de la postura típica de estos detenidos, encogidos sobre sí mismos, las piernas dobladas a la manera “oriental”, el rostro rígido como una máscara. 

Enciclopedia Judaica.




 
La máquina vivía en un estado de ansiedad constante, podía haber momentos en los que ésta se mitigase ligeramente, pero el tiempo se había convertido en inquietud, en una agitación de ánimo que concedía a la máquina atributos humanos; su existir se limitaba a anhelar un momento, un momento en el año, un momento sin fecha; sabía que siempre sería a la caída de la tarde, un momento en el que se despide el día y la noche pide paso, un momento en el que la luz y el color se transfiguran, un momento en el que el lenguaje inventa las palabras crepúsculo y ocaso y ambas conllevan la decadencia, un momento cegador y de desorientación en el que uno mira a su alrededor y no sabe si continuar o retroceder, o desplomarse sin vida ante el abandono de la existencia, un momento de recapitulación entre lo vivo y lo muerto, un  momento…un momento…un momento…un momento…un momento…un momento…un momento……….un memento. La máquina se hallaba en una nave enorme, rectangular, muy larga, ¿en una nave o embarcación?  ¿en una nave espacial? ¿en la nave principal de un templo? La máquina se hallaba en una nave enorme, rectangular, muy larga, tanto las paredes como el techo y el suelo estaban pintados de blanco, de un blanco a la cal; en el extremo opuesto a donde se encontraba la máquina había una puerta también rectangular, blanca, siempre cerrada, solamente se abría en ese “momento”, en el “momento” del “memento”. La nave (o embarcación) estaba iluminada por una luz que podía cambiar de intensidad creando ambientes: o bien se disparaba hacia una claridad cegadora o bien decaía hasta niveles casi de penumbra. La máquina era rectangular, en medidas del mismo tamaño que la puerta, como si la recortaran de la pared opuesta, era blanca, vista a cierta distancia tenía la forma de un ataúd colocado en vertical, poseía dos ojos redondos, grandes de cristal, incrustados sobre la superficie frontal, estaban dotados de párpados; podía decirse que era una máquina creada para la contemplación; no era útil, no desempeñaba tareas que pudiesen ayudar al hombre en su trabajo cotidiano, se limitaba a observar, a constatar un hecho que tenía lugar una vez al año y para el cual existía, en su esencia no encontraba explicación a lo presenciado, se pasmaba, sus ojos permanecían abiertos ante lo visto, asumiendo una escena que trataba de analizar, pero al no encontrarle explicación en sus entendederas, empezaba a parpadear, primero lentamente queriendo cortar con aquella visión y al mismo tiempo encontrar una revelación instantánea; al no haber solución parpadeaba más deprisa para ahuyentarla y al mismo tiempo para convencerse y dar crédito a lo que veía, sencillamente se pasmaba, eso era todo. Aquella máquina, aparte de poseer aquellos portentosos ojos, estaba dotada de unos sensores distribuidos por todo su andamiaje interno que la hacían sensible a la música, a aquellos parpadeos se sumaban unos temblores que la dejaban en un estado de agitación tan caótico que hasta después de algunas horas no recobraba su entereza. El ambiente que se respiraba en aquel espacio era gélido, se mantenía una temperatura constante, fría, la iluminación era tenue, el blanco a la cal con el que toda la nave (espacial) estaba pintada daba una sensación de esterilización en donde los gérmenes quedaban automáticamente destruidos. El tiempo transcurría con medida, pero sin marcar acontecimientos banales, solamente el “momento” del “memento” y éste surgía instantáneamente, igual que se produce un disparo imprevisto y la conmoción lo ocupa todo. Toda la existencia se condensa en ese tiempo, más o menos duradero, el resto es vegetar. El vacío reinaba siempre en aquella nave  (del templo), a excepción de dos volúmenes: la máquina que permanecía fija y cuya presencia apenas ocupaba en aquel inmenso espacio y la aparición de un supuesto hombre que surgía por aquella puerta. Máquina-hombre, hombre-máquina eran los dos únicos moradores en la inmensidad de un espacio, pero limitado por cuatro paredes, cuatro muros, cuatro paredones…al paredón. Todo lo que tenía lugar allí adentro carecía de relación alguna con el resto del mundo, éste giraba a su aire, indiferente ante cualquier acontecimiento; por supuesto, la nave también tanto podía estar en tierra, mar o aire. Y el silencio, naturalmente, el silencio era indispensable en aquel vacío, maridaban a la perfección, no se oía nada, el ruido del exterior no llegaba allí, aquel espacio estaba insonorizado, ni transmitía ni recibía ondas acústicas, lo que pudiera ocurrir era experimentado solamente por la máquina y aquel supuesto hombre. Cuando llegaba el “momento” del “memento”  no había enfrentamiento entre los dos, la máquina se dedicaba exclusivamente a contemplar, a pasmarse ante lo que presenciaba y oía, y el supuesto hombre pasaba indiferente, ignorando la otra presencia, para él nadie ni nada existía, con su aparición justificaba una presencia humana, un único ejemplo de entre otros muchos parecidos, cumplía su misión, una misión reivindicativa, silenciosa, sin aspavientos, mostrando un hombre sin atributos, abandonado por la dignidad humana y cuya existencia transcurría entre dos extremos: infancia y vejez. Torpeza, desorientación, renuncia, debilidad, miedo… siempre carencias. Llegado el momento en aquella nave (espacial) no se originaban palabras, frases ni ninguna clase de sonido provenientes de la garganta de aquel supuesto hombre, todo se expresaba a través del movimiento y gestos que se veían impulsados por una energía musical. Aquel cuerpo por sí solo no tenía la fuerza, ni la motivación suficiente para caminar, para exteriorizar la poca vida que conservaba en su interior. El concepto que tenía la máquina del hombre era completamente distinto, ella, consciente de que había sido inventada por él, le había concedido cualidades superiores, inmutables; al contemplarlo en esa situación de desamparo, su concepto cambiaba y hacía que ampliara más su conocimiento del ser humano hacia terrenos ocultos, pero más enriquecedores, sabía que no podía hacer nada por él y, sin embargo, trataba de comprenderlo. Máquina-hombre, hombre-máquina, sus relaciones siempre habían sido correctas, serviciales, eso era todo. Cuando lo veía, experimentaba ciertas sensaciones no propias de una máquina, era como si algo de lo que él hubiera perdido recayera sobre ella proporcionándole una mayor comprensión sobre aquel supuesto-hombre. Al observar su apariencia descubría a un ser que ya no era dueño de su propio cuerpo, en su deterioro contemplaba la cara opuesta de aquel hombre superior que, como inventor suyo, le había inculcado una idea perfecta de sí mismo, idea errónea ante la imagen presenciada. Aquel hombre ya no era el ser racional poseedor de unas cualidades adultas, llegado a la plenitud de su madurez; lo que habían hecho con él era convertirlo en una esencia de espiritualidad que sólo unas vibraciones emocionales podían mover. Aquella aparición tenía lugar en cualquier época del año, pero siempre en el ocaso de un día; en aquella nave (del templo) las estaciones no se percibían, el mundo exterior no tenía cabida… Big Ben, ¡¡atención!! suena una gran campana, la máquina se pone en alerta, ya todo va a comenzar, a ese sonido le sigue un gran silencio y de repente se origina el Big Bang; las luces de la nave( embarcación ) relucen a su máxima potencia, la máquina abre los ojos de par en par, mirando fijamente hacia la puerta, la entrada de las notas suaves de un violín producen la energía suficiente para que aquella puerta se abra lentamente y alguien se mueva. Hay una profunda oscuridad en el espacio más allá de la puerta, se diría negrura, se diría que se abre una tumba y que de ella surge un resucitado, un no-hombre hace su aparición, una gruesa manta de lana blanca lo envuelve de la cabeza a los pies, su rostro apenas es perceptible, sólo sus manos y pies sobresalen, sus manos sujetan ambos lados de la manta conservando su identidad, su temperatura, su físico…su yo. Sus pies se mueven por el impulso de la música de violín, da pasos muy cortos, inseguros, proporcionándole una marcha tambaleante, manteniendo un equilibrio forzado. Una piel muy fina, seca y de un gris pálido cubre tanto sus manos como sus pies. Estas partes de su cuerpo son puro hueso llegando a pensar que el resto es otro tanto. La máquina observa perpleja aquella marcha procesional, no parpadea y cuando lo hace es como para coger un respiro o una búsqueda de credibilidad ante lo visto, en su interior sus sensores captan aquella música haciéndola vulnerable y participativa, sin moverse ella también camina al ritmo impuesto de aquel ser, en aquella vibración musical ella percibe que, en el exterior, fuera de aquellos muros, existen seres humanos implicados en una marcha parecida: arrastrando los pies, arrastrando los pies, arrastrando los pies… rastreando con los pies, rastreando con los pies, rastreando con los pies la senda de algo o alguien. El no-hombre arrastra los pies y ligeramente la manta, trata de mantenerse erguido, pero la encorvadura de sus hombros y espalda delatan un cuerpo a punto de desplomarse. Se diría que mientras existiese aquella música existiría un soplo de vida para impulsar el movimiento; camina hacia el centro de la nave (espacial), en sentido más o menos recto, tambaleándose, de repente se para y presta oídos a unas palabras que se entremezclan con el violín: benedictus, qui venit in momine Domini. La música continúa, pero tanto él como la máquina se quedan paralizados, él entiende y reflexiona, ella no capta nada, escudriña las reacciones del no-hombre y sigue sin comprender nada, aquel leguaje le es desconocido, parpadea incesantemente y se da cuenta de que no está programada para su comprensión; no sabe el porqué, pero se admira, las palabras se repiten, unas veces lo hacen voces independientes, otras un coro, junto con el violín arropan al no-hombre que de nuevo se pone en marcha y un paso procesional atraviesa la nave  (del templo) dejando tras de sí soledad y ausencia. Hay momentos en los que aquel cuerpo adquiere cierta volatilidad, la tierra no ejerce sobre él su gravedad; la fragilidad, a pesar de la gruesa manta de lana que lo envuelve, da la sensación de elevarlo, de apartarlo del suelo, de él se desprende un imperativo, una orden: dad; en su conjunto hay una entrega, una existencia para los demás. Benedictus, qui venit in nomine Domini y la procesión continua, se aproxima al centro de la nave (embarcación), su rostro poco a poco va haciéndose más visible, el hermetismo, que en un principio lo caracterizaba al estar cubierto por la manta, va despojando su incógnita. Va perdiendo su caparazón por el camino, lo que le había servido de abrigo va desprendiéndose de él paulatinamente y de repente se halla en el centro y centro del rectángulo, el no-hombre ya está a la vista en su totalidad, lleva una especie de uniforme blanco, la tela es áspera, parece pintada a la cal ocultando unas rayas propias del material, una chaqueta y un pantalón cubren su cuerpo; rostro, manos y pies al descubierto. Es un esqueleto andante. La piel de manos y pies transparenta tendones y huesos dando la sensación de alargamiento, su rostro es una calavera: los ojos profundamente hundidos, sobresaliendo las órbitas de éstos y los pómulos, la mirada apagada y expresión de indiferencia, cualquier cualidad humana lo ha abandonado. Se ha parado, hay cierta distancia entre él y la máquina, mira al frente, sin un punto de referencia, al vacío, no se da cuenta de que es observado, la máquina está perpleja, ni siquiera parpadea, la imagen del hombre que éste le había hecho creer de sí mismo no tiene parangón con lo presenciado, ¿cuál es la auténtica? ¿será una mezcla de la superposición de ambas imágenes?. La música continúa, el violín sigue marcando un paso, unos pasos que en aquel momento están parados, el no-hombre permanece inmóvil, mirando al infinito.  Benedictus, qui venit in nomine Domini. Osanna in excelsis. Y vuelve a reanudar la marcha, tuerce hacia la derecha, se dirige hacia la pared, continua tambaleándose, quizá ahora haya más torpeza y lentitud, los brazos caídos denotan falta de ánimo y de impulso para caminar, su mente está en blanco, igual que la pared que se antepone a él; podría decirse que lo único que lo mantiene erguido, y para eso externo, es aquella música que con el violín y las voces a coro lo envuelven en una atmósfera apacible, vivificadora. Si en ese instante la música cesara, el no-hombre dejaría de vivir. Lleva el pelo muy corto, casi al cero; la barba, también tiene barba de días, lo que le da un aspecto de mendigo. La música del violín sigue impulsándolo hasta que llega un momento en el que ésta junto con las voces y el coro se elevan y aquel cuerpo se desploma, un  templo de miles de años en busca de lo absoluto se viene abajo, primero cae de rodillas y a continuación se ve impulsado hacia adelante, un hombre en oración. Benedictus, qui venit in nomine Domini. La máquina está perpleja, un razonamiento ante lo visto se queda corto, su capacidad analítica no funciona, única conclusión: aquel es otro hombre, un hombre dimensional, un hombre ampliado. Le quedan pocos metros para llegar a la pared, en aquella posición le será imposible llegar hasta ella, la extenuación lo aniquila, intenta levantarse, no puede, se va arrastrando empujado por la música de violín, llega a la pared, al muro…al paredón, su superficie es áspera, pero blanca, quiere incorporarse y se apoya en él, trepa ligeramente aunque no logra ponerse de pie, permanece arrodillado, un último esfuerzo, en un último suspiro, de su bolsillo extrae un carboncillo, y a duras penas levanta el brazo, traza dos líneas temblorosas: una vertical y otra horizontal, resultado una cruz primaria. En el punto de confluencia de las dos líneas el principio y el final, la vida y la muerte, el no-hombre contra el paredón, la máquina estupefacta y la música languideciendo. El “momento” del “memento” ha cesado. Benedictus, qui venit in nomine Domini. Osanna in excelsis.



   Benedictus, qui venit in nomine Domini. Osanna in excelsis.

Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo.

                         Benedictus, Missa Solemnis
                                             Beethoven.







   

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