S/T- B. TERRA
Lélio sabía que no podía permanecer en su habitación; aunque no estaba cerrada con llave, la sensación de estar en una celda le agobiaba y le oprimía hasta tal punto que su cuerpo y su mente se empequeñecían al pensar en el vertiginoso espacio de la noche. En la residencia de ancianos donde él vivía, todo el mundo solía irse a la cama temprano, unos por motivos de aburrimiento, otros porque el descanso horizontal era más placentero y completo; unos porque al sumergirse en el sueño olvidaban una existencia anodina, otros porque la vida diaria les era indiferente y huían hacia el silencio de sus habitaciones. En las noches estivales le era muy difícil conciliar el sueño, le parecía antinatural y una forma de malgastar el tiempo al no poder captar en toda su plenitud la riqueza de sonidos y de olores que contenía una noche de verano; era como manipular el sueño para engañar la percepción sensorial y privarla de su emotividad. En la residencia estaba prohibido, a partir de una cierta hora de la noche, salir y tener las ventanas abiertas; durante el resto del año Lélio acataba estas normas sin ninguna dificultad, pero llegado el verano le era imposible contenerse y permanecer enclaustrado entre aquellas cuatro paredes; había algo en el exterior, un reclamo, una supuesta voz que lo atraía; tal vez era la naturaleza que se hallaba en plena eclosión y él, como siempre había sido un hombre de campo, aún tendía a aquellos instintos primarios de libertad; esa estación la había considerado como la época de reconciliación entre el hombre y la naturaleza. Su habitación. Su habitación era individual y se encontraba en la planta baja; muchas veces le había rondado la idea de salir o bien por la puerta (opción que quedaba descartada ya que tendría que hacer demasiado ruido en la cerradura de la entrada principal y eso lo delataría) o bien saltando por la ventana de su cuarto y eso le parecía mucho más asequible y discreto a pesar de sus limitaciones físicas; tenía una edad en la que no podía permitirse el lujo de ciertos excesos tales como requería el intento de esparrancarse; el riesgo a quedarse atascado era evidente, pero él no lo consideraba un impedimento y deseaba que surgiese el impulso con todas sus fuerzas. Muchas veces había abierto la ventana y se había sentado frente a ella para captar aquel calorcillo que solamente el verano aportaba, no obstante, no estaba satisfecho ni convencido con aquel contacto frontal. Lélio sabía que la noche poseía un manto mágico y con él quería cubrirse, que su cuerpo endeble y frío se tonificase con la tibieza y el misterio que la oscuridad, fiel aliada de la estación, poseía; deseaba que su cuerpo recuperara la vitalidad de la que en algún tiempo había sido dueño y olvidarse de la artificiosidad con la que estaban hechos aquellos medicamentos que él tomaba y que lo único que le aportaban era una desorientación y un repudio ante su ineficacia e inutilidad. Su cuerpo pertenecía a una naturaleza, a una naturaleza ya marchita, pero aparte de su naturaleza humana había otra que estaba llena de energía eléctrica, por llamarla de alguna manera, ésta emitía unas descargas y Lélio anhelaba que éstas convulsionaran todo su cuerpo. La ciudad en la que vivía se llamaba Leiloio; no era oriundo de allí, bien sabía que pertenecía a lo rural, al campo; el hecho de encontrarse en la gran urbe le era desconocido, probablemente alguien lo había desenraizado de sus orígenes creyendo que podría mejorar y, por desgracia, había caído en un grave error; él nunca culpaba a nadie, si de su mente se habían borrado muchas vivencias, el rencor también se había esfumado con ellas. Siempre en esta época del año sus sentimientos se agudizaban y todo lo negativo que pudiera albergar en su interior se convertía en ilusión positiva, viendo el mundo bajo el prisma de la buena fe del ser humano. Sentado en una silla frente a su ventana abierta o acostado en su cama, pasaba las noches de verano en un duermevela, echando una cabezada a veces, otras con los ojos abiertos de par en par, nunca durmiendo profundamente; para él esos meses y llegada la noche era como alcanzar un estado de alerta, sin saber cuál era el motivo; ¿sería la idea de huida? ¿sería la idea de abandonarse en un sueño profundo a merced del tiempo? No lo sabía, sin embargo, estaba seguro de que la respuesta la hallaría allí afuera. La residencia estaba rodeada por pequeños parterres con sus flores y césped, pero nunca llegando a formar un auténtico jardín; no había árboles ni fuentes, se diría que aquella vegetación para lo único que servía era para realzar el moderno edificio residencial; había otra vegetación abundante en el corazón de la ciudad de Leiloio y aquélla sí que era un verdadero parque; Lélio lo conocía porque había estado allí poco después de haber llegado a la ciudad: árboles infinitos y frondosos que se disparaban hacia el cielo, edificios más infinitos que los sobrepasaban creando un caparazón a su alrededor, flores que poco levantaban del suelo, pero que creaban una alfombra colorista, estanques con peces y patos que se deslizaban majestuosos con una impronta de indiferencia; aquello era lo más próximo a su lugar de origen, a su origen, a su origen, a su origen, a su origen, a son origen, a son origen, a son origen, à son origine, à son origine, à son origine, à sonorigine, à sonorigine, à sonorigine, à sonoringté, à sonoringté, à sonoringté, à sonorité, à sonorité, à sonorité…a sonoridad. Esperaba que de un momento a otro surgiera el impulso de ponerse en marcha y entonces no lo dudaría: sería una especie de escapada no definitiva, duraría unas cuantas horas y esto le permitiría comprobar que aún podía tomar ciertas decisiones personales que estaban muy por encima de las prohibiciones impuestas por los superiores que regían aquel establecimiento; le parecía como si hiciese alguna travesura que nunca se iba a descubrir; la oscuridad era su cómplice y ésta le daba cierta seguridad, sobre todo, en caso de que la torpeza le impidiese llevar a cabo su hazaña; ¡nunca se sabía lo que podría ocurrir con los impedimentos de una edad avanzada!. Con la luz apagada, su habitación albergaba la misma oscuridad que en el exterior; acercó una silla a la ventana y con mucho cuidado se subió a ella, le pareció que se mareaba a pesar de que la altura no era mucha y se apoyó en la ventana, a horcajadas se mantuvo erguido y levantó la pierna izquierda para ya estar fuera; respiró, le pareció una proeza haber superado aquel obstáculo; hacía años que no había acometido un esfuerzo semejante, sus energías ya no estaban para excesos; se recompuso y entornó con mucho sigilo la ventana, como señal de normalidad; con ayuda de su bastón se encaminó hacia aquel parque que él presentía que se hallaba en dirección norte, los primeros pasos fueron torpes; gracias a su apoyo, que le impedía tambalearse, logró cierta compostura en su marcha; se paró un momento y se sintió perdido y desorientado, se avergonzó porque aquella decisión suya de huir le había conducido a una situación infantil: la de un niño extraviado, sólo le faltaba sollozar y chillar para que alguien viniera en su ayuda; la madurez de la experiencia lo tranquilizó, recuperando al adulto y su serenidad en la toma de decisiones…Suspicion! Suspicion! Suspicion!...Sospecha. Ante él se presentaban tres calles, no sabía cuál tomar y lo echó al pinto, pinto gorgorito; le tocó la de la izquierda y sin más vacilaciones se adentró en ella. Era una calle bulliciosa por donde pululaban jóvenes, la mayoría de ellos en estado ebrio y a los que aún no lo estaban no les faltaba mucho para perder el sentido de la medida y despojarse del punto que conserva la cordura. Lélio se sintió desplazado, aquél no era su ambiente, era un intruso, deseó por un momento hacerse invisible y confió plenamente en la ceguera de toda aquella gente; nunca había pensado que el etílico del prójimo lo hiciera invisible. Se deslizó a duras penas entre toda aquella muchedumbre, a veces chocando con algunos jóvenes, pero nadie se alteraba, nadie pedía disculpas; de reojo miraba aquellos establecimientos como bocas del infierno ya que despedían un aire contaminado y los sonidos de la música que allí adentro se ponía eran ensordecedores. Se preguntó si cualquiera de las otras dos opciones no habría sido mejor, al menos más tranquila, porque las tres calles podían conducir perfectamente al parque, aunque también podía darse la casualidad de que las otras dos, como en la que estaba, hubiesen caído en desgracia; entonces lo mejor sería resignarse y seguir los dictámenes del pinto, pinto gorgorito. Para salir pronto de aquel trance, fijó la mirada al final de la calle e hipnotizado por el deseo de huir de aquel bullicio se dejó arrastrar por una atracción de vértigo hacia su supuesto objetivo; algo le decía que allí, al final, encontraría su parque. Fue como en volandas a pesar de una muy bien disimulada cojera, apenas perceptible; y era cierto, allí le estaba aguardando, era tal y como lo conservaba en la memoria. Se sonrió, su fiel seguridad no lo había defraudado: la frondosidad de aquellos árboles cubiertos por un manto de estrellas, una luna brillante trazada a compás y todos aquellos edificios que sobrepasaban en altura a la mismísima naturaleza. Lo embargó una repentina felicidad y buscó rápidamente un banco para sentarse, se encontraba fatigado aunque el esfuerzo no había sido enorme, fue sobre todo la distancia; su agotamiento estribaba en pensar en la proeza de saltar por la ventana y en el hecho de no haber perdido el equilibrio, podía haberse caído y el lío que se montaría, pero todo había salido a las mil maravillas. Tenía para elegir una gran variedad de bancos y escogió aquél desde donde divisaba la inmensidad del cielo nocturno, estaba al lado de un estanque y cubierto por el ramaje de un árbol; si bien nunca había estado allí sentado, el ambiente que le rodeaba le resultaba familiar; en algún momento de su vida había experimentado esa misma sensación, no lo recordaba; su mente no lo confirmaba, su cuerpo sí. Aquel calorcillo le proporcionaba una cobertura de paz y serenidad, hacía tiempo que no se sentía así; dentro de él reinaba una conformidad con el mundo circundante, aunque ya no se sintiese partícipe porque lo habían desplazado: no era un hombre activo, por lo tanto, no lo valoraban, no era productivo; además, cuando la gente le miraba, en sus rostros reflejaban cierta lástima por su indefensión, claro está muy bien disimulada; esto acrecentaba en él el temor a poder ser manipulado y de hecho así había sido y así lo era; la fragilidad que le había aportado su edad lo hacía el centro de las infamias que la astucia de algunos adultos requería para desahogar unos instintos reprimidos y que sólo se veían realizados sobre los indefensos, pero la edad también le había aportado cierta inocencia, una inocencia no extinguida por el paso del tiempo ni por su incorporación a la vida adulta, más bien estaba adormecida desde su infancia y había llegado el momento de despertarla; desde esta inocencia Lélio veía el mundo más selectivamente, sabía apartar las impurezas que se infiltraban en su vida y que nublaban los rayos de belleza que existían en las simplicidad de las almas que le rodeaban, no estaba dispuesto a participar en ningún juego, su edad le había otorgado el rango de la limpieza de espíritu, por eso, cuando se sentía oprimido, huía despavorido, despavorido, despavorido, despavorido, despavorido, des…pavo…rido, des…pavo…rido, des…pavo…rido, des…pavo…rido, des…pavo…rido, huía como un pavo ido. Se había alegrado de haber abandonado la residencia durante algunas horas, aunque le costase alguna reprimenda al día siguiente, la experiencia habría valido la pena. Su vida, por lo general, siempre transcurría entre cuatro paredes; le había sido difícil adaptarse a la residencia y aquella huida le parecía como un cúmulo de pesares que necesitaba desfogar, se sintió muy relajado por pensar así. Miró a su alrededor y la oscuridad de la noche, a pesar del cielo estrellado y su luna brillante trazada a compás, no dejaba captar con claridad todo su entorno; en los bancos de los alrededores se adivinaban siluetas de parejas jóvenes devorándose, lo tórrido de la situación subrayó la soledad de Lélio: miró hacia su derecha e izquierda y comprobó que se había sentado en el medio del banco, pero que nadie estaba a su lado, bajó la cabeza y con la inclinación de ésta, la resignación; estuvo cabizbajo durante algún tiempo y por su mente no muy lúcida pasaron imágenes alteradas de su vida pasada que enarbolaban la bandera de la pasión; sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no las exteriorizó, las tragó como había tragado los recuerdos que las habían provocado; pertenecían a un mundo pasado, en el mundo actual no tenían sentido y carecían de potencial emotivo. Volvió en sí y enjuició la situación con claridad: la juventud estaba hecha para lo tórrido, para la descomposición de los cuerpos ardientes; la vejez, su vejez, estaba hecha para la templanza, para una moderación que no había más remedio que aceptar. Se sonrió y admitió esta conformidad, miró hacia el cielo y vio que miles de estrellas le hacían guiños, la luna se exhibía en todo su esplendor y se sintió partícipe de aquella inmensidad; se contentó al comprobar que una simple contemplación le proporcionara tal alegría ¿por qué se conformaba con tan poca cosa y tan poca cosa le parecía un lujo, cuando lo que se entiende como tal nunca le había suministrado una satisfacción parecida? Se dio cuenta de que en su vida habían existido unos conceptos que lo habían empujado a obrar erróneamente y ahora, sin querer, había llegado el momento de modificarlos; nunca era tarde si éstos le ayudaban a interpretar el mundo de una forma más armónica. Deseó que alguien estuviese a su lado para comunicarle el hallazgo, pero no había nadie, la luna, en tal caso, pero estaba tan distante que sería inútil, no lo oiría, ella sólo iluminaba, aunque le hubiese gustado que le cantara y las estrellas hiciesen coro, se quedaría profundamente dormido, entonces ese abandono de sí mismo lo pondría en contacto con un cosmos generoso en dadivosidad. Por unos instantes se quedó dormido y se despertó en sobresalto, aún no había llegado el momento del sueño tan deseado. Volvió a mirar a la luna temeroso de que hubiese desaparecido y se quedó con la boca abierta al constatar que había perdido su redondez y había adquirido la forma de un rectángulo, frotó los ojos para espantar una visión errónea, pero el rectángulo permanecía allí con la misma luminosidad; cerró la boca porque con ella abierta no solucionaba nada e inspeccionó el cielo…Surprise!...Surprise!...Surprise!...Había dos lunas: una redonda y una rectangular…Lélio no dudaba de que a veces desvariaba y aquello le pareció el súmmum del desvarío; tenía que asegurarse antes de admitir aquella visión como cierta: apartó la vista del cielo para borrar de la retina aquel espejismo, miró hacia el estanque y allí se reflejaba la luna redonda, la rectangular no aparecía por ningún lado; elevó la vista, esta vez gateando desde la base de un enorme edificio hasta su cima, siempre a lo largo de una oscura silueta que apenas se diferenciaba del negro de la noche y allí, en lo más alto, al mismo nivel que la sempiterna luna, se perfilaba el brillante rectángulo de una ventana; aquel edificio estaba sumido en sueños, nada sobresalía o llamaba la atención, era una hora avanzada y todo el mundo en él estaba entregado al descanso, excepto en la habitación que exteriorizaba aquella ventana. Lélio se tranquilizó al pensar que aquel espejismo tenía un razonamiento, una explicación coherente y se preguntó el porqué de aquel desvelo: ¿estaría alguien enfermo? ¿estarían sus moradores haciendo el amor? ¿tendría alguien miedo a la desorientación de la noche y necesitaba la luz para recuperarse de su extravío? ¿reclamaría algún bebé el calor humano de una madre y solicitaría su presencia para confirmar que no estaba solo en el nuevo mundo en el cual involuntariamente había aparecido? No importaban las razones, Lélio se daba cuenta de que, como él, había más gente que velaba, que mientras unos duermen hay otros que velan, que vigilan el sueño placentero de los demás y él sintió envidia porque le hubiese gustado que, cuando estuviera dormido, alguien lo cuidara y en un momento determinado lo pudiera despertar; en el fondo sentía pánico a quedarse sumergido en las profundidades del inconsciente y ser incapaz de salir a la superficie, pero allá, aún mucho más hondo, en ese lugar donde habita el instinto de cooperación de un ser humano para con otro de su misma especie, Lélio sabía que alguien desconocido le brindaría una mano. Esta reflexión le tranquilizó, paseó la mirada a su alrededor y se convenció de que no podía pedir más; fueron unos momentos de paz interior, volvió a mirar hacia aquel rectángulo en la noche y, para su sorpresa, vio la silueta del torso de una mujer con un niño en brazos: aquella luz tenía un motivo que era espantar las pesadillas de aquel pequeño igual que la luna espantaba las de los adultos. Le hubiera gustado verlos más de cerca ¡estaban tan distantes! Sus facciones eran imperceptibles, querría hacerlos familiares y no sabía cómo; lo que se le ocurrió de repente era darles unos nombres tanto a la mujer como al niño…no se le venía a la mente ninguno en concreto y creyó oportuno recurrir al suyo propio y trabajar con él: se llamaba Lélio, por lo tanto: Lélio, Lélio, Lélio, Lelo, Lelo, Lelo, Lélio, Lélio, Lélio, Leilo, Leilo, Leilo, Leoli, Leoli, Leoli, Lileo, Lileo, Lileo, Lolei, Lolei, Lolei, Liole, Liole, Liole, Leolo, Leolo, Leolo, Leo, Leo, Leo…Se quedaría con estos dos últimos: la mujer se llamaría Leo y el niño Léolo. Él se llamaba Lélio y todos vivían en la ciudad de Leiloio; aquello le pareció una idea fantástica que la consonante “l” y las tres vocales”e,o,i” pudieran significar tanto y unir también tanto. Le gustaba su nombre y que éste diese origen a aquéllos de sus nuevos amigos; se sentía también cómodo en su ciudad, nunca había reparado en su nombre hasta aquel entonces. En voz muy baja repitió tres veces: “Lélio con Leo y Léolo en la ciudad de Leiloio” “Lélio con Leo y Léolo en la ciudad de Leiloio” “Lélio con Leo y Léolo en la ciudad de Leiloio”. Yo= Lélio, la mujer=Leo, el niño=Léolo, la ciudad=Leiloio. Miró hacia el rectángulo de luz y, como no queriéndolos llamar, susurró en voz muy baja: “Leooooo…Léoloooo…” y como respuesta a aquel susurro imperceptible, la mujer con el niño en brazos empezó a mecerlo y a cantar:
5 Lieder, Op. 41: No. 1, Wiegenlied (Version with Orchestra)
Träume, träume du, mein süsses Leben,
Von dem Himmel, der die Blumen bringt.
Blüten schimmern da, die beben
Von dem Lied, das deine Mutter singt.
Träume, träume, Knospe meiner Sorgen,
Von dem Tage da die Blume spross;
Von dem hellen Blütenmorgen,
Da dein Seelchen sich der Welt erschloss.
Träume, träume, Blüte meiner Liebe,
Von der stillen, von der heil’gen Nacht,
Da die Blume seiner Liebe
Diese Welt zum Himmel mir gemacht.
Cuando Leo terminó su canción advirtió que Léolo se había
quedado dormido, en el cielo, y que Lélio también se había sumergido en su tan
deseado y apacible sueño, en la tierra.
Sueña, sueña, dulce vida mía,
con el cielo que trae las flores.
Las corolas brillan allí, y se balancean
con la canción que canta tu madre.
Sueña, sueña, retoño de mis penas,
con el día en el que la flor brotó.
Con la florida clara mañana,
con el día en el que tu alma diminuta al mundo se abrió.
Sueña, sueña, flor de mi amor,
con la noche tranquila y bendita.
En la que la flor de su amor
convirtió para mí este mundo en paraíso.
Wiegenlied
R.
Strauss
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